Si te dicen que caí - Juan Marsé
Si te dicen que caí
Juan Marsé
En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha
personal contra el franquismo, como una secreta y
nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para
que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya
desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas
historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia
sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y
fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las
«aventis», un hallazgo que permite, a partir de historias
inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados
en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo
tiempo, extrañamente cotidiana.
Juan Marsé
Si te dicen que caí
ePub r1.0
Hechadelluvia 23.04.14
Juan Marsé, 1972
Editor digital: Hechadelluvia
ePub base r1.1
NOTA A LA NUEVA EDICIÓN
Escribí esta novela convencido de que no se iba a publicar jamás.
Corrían los años 1968-1970, el régimen franquista parecía que iba
a ser eterno y una idea obsesiva y fatalista se había apoderado de
mí: la de que la Censura, que aún gozaba de muy buena salud, nos
iba a sobrevivir a todos, no solamente al régimen fascista que la
había engendrado sino incluso a la tan anhelada transición (o
ruptura, según el frustrado deseo de muchos), instalándose ya
para siempre, como una maldición gitana del Caudillo, en el mismo
corazón de la España futura. Tal era de negra y pesimista la
perspectiva después de más de treinta años de represión y
mordaza. Así pues, sumergido en esa desesperanza oceánica, me
lié la manta a la cabeza y por vez primera en mi vida empecé a
escribir una novela sin pensar en la reacción de la Censura ni en los
editores ni en los lectores, ni mucho menos en conseguir anticipos,
premios o halagos. Desembarazado por fin del pálido fantasma de
la autocensura, pensaba solamente en los anónimos vecinos de un
barrio pobre que ya no existe en Barcelona, en los furiosos
muchachos de la posguerra que compartieron conmigo las calles
leprosas y los juegos atroces, el miedo, el hambre y el frío; pensaba
en cierto compromiso contraído conmigo mismo, con mi propia
niñez y mi adolescencia, y en nada más. Jamás he escrito un libro
tan ensimismado, tan personal, con esa fiebre interior y ese
desdén por lo que el destino pudiera depararle. Una vez concluido,
el azar quiso que alguien me hablara de la convocatoria del primer
Premio Internacional de Novela «México», convenciéndome para
que lo presentara, puesto que la edición española era una
quimera. Y entonces todo fue inesperadamente rápido: la novela
ganó el concurso y fue impresa en México (Editorial Novaro, S. A.,
1973) con una urgencia tan insensata que no se me dio
oportunidad de corregir pruebas ni revisar galeradas. Y cuando
más adelante fue autorizada la edición española, en septiembre de
1976, casi un año después de la muerte del dictador, tampoco
alcancé a revisar el texto, a causa esta vez de mi propia
negligencia.
Desde entonces me animó el deseo de corregir no solamente
las muchas erratas y más de una oración desmañada, sino, sobre
todo, el de arrojar un poco más de luz sobre algunas encrucijadas
de una estructura narrativa compleja y ensimismada. La novela
está hecha de voces diversas, contrapuestas y hasta
contradictorias, voces que rondan la impostura y el equívoco,
tejiendo y destejiendo una espesa trama de signos y referencias y
un ambiguo sistema de ecos y resonancias cuya finalidad es
sonambulizar al lector. La penumbra que envuelve muchos pasajes
importantes del libro siempre me pareció necesaria: en los labios
niños, decía Antonio Machado, las canciones llevan confusa la
historia y clara la pena. Pero en otros repliegues del relato, menos
decisivos tal vez, no conectados directamente con los nervios
secretos de la trama, esa penumbra expositiva no era necesaria y
ha sido atenuada o anulada en beneficio de una mayor claridad.
Con respecto a ediciones anteriores, ésta presenta dos capítulos
menos aunque ninguno ha sido suprimido; simplemente el texto ha
sido redistribuido teniendo en cuenta aspectos de orden temático
más que formales. Algunos fragmentos han sido desmontados
pieza por pieza y vueltos a montar, hay supresiones y añadidos,
pero nada que pueda afectar a cuestiones de tono y estilo ha sido
alterado.
J. M.
Barcelona, septiembre 1988.
1
Cuenta que al levantar el borde de la sábana que cubría el rostro
del ahogado, en la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos
abiertos, revivió un barrio de solares ruinosos y tronchados
geranios atravesado de punta a punta por silbidos de afilador, un
aullido azul. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la piel
bronceada y los dientes de oro que lucía el cadáver, le reconoció;
que todo habían sido espejismos, dijo, en aquel tiempo y en
aquellas calles, incluido este trapero que al cabo de treinta años
alcanzaba su corrupción final enmascarado de dignidad y dinero.
Aquí dice agua oxigenada, pero no lo es murmuró Sor
Paulina. Escribió con parsimonia en la etiqueta pegada al frasco
esgrimiendo firmemente el lápiz rojo, y, sin apenas mover los
labios, deletreó lo que anotaba: De pera.
Entendió mal el celador y eso lo animó a seguir: El barrio era
la pera, sí, ya puede usted decirlo evocando una remota
escenografía de cartón piedra, un laberinto de calles estrechas y
empinadas, veloces nubes ensombreciendo la colina de las Tres
Cruces, pequeñas azoteas donde se remansaba la música de la
radio y fachadas despedazadas con sus ventanas como cuencas
vacías traspasadas de pájaros, humo negro y sueños desvanecidos.
El colosal Dragón Verde de la escalinata del Parque Güell escupe
agua envenenada, niña, no bebas. Los pelos verdes que le salen de
la oreja izquierda al capitán Blay no son pelos, es la mata de una
lenteja que se le metió un día en el oído y brotó, esa oreja es
terreno abonado, chaval, el capitán no se lava nunca.
El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible. Al
verse reconocido, el ahogado volvió desdeñosamente la cabeza en
el fondo turbio y sus cabellos ondularon trenzándose con las algas:
no bebas agua o morirás podrido como yo, Ñito, dice que le dijo.
Y yo que le respondo: ¿Agua? ¡Ni probarla!
Cómo eres, Ñito se lamenta la monja. Parece mentira.
Es broma, Hermana. El muerto era un amigo. Por mi madre.
Y que a su madre, viuda y con el vientre siempre más liso que
una tabla de planchar, le decían la «Preñada», precisamente, y
recuerda: aquellas vecinas deslenguadas y con rulos en la cabeza,
enfermas de irrealidad y de rojos sabañones, trajinando baldes de
agua en la fuente agobiada de avispas y habladurías; aquel
certamen de infamias contra su madre una tarde de invierno que
él sintió cómo se rompía bruscamente una burbuja de luz en su
cerebro y se dijo: ya soy mayor, ya soy memoria y a partir de hoy
no podréis conmigo, brujas.
A pesar de ello y durante mucho tiempo, las apariencias
seguirían justificando el mote de la madre y el estupor del hijo,
que cada noche, en la cama de ella, se despertaba sobresaltado
para verla llegar vestida de vieja y bien preñada, una gran barriga
puntiaguda y enlutada avanzando en medio de la penumbra del
cuarto y su madre detrás de la barriga balanceándose como una
muñeca sobre las piernas abiertas, bañada en sudor. Se para, se
agarra a los barrotes de la cama y suelta un hondo suspiro. En su
asombro, frotándose los ojos, el chaval no sabía si salía del sueño
o volvía a ingresar en él; era esa hora en que despuntaba el
amanecer y el hambre le pateaba el estómago, lo sentaba en el
lecho y entonces podía ver que todo le era desmentido por la luz,
cada vez más intensa, que se colaba por las contraventanas: ese
pistolero acribillado cayendo como si fuese a atarse el cordón del
zapato, y sobre cuya frente resbala un sombrero de ala torcida,
volvía a ser la sobada americana de su padre colgada en la silla;
esa granada estallando, esa llamarada roja sin estruendo,
escupiendo cristales y madera astillada, era el sol colándose por
las rendijas de la carcomida ventana; y el máuser colgado en la
pared, una mancha de humedad. Pero su madre, que se aferraba
con desespero a los barrotes de la cama y gemía de dolor,
persistía en su misteriosa condición de viuda embarazada, y él
miraba su vientre hinchado pensando ya está, va a parir aquí
mismo espatarrada sobre las baldosas y yo qué hago. La vio
arremangarse las faldas de luto, congestionada por el esfuerzo y la
ansiedad, y entonces vio caer blandamente entre sus piernas un
bulto que ella apenas tuvo tiempo de sujetar. De sus muslos
blancos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus
dedos eran como afilados peces rojos. Transpirando un sudor de
muerte, una fatiga infinita, se acurrucó en el lecho junto a él,
envolviéndole en un denso olor a legumbres secas y a frazadas de
viaje, a vagones de tren pudriéndose en vías muertas.
El segundo episodio que le haría restregarse los ojos, tuvo
lugar horas después en la trapería de Java. Sentados en la acera ya
le esperaban Luis y Martín, los demás fueron llegando después. Al
entrar en la trapería se dio de morros con una montaña de
pajaritas de papel que llegaban hasta el techo, y lanzó un silbido
de admiración. Luego se tiró en plancha y se sumergió en la
montaña.
Jamás había visto tantas pajaritas juntas y de tan diversos
tamaños. Observó que la mayoría estaban hechas con páginas
arrancadas de viejas revistas republicanas que la abuela de Java no
se atrevía a vender, y que guardaba apiladas al fondo de la
trapería. El invierno pasado, en días lluviosos y muermos como
éste, el Tetas y Amén se la meneaban hojeando la revista Crónica,
que venía llena de vicetiples desnudas y bañistas en maillot,
anuncios de senos puntiagudos y duros y viciosas cabareteras
morfinómanas clavándose la jeringuilla en el muslo por debajo de
la mesa. Qué lástima, comentó Sarnita, pero qué gran idea para
venderlas, chaval: así nadie verá que son revistas prohibidas y
venéreas, ¡a que sí! Tu abuela se las sabe todas, Java, vaya
paciencia fabricando pajaritas.
Pero Java dijo que no, repentinamente irritado y sin dignarse
mirarle, no me vengas con historias tan de mañana, las pajaritas
se las he comprado a un paralítico en un piso del Ensanche, y
añadió: Tú siempre rumiando aventis, Sarnita. Acabarás majara.
Se metió en la cocina y estuvo lavando bajo el grifo un condón
usado que luego infló con la boca para ver si tenía agujeros.
Agachada junto a la pared de ladrillo rojo, sin encalar, casi oculta
por rimeras de amarillentos periódicos y viejos semanarios llenos
de polvo, la abuela recogía del suelo un plato de hojalata con su
cuchara. Siempre había por ahí algún plato con restos de un potaje
que instantáneamente se erizaba de moho: para el gato, solía
decir Java como pillado en falta. Pero no había ningún gato en la
trapería, y apenas en ningún lado; en todo el barrio no habría más
de media docena, según el último recuento del viejo Mianet. Ver
un gato allí habría resultado aún más extraño que ver una goma
usada.
Además dijo Sarnita, los gatos no comen con cuchara.
Cosas de la abuela dijo Java, desliando un manojo de
cuerdas. Va, que tengo mucha faena. ¿Estás sordo? ¿No oyes
que te llaman de la calle?
Ya voy. Pero todo eso es muy raro.
Se juntó con el corro sentado en la acera y le hicieron sitio
rápidamente, algunos frotándose las manos de impaciencia:
cuenta, Sarnita. ¿Seguimos con la aventi de ayer o inventamos
otra? Sigue: la chica sabía demasiado, corría peligro. Una cresta de
hierba brota en la acera frente a la bragueta abierta de Luis. Calles
sin pavimentar, tapias erizadas de vidrios rotos y aceras
despanzurradas donde crecía la hierba, eso era el barrio. El
montón de basuras en la esquina Camelias y Secretario Coloma
parecía más alto y repleto de sabrosas sorpresas, pero era que el
nivel del arroyo, después de la última venida de aguas, había
bajado. No era un zapato viejo lo que asomaba entre el fango, sino
una rata envenenada. Todavía el cielo figuraba una gran telaraña
gris. Pasó la tormenta, pero quedaba una llovizna tenebrosa, una
cortina interminable y enmarañada que borraba las fachadas
leprosas, portales y ventanas que aún sostenían trozos de vidrio y
listones carbonizados. Cuenta, Sarnita, cuenta.
A partir de ahora, chavales, el peligro acecha en todas partes y
en ninguna, la amenaza será constante e invisible, cada día es una
trampa. Lejos, muy lejos, más allá de las trincheras y las
alambradas de espinos, dicen que volverá a reír la primavera y
también dicen que era una espía que sabía demasiado, y que
muchos años después de estallarle en los pies la última granada
agazapada entre la hierba, aquella tarde al cruzar el descampado
corriendo en compañía de un desconocido, ¿os acordáis?, pues
que el polvo que levantó la explosión aún caía sobre las cicatrices
de su cuerpo rubio y duro pero magreado y sifilítico, porque era
una puta, chavales, una fulana, una furcia de lo más tirado.
Entonces, en la esquina de las basuras, apareció de pronto la
voluminosa dueña del bar Continental ocultando una barra de pan
blanco entre las solapas del negro impermeable. Sus ojos verdes
pintarrajeados miran de refilón a la rata que chapotea en el fango
girando temblorosa sobre las patas traseras, sin saber qué
dirección tomar. Al pie del almendro en flor del solar de Can
Compte, cuenta Sarnita, hay unas cartucheras podridas de lluvia y
un máuser oxidado y con la culata partida: eso quiere decir que las
municiones no andan lejos. La rata cruzó el arroyo en zigzag,
chillando, encontró todas las cloacas taponadas por el fango y Java
se asomó a la puerta de la trapería y miró a la mujer, entornando
los párpados legañosos.
En medio del arroyo, la gorda del impermeable giró sobre los
altos tacones como una negra peonza encapuchada y siguió con
los ojos la última desesperada trayectoria de la rata. Sorteó con
agilidad los charcos de agua negruzca y avanzó hacia la trapería.
Antes de verla abrir la boca, Java ya había notado su aliento de
buitre.
Hola, hijo. Qué.
No puedo dijo él. Me gustaría seguir haciéndolo, han
sido ustedes muy buenos conmigo y con la abuela, pero no puedo.
Piénsalo bien, no seas tonto.
Hay muchos tísicos, mastresa.
Precisamente. En aquella casa siempre se pesca algo, ya
sabes. Mira yo dejó que asomara entre las solapas el pico
tostado del pan. ¿Quieres un aumento, quieres que se lo diga?
No es sólo eso. Es que no puedo, tan seguido, me se pone
una flojera en las piernas que me caigo. ¡Rediós, que no puedo!
Anda ya. No seas comediante.
Ella nunca es la misma y cada vez tengo que enseñarlas lo
que hay que hacer. Es muy pesado, en serio, me estoy quedando
tísico
Está bien dijo la gorda. Te pagarán más, yo me encargo.
Java desvió la mirada soñolienta haciendo una seña a Sarnita,
que interrumpió su aventi y se incorporó avisando al corro con la
misma voz reverencial, taimada: continuará, despejen la sala.
Todos le siguieron, remolones, hacia las basuras amontonadas
bajo el yugo y las flechas de tinta aún fresca, la negra araña
estampillada en la tapia del campo de fútbol del Europa. Luis y el
Tetas, en cuclillas, ya estaban escarbando; sus manos pestilentes
sostenían rojos tirabuzones de piel de naranja, cáscaras de huevo
y amoratados restos de escarola, lo cual hizo reflexionar a Sarnita:
parece que los padres de Susana se han vuelto al chalet, dijo,
mirad, se nota que ahora comen bien.
Desde el portal de la trapería no se veía el chalet de la calle
Camelias, pero Java adivinó la verja del jardín abierta como antes,
el aire impregnado del aroma a tilos, la grava limpia de hojarasca y
la hamaca otra vez colgada entre la palmera y el eucalipto.
La gorda del Continental lo miraba esperando una respuesta.
Negros rizos como tizones en la frente, restos del carmín en los
gruesos labios cuarteados, labios rojos donde se acumulaban
labios, y ribetes de rimel en las bolsas bajo los ojos verdes. Una
cara ancha totalmente ocupada por una coquetería calculadora
pero afable.
Qué.
Está bien. Pero ella nunca es la misma, y en cambio yo sí
insistió Java. Qué extraño, ¿no?
Así es como lo quieren dijo la gorda con su gran boca
desdentada. A mí también me mandan, hijo.
Esto es un merdé, mastresa. A veces la tía no quiere
prestarse a todo, o no sabe, o tiene la mala semana.
Yo hago lo que puedo, miro de escoger lo mejor. Bueno,
todo se arreglará. Pero hoy no me falles, ¿eh? A las cuatro. Lávate
bien antes. Y ya sabes, en boca cerrada no entran moscas. Sobre
todo. Soy más mudo que la abuela, mastresa.
Pues hala, adiós.
Una muchacha montada en una bicicleta amarilla de hombre
pedaleaba llorando sin alcanzar el sillín, con rabia, desgarbada e
inestable. Al pasar ante Java lo miró con ojos furiosos y tiró a sus
pies un periódico doblado. Se alejó por la calle encharcada dando
bandazos, envuelta en su apolillada bufanda roja y con las rodillas
cárdenas de frío. Una americana gris de niño, con las costuras
rotas, oprimía sus pechos, y lloraba. Era un día otoñal de alto cielo
encapotado que parecía un incendio o el reflejo de un incendio
muy lejano. La dueña del bar Continental se paró en la esquina y
pellizcó el pico del pan para dárselo a Sarnita, que la había
abordado con la mano mendicante y el otro brazo encogido
saltando a la pata coja, a lo Cottolengo: un pobre meningítico,
cabeza rapada al cero y piernas de alambre, incurable, buena
señora, el puta, parecía de verdad. Antes de desaparecer, la gorda
se volvió para guiñarle el ojo al trapero: No faltes, rey mío.
Y sigue contando que, cuando ella giró en la esquina y ya no
podía ver a Java, éste se encogió de hombros y luego hizo
butifarra con el brazo que lucía la muñequera de cuero negro,
toma y toma, mastresa, y que entonces Sarnita explicó: pero no
faltará, chavales, yo sé dónde es la cita y sé cuánto le interesa a
Java, no faltará aunque ahora proteste y se haga el duro.
Chisporroteando la corteza de pan tierno entre sus dientes
podridos, en serio: yo sé cuánto le pagan por ir, qué clase de
trabajo es ése, dónde y para qué lo quieren bien lavado. Y el corro
cada vez más intrigado, siéntate y cuenta, Sarnita, ¿cuál es la
contraseña?, ¿por qué eso de lávate bien antes? Calma, vamos por
partes: la dirección la sabe de memoria, no hay ninguna
contraseña, miedo no tiene y esta vez ni siquiera lleva la navaja en
el bolsillo.
Cogerá el tranvía 30 para saltar en marcha desde la plataforma
trasera en la calle Bruch esquina Mallorca y caminará un trecho
dirección Paseo de Gracia. Liada la bufanda al cuello y con el
estómago vacío, temblándole un poco las piernas igual que el
primer día, pero no de cangueli sino de debilidad. ¡Miauuuuu! le
hacen las tripas. Maldita sea. En menos de dos semanas es la
quinta vez que acude a la cita secreta, y de todas ellas recuerda
especialmente la primera, aquella tarde que hacía la busca
siguiendo un trayecto distinto del habitual, lejos del barrio, por el
Ensanche y bajo sus largos balcones forrados de banderas y
colchas, ramas de laurel y palmas secas. Llevaba como siempre el
saco al hombro y la romana al cinto, pero ya barruntaba que no le
requerían precisamente para venderle papel ni trapos viejos ni
botellas. Si hubiese sabido para qué, se habría lavado todo él con
jabón y restregado la roña de los pies con piedra pómez, de
verdad, la abuela me habría expurgado la cabeza, habría quitado
ese olor a intemperie de mis ropas y yo no me habría hecho ni una
paja desde un mes antes por lo menos. Pero sólo le habían dicho:
por tantas pelas, en tal día y a tal hora preséntate en tal dirección.
Y se preguntaba para qué, qué sería, ¿una trampa, una cheka de
ésas que aún funcionan pero ahora en manos de la bofia, que
decía el padre de Mingo? ¿Un asunto de estraperlo, una viudita
que necesita consuelo? ¿Alguien que busca noticias de un familiar
desaparecido en el frente, o sangre para un tísico
? Java no lo
sabía.
Un viento húmedo recorría la ciudad, ese día que fue la
primera vez. Peatones malafeitados y de mirar torcido surgían de
las esquinas igual que apariciones y se alejaban arrimados a la
pared como buscando un hueco donde ocultarse, una grieta para
escapar, como si las calles amenazaran convertirse en una riada.
Tras las acacias deshojadas se alzaban fantasmas de edificios en
ruinas. Balcones descarnados mostraban los hierros retorcidos y
rojizos de herrumbre, y ventanas como bocas melladas
bostezaban al vacío. Delante de una carbonería se agitaba una
cola de mujeres con los pies enredados en un rumor de hojarasca,
y una brigada de presos amontonaba escombros bajo el esqueleto
metálico de un garaje, en medio de un luminoso polvo rojo. El
número apuntado correspondía a un altísimo portal, un profundo
zaguán de paredes y techo artesonado; la escalera de mármol
subía en torno al hueco del ascensor, parado por restricción
eléctrica. Vidrieras de cristal esmerilado que las bombas
respetaron, segundo piso, primera puerta, que abrió la gorda del
Continental comiendo a dos carrillos: Has hecho bien en venir, no
te arrepentirás, hijo, llevándole cogido de la mano por un oscuro
corredor en cuyas paredes desfilan profundos ejércitos en
páramos desolados, sangrientas cargas de caballería con alazanes
encabritados entre nubes de polvo y espectrales armaduras,
escudos y pendones, espadas, pistolones de chispa, puñales
repujados. Un piso antiguo y enorme, sumido en una olorosa
penumbra, con resonancias de loza en el patio interior. Blancos
sudarios cubrían sillas y butacas repitiéndose en los espejos.
Abriendo una puerta claveteada con terciopelo vinoso, la bruja del
Continental le hizo pasar y la puerta volvió a cerrarse tras él como
una trampa. Está solo. Es un dormitorio alumbrado con luz de gas,
hay un viejo biombo con podridos querubines y nacaradas
nubecillas desconchadas, prendas femeninas tiradas en el diván,
pesadas cortinas color miel y, bajo sus pies temblorosos, la gran
alfombra con un borroso amanecer en la playa y unos hombres
antiguos y lívidos maniatados junto a un fraile capuchino. Los van
a fusilar, piensa, y entonces ve la espalda desnuda de una chica
sentada al otro lado de la cama. Ella se está quitando las medias
muy despacio, las despega de sus piernas con una dolorosa
atención, como si estuviera despellejándose. Y se vuelve de pronto
y lo mira a Java por encima del hombro como una coneja asustada
antes de ser agarrada por el cogote. ¡Grrrr
!, claman de nuevo las
tripas de Java. Maldición.
Pero esta vez será distinto. Con ganas de orinar pero
aguantándose. Hoy Java tiene media hora por delante y entrará en
un bar casi vacío, en la barra pedirá una bolsa de patatas fritas y
un vasito de sifón, por favor, luego irá al lavabo: los pantalones
bajados, a horcajadas en el water, tira de la cadena y con el agua
corriente se lava el pito y los huevos, chingándose de ganas de
orinar. Mastica lentamente unas patatas como cartón mojado,
mientras las ingles húmedas le transmiten vagas aprensiones a las
enfermedades venéreas y a la tuberculosis. De nuevo ante el
mostrador, mirando un plato de resecas empanadillas, nota los
ojos como alfileres clavados en la nuca, y se vuelve, y le ve: no
demasiado pulcro ni enfermizo, no tan delgado ni tan joven, tan
pavero, con mirada superior y cabrona, con mucho fijapelo en la
estrecha cabeza y negro bigotito de galán soñador sobre la boca
pálida, no exactamente eso, sino mucho peor; y en una silla de
ruedas, las piernas envueltas en un chal de lana azul, la mano
esquelética apoyada en el puño marfileño del bastón.
Tras la mesa de mármol, llena de fichas de dominó, el
petimetre observa a Java a través del vapor de la taza de
manzanilla que sopla a la altura de la boca. Java le vuelve la
espalda y observa otra vez las empanadillas pensativo: demasiado
caras, qué miras, sarasa, no me alcanza, quién eres. Un agudo
chillido de pájaro le hace volverse de nuevo: ahora la silla de
ruedas es empujada hacia la calle por una muchacha a la que no
había prestado atención, una sombra gris en una tosca bata gris
de criada o de colegiala pobre.
En la esquina, un viejo apoyado en dos muletas aplica
enérgicos brochazos de pintura negra a la placa calada que sujeta
contra la pared; al retirar la placa queda la araña negra
chorreando ribetes de luto, negros crespones como un vómito
negro estrellado en el muro. Java se enrolla la bufanda al cuello, el
viento lo despeina y tiene la frente olivácea llena de rizos. Pasando
delante de la Provincial de Falange, volviéndose, y la silla de
ruedas siguiéndole a veinte metros, bajo las acacias. La vuelta a la
manzana paseando a un inválido, piensa, vaya cabronada. La chica
empuja como una sonámbula, pobres sandalias de goma sobre
gruesos calcetines caqui. Nunca vio ningún portero en el amplio
zaguán, la garita de madera labrada y solemne como un alto
confesionario está sucia de polvo y abandonada, y el ascensor no
funciona. Sube las escaleras corriendo y llama a la puerta con los
nudillos, saca el peine del bolsillo, lo pasa precipitadamente por el
pelo. Antes de que le abran, tres espaciados chillidos de pájaro
suben aleteando por el hueco del ascensor. Hostia.
Llegas temprano la dueña del Continental entorna los
párpados maquillados de gris sobre los ojos verdes y le conduce a
la salita con muebles que huelen a aceite de linaza y con altos
vitrales emplomados que dan al patio. Lo deja sentado muy formal
en el diván.
Diez minutos después la puerta vuelve a abrirse y la gorda
hace pasar a la fulana, un regalito, de verdad: no una rubia
oxigenada, flaca y pálida, de ojos inmensos y decaída boca de pez,
no una furcia esmirriada con zapatos rojos de putón desorejada y
con la falda abierta en un costado, no sólo eso. Vaya cuadro;
chaval. Esta vez ni siquiera me la presentaron, la gorda se fue
cerrando la puerta y sin decir mu. Hola, dije incorporándome en el
diván un poco así. Y ella hola, una voz hueca, miraditas de reojo,
pasos nerviosos delante de mí meneando las escurridas ancas,
sentándose por fin en el otro extremo del diván. Cruza las piernas,
abre el bolso y saca tabaco.
¿Cómo te llamas, chico?
Daniel.
Daniel qué más.
¿Y tú?
No contesta. Parece interesada, ahora, en ordenar el
contenido del bolso. No una vieja como las otras, por lo menos.
Unos kilos más, y estaría buena. Bonitas rodillas, medias zurcidas
hasta la desesperación y encima calcetines cortos. Zapatillas de
andar por casa, con borlas rosa. Una faldita plisada y una torerita
color naranja, y, echada con descuido sobre los hombros, una
gabardina marrón. Parecía una vulgar ama de casa que ha bajado
un momento al colmado a comprar algo.
Ramona dijo después de encender el pitillo, como
hablando consigo misma, y recostó la espalda en el diván.
¿Te avisó la mastresa? ¿Dónde te pescó, se puede saber?
Mirándole a hurtadillas, ella cierra los ojos y frunce la boca como
si se tragara una blasfemia: acaba de hacerse una idea de la edad
de Java.
No me dijeron que sería con un niño. Mierda. ¿Quién vive
aquí? Sólo conozco a la mastresa.
Pareces un chico listo.
Regular.
¿Has venido otras veces?
Sí.
¿Es verdad que pagan lo que dicen?
Sí.
Con una mezcla de curiosidad femenina y de miedo, la fulana
mirándole a través del humo azul del Tritón, parpadeando como si
no acabara de verle, calculando su edad, el vigor de sus manos
grandes y sucias, ¿cuántos años tienes?, una cara de mona
famélica rumiando musarañas, ¿cuántos, criatura?, mientras Java
sonríe sin decir nada y ella cree ver una pálida rosa abriéndose en
su frente. Unos golpes en la puerta y entra la gorda con una
bandeja conteniendo dos vasos de leche y dos bocadillos de atún.
Java incorporándose con una falsa autoridad en la voz: ¿no hay
café-café, mastresa?, echando mano veloz al bocadillo y sin
esperar repuesta, a su pareja: come tranquila, tenemos tiempo. Se
va la gorda pero no tarda en volver, esta vez con media docena de
empanadillas en un plato. Hoy no te quejarás, dice, y Java con el
ceño fruncido: vaya, piensa, las resecas empanadillas del bar.
Ramona devora su bocadillo dándole la espalda, encorvada en
el extremo del diván, agazapada como una bestia hambrienta, sus
dedos picoteando las migas en la falda, ni una dejó escapar. Luego
dice: ¿Hay que esperar mucho?
Depende.
¿Depende de qué?
Qué sé yo.
¿Quién es él?
No lo sé Java la mira ahora con recelo. ¿Ya sabes lo que
tienes que hacer?
Sí.
¿Y estás conforme en todo? Luego no me vengas
Lo único que quiero es terminar cuanto antes.
Parloteo de sirvientas y ruido de loza y cubertería en el patio
interior, repentinamente. Java se guarda dos empanadillas en el
bolsillo cuando ya la gorda abre la puerta y se asoma: ya, dice sin
entrar, y ellos la siguen por el corredor en penumbra. Ahora Java
nota en su mano la mano helada y sudorosa de Ramona, y se la
coge apretándola con fuerza. En el dormitorio, de pie, ella se
queda mirando las dos lámparas de gas de amarillas camisetas,
una en la mesilla de noche y otra en el velador; emiten un
constante silbido, como abejorros de luz. La cobertura central de
la cortina color miel deja ver, sumida en sombras, una pequeña
puerta de cuarterones, y ahí es donde la mirada de Ramona se
queda prendida un rato, después que la gorda se ha ido
dejándolos solos. Pero la muchacha recupera en seguida cierta
viveza, abre el bolso y deja el tabaco y las cerillas en la mesita, se
quita los zapatos, empieza a desnudarse. Java se descalza sentado
en la cama y sus ojos legañosos vagan por la alfombra, por las
borrosas líneas y desvaídos colores de la alfombra con su dibujo
de hombres maniatados frente a un pelotón de fusilamiento: tiene
que ser muy cerca de la orilla, pensaba siempre, porque en la
arena se ven cantos rodados forrados de musgo, y sangre, y hasta
a veces me parece oír el rumor de las olas en la rompiente, la
espuma rozando los pies de los caídos en primera línea, hostia,
parecen de verdad
Por señas le indica a Ramona que se desnude
despacio, se sitúa tras ella y abrazándola le quita la torerita
musitando en su oído déjame hacer, yo sé cómo lo quiere el tío, el
jersey por encima de la cabeza, la falda resbalando hasta el suelo,
luego el sostén y ella muy quieta, respingando el trasero, mirando
a un lado, dejándose morder la nuca. Su cuerpo blanco emite un
efluvio enfermizo de sudor y jabón malo. Al acariciar sus pechos,
moviendo ahora las manos con una exagerada lentitud, una
obsequiosidad dedicada ya a una tercera presencia, Java captará
en la piel un fino relieve de moneda, unos costurones.
Ahora tú, espabila, murmura Java, y ella volviéndose para darle
el vientre, para golpearlo torpemente con el hueso de la pelvis y
unos rizos como alambres. Todavía de pie, Java con los rápidos
dedos recorriendo la piel, tanteando a ratos el costurón pero no
sabe dónde, se le escurre bajo las yemas, lo encuentra y lo vuelve
a perder: ¿qué es eso?, le dice, ¿una herida? Ella termina de
desnudarle con manos frías y ausentes, ¿así?, vale, muérdeme,
suspira, grita si hoy quieres comer caliente, nena, así ya vale.
Restregándose de frente los dos un buen rato, pero de cintura
para arriba cómicamente parados: abrazados como para
descansar o reflexionar o permanecer allí de pie un rato, oyendo
el rencoroso silbido de serpiente que sueltan las lámparas de gas.
Ramona con una pregunta muda en la mirada: ¿Está aquí?
No sé.
Pero tiene que vernos
Supongo. Baja la voz.
Maldito sea mil veces.
Cállate.
Me cago en sus muertos.
Ahora déjame hacer a mí. A ver, trae acá.
Guiar su mano yerta hasta el sexo, empujar suavemente sus
hombros hacia abajo, ella arrodillándose despacio para dejar la
boca a la altura conveniente, pero sin decidirse del todo,
conteniéndose. ¡Grrrr!, maldición. Apartando la boca como una
mojigata y una estrecha. El estremecimiento de sus labios, la
nerviosa resistencia de la cabeza ladeada, ese empeño en mirar a
otra parte: puñeta, piensa Java, otra que me hará sudar, cruzando
por su mente la idea de que podría ser no una meuca como las
otras, sino una de aquellas viudas de guerra que la miseria y el
hambre de los hijos pequeños lanzaba cada día a la calle. ¿Por qué
si no esa angustia en los ojos, por qué esos ramalazos de asco y de
miedo?
El trato era que la función debía durar no menos de una hora,
y él ya había adquirido cierta técnica: abandonarse en seguida al
primer orgasmo para luego, instalado en un grado inferior de
excitación y sin sobresaltos, poder controlar la lenta carrera
ascendente de ellas y prolongar su gusto sin dejarlas caer, sin
soltarlas nunca pero sin acelerarlas tampoco, llevándolas hasta el
final del tiempo acordado.
Eso no dijo Ramona, simulando aplomo con una risita.
Todo menos eso.
No me digas.
Por favor.
Cierra los ojos, chata.
El cuerpo bañado en sudor, reluciente a la luz limón del gas
como una nieve sucia, boca abajo y abrazada a la almohada,
rechazando a Java por segunda vez con ojos suplicantes. Eso no.
Tienes que dejarte, va, no te hagas la estrecha. Jadeando. La carne
viva de su miembro, tocada de una sensibilidad que no obedecía a
ningún deseo sino que era más bien un triunfo ciego de la
voluntad, no conseguía penetrar entre las nalgas contraídas. Va,
no irás a decirme que es la primera vez, tonta. De pronto ella
esconde la cara en la almohada, que estruja entre sus brazos. Java
apoya casualmente la mano en la tela mojada, primero chasquea
la lengua, sorprendido y contrariado, luego se entrega a la
evidencia.
Ya está, me lo temía. No llores, puñeta.
Pero no era por eso que ella lloraba, no por lo que hacía o se
dejaba hacer. Aflojando él su brazo, mascullando en voz baja
hostia me tocó la china, por qué mierda me tocará siempre
apechugar con estas bledas muertas de hambre, se recuesta a su
lado y espera a que se le pase la llantina. Enciende un cigarrillo de
cara al techo: pues aún queda lo peor, nena, y le iba a preguntar:
¿cuánto tiempo llevas en el oficio?, cuando oye con toda claridad
el doble chillido de pájaro detrás de la cortina.
La cortina ahora corrida tres palmos, dejando ver la puerta de
cuarterones entornada. Ramona se incorpora un poco y ve algo
que la acogota nuevamente sobre el cabezal empapado de
lágrimas. Un estremecimiento recorre su cuerpo, se acurruca
junto a Java, se oculta tras él. Entonces Java vuelve los ojos hacia
la cortina y mira a su vez pero con toda tranquilidad, mira el nido
bermellón de sombras donde parece flotar una máscara de cera y
capta la orden imperiosa agazapada entre dos ruedas niqueladas:
fuera cigarrillos, a trabajar, a encajar otra vez las ingles doloridas
en las nalgas heladas de ella.
El mirón permanecía en una inmovilidad accidental e
inhumana, de maniquí roto. El chal había resbalado de sus rodillas
y estaba en el suelo. Brillaron en la sombra sus pupilas, un
instante, luego se apagaron. Alzó en el aire la barbilla, un gesto
que presumía el hábito de mando, y repitió la orden golpeando el
suelo con el bastón: otra vez. Tápame que no me vea, susurra
Ramona echada sobre el costado al borde del lecho, recibiéndole
ahora sin resistencia pero como cayéndose con él en un pozo,
gimiendo. Sus ojos habituados al desdén, se cierran al fin.
Terminamos en seguida, desliza Java en su oído, ayúdame, bonita,
mordisqueando una nuca tensa, por favor.
Ella no sólo no volverá a mirar en dirección a la cortina, sino
que todo el tiempo procurará ocultar la cara, como si de allí
partiera un resol que dañara sus ojos y su memoria. ¿Qué diablos
te pasa?, penetrando él a través de concéntricas ternuras que no
esperaba, pero sin conseguir tocar el fondo de aquella humillación
repentina y aquel miedo tan raros en una furcia. Las manos de
Ramona por fin recorriéndole, abandonada a sus acometidas,
alzando una pierna temblorosa como un ala y enroscando las
suyas, pero todavía escondiéndose de algo. Acostumbrado a
captar el fluido de mandatos que parten de la cortina, Java irá
indicando lo que conviene hacer, gemir en ciertos momentos y en
otros gritar, blasfemar, morder, insultar. En cualquiera de los
casos, ella no dejará de ocultar tercamente la cara, incluso al rodar
abrazada a él sobre la alfombra arrastrando consigo la suntuosa
colcha, o al andar a gatas recibiendo golpes simulados a medias,
fingiendo ella a su vez dolerse y protegerse con los brazos pero
haciéndolo tan mal que él tiene que ordenarle en voz baja
quéjate, insúltame, llora, que se te oiga o tendré que hostiarte de
verdad, cabrona. La abofetea tres veces pero los gemidos son
débiles y demasiado auténticos, no creíbles, sólo expresan
sorpresa y vergüenza, ella acurrucada en el suelo y mirándole
como un conejo asustado y él pensando esto no pita, sintiendo
casi pena de ella: su rosario de vértebras, su cabecita de pelajos
cortos como los de un chico, su triste nuca de piojosa.
En otro momento la verá arrodillada en el lecho restregándose
la barra de carmín por los labios, ¿qué haces, puta presumida?,
quizá para darse un respiro, por supuesto de espaldas a la cortina.
Pero al instante suenan tres golpes de bastón en el parquet: fuera
pintalabios, y nueva orden: tumbarla y espatarrarla y morderla
donde ya sabes hasta hacerla gritar como loca, llevarla a la silla y
vestirla la capa pluvial, juntar sus manos tras el respaldo y atarlas
con el cordón morado, y chuparle los pechines mientras ella echa
la cabeza atrás, pataleando. Esto saldría mejor, pero luego,
arrastrándose sobre la alfombra mientras él la azota con el
cordón, volvería a inmovilizarse acurrucada junto a los fusilados al
amanecer con la cabeza oculta entre los brazos. Sudando, Java tira
el cordón y ella clava las rodillas en la arena salpicada de sangre,
entre la cabeza destrozada por la descarga y el sombrero de copa
caído, ¿a quién se le ocurre ir a la muerte con sombrero de copa?,
agachándose despacio con las manos en la nuca hasta tocar sus
rodillas con la frente. Oye el rumor pedregoso de las olas en la
rompiente, repitiéndose a lo largo de la playa. Entonces, de pie a
su lado, abriendo las piernas, Java apunta cuidadosamente y vacía
la vejiga sobre la flaca espalda curvada, por fin, qué alivio, sobre la
nuca y la cabeza. Ella se estremece al recibir el chorro caliente, lo
nota escurriéndose por sus flancos y sus muslos, goteando de sus
cabellos, su nariz, su barbilla. Obedeciendo a otra señal, Ramona
tenía que incorporarse, dejarse coger de las caderas y resbalar
despacio sobre él, hacia abajo, entre sus piernas abiertas. Notaría
Java en el sexo la mejilla regada por lágrimas y orines y sudor, y
tendría que centrar la cabeza con las manos, obligarla, sujetarla,
recordarle de nuevo: si hoy quieres comer, reina, no te pares. Y
Ramona resistiéndose hasta oír los bastonazos exigiendo más
decisión, más viveza. Ahora, el sexo de Java arde indiferente a
unos centímetros de su boca. Arrodillada, ella cede al fin a la
fuerza de las manos.
Simulando en el acto arrebatos de ternura, Java instalaría un
sueño rutilante allí donde la realidad seguía siendo dura y difícil:
oía gruñir de aburrimiento o de hambre unos intestinos que ya no
sabía si eran suyos o de ella, adivinaba su boca contraída por la
náusea y en cierto momento, por casualidad, su mano tropieza
con la cicatriz aferrada al hombro de Ramona como un lagarto
rosado, cerca del cuello. Es un costurón muy feo, largo, la marca
de fuego, piensa Java, la Mujer Marcada, ondia, que se me baja
Entonces, un vacío se apodera repentinamente de su minga en la
boca caliente de ella, y se la deja desarbolada. Ramona levanta la
cabeza y lo mira con ojos interrogantes, remotos. Java se esfuerza
por borrar de su mente la imagen de la cicatriz horrible, la tapa
con la mano, pero es inútil. A gatas, resollando, ella remonta su
cuerpo lamiéndoselo una y otra vez.
Finalmente lo consigue con los dientes, esmerándose más allá
de su propio miedo, y Java la voltea, enzarzados los dos como en
una pelea, buscándose y rechazándose. De nuevo ordena grita,
puñetera, insúltame, chilla, aráñame, pero ella sólo dice en voz
muy baja mátame, dos veces al final, mátame mátame, y él nunca
supo si lo dijo en serio o fingía.
Poco después advierten que están solos. Ramona corre a
encerrarse en el lavabo y él se viste. Al volver, ella no quiere
mirarle a los ojos, todavía tiembla y tiene prisa.
¿Quién paga?
Vas muy ligera, ahora. Eso antes. Me has hecho sudar la
gorda.
Él no, supongo.
No. La mastresa.
Vestidos ya, esperan sentados en la cama. Ramona fuma
furiosamente, Java saca una empanadilla del bolsillo y come
mirando el vacío, absorto como un niño. Oyen golpear la puerta
con los nudillos, salen al corredor y la gorda, después de
entregarles un sobre cerrado a cada uno, les conduce hasta la
puerta.
En la calle, antes de separarse, encuentran cerrado el paso
frente a la Delegación Provincial de Falange; la acera la ocupan
una treintena de hombres con camisa azul que, rápidamente
apeados de un camión y alineados en doble fila, cantan. Muchos
peatones se paran, recelosos y serviles, y unen sus flacas voces a
ellos, el brazo en alto y la camisa nueva que tú bordaste en rojo
ayer, me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver. Tienen
que esperar que el ritual acabe, volverá a reír la primavera, y
cuando Java se dispone a atacar la última empanadilla oye una voz
a su lado: Vosotros, ¿no sabéis saludar?
Como saber, sí señor dice Java.
¡Venga ese brazo, coño!
Sí, señor.
¡Ni señor ni hostias! ¡Arriba el brazo!
Sí, camarada.
Ya estaba Java en posición de firmes cuando recibió la
bofetada. Ni siquiera llegó a verle la cara, al que se la dio. También
Ramona, con la barbilla clavada al pecho, oliendo todavía a orines,
temblando, extiende el brazo hacia las desnudas ramas de las
acacias que arañan un cielo de plomo; los ojos bajos, más que
saludar ella parece rechazar con la mano a alguien que no quiere
ver, que no quiere escuchar. Java, ocultando la empanadilla en la
espalda, con la boca llena y les ojos húmedos a causa de la
cachetada, mirando la nada frente a él, todavía le quedan ánimos
para masticar disimuladamente mientras espera los gritos de
rigor.
El Simca 1200 GLE, blanco, matrícula B-750370, emergía un
palmo sobre la superficie del mar. Bañado por la luz rosada del
amanecer, su techo de vinilo negro y la brillante pintura de sus
formas aún exhibía toda la elegancia que un día pudo hechizar a
su comprador. Hundía el morro en el agua, al pie de las rocas, y el
oleaje levantaba chorros de espuma por encima de la blanca cola
levantada. Una de las puertas estaba abierta y las olas jugaban con
ella. En el asiento posterior, dos niños idénticos aplastaban las
narices en el único cristal intacto que quedaba y miraban con sus
ojos redondos y ya velados la turbia nada del entorno submarino.
Sus cuerpos flotaban ingrávidos y ligeramente de costado, como
en una cámara vacía de aire o en un acuario, en medio de algas
cimbreantes y alguna medusa transparente. Los demás cristales
del automóvil parecían hechos de nieve sucia: astillados, con miles
de fisuras. Una de las ruedas traseras, con neumáticos radiales de
banda blanca, se apoyaba desinflada en una roca sumergida. Sólo
asomaban por entero las aletas posteriores de la cola, cuyas luces
intermitentes, en los diez segundos inmediatos al accidente,
habían estado emitiendo reflejos del alba, guiños inhumanos, frías
señales de una supervivencia técnica sobre la catástrofe y la
muerte; un parpadeo sereno y confiado, como cuando tragaba
kilómetros, como cuando aparcaba en la puerta del club.
Así que ya no era un pelagatos comentó Ñito.
Y qué, si tampoco lo va a disfrutar dijo la monja. Dios
mío, Señor mío.
El automóvil parecía un animal abrevando tranquilamente al
pie del acantilado, veinte metros más abajo de la curva más
cerrada de Garraf. Los golpes de mar lo iban ladeando lentamente
y en el flanco derecho de la carrocería, un poco más arriba de la
improvisada línea de flotación, mostraba una gran abolladura de
la que aún saltaba la pintura y varios agujeros por los que
asomaba una madera astillada. Dentro del coche, todos los
ingenuos requisitos de la opulencia: reloj luminoso, guantera
cerrada con llave, encendedor, techo forrado, asientos reclinables.
El hombre que yacía de bruces sobre el volante, frente al
parabrisas astillado, había hecho instalar un receptor de radio, y
su mujer había insistido mucho en poner una moqueta rojo
salmón, quizá para impresionar a los vecinos. Ahora estaba
acurrucada a su lado, descalza, la falda y los cabellos ondulando
hacia el techo según el capricho de las corrientes marinas. Pegada
al tablié había una reproducción exacta, en fotografía, de los
gemelos que flotaban en el asiento trasero con las caras
aplastadas contra el cristal.
En la superficie serpenteaba una mancha de aceite estrecha y
viscosa. Un poco más lejos, entre las rocas, un cisne de goma
medio desinflado picoteaba aquí y allá obedeciendo al oleaje.
También flotaba una gran pelota azul junto a una maleta abierta
que nadaba entre dos aguas, y, alrededor del coche, esparcidos en
un área de quince metros, se veían camisas de seda y vestidos de
mujer estampados, pamelas, toallas, sandalias y nikis de niño, dos
gorritos de marinero, folletos de turismo y mapas de carreteras.
Debajo, en aguas un poco más profundas, un banco de pececillos
alargados y de color acerado, con franjas negras, daba vueltas
alrededor del automóvil. De vez en cuando, los peces se
precipitaban todos a una al interior del coche entrando por las
ventanillas y tironeaban las puntas de deshilachados cuajarones
de sangre que flotaban como cintas rojas en torno a las cabezas
del hombre y la mujer.
Y cuenta que, en lo alto del acantilado, los camilleros vieron a
una joven rubia tapándose la cara con las manos, de bruces en el
volante de su coche sport abollado por detrás.
Este loco, dicen que gritaba la chica, llorando dijo Ñito.
Quería pasarme, le daba rabia ir detrás y se le metió en la cabeza
que tenía que pasarme, chillaba. No pensó en otra cosa desde que
se me pegó detrás saliendo de Sitges, pobre loco.
Esta manía de correr y correr suspiró Sor Paulina. Dios
mío. Cada día, desde las tres de la tarde, aproximadamente, hasta
la hora del rosario, durante aquellos sofocantes días de
septiembre, el viejo celador permanecía sentado con su
guardapolvo azul ante un vaso de licor amarillento en el cuartucho
oscuro y sin ventilación que Sor Paulina se empeñaba en llamar
farmacia, y que no era sino una especie de maloliente almacén de
potingues y frascos. Allí la monja preparaba recetas y dulzones e
inofensivos licores sin nombre a base de colorantes y una pizca de
alcohol. Había un ventanuco enrejado cerca del techo, al nivel de
la calle. A medida que el sol daba de lleno en este costado del
Hospital Clínico, cerca del depósito de cadáveres, el calor
aumentaba y la gran cara redonda y banal de Sor Paulina, de una
viscosa bondad de patata pelada, parecía reafirmarse más y más
en su silenciosa cualidad vegetal para dejarle a él hablar y divagar
libremente mientras se bebía sus jarabes. La monja parecía no
escucharle siquiera, dedicada a anotar pedidos en una libreta, a
suspirar yendo y viniendo de los estantes a la mesa arrastrando
sus pesados pies, invisibles bajo los faldones del hábito. Ocupaba
una silla alta de rígido respaldo en la que sólo apoyaba sus
posaderas, más que sentarlas, frente al celador, que a ratos la
ayudaba a clasificar cajitas de inyecciones y de píldoras con la
finalidad de quedarse un rato más y seguir bebiendo y
parloteando. Aunque en ocasiones ella movía su gran cara de luna
de párpados cosidos, ingrávida en medio de la penumbra, y
miraba a Ñito sin que él se diera cuenta, generalmente sólo era
para recriminarle alguna grosería; sus ojillos grises nunca dejaban
ver una luz de interés, una señal que acusara el paso de un
recuerdo compartido.
¿Y su mujer? dijo el celador. ¿Quién será? Una de
aquellas huérfanas de la Casa de Familia, seguro. Había una que le
gustaba mucho, cómo se llamaba
Vamos a operarla de apendicitis, a ésta le gusta el tomate,
hum, no oigo palpitar su corazón, Luis, dame el boniato. Pegando
la oreja a la teta izquierda, sobándola: auscultándola, tartajeaba
Amén, niña, te estamos auscultando. Sor Paulina carraspeó
ahuyentando malos pensamientos: erais unos marranos.
Presionando con los dedos el duro vientre, tanteando los huesos
de la pelvis, la cálida hendidura de la ingle. Toque aquí, doctor,
decía el ayudante. Hum, hay que abrir en seguida, señorita, ábrete
de piernas o vas a morir infectada de pus, y con aladas manos
quemantes le subió la falda hasta taparle la cara. Juanita, se
llamaba.
Pero no creo meditó Ñito.
¿Y su familia? ¿No ha venido nadie?
Nadie vendrá a reclamarlos, no tienen a nadie el celador
sonrió con una mueca. Pero estos matasanos ya me buscan para
las disecciones, eso sí. El doctor Malet me encargó una de cada.
La monja quiso saber si los niños gemelos también, y el celador
dijo también, vaya cuervos.
Cuando uno está muerto suspiró Sor Paulina, lo único
que importa es el alma.
Si usted lo dice, Hermana.
Criaturas inocentes, pensaba ella, angelitos, y su mente
apesadumbrada dibujó la caída en el vacío, el automóvil
suspendido sobre el mar entre fragmentos de valla, las ruedas
girando en el aire y las aterradas caritas de los gemelos pegadas al
cristal. El celador aventuró que la madre, de niña, podía ser una
que le gustaba mucho jugar a médicos, ser la prisionera de los
kabileños del Monte Carmelo y del Guinardó en un viejo refugio
antiaéreo de Las Ánimas. La monja dio un respingo y pretextó no
acordarse apenas del Centro Parroquial y además no quería oír
más salvajadas y embustes, Ñito, parece mentira a tus años, se te
caerán los pocos dientes que te quedan, hasta ése de plata. Pero
él iba a lo suyo haciéndose el sordo, debería usted volver por allí,
Hermana. Iba recordando, con sereno desorden, las aventis y los
muchachos en torno a las fogatas, el juramento sobre la calavera y
la ciudad misteriosa de los trece años, con sus gatos famélicos
escarbando en las basuras y sus palomas decapitadas junto a los
raíles del tranvía
Soy demasiado vieja, se lamentó ella. Si tiene
tiempo, dijo él, y se cortó.
Si antes de morirse va usted un día a pasear por allí, quería
decir, si sus viejas piernas pueden devolverla un día a nuestro
barrio y se para usted a contemplar la nueva iglesia, entonces no
dejará de recordar que este feo templo de ladrillo rojo está
asentado sobre las cuevas y el refugio antiaéreo que fueron
nuestros dominios. Una ancha faja de terreno partiendo la
manzana desde Escorial a Sors, con entrada en ambas calles, un
sendero de grava, una capilla blanca con los flancos apretados de
geranios y fangosas rinconadas de lirios, y un surtidor sin agua.
Esta monja era entonces una bondadosa catequista, una gordita
cariñosa y buena como el pan para los niños, ya no muy joven,
interesada sobre todo por cosas del culto y por el coro de
huerfanitas, así que no sabía gran cosa de los trinxes y sus terribles
guerras de piedras. Pero recordará que alrededor de la cripta de la
que había de ser nueva iglesia, sólo había los pozos y covachas que
años después cobijarían los sólidos cimientos, los fundamentos de
la futura gran Parroquia, porque la República o la guerra
interrumpió las obras, de modo que la pequeña y primitiva capilla,
chamuscada por el incendio y acribillada de balas, aún servía para
el culto a pesar del boquete en el techo, del frío y la humedad y la
poca gente que cabía, pues incluso, acuérdese, cuando la misa del
gallo en Nochebuena usted tenía que dirigir el coro de niños en la
misma puerta. Vaya usted un día por allí, Hermana, y verá las
calles en pendiente por las que ellos se lanzaban con sus
infernales carritos de cojinetes a bolas; aunque hoy estén
asfaltadas, aunque se alcen modernas casas de pisos y hay más
bares y más tiendas, todo sigue igual. Nunca se fue del todo aquel
viejo hedor de vagabundo piojoso, aquel tufo de miseria carcelaria
que anidaba en algunos portales oscuros. Y aún verá en alguna
esquina la araña negra que las lluvias y las meadas de treinta años
no han podido borrar del todo, presidiendo el mismo montón de
basuras de entonces pero más grande y variado y suculento, que
hambre ya no hay, eso no. Y recordará también las fronteras del
barrio, los límites invisibles pero tan reales de los dominios de los
kabileños y charnegos, la línea imaginaria y sangrienta que los
separaba de los finolis del Palacio de la Cultura y de La Salle, niños
de pantalón de golf jugando con gusanitos de seda en sus torres y
jardines de la Avenida Virgen de Montserrat.
Los peligrosos kabileños del Carmelo merodeaban por los
alrededores del campo de fútbol del Europa y los descampados al
final de la calle Cerdeña, iban en pandilla, tiñosos y pendencieros,
sin escuela y sin nadie que les controlara, muchos de ellos
aprendieron solfeo antes de saber leer y escribir, jamás conseguí
que no desafinaran, sonrió Sor Paulina, sus roncas y malsanas
voces de viejo me asustaban, eran niños peor que la peste,
embusteros como el demonio. Sus ropas olían a pólvora quemada
y a fogatas de verano, frecuentaban refugios antiaéreos
inundados de tierra y agua de lluvia, agujeros negros que aún no
era tiempo de tapar o que la gente ya había olvidado, y al principio
no querían saber nada de Las Ánimas, del catecismo ni del coro.
Sor Paulina cabeceaba sobre sus sedantes, dejando morir la
conversación, pero el melancólico celador insistía: quería hablarle
de nuestra afición a contar aventis, Hermana, un juego bonito y
barato que sin duda propició en el barrio de la escasez de
juguetes, pero que era también un reflejo de la memoria del
desastre, un eco apagado del fragor de la batalla.
Y habló Ñito de frías tardes invernales sumergidos en el tibio
mar de tebeos y periódicos de acre olor, en la trapería de Java,
alrededor de Sarnita y de su voz agazapada, revieja, abyecta y
reverencial contando aventis: una cabeza rapada que lucía costras
empolvadas de azufre como rabiosas moscas verdes, unas
endiabladas manos tiñosas, una hermosa navaja de mango
anacarado.
No sé de qué juego barato me hablas gruñó la monja.
Pero las mejores aventis eran siempre las que contaba Java en
días de lluvia, cuando no salía a la busca con su saco y su romana y
se quedaba en casa, recordó el celador: fue un día de estos
cuando a Java se le ocurrió por vez primera introducir en la
aventura inventada un personaje real que todos conocíamos,
Juanita la «Trigo», una niña huérfana acogida a la Casa de Familia
de la calle Verdi. En este preciso momento, al ver a Juani
prisionera de la aventi, contuvimos el aliento y el auditorio se
quedó expectante y desconcertado. Con el tiempo, Java
perfeccionó el método: se metió él mismo en las historias y acabó
por meternos a nosotros, y entonces el juego era emocionante de
veras porque estaba siempre pendiente la posibilidad de que, en
el momento menos pensado, cualquiera del corro de oyentes se
viera aparecer con una actuación decisiva y sonada. Nos
sentíamos todo el tiempo como alguien a quien va a sucederle un
acontecimiento de gran importancia. Java aumentó el número de
personajes reales y redujo cada vez más el de los ficticios, y
además introdujo escenarios urbanos de verdad, nuestras calles y
nuestras azoteas y nuestros refugios y cloacas, y sucesos que
traían los periódicos y hasta los misteriosos rumores que
circulaban en el barrio sobre denuncias y registros, detenidos y
desaparecidos y fusilados. Era una voz impostada recreando
intrigas que todos conocíamos a medias y de oídas: hablar de
oídas, eso era contar aventis, Hermana. Las mejores eran aquéllas
que no tenían ni pies ni cabeza pero que, a pesar de ello,
resultaban creíbles: nada por aquel entonces tenía sentido,
Hermana, ¿se acuerda?, todo estaba patas arriba, cada hogar era
un drama y había un misterio en cada esquina y la vida no valía un
pito, por menos de nada Fu-Manchú te arrojaba al foso de los
cocodrilos. «Lo-Ky, los cocodrilos para nuestro amigo», ordenaba
el chino perverso y cabrón dando unas palmadas
Más respeto, celador.
Era un chino de película, Hermana.
Aun así.
En realidad, pensó Ñito, aquellas fantásticas aventis se nutrían
de un mundo mucho más fantástico que el que unos chavales
siempre callejeando podían siquiera llegar a imaginar: historias
verdaderas con cocodrilos verdaderos, historias de delación y de
muerte escuchadas fragmentariamente y de soslayo en las
amargas sobremesas de nuestros padres, cuando se abandonaban
al recuerdo, y que, sin embargo, no tenían la misma extraña fuerza
de convicción que las aventis inventadas por Java o por Sarnita.
Arruinada nuestra capacidad de asombro, sólo captábamos los
signos del azar: Amén aseguraba haber visto tres viudas preñadas
pariendo chorros de arroz y de harina en la Montaña Pelada, bajo
la luna, espatarradas como viejas que mearan de pie; en la misma
trapería, ausentes Java y su abuela, Sarnita decía haber oído,
detrás de las altas pilas de papel y trapos, el paciente raspar de
una lima y golpes de cuchara en un plato; y Luis juraba que en el
cine Roxy vio cómo acribillaban a un policía secreto con una
escopeta de caza, pero de juguete. A veces, acuclillados en torno a
la más increíble aventi contada por el trapero, en invierno, al
anochecer, la niebla nos traía la sirena lejana y fantasmal de un
buque en la entrada del puerto y era como una sirena oída en
sueños, no creíble, una sirena surgida de un mundo infinitamente
menos real que el nuestro.
Esto son aspirinas dijo Sor Paulina, quitándole de las
manos un frasco sin etiqueta. Haz el favor de no mezclarlo todo.
Java solía empezar sus historias a tientas, palpando un
agarradero cualquiera, por ejemplo un barco misterioso
navegando en la noche con las bodegas llenas de pólvora
camufladas en sacos de café del Brasil; entonces, si no sabía cómo
continuar, si flojeaba su imaginación, se ayudaba un buen rato con
un sonoro «¡tuuuuuuut
!», imitando maravillosamente la sirena
del buque con el filo de la mano pegada a los labios y soplando
«¡tuuuuuut!» mientras rumiaba la trama, la continuación, el
despegue hacia una nueva intriga. Y en seguida, agarrándose las
rodillas, balanceándose con las piernas cruzadas bajo el trasero,
brillando sus pupilas en medio del círculo de oyentes, la intríngulis
empezaba a fluir de su boca como el agua rápida de un arroyo, el
relato se hacía impetuoso y abrupto, huidizo, dejando aquí y allá
pequeños charcos de incongruencias y cabos sueltos que sólo
mucho después nos intrigaban. Por ejemplo: ¿cómo podía un
inválido en su silla de ruedas, si había restricciones de luz y el
ascensor no funcionaba, subir hasta un segundo piso que en
realidad era un cuarto? La niña que empujaba la silla, la Fueguiña,
¿hasta dónde lo llevaba? Aparte de la mastresa, que ella nunca
llegó a conocer, en aquel piso no había nadie para ayudarla
Pero
Java nunca se paraba en estos detalles, tal vez ni él mismo sabía
gran cosa más por aquel entonces, y había de pasar mucho tiempo
hasta enterarnos que era ella, la Fueguiña, la que al llegar al pie de
la escalera, después del paseo de cada tarde, cogía en brazos al
señorito y le subía peldaño a peldaño. Él se dejaba llevar como
una muñeca, las piernecitas envueltas en el chal, la perfumada
cabeza de negros cabellos engomados reclinada en el hombro de
ella, los ojos cerrados, el fino bigotito tan bien recortado en la cara
blanca como la cera. Nunca se nos ocurrió pensar que la Fueguiña,
tan flaca y desmedrada, tuviera fuerzas para cargar con el inválido,
ni que tuviera que ocuparse tanto de él: desnudarlo y meterlo en
la cama, lavarle el cuerpo con una esponja rosa y ayudarle a hacer
sus necesidades. Y eso que en las aventis de Java, según se vería
tiempo después, la realidad era una oscura y pesada materia que
había de permanecer aún mucho tiempo en el fondo, sin poder
aflorar a la superficie. Pero todo acaba por saberse, Hermana
Vuestro refugio favorito estaba en Las Ánimas dijo la
monja. Dios mío.
Nadie lo sabía.
Yo sí dijo ella, y una nube de tristeza cruzó por sus ojos.
Os espié una vez, y era un infierno lo que vi.
El sol ya no pegaba en la pared exterior, los cristales ciegos del
ventanuco se volvieron color ceniza. El celador, después de apurar
su vasito de licor de pera, se levantó del taburete metálico
frotándose los labios con la bocamanga ensangrentada del mono.
Gracias, Hermana, dijo, ahora tengo que ir a pinchar a los perros y
darles de comer. La monja lo vio salir, anda con Dios, Ñito, lo
miraba empujar los batientes de la puerta pero no parecía verle,
pórtate bien.
Se cruzó con el doctor Albiol en el pasillo y desenfundó rápido
y disparó, ligeramente inclinado sobre el costado derecho. El
doctor se reía y lo paró, tú siempre de broma, Ñito, qué haríamos
sin ti en este hospital, ofreciéndole un cigarrillo. Preguntó ¿qué,
alguna novedad?, y el celador contestó escuetamente: esta
mañana ingresaron cuatro, accidente de coche, un matrimonio y
dos hijos.
¿Y los parientes
?
No tienen.
¿Y tú cómo lo sabes?
El celador empezó a toser, tosió un rato apoyando una mano
en la pared estucada. Ya sé a lo que vienes, pensó, todos sois
igual. Con su pañuelo azul se limpió los labios, las cejas y la frente,
y se volvió a medias de cara a la pared y congestionado para gruñir
no vendrá nadie, si quiere una disección dígalo ahora, coño, qué
más da otro pedazo. El doctor Albiol preguntó quién hará la
autopsia, y en seguida, sin esperar respuesta, con media sonrisa
crispada: pero bueno, ¿estás llorando? El celador se alejaba:
¿quién llora aquí, coño?
Doctor, decía, acérquese, toque.
Presionando con los dedos la tensa piel del vientre, bajando,
tanteando el hueso debajo de la pelvis. Hay que abrir en seguida,
dijo el otro, y en sus manos Juanita notó más delicadeza, más calor
y como un cariño al subirle la falda hasta la cintura. De pronto le
oyó rugir: ¡Tijeras!
Echada de espaldas sobre una dura superficie que olía a
madera quemada, vio la cara del doctor bajando hasta la suya con
un destello de plata en los dientes. Sonrió tranquila, aunque con el
pecho muy agitado, viéndole esgrimir las tijeras y mascullar las
frías recomendaciones: calma, Juani, ni te vas a enterar, es como
un afeitado en seco pero en seguida vuelve a crecer. ¿Quién está
asustada, yo?, ella con una sonrisa que era un desafío: no me
veréis llorar, jolines, no os daré ese gusto. Notó las puercas manos
separando sus muslos con fuerza, los dedos demorándose en las
zonas más tiernas, arriba, cerca de las ingles, el frío contacto de las
tijeras y el cric-cric decapitando los rizos duros del color de la miel.
Oyó decir: peluda la niña, mientras contenía la respiración, y
sonrió resignada a la alta noche del verano, a las estrellas. Cayeron
los últimos rizos y las manos seguían porfiando, explorando. Avisa
cuando te duela, grita si quieres, nadie te va a oír. Ella se debatió
furiosamente bajo la presión de las correas y pensó qué guarros,
se me comen con los ojos, lo que sea que sea pronto. El doctor
hablaba de úlceras y tumores malignos, y alguien dijo: Anastasia, y
otro respondió anestesia, burro, y entonces ella vio caer sobre su
nariz una plasta negruzca que olía a mocos. El pañuelo del Tetas
mojado con agua de regaliz. Respira, tonta, te estamos
anestesiando.
Juanita pataleó hasta que pudo respirar de nuevo. Quieta,
chavala, y las cinco caras colgantes apretaban el cerco. Hay que
explorar más, dijo el doctor, y ella cochinos, me habíais dicho que
sería con guantes, protestó juntando los muslos, pero en seguida
cuatro manos ansiosas volvieron a separarlos, mientras se
paseaba ante sus ojos la centelleante navaja. Juanita ahogó un
grito en el pecho al sentir el dedo rondando las cercanías,
separando los labios, hurgando, atornillando, resbalando por las
húmedas paredes. Se concentró probando a imaginar aquello,
incluso cerró los ojos y soñó un peso dulce oprimiendo sus senos,
sus labios, soñó un cariño por su pelo, pero no sintió nada. Al otro
lado de las lágrimas, arriba en lo alto de su rabia, más allá de las
ramas del almendro y de las palmeras mecidas por la brisa, el
parpadeo de las estrellas enloqueció de pronto, la luz se
descompuso. No te quedará señal, decía el más sobón, quieta, si
no te portas bien vendrá a operarte el doctor Java y verás lo que
es bueno.
Juanita consiguió levantar la cabeza y clavó sus pupilas en él.
¡Cochino! lanzó juntamente con el salivazo. ¡Sarnoso de
mierda!
Ya estás avisada dijo Sarnita con calma, limpiándose la
cara con el dorso de la mano. Así que habla, maldita, canta de
plano o probarás el Hierro Candente.
Te marcaremos como a la Mujer Marcada amenazó el
Tetas.
¿O prefieres el boniato? dijo Luis.
A ésta le gusta el tomate deslizó Martín al oído de Sarnita,
los dos sujetándola por las piernas. Vomitará todo lo que sabe,
pero antes quiere probar el boniato. La puntita nada más.
No te hagas la estrecha, Juani decía el Tetas, mojando de
nuevo el pañuelo en el líquido negro de un botellín de vermut.
Canta y te soltaremos, no seas boba.
¿Esto es jugar a médicos? protestó ella. ¿Esto? No me
enredaréis más. ¿Y tú quieres ser médico cuando seas grande?
Seré médico dijo Sarnita. Operador.
Ja, ja. ¡Animal!
¿De qué te ríes, mamona? ¡Luis, el boniato! ordenó
Sarnita, abriendo la palma de la mano con la fulminante autoridad
de un cirujano en el quirófano. ¡Rápido!
Se acercó Luis y ella notó el olor a café tostado que
desprendían sus ropas. Cerró los muslos y clausuró una vez más el
dulce ensueño de aquello. Con sus rugosidades y sus pelajos,
crudo y frío, puntiagudo y al mismo tiempo sobado por el roce de
tantas manos y bolsillos: así lo imaginaba ahora abriéndose paso.
Todas las manos no tenían sin embargo bastante fuerza para
separar sus piernas, toda la diabólica habilidad de Sarnita no
alcanzaba a introducir siquiera la puntita nada más. Huy, huy,
hablaré, dijo Juanita con una urgencia fingida, pero soltadme,
dejadme respirar
Luis encendió una colilla de rubio en la llama del cirio. Se oía
en la noche el chinchín de las orquestas lejanas, una mezcla de
briosos bailables que llegaban de varias calles: Legalidad,
Providencia, Encarnación y Argentona. Aullaban las sirenas en las
atracciones de la plaza Joanich. Dentro del amplio solar de Can
Compte, cuya tapia mellada se recortaba negra contra el cielo
estrellado, ellos miraban con malignos ojos a la huerfanita sujeta
con cinturones de piel de serpiente a la puerta chamuscada y
apoyada horizontalmente sobre pilas de ladrillos, en medio del
sembrado de escombros: un páramo desolado y yermo, viejos
árboles medio carbonizados por rayos o bombas, una tierra que a
trechos parecía castigada por dientes y garras. A ratos el viento
levantaba del suelo una efusión de cenizas y humo. Colgaba la
enredadera de la tapia como un encaje antiguo y polvoriento, y
cobijaba a la niña prisionera y semidesnuda el ramaje de un viejo
almendro cuyo tronco habían mordido las balas; alrededor de
cada impacto, un corazón y un nombre grabados a punta de
navaja, Susana, Menchu, Fueguiña, Rosita, Virginia y Trini.
Acuclillado junto a Juanita, Martín jugaba con la navaja entre las
manos. En voz baja casi de enamorado le decía no tengas miedo,
chavala. Java sigue durmiendo en el coche, a lo mejor ni se acerca
por aquí. El Tetas y Amén se sentaron junto a Luis, que repartía
pastillas juanola. Mingo, acodado a la improvisada mesa de
operaciones, miraba las braguitas blancas de la prisionera bajadas
hasta las rodillas sucias de polvo de reclinatorio. En todas las caras
bailaba la luz amarilla del cirio que ardía en medio del bidet,
clavado en su propia cera derretida. Hosti, Juanita, eres fermi, dijo
Mingo, no creí que aguantaras tanto.
Un respiro, trinxes dijo ella. Tápame un poco, tú.
Mingo le bajó la falda hasta la mitad de los muslos. Cerca se
oía el canto de los grillos y lejos la música de la Fiesta Mayor.
Martín se incorporó rascándose con las uñas el flaco pecho, allí
donde se balanceaba el cordel con la bolita de alcanfor, y lanzó
una torva mirada a través de la noche clara, al ras de los hierbajos
y la tierra blanquecina y sepulcral que iba desde Legalidad hasta
Encarnación, hasta las ruinas de la masía inmemorial custodiada
por cuatro palmeras. Más allá de las zanjas y rastrojos se veían
empalizadas rotas y alambradas abatidas, arrasadas como por un
huracán. Desde la calle Escorial, asomando por encima de la tapia,
una farola bañaba de azul el chasis oxidado del Ford tipo Sedán sin
ruedas ni puertas, un cascarón abandonado, podrido por la lluvia.
Dentro yacía una sombra inmóvil sobre arpilleras deshilachadas,
Java alumbrando el dorso de su mano con una linterna de pilas,
mirándolo como si leyera en la piel. Martín tocó su hombro: Java,
dijo, vienes o qué. Voy, incorporándose pensativo, el pulgar
engarfiado en la gran hebilla de latón del cinto. Al llegar junto a
ellos apoyó el pie en el borde esmaltado del bidet, el codo en la
rodilla, miró un buen rato la llama temblorosa de la vela y luego a
la prisionera, de pies a cabeza: su tosco uniforme azul, la corbatita
blanca, el moño de beata, las braguitas bajadas, el sucio
escapulario cruzado en la cara. Sobre todo, su sonrisa torva y
descarada.
Juanita miraba al trapero con ansiedad y malicia, las orejas
encendidas como ascuas: Ya tenía ganas de verte, fanfarrón.
¿Qué quieres saber? Venga, pregunta. ¿Qué buscas?
Java no dijo nada, todavía. Fue Martín: ¿Es verdad que tú y
tus amiguitas habéis encontrado municiones enterradas aquí?
Mierda dijo Juanita.
¿Así es como os enseñan a hablar en la Casa de Familia?
dijo Amén.
Martín limpiaba la hoja de la navaja en el borde de la falda de
la prisionera.
Este territorio es nuestro dijo. Habla, o te operamos la
pendiz.
Márcala, Martín sugirió el Tetas.
Primero le pondremos mistos encendidos en las uñas. Luis
sacó la caja de fósforos. El miedo asomó a los ojos de Juanita, fijos
siempre en Java. Parpadeó.
Algo oí decir en Las Ánimas, pero no me acuerdo masculló.
Vomita, chavala Sarnita esgrimiendo el boniato peludo,
esperando una señal de Java. ¿Qué fue lo que oíste?
Que uno de Los Luises había encontrado algo por aquí.
¿El qué?
Una bomba de mano.
¿Dónde?
Yo qué sé, por aquí Juanita empezó a culear furiosamente
sobre las tablas desencajadas de la puerta. Desátame, tú, que
me sangran las muñecas.
Oye, ¿tú vas mucho a Las Ánimas? le preguntó Sarnita.
Sí, qué pasa.
Más alto, no te oímos dijo Luis rascándose el ojete con el
dedo. Canta o te hacemos la vaca. ¿Quién encontró las
municiones?
¿Qué te rascas, gorrino? Súbitamente puso cara de pena
. ¿Tienes cucs? Huy, qué mal lo vas a pasar. ¿Quieres saber
cómo se curan en seguida?
Luis asintió. Ella volvió a mirar a Java, pero el trapero seguía
inmóvil y silencioso.
Las preguntas las hacemos nosotros dijo Sarnita. Y no
intentes desviar la conversación, muñeca.
Pues no me sacaréis nada dijo ella. Trinxes. Kabileños
estropajosos. Indecentes gorrinos.
Sarnita reflexionó, paseó en torno al descascarillado bidet
donde Java apoyaba el pie, y leyó en la cara de Java, en su extraño
silencio: las oscuras manos colgando inertes, cruzadas sobre la
rodilla, el pañuelo de colores anudado al cuello, la pescadora azul,
el rostro impasible sobre la luz inquieta de la vela. ¿Qué esperaba
el legañoso, por qué no la interrogaba él, si había sido suya la idea
de hacerla prisionera?
Vamos a ver dijo Sarnita volviendo junto a ella. ¿Quién
de vosotros ha estado en Las Ánimas, aparte de Amén y el Tetas?
Yo fui una vez dijo Mingo.
Nada. Beatas y gorigori.
Tú qué sabes dijo el Tetas. Tienen mesas de ping-pong y
equipo de fútbol, con un balón de reglamento, y botas y camisetas
y todo. Y además hacen funciones de teatro.
Sí, pero a cambio te hacen tragar hostias y pasar el rosario
todo el puto día insistió Mingo. Y te enseñan el catecismo,
esas beatorras.
Son muy buenas dijo Juanita. Pregúntale a Amén, que es
monaguillo. Y dan merienda
¡Las manos quietas, tú!
Pero bueno, ¿quién habló de ir a Las Ánimas? dijo Sarnita
furioso.
Java.
¿Y por qué?
Así podrá currelar a las huerfanitas, ¿no lo entiendes,
tarugo? dijo Martín. Podrá interrogarlas. Investigarlas.
Ya.
Java no metía baza en la discusión. Se había sentado en un
pedrusco bajo el almendro y miraba a Juanita. Resonó lejano en la
noche un estallido de voces y aplausos desde una calle en fiestas,
pero los músicos debían estar ya cansados y la melodía se perdía
en el camino: llegaba sólo un monótono pulso de bombo y
contrabajo, un sordo latido que más parecía pertenecer a la noche
que a la orquesta.
A mi madre le gustaría que yo fuera a Las Ánimas dijo Luis
. Dice que así estaría menos en la calle.
Liberada de la puerta-camilla, con las manos ahora atadas a la
espalda, la prisionera era empujada por Sarnita hasta el centro del
corro fantasmal, junto al bidet con la vela. El último empujón dio
con ella en el suelo. Java hacía rodar en sus manos la linterna de
pilas. Sarnita se acuclilló ante Juanita y la llama relumbró en su
cabeza rapada, llena de costras curándose con polvo de azufre.
¿Quién encontró las municiones?, dijo. Habla, desgraciada. Java se
incorporó. Martín rugió: Nos ha tomado por el pito del sereno. Se
abalanzó sobre ella y rodaron los dos en medio de un polvillo de
yeso. Juanita quedó a gatas y a él se le vio un instante fugaz
pegado a sus nalgas y agitándose frenéticamente, golpeándola con
la pelvis como un perro. Pataleando, ella se dio la vuelta y mordía
el aire, hasta que se vio aplastada bajo el peso y el ansia de Martín
y se inmovilizó. Ladeó la cabeza lentamente y escupió en el polvo,
y levantó despacio las rodillas, y luego, más despacio todavía,
buscó a Java con los ojos y desde su ambiguo sometimiento le
dedicó aquella sonrisa como una mueca. Acercándose, Java la
cegó con la luz de la linterna, pero ella siguió retándole con los
ojos y la boca torcida, emborronada por el polvo y una saliva
sanguinolenta. Me ha mordido, el bestia, dijo con una extraña
indiferencia, lamiéndose el labio, escupiendo.
Suéltala ordenó Java.
Martín se hizo a un lado, de rodillas, y sacudió el polvo de la
falda y de las piernas de Juanita, que ya se incorporaba. Animal,
murmuró ella, bestia.
Ven aquí, acércate a la luz dijo Java. ¿Cómo te llamas?
Lo sabes muy bien, trapero.
Cómo te llamas.
Juanita. Tú, quítame esta porquería del pelo ¡Con cuidado,
bruto!
Martín le expurgaba la cabeza, tironeando briznas de hierba.
Luis dijo: La «Trigo». Juanita la «Trigo», así la llaman.
¿Por qué?
Por el color del pelo, tonto Juanita sacudió la melena
airosamente. ¿Que no lo ves? ¡Ay
! ¡Manazas! Y acabemos,
venga, que tengo que volver a la calle Sors, la señorita ya me
habrá echado en falta. Vaya jaleo por dos zarrapastrosos
almanaques de Merlín, y sin tapas.
Se apresuró el Tetas a precisar: un almanaque y vas que ardes,
chata, y ella protestó indignada, me habíais dicho dos, jolín, un
trato es un trato. Sarnita intervino diciendo que sí, bueno, pero
tienes que dejarte pichar.
Nanay, listo. Qué te has creído.
Pues todas os dejáis tocar por los Dondi en el portal de la
Casa de Familia
Mentira dijo Juanita. Quiero irme. Ojalá me hubiese
quedado en la Fiesta Mayor. Cochinos.
Java, que se paseaba cabizbajo en torno a Juanita y la vela, dijo
sin mirarla: Tendrás lo prometido, más otro tebeo de Monito y
Fifí de propina. ¿Contenta? se paró ante ella, sonriendo. ¿Te
gusta la Fiesta Mayor del barrio?
Algo en su sonrisa hizo pensar a Juanita: ahora sí, ahora me
podría dar el verdadero miedo, podría sentirlo sobre mí, y nadie
me oiría gritar, nadie acudiría si me desangrara.
Si una pudiera quedarse toda la noche y bailar con quien le
gustara
dijo. Pero la señorita, se lo decía a éste mientras me
traía aquí, la señorita sólo nos deja un rato. Un paseo para ver las
calles adornadas, las orquestas, los vestidos de las chicas
De todos modos, que se había divertido mucho, añadió,
primero fueron todas a la Parroquia y desde allí, en compañía del
mosén y algunas catequistas, a recorrer calles; que en la calle Sors
el mosén había subido al tablado de la orquesta para inaugurar las
fiestas, y también subieron Pilar, Virginia y Rosita, y el mosén
había hecho un bonito sermón, bueno, un discurso, dijo que era el
primer año que la junta de vecinos lo invitaba a la inauguración y
que esto satisfacía mucho a la Parroquia y a Dios también, que así
la iglesia volvía a participar de la sana alegría del pueblo, después
de tantas desgracias y penalidades con la guerra, y al recordar a
los caídos algunas mujeres lloraron, pero entonces el mosén cogió
la trompeta de uno de los músicos y tocó, todo el mundo se rió
mucho y decían qué campechano es este cura, y lo dijo uno que
dicen que era rojo, fíjate.
¿Tampoco tú tienes padre? dijo Java. Juanita se encogió de
hombros, los labios prietos.
Como todas las de la Casa gruñó contrariada, escupiendo
las palabras. Los nacionales lo fusilaron, por si te interesa.
Bueno, qué más quieres saber, presumido. Para qué me quieres.
Martín me ha dicho que es por las municiones
¿O no es por eso?
Java se quitaba el pañuelo del cuello y ella dijo intrigada: ¿me
vas a vendar los ojos? Mientras él se lo anudaba en la nuca,
cuando ya no veía nada, pudo oler la misma colonia que usaba el
alférez Conrado y que a veces gastaba la Fueguiña. La voltearon
como una peonza y notó bajo la falda la rápida mano, adivina
quién es, ella se revolvió pataleando, se desequilibró, las manos
de Java la sostuvieron por la cintura: tranquila, Juanita. Y la voz
ansiosa de Sarnita: ¿es verdad que un moro te pichó en tu pueblo,
golfanta, y delante de tu padre? Y las risitas del Tetas y de Amén.
Callaros, coño dijo Java, pero ella notó que no ponía
autoridad en la voz. Juanita, no tengas miedo. Ahora te quito el
pañuelo y podrás volver al baile. Confía en mí. Sólo quiero que me
digas una cosa.
Si la señorita se entera que me he escapado, me mata.
Dime, ¿quién es ahora la directora de la Casa?
La señorita Moix. Ya es vieja y no guipa nada, pero se entera
de todo. La Fueguiña y yo siempre nos escapamos. Claro que la
Fueguiña tiene la suerte de trabajar fuera de Casa
¿Trabajáis?
¡Que si trabajamos! Coser, bordar, lavar y planchar y fregar.
Casi nada. Todo el santo día. Y fabricamos flores de papel, ésas
que adornan las calles para el baile. Y también hacemos encaje de
bolillos, y la Biblia en pasta, hijo. Otras tienen más suerte y
trabajan fuera, de criadas o de asistentas, como la Fueguiña. Lolita
va a una academia de corte y confección
Alguien que no era Java la cogió por los hombros y de nuevo le
hizo dar vueltas, y una voz carrasposa para darle miedo: ¿ves algo,
niña? Pero la voz del trapero, tan cerca de su oído, era la única
que le causaba escalofríos: La directora que había antes, ¿cómo
se llamaba?
Juanita se estremeció. Su cabeza, con los ojos vendados, se
irguió un momento como si hubiese captado una señal en la
noche, más allá de la música de grillos y orquestas. Los altavoces
de la calle más próxima soltaban una voz nasal de vocalista: el
mar, espejo de mi corazón.
¿Cómo se llamaba? insistió Java.
Yo no sé nada. Yo llegué a la Casa hace cuatro años, ya
habían entrado los moros en mi pueblo las veces que me ha
visto llorar. Yo, cuando me trajeron aquí a Barcelona, ella ya no
estaba de directora, ya había la señorita Moix la perfidia de tu
amor.
Pero has oído hablar de ella dijo Java. A las otras
huérfanas.
Juanita oyó una voz que subía irritada desde el suelo, la de
Sarnita: serás cabrito, ¿qué cuento es ése de la otra directora?
¿Qué buscas, Java, qué investigas en realidad, qué tiene eso que
ver con nuestras municiones? Pero el trapero no le hizo ningún
caso, y dirigiéndose a Juanita, en el mismo tono afable pero frío de
antes, repitió: Habrás oído algún comentario sobre ella, a que sí.
La señorita Moix no quiere que hablemos de ésa
Alguna
chica habrá que la haya conocido, supongo, entre las mayores.
Pero está prohibido nombrarla. Yo ni siquiera sé cómo se llamaba.
¿Por qué está prohibido?
Juanita suspiró. Adivinaba una tensión en todos menos en el
trapero. Ellos no entendían las preguntas de Java. Este
interrogatorio es una tifa, dijo Sarnita. Se oyó el clic de la navaja.
Habla o te marco la cara dijo Java. Yo no bromeo,
chavala.
Por algo malo que hizo una vez susurró Juanita. Dicen
que una noche cortó las cabezas de todas las muñecas de las
chicas de la Casa. Y además ahora hace la mala vida, dicen, igual
que Menchu.
Una furcia.
Eso.
Notó los dedos de Java en la nuca, el pañuelo resbaló por su
cara y lo primero que vio fue a Sarnita sentado a sus pies, mirando
al trapero con impaciencia y fastidio. Por fin, dijo Juanita, ahora las
muñecas, creo que tengo sangre. ¿Me puedo ir ya? Luis
ofreciéndole una pastilla en la palma tiñosa de la mano: ¿quieres
una juanola?, con la otra hurgándose el trasero. Pónmela en la
boca, así. Oye, ¿de verdad tienes cucs?
¿Habéis tenido noticias de ella? dijo Java. ¿Sabéis dónde
vive ahora?
Pregunta a la Fueguiña. Ella la conocía, creo.
Java le dio la espalda, alejándose hacia el chasis del Ford.
Sarnita protestó de nuevo: esto es muy aburrido, y empujó a la
prisionera hasta obligarla a sentarse en el bidet. El cirio ardía entre
sus rodillas. Java se había recostado en el interior del automóvil y
desde allí contemplaba la escena, sin mucho interés. Luis y el
Tetas la sujetaban por los tobillos, Mingo le juntaba las muñecas a
la espalda y Sarnita le cerraba los muslos en torno a la llama. Verás
ahora si cantas o no, verás si le dices a Java dónde vive esa meuca.
Y volviendo la cabeza hacia el Ford: ¿es importante, Java? El
trapero frunció la boca y Sarnita añadió: ¿lo ves, perra? Vomita.
Pero si yo no sé nada, si nunca la he conocido. Qué
vergüenza, virgen, qué vergüenza.
Se está poniendo cabrona, Sarnita dijo el Tetas. ¿Le
bajamos otra vez las bragas?
Te vamos a quemar el conejo, chavala dijo Mingo
cortándole el paso a Martín: Tú quieto, no te acojones, que no
pasa nada.
Se va a quemar.
Con ojos desorbitados ella miraba la llama de la vela a unos
centímetros de los muslos polvorientos y rasguñados.
Debatiéndose consiguió liberar una mano y arañar la cara del
Tetas, que rodó por el suelo exagerando un aullido.
Juani la intrépida dijo Sarnita.
Canta, mala zorra.
Te vamos a meter el boniato por el ojete.
¡No sé nada, os digo que no sé nada!
A ver una cosa intervino Java alumbrándoles con la
linterna. Ellos cejaron en su empeño, pero no le quitaron las
manos de encima. La respiración entrecortada de Juanita
aplastaba la llama de la vela. A ver, si me dices la verdad te
soltamos. ¿Sabes si tenía una marca especial, alguna vez oíste
decir a las huérfanas si tenía una señal en la piel, una cicatriz?
¿Una cicatriz en la piel?
Sí. Unos costurones
No. Y te lo repito: pregunta a la Fueguiña. Yo no sé nada.
Java se quedó pensando y todos protestaron de nuevo: cabrón
de legañoso, ¿qué misterio se trae? Cuéntanos de una vez qué
buscas, quién es la meuca de la cicatriz. Java sólo dijo: Soltadla,
y que se vaya a bailar.
Juanita sonrió entre las lágrimas, frotándose las doloridas
muñecas. Luego sacudió su falda y su pelo.
Con esta facha dijo Mingo nadie te sacará a bailar.
¡Y a mí qué! Yo bailo con la Trini.
Luis, acompáñala ordenó Java, y a ella: Ya sabes, si
hablas de esto, si se lo cuentas a alguien, entonces sí, entonces te
rajo esta bonita cara de un tajo y además te pelo al rape.
No me digas canturreó Juanita. ¿Nada más? ¿No
queríais nada más de mí, esta noche? Os creéis muy listos, ¿no? Lo
único que sois unos cochinos.
Y dando media vuelta se alejó en dirección al boquete de la
tapia que daba a la calle Legalidad, tropezando con matorrales y
escombros pero decidida y ágil. Rascándose el ojete, Luis se
precipitó tras ella y al ir a cogerla de la mano ella le esquivó
furiosa. Pero le dijo en voz baja, casi dulce: conozco un remedio
para los cucs que no falla, un collar de ajos. Te regalaré uno,
aunque no te lo mereces, no, guarro.
Y fue esa misma noche cuando Java empezaría a interrogar a
todas las huerfanitas, buscando alguna pista que le llevara a la
puta roja. El verano del cuarenta, debía ser. Calle por calle,
custodiado por los kabileños de bolsillos repletos de pólvora y
pellejos de serpiente por cinturón, durante cerca de dos horas
recorrió inútilmente el barrio en fiestas. Encontró a varias
muchachas de la Casa, pero no a la Fueguiña. El Tetas y Amén le
abrían paso penetrando en las riadas de gente con violencia, a
codazos y levantando las faldas de las chicas y tirándolas del pelo.
Volaban serpentinas de balcón a balcón y de una acera a otra, por
encima de parejas y mirones que transitaban apretujados en
ambas direcciones. La pandilla permaneció un rato frente al
tablado de la calle Sors, admirando una frenética exhibición del
batería de la orquesta Melody. En la esquina de la calle Laurel, en
medio de un corro de excitadas muchachas que lamían polos de
limón y naranja, un artista joven y vestido pobremente pintaba
bonitos paisajes al pastel con asombrosa rapidez y los vendía allí
mismo a perra chica la media docena. Un anciano barquillero que
había instalado su ruleta con cigarrillos de anís, boquillas de papel
y botellines de vermut, fue expulsado de mala manera por un
guardia civil vestido de paisano, vecino de la calle Argentona. Casi
nadie se fijó en el joven perdulario con macuto y cabeza rapada
que se inclinaba muy despacio sobre el bordillo de la acera;
parecía agacharse a recoger algo, pero en realidad se estaba
cayendo de debilidad. Lo incorporaron a medias y lo sentaron
recostado en la pared, y tenía una brecha en la frente y la hija de
una vecina, una muchacha con un ceñido vestido verde, trajo un
vaso de leche que el joven vagabundo no quiso beber.
Al final de la calle se oían aplausos. Con los negros cabellos
engomados y la chupada cara de tuberculoso, un fino bailarín de
entoldado evolucionaba elegantemente con su rubia pareja en
medio de un círculo de mirones. Frente al portal de la Parroquia,
las huérfanas de la Casa de Familia bailaban entre sí empuñando
monederos de plexiglás verde. Al preguntarles Martín, dijeron no
saber dónde estaba la Fueguiña, riendo como tontas, ¿pues qué le
queréis a ésa?, aquí tenéis a la Pili
En un callejón oscuro y
desierto se besaba una pareja y ellos se pararon a escudriñar las
sombras con sus vertiginosas pupilas, habituadas a cazar gatos en
la tiniebla más densa. Las campanas de Las Ánimas dieron las
doce. La sombra silenciosa que en este momento se cruzó con
ellos era el novio pistolero de Margarita: pasaba sin verles con su
rostro terrible picado por la viruela, blanco y duro como el hielo.
Sarnita se agachó como si oyera silbar un obús.
El «Taylor» dijo.
El «Taylor» caminaba con los brazos separados como si tuviera
ganglios en las axilas, amargado, lento y abstraído y con su pelo
negro acharolado, y pasó tan cerca que ellos captaron el sudor de
los sobacos oliendo a cuero.
Pasada la medianoche, Java propuso formar dos grupos y
volver a encontrarse más tarde. Excepto él y Mingo, todos se
juntaron media hora después en las atracciones de la plaza
Joanich. En las casetas de tiro pidieron una escopeta y por un real
le tiraron a una botella de anís hasta que la dueña descubrió que
utilizaban balines que Amén llevaba en el bolsillo, y les quitó la
escopeta. Subiendo por Escorial, al romper a pedradas el solitario
farol de la esquina con San Luis, un viento repentino que surgió de
la oscuridad tumbó de espaldas a Sarnita; fue como una aparición
fantasmal, explicaría después, un hombre alto y pálido que
avanzaba encorvado contra la noche; pudo ver un instante el brillo
acerado de sus ojos, su abierto chaquetón azul de marinero y su
alto pecho desnudo y tatuado; asomaban rizos de oro bajo su
boina y su barba era rubia como la miel. Que se le vino encima al
doblar la esquina, dijo, y que luego se alejó a grandes zancadas
con sus andrajosas alpargatas azules. Quiso añadir, aunque no
pudo o no supo, que aquel hombre parecía venir no de la noche
más remota, sino de un naufragio, una tormenta o una taberna
del puerto con su manchado mostrador.
Es él dijo. Es el marinero.
Yo no he tenido tiempo de verle dijo Amén. ¡Vaya susto!
No puede ser. Está en Francia dijo Martín, se fue en un
buque de carga.
Pues ha vuelto.
¿Será el que trae café de estraperlo al tostadero clandestino
donde trabajas tú, Luis? dijo el Tetas. Seguro, seguro.
Sí que lo trae un marinero dijo Luis, pero no es éste.
Éste es un maquis, chaval, ¿qué te juegas? Seguro que lleva un
carnet de AFARE, mi padre tiene uno
Nanay, lo interrumpió Sarnita echando a caminar, os digo que
es él y viene de Marsella, siempre quiso ser marinero. Pensaban
contárselo a Java, pero esa noche ya no le vieron. Y cuando Mingo
se juntó con ellos, les contó lo ocurrido con la Fueguiña: él y Java
la habían encontrado por fin en la calle Torrente de las Flores, y
Java estuvo con ella más enigmático que con Juanita, ni siquiera le
preguntó por las municiones. Al parecer no la reconoció en
seguida, era muy distinta a aquella chavala que vio por primera
vez, aquella sombra gris en una tosca bata gris y con sandalias de
goma. Bailaba, dijo, con uno que llevaba pantalón bombacho, un
tal Sergio, que Java conocía de venderle novelas de Doc Savage de
segunda mano. La apretaba mucho pero ella no quería darse
cuenta o le gustaba. Por encima de su avispada cabeza, de sus
negros cabellos partidos sobre la frente y recogidos en dos
gruesas trenzas, se extendía hasta el final de la calle el techo de
guirnaldas y tiras de papel de seda desflecado y bombillas de
colores. Párvulos y voraces, los ojos del trapero vagaban por la
pobre faldita floreada y el mísero pullover rojo, mordisqueado en
las mangas y erizado de una pelusilla luminosa, mientras se dejaba
sobar por su pareja. Aprovechando una pausa de la orquesta, se
interpuso entre la pareja y la invitó a bailar el siguiente bolero,
pero ella le rechazó. Mingo no sabía cómo se deshizo Java de su
rival, sólo vio que le daba un recado a la oreja, que entraron
juntos en un portal oscuro y que al poco rato volvían a salir para
reunirse de nuevo con ella. Cojeando un poco, Sergio todavía la
sacó a bailar, pero no terminó el bolero. Fue como si de pronto le
diera un calambre terrible o como si hubiese recibido una patada
en los huevos, dijo Mingo: rojo como un tomate, ahogando un
alarido, soltó a la chica y se fue renqueando hacia su casa,
arrimado a las paredes como un perro herido. Ella no se quedó
sorprendida ni nada, sólo un poco fastidiada. Pensó que al pobre
le había dado rampa en la pierna.
Al primer baile ya se dejó apretar igual que con Sergio, a lo
bobo, como si no tuviera conciencia de su cuerpo o como si no le
importara. Su voz era como su mirada: turbia, fija, de una
indiferencia destrempadora.
¿Cómo te llamas?
Tardó un poco en contestar.
María.
Pero te llaman la Fueguiña. ¿Por qué?
No sé.
¿No te acuerdas de mí?
Ella se encogió de hombros. Sus ojos de ceniza asomaban por
encima del hombro de Java como detrás de un parapeto.
No.
¿Has comido alguna vez empanadillas de atún? apretando
un poco más su cintura, Java añadió: Te estuve buscando toda la
noche.
Embustero.
¿Por qué no llevas el uniforme como las otras?
Las que trabajan fuera de la Casa, explicó ella, las que iban a
coser a casas particulares o a hacer faenas por horas, podían llevar
vestidos de calle. Quién sabe por dónde andarás, entonó entre
dientes siguiendo los compases de la orquesta, quién sabe qué
aventura tendrás
Sí, cuidaba a un inválido, un herido de guerra,
durante unas horas al día. Qué lejos estás de mí. La directora de la
Casa era buena, las trataba bien, ahora estaría con las otras chicas
recorriendo las calles en fiestas, quizá buscándola, ya era muy
tarde.
¿Cómo se llamaba la otra directora?
¿Qué otra directora?
La que había en la Casa antes que ésta, y que tenía cicatrices
y dicen que era muy roja.
La señorita Aurora dijo la Fueguiña.
¿No la has vuelto a ver?
No.
¿Y no sabes dónde vive?
No.
Dicen que ahora hace de fulana. La Fueguiña se encogió de
hombros.
Dicen.
Lo pisó sin querer y sonrió a modo de disculpa, separándose
un poco. Entonces Java pudo ver su extraña sonrisa mellada, sus
dientes rotos y enfermos. Ella lo miraba con recelo y él sostenía
esa mirada. Todo fue muy rápido: se apagaron las luces y la
huérfana se encontró con un farolillo en las manos, dijo voy por
cerillas y Java todavía la está esperando.
Ni rastro de ella por ninguna parte. Después del baile del
farolillo, cuando ya se había retirado la vocalista y la orquesta
tocaba los últimos tangos, las mujeres empezaron a chillar y las
parejas a correr en todas direcciones. Cruzando una cortina de
humo negro y espeso, los músicos saltaron al arroyo desde el
tablado con sus instrumentos. En cuestión de segundos la gente
quedó apiñada en las aceras y el tablado desierto, soltando humo
por debajo, resplandores intermitentes y explosiones: se quemaba
la traca del día siguiente, los sacos de confeti del fin de fiesta y
algunas sillas plegables. Una centelleante lengua de fuego devoró
los faldones rojos del tablado, visto y no visto. Los gritos de fuego
no se oyeron hasta que las llamas brotaron enormes por un
costado, doblándose y lamiendo el piano. A las caras llegaba el
calor como las exhalaciones de un animal herido. Echaban cubos
de agua y el humo subía ahora denso y blanco hacia la noche
estrellada. Java se debatía entre una doble muralla de hombres
que exhalaban un vaho enervante y pegajoso, una crispación
muscular que les hermanaba extrañamente a cada explosión de
los petardos. Al subirse a la acera para esquivar el reguero de agua
que bajaba por la calle, distinguió un momento su grave cabeza
constelada por el incendio, girando, despeinada, y luego su cara:
iluminada por las llamas, entre el apiñado grupo de vecinas, la
Fueguiña miraba el fuego de una forma ritual, con sus ojos
antiguos, helados, registrando cada detalle, cada pavesa que
volaba hacia lo alto como un murciélago. El resplandor azotaba su
cara y ella lo recibía boqueando como si le faltara aire.
Dos hombres no pudieron impedir que Java se soltara y echara
a correr hacia el otro lado del tablado, mientras explotaban los
últimos petardos de la traca. Cuando llegó a la otra acera, la
Fueguiña ya no estaba.
2
Pero que no se diga: ya no puedo más, Marcos, esto es el fin, no
tenemos salida. Inclinándose para encender el cigarrillo que el
marinero sostenía con labios temblorosos llenos de pupas,
acurrucado en un rincón del bar Alaska. Y pensar que al principio
todos decían esto no puede durar, esto no aguantará, sin
sospechar que el eco de sus palabras llegaría arrastrándose a
través de treinta años hasta los sordos oídos de sus nietos.
Estaban en babia, ciegos, sin esperanza, estaban muy lejos de
verse empuñando las armas otra vez, de hecho ni siquiera podían
imaginarse así: la cara tapada con el pasamontañas y pistola en
mano empujando la puerta giratoria del Banco Central, o
colocando una bomba en el monumento a la Legión Cóndor, o
desplegando una bandera en la falda de una colina. Hombres de
hierro, forjados en tantas batallas, llorando por los rincones de las
tabernas como niños.
Palau era el único que ya entonces debía entrever, entre las
lágrimas quemantes que aún le nublaban una visión de tropas
victoriosas desfilando Salmerón abajo, a la rubia platino
esperándole echada en la cama del Ritz y cubierta de joyas, o el
coche del tío con chistera, parado a punta de revólver en la
carretera de la Rabassada. Que no se diga, hombre, hay mil formas
de joderles.
Cuanto más cierras los ojos, más claro lo ves: no era la realidad
exigiendo formar un grupo de resistencia lo que volvió a juntarles
en el piso junto al metro Fontana el mismo día que entraron éstos,
los nacionales, sino el deseo obsesivo y suicida de repetirse unos a
otros en voz baja esto no aguantará, no puede durar, este régimen
ha de caer. Basta una escopeta de caza con los cañones
recortados, arrestos y un poco de suerte; Bundó dispone de un
Ford tipo Sedán y Palau recuperará su Parabellum enterrada al pie
del limonero del jardín de los Climent, hay que localizar a Esteban
y que venga, Meneses no volverá nunca a ser maestro de escuela
en su pueblo y también está disponible, y tiene una Browning, y
Marcos, si se decide a salir alguna noche de su escondrijo, que sea
para algo más que para estirar las piernas o robar candelabros en
las iglesias; hay que resistir, hay que aguantar como sea porque ya
veis que esto no durará mucho y de todos modos acabarán
viniendo los aliados.
Hay que contar también con Luis Lage, cuando salga de la
Modelo, y con Jaime Viñas muy animado Palau.
El Ford girando en la plaza Calvo Sotelo dirección Pedralbes, un
día de esa primavera que llegó riente y perfumada y empolvada de
sol como una puta barata. Desfilan cegadores los plátanos
reverdecidos, el fantasma del bar Mery y sus aperitivos esmeralda,
las fachadas con cristales nuevos, las colchas de seda y las
banderas rojo y gualda colgadas en los balcones, adheriéndose
como una piel joven y lustrosa a las palmas secas del Domingo de
Ramos. Pasando ante el portalón chamuscado de una iglesia
abarrotada de fieles postrados de rodillas: el himno parece darle
alas a la hostia, allá al fondo, por encima del mar de cabezas
rendidas. Frescos despojos de la iglesia derruida, es decir,
edificada al fin según la profecía bíblica: el ábside quebrado, el
carbón de la viga y la vidriera rota justificaban finalmente todos
los salmos.
Fueron a la comarca del Penedés a rescatar a Meneses del
odio y la venganza de un pueblo enlutado, y a la vuelta enfilaron la
Diagonal muy despacio por deseo de Bundó: tengo un plan, a ver
qué os parece. Frente al Palacio Real una nube de polvo envuelve
a una Centuria de flechas famélicos desfilando con la cabeza
rapada, negros correajes, boina roja y machete al cinto: ahí van
nuestros hijos, ríe Palau, vivir para ver esto. Bundó
obsesionándose con su idea del atentado, ahora o nunca, coño, su
dedo negro de mecánico apuntando más allá del parabrisas: la
verja del parque. ¿Llegó a proponer en serio minar el Palacio
cavando una galería subterránea durante noches y noches, y
hacerlo volar con dinamita después que entrara el coche
blindado? No vendrá, no le esperéis, diría Palau, pensar en liquidar
a este cabrón son ganas de hacerse una paja porque sí.
Tienes razón, hay otras formas de joderles Esteban Guillén
a su lado, tan pulcro y elegante pero con maullidos en las tripas.
Limpiar sus Bancos, sus fábricas, sus oficinas de Abastos. Sus
propios bolsillos, sus carteras.
Eso lo primero Palau. Sin pela no haremos nada.
Que no somos atracadores, tú Meneses el «Taylor» con la
blanca cara picada de viruela y las negras cejas casi femeninas, el
maletín en las rodillas y dos maletas llenas de libros en el
portaequipajes. Y en el recuerdo, una pizarra escolar y en ella
«vete rojo» escrito con tiza, el pueblo con la giralda y las jóvenes
viudas de guerra, una mujer bonita mirándole llorosa y asustada,
la espalda contra un muro cubierto de lilas. Salvado del odio por
los amigos, casi llorando él también en el momento de la partida,
hundido al fondo del automóvil con los ojos bajos que sólo alzó un
instante para mirar por última vez el corro de niños rodeando el
coche, la blanca escuela y el camino blanco. Los cables del tendido
eléctrico dejaban oír un zumbido de lejanías y de futuro. A un
kilómetro del pueblo, la joven enlutada, ceñida la cabeza con un
pañuelo negro, esperaba de pie junto a la tapia encalada del
cementerio. Entre el son de las chicharras, igual que si la vida se
hubiese paralizado en torno, un abrazo interminable, unas
palabras de despedida, volveré a buscarte, el viento peinando los
altos cipreses.
Muchos no aprobaban que Bundó tuviera contactos con
Toulouse, pero él argumentaba: Ahora todos somos iguales.
Iguales nunca, faieros, les dije Palau sentado frente a mí
en el bar Alaska, tanteando con la llama mi cigarrillo tembloroso
. Menos el «Taylor» y Guillén, que tienen estudios, ya sabes lo
que han sido y lo que son. Unos fanfarrones. Tú eres distinto,
musarañas, a ti también te enredaron, eras bueno en el frente
pero aquí en la retaguardia ellos te pudrieron. El niño bonito de
los faieros. Y mira cómo has de verte ahora. Cagado de miedo.
Quieren que me una al grupo
Bien clarito se lo dije a todos. Y que de octavillas y petarditos
y todo eso yo nada, no estoy para perder el tiempo con
mariconadas. Yo al grano, tú. Nuestra primera obligación es
limpiarles el billetero, no me cansaré de repetirlo. Anarquistas de
mierda, le dije.
Qué importa ya eso, Palau, hasta cuándo vamos a discutir de
lo mismo.
A ver si nos metemos la lengua en el culo, ¿eh, Palau? me
dijeron Bundó y el Fusam encabronados, tenías que verles.
Cantamañanas. Capullo. Que mientras muchos de los vuestros se
escondían aquí, bajo las faldas de las viejas, los nuestros
organizaban la resistencia en los campos de concentración de los
boches, gente del POUM que acabaría en las cámaras de gas de
Matthausen y Dachau, ¿lo sabías? ¿Qué dices a eso, carota, había
huevos o no? Así que a ver si nos guardamos las ideas, que ahora
todos somos iguales. Yo no soy un hombre de ideas, pavero, le
dije. Tú lo que eres un carota riéndose el Fusam. Cuando
consigues cinco duros ya estás en el Bolero con una furcia.
Tarambana.
¿Y pues? ¿De dónde quieres sacar la información, ignorante?
¿Adónde crees que van las palomitas de los fabricantes, a misa,
gamarús?
Siguiendo al aprendiz del taller de joyería Munté sin dejarse
ver. La fachada del hotel Ritz recibiendo la lluvia. El ascensor que
huele a piso de ricos. Por la puerta entornada de la habitación 333
verás a la rubia platino poniéndose la bata y echándose de bruces
en la cama, pidiendo el desayuno por teléfono y sin pensar: hay un
hombre oculto en el pasillo, sin pensar: será un viejo cenetista, un
socialista, un comunista, un simple separatista. Qué más da,
carota, qué nos distingue ahora, qué nos separa después de
haberlo perdido todo.
Que no, que todavía hay clases, faieros.
Está bien, Palau, cómo quieras, dejémoslo ya.
Póngame con recepción riéndose la fulana, sacudiendo la
rubia cabellera hacia atrás, descubriendo una garganta de nieve.
Se revuelca en la cama y queda cara al techo. Bata de seda
abierta, medias transparentes hasta medio muslo, labios y uñas de
un rojo sanguíneo. Dos pekineses trotando sobre la colcha lamen
sus rosados tobillos y sus zapatillas de raso.
¿Aló, recepción? Vendrá el aprendiz de la joyería, que suba
en seguida.
Se levanta y mira por la ventana el asfalto acharolado de la
Gran Vía. Qué piensa una querida de lujo mientras ve caer la lluvia
desde una ventana del Ritz, una fría mañana de invierno, calentita
ella con su calefacción, sus pekineses, sus estolas de visón, sus
turbantes de colores. Sencillamente piensa en lo que era siete
años atrás, una muchacha pelirroja tambaleándose sobre unos
altos zapatos verdes que le han regalado unos soldados envueltos
en mantas; el camión erizado de fusiles parado ante el jardín de
Las Ánimas, la joven miliciana de pie en el estribo, su pañuelo rojo
al viento, su cabellera rizada y negra; las huérfanas repartiendo
café caliente y cigarrillos. La más pequeña, una niña de siete años,
mira con ojos hipnotizados la fogata que languidece. Alrededor,
los milicianos discuten roncamente, por qué se ha perdido el
Norte, maldita sea, mueran los curas, ¡tú, imaginaria, chúpamela!
Detrás de las llamas ven a la niña inmóvil, terrible, alimentando el
fuego con su extraña mirada de ceniza, ve, niña, le dice el soldado
piojoso y sonriente que hace girar con el dedo índice la cadenita
de oro con la cruz de rubíes, sin duda robada, ve y dile a la
pelirroja ésa que si quiere venir a calentarse, que en mi manta
caben dos
Y se veía acudiendo a él, ya cuando todos dormían,
para dejarse abrazar bajo la manta y colgarse al cuello la cruz roja,
se veía a sí misma desfalleciendo en medio de un intenso olor a
sobaco y a vino, y a la pequeña plantarse de nuevo ante el fuego
mirándolo con sus ojos glaucos y decir si vosotros dejáis que se
apague, soldados, yo lo encenderé otra vez.
Así se habla, niña.
¿No fue esa noche que vinieron por ti, Marcos, y escapaste de
milagro aprovechando la confusión al descubrirse el pastel debajo
de tu manta? ¿No se había ya creado entre los compañeros del
hotel Falcón aquella horrible atmósfera de sospechas y espionitis,
y todos iban cuchicheando y vigilándose? ¿No andaba ya tras de ti
aquel agente ruso que decía que todo era un complot anarquista
fraguado en el hotel, no quieres aún reconocer que el origen de tu
miedo es agua pasada, marinero, que esto se acabó, que ya
podrías salir de tu agujero y ver de cruzar la frontera
?
Seguía al aprendiz sin dejarse ver, ocultos los ojos bajo el ala
del sombrero. Entraba siempre el carota muy decidido en los
lugares más concurridos, con el Lucky apagado manchado de café
colgando de sus labios, con su largo gabán azul de cinturón ceñido
y en la cara de caballo una falsa expresión agria y mandona de
funcionario del régimen. Incluso, si era preciso, dejaba entrever su
vieja placa de agente de la Generalitat. Simulaba atarse el zapato
detrás de la gran planta de hojas como garfios, al final del pasillo
alfombrado del tercer piso del Ritz. Esperando. El chico sabía el
camino de memoria. Sonando una música bailable detrás de
alguna puerta, una risa loca de mujer, un clinc de copas de
champaña. El aprendiz, avanzando por el pasillo, se estremeció:
debía haber una rubia detrás de cada puerta, semidesnuda, con
medias altísimas de seda negra y ligas con brocados.
Llamaba el chico en la puerta 333 y el carota no le quitaba ojo.
Fachada gris de la Delegación de Falange del distrito VIII, plaza
Lesseps, cayendo la tarde, olor a castañas asadas. Chirrido de
tranvías y chispazos azules del trole al rozar los cables. Una bomba
estalla tras una ventana de la delegación, la llamarada roja escupe
cristales y fragmentos de mampostería. La acera del cine Roxy
sembrada de octavillas. En el vestíbulo del cine, asomando la
cabeza entre las cortinas para ver la platea, un agente de policía
husmea algo sospechoso. Entra. Le siguen dos hombres con las
manos en los bolsillos y el ticket de entrada en los labios, uno de
ellos se vería pálido, alto y encorvado, con este chaquetón azul y
esta boina de la que escapan rizos rubios, me veo raro en el cristal,
extranjero y fuerte, llevo apretada al sobaco la automática con
silenciador. El compañero viste una gabardina clara que oculta una
escopeta de cañones aserrados. En la última fila de butacas, el
policía ve a una mujer de cortos y poderosos muslos con la falda
arremangada y abofeteando a un niño sentado a su derecha.
Cuando se dispone a intervenir, estos putones de cine se atreven
hasta con niños de pecho, oye el clic a su espalda. Se vuelve
rápido. Percibo el brillo desesperado de sus ojos, cegados aún por
el reflejo de la pantalla, al ver la gabardina abierta y la escopeta
empuñada. La ráfaga de perdigones le golpea el pecho como el
chorro de una manguera. La meuca y el niño chillan tirándose al
suelo, entre las butacas. Cubriendo la salida del compañero,
corriendo luego tras él. Poco después, agarrándose a la cortina, el
agente saldría al vestíbulo con el rostro contraído, los labios
intensamente negros y las mejillas como el papel. El joven flecha
gordo y sonrosado que venía con la orden de recoger las
octavillas, contempla boquiabierto cómo el policía suelta la cortina
y se encoge hasta quedar de rodillas, tendiendo los brazos hacia él
con el vientre empapado de sangre. El gordo falangista recula. El
policía abate la cabeza y eructa dos veces, un hilo de sangre cuelga
de su boca, se desploma.
Mirando de reojo el fondo del pasillo, el aprendiz le silba el
oído izquierdo. La puerta abriéndose, la silueta vaporosa de la
rubia con la bata abierta, la piel sedosa del muslo.
De parte del taller.
Ah, por fin ajustándose la bata. Espera un momento,
guapo dando media vuelta con el paquete en la mano, le da la
espalda. Desde la puerta el aprendiz observa el vigor de las nalgas
bajo la seda, los hoyuelos que hacen guiños al andar, los tobillos
de fresa y alrededor los perritos.
Frente al espejo ella se prueba los pendientes, se mira
complacida y sorprendida, casi extrañada: aquellas rojas cerezas
que fueron sus primeros pendientes en el colmado de los Dondi,
aquella gracia que tenía cuando paseaba con su blusa
transparente y su faldita plisada entre los olorosos sacos de
garbanzos y lentejas, una atractiva chica de barriada, una pelirroja
bebiendo horchata con los muchachos de la calle Verdi. El lazo
rosa en el pelo, la blusita abierta, la rebeca de punto. Y las rodillas
soleadas clandestinamente en el terrado de la Casa pero siempre
con polvo de reclinatorio, como un estigma, y las bromas de los
charnegos kabileños: estás cantúa, chavala.
¿Todavía vas a confesarte a Las Ánimas, Menchu? ¿Es
verdad que durmiendo una noche en el metro con el Dondi,
debajo de una manta, cuando los bombardeos, te pillaron con las
bragas en los pies?
Mentira podrida.
¿Ya sabe la directora que te pintas los labios?
Dicen que el mayor de los Dondi está tísico por tu culpa.
Chafarderos. Nunca fuimos novios.
Lástima que se haya acabado, ¿eh, chicos?, ya no volverán
los aviones, ya no iremos más al refugio con Menchu, no
volveremos a oír las sirenas.
Ni ganas, hijo la niña se estremece. ¡Qué miedo!
Qué buena estás, Menchu.
En el refugio nos moríamos de amor por ti, chavala.
Nos tienes locos.
Toma cerezas. Come.
Pegados a ella como moscas a la miel, tirándole cerezas al
escote, invitándola a horchata, haciéndose la ilusión de
emborracharla.
Bebe, una huerfanita también tiene derecho a la vida.
¿Ya no estás de aprendiza en la peluquería?
El lunes empezaré a trabajar en casa de unos señores que
tienen teléfono en el cuarto de baño, figúrate, y dos coches uno
de los muchachos intenta frotar sus rodillas sucias de polvo de
reclinatorio, ella le esquiva, sus ojos violeta parpadean y habla
como en sueños mirando al vacío, muchacha soñadora con
cerezas dentro de la blusa: Un día de estos me sacudiré para
siempre el polvo de las rodillas y me escaparé de la ratonera de las
huérfanas para no volver jamás.
Pensamos sí. Decimos no. Pensamos esto no durará,
aguantemos, esperemos un poco más. No volverán a oírse las
sirenas de alarma, es cierto, no volverán a caer bombas. El himno
nacional acompaña ahora la elevación de la hostia, la gente
arrodillada se golpea el pecho. Ya no hay bocas de refugios
vomitando a la noche aullidos de madre, ya no volverán por el
cielo a matar niños: a partir de ahora, chavales, el peligro acechará
en todas partes y en ninguna, la amenaza será invisible y
constante
Quien así habla es un muchacho del Carmelo. No hay
mucho de verdad en sus historias mientras el tiempo no
demuestre lo contrario, pues este chico cuenta aventis basándose
no sólo en los sangrientos hechos pasados sino también en los
terribles acontecimientos por venir. Habla de bombas agazapadas
en la hierba y en los escombros de la ciudad que estallarán
muchos años después, de venenosos escorpiones que sobrevivirán
a estas ruinas y de imborrables tatuajes y cicatrices en la piel de la
memoria. En un pequeño desván apenas alumbrado por una vela,
dice, alguien sentado en una mecedora hace pajaritas de papel
rompiendo viejas revistas, de día y de noche, pensando siempre
en una novia bonita con katiuskas que no ha vuelto a ver, en los
camaradas valientes y fieles hasta la muerte, en lo que pudo haber
sido y no fue, pensando en las musarañas.
3
Qué diablos andaba buscando Java tras las huerfanitas de la Casa,
le preguntaban todos a Sarnita, qué investigaba acerca de esa
fulana, quién era ella, quién le pidió encontrarla y para qué:
parecía jugar a detectives, tanto preguntar a mendigos
recogepapeles, mutilados de guerra sin trabajo y pajilleras de cine
de barrio.
En alguna parte de su mente olvidadiza Sor Paulina murmuró
los nombres de Jesús, María y José mientras el celador seguía
desgranando sílabas siempre en el mismo tono: no había inflexión
en las preguntas, no había ironía ni pena ni emoción alguna.
Y cuándo y cómo empezó la persecución de la puta roja, quién
lo sabe, quién tuvo la culpa, quién se chivó: después del incendio
del tablado en el Torrente de las Flores, Java no volvió a ver a la
Fueguiña hasta un día que ella salía de la Casa camino de Las
Ánimas, donde tenía ensayo de la función.
No, dijo la monja, que fue en la iglesia antigua, en la capillita
quemada: tiritando con aquel frío que caía del techo ella me
ayudaba a cambiar las flores y los cirios del altar mayor y de
pronto no la vi a mi lado, estaba en uno de los altares laterales
mirando fijamente una imagen de la Virgen, rezando tal vez. Una
imagen de la Purísima mutilada y maltrecha por la lluvia, sí, aún no
habían reparado el techo. Pero no rezaba. Llevaba siempre
consigo el cuadernito de la Galería Dramática Salesiana y
aprovechaba cualquier momento para repasar su papel en la
función, como hacían todas; sin embargo, aunque ahora abría el
cuaderno, tampoco era eso lo que ocupaba su memoria. Él se le
acercó en silencio por la espalda, adivinando, dijo, ahora me
acuerdo, lo que ardía otra vez en sus ojos: los muros
chamuscados, negros, el altar devastado, aquella viga carbonizada
sosteniendo el cielo gris, la gran huella del humo por todas partes.
Parecía hipnotizada, dijo él que pensó, allí de pie bajo la sombra
tumultuosa de un incendio que jamás pudo ver, y le susurró al
oído: Todavía buscan al loco que quemó el tablado. Ella ni siquiera
se volvió a mirarlo y él añadió: Quiero decir la loca, todavía no
saben que fuiste tú, pero yo te denunciaré.
Entonces ella se volvió, el cuaderno prendido en el cinturón,
un cirio en cada mano y en medio de sus ojos de agua de pantano,
ni asustados ni nada, muertos. ¿Me has entendido, Fueguiña?, dijo
él, y ella entornó los ojos por el frío punzante que caía desde el
boquete del techo. Pero seré mudo si me ayudas, añadió él, te
juro que no diré nada; sé que esta semana tenéis ensayo de la
función y yo necesito un papel en esa función. Te explicaré lo que
debes hacer. (Yo la llamé, Ñito, quise evitar aquello fuese lo que
fuese, y la mandé cambiar el agua de los floreros, pensé que
aprovecharía para escapar pero no tenía mucho pesquis, esta
chica, y lo esperó afuera y allí debieron planearlo juntos. Aunque
rezara era un mal bicho). Era un mal bicho la Fueguiña aunque
rezara, sí. ¿Quién hace de Demonio, cómo se llama?, le preguntó
Java, sosteniendo los floreros que ella iba llenando en la pila de la
sacristía. Miguel, Miguel no sé qué más. Le conozco, dijo él.
Y se fue a por el chico, lo esperó cuando salía del Palacio de la
Cultura en la Travesera, no eran las seis y ya parecía de noche,
buena hora para una emboscada y repartir hostias, para
deshacerse de un enemigo.
Todo el mundo busca a alguien decía Sarnita, fijaos
bien, todo el mundo espera o busca a alguien. Cartas o noticias de
algún pariente desaparecido, o escondido, o muerto. Siempre
veréis a alguien que llorando busca a alguien que sabe algo malo
de alguien.
Y cuánto le pagaban por ello, por husmear en tabernas y casas
de putas, por preguntar a las vendedoras de barretas y tabaco, a
sus amigos los gitanos, los afiladores y los paragüeros, por si la
conocían o la habían visto, por fisgar en las pensiones baratas
donde compraba papel y trapos viejos.
No hay ningún secreto, chavales les repetía Sarnita.
Ningún misterio. Aquí ahora todo son denuncias y chivatazos,
redadas y registros. Qué tiene de raro. El padre de fulano ha
resultado ser un rojo de armas tomar, te dicen de pronto, y
mengano, ¿no lo sabías?, oye, pues todo lo que tiene en casa es
robado, el cabrón dice que es confiscado, pero es robado. O bien:
¿sabes la noticia?, la hermana mayor de tal se ha metido a puta,
fíjate, una chica tan fina, o el tío de cual lleva dos años escondido
en una barrica de vino, hace crucigramas día y noche y le dan
comida por un agujero
Mirad los diarios, leed esos anuncios
pidiendo noticias de hijos y maridos desaparecidos. Aquí mismo,
en la trapería, hay gato encerrado, chicos, estoy seguro. ¿No oís a
veces el crujido de una mecedora y el raspar de una lima? ¿Os
habéis fijado en las sortijas de hueso que vende Java? No están
hechas por los presos de la Modelo, eso dice Java, pero no es
verdad. ¿Y qué me decís de las pajaritas de papel de periódico y de
revistas que de pronto aparecen a miles, como llovidas del cielo?
¿Vais a hacerme creer que las trae Java en su saco, que todo el
barrio se ha puesto de repente a hacer pajaritas? Nunca he visto a
la abuela Javaloyes hacer una pajarita de papel. ¿Y sabéis lo que
dicen, nunca habéis leído ninguna? Pues coge una del montón,
Tetas, esta misma, desdobla el papel y lee: Miguel Bundó Tomás,
reemplazo 41, Ejército Rojo, 42 División, 227 Brigada, 907
Batallón, 2.ª Compañía (chófer). Gratificaré a quien pueda
proporcionar noticias ciertas sobre su paradero. Coge otra,
cualquiera, tú, Amén, una de las grandes, ésta: Pavoroso incendio
en Santander. Por facilitar medios para huir al extranjero han sido
detenidos Jaime Viñas Pallares y Luis Lage Correa. Y esta otra,
mira: Recuperación de muebles y alhajas expoliados por el
marxismo. Y ésta: Robo a mano armada en el hotel Ritz. ¿Y ese
orinal lleno de caca y orines que la abuela vacía en el water a
escondidas, creyendo que no la vemos?
En el otoño, Sarnita y su madre se fueron por unos días al
pueblo, repentinamente vestidos de luto los dos: el padre había
aparecido una mañana colgado en la portería del campo de fútbol
del Europa. Durante dos horas un perro callejero estuvo ladrando
a las viejas alpargatas que apestaban a vómito, hasta que abrieron
el portalón de madera de la calle Cerdeña. Lo descolgaron: un
pellejo hinchado de vino y envuelto en nubes de moscas, una
lengua negra que había causado más muertos que la misma
guerra, eso decían en el barrio. Dijo Sarnita que cuando le
aflojaron la cuerda del cuello, eructó, como si estuviera vivo. Y que
volvió a ver, revoloteando sobre sus párpados cerrados, aquellas
cosas que había visto años atrás cuando su padre lo llevaba al
refugio cogido de la mano, y que nunca podría olvidar: mujeres y
soldados envueltos en mantas y calentándose en torno a una
fogata, muchachas con zapatos de altos tacones arrastrando
manojos de fusiles
Sufría alucinaciones, el tal Sarnita, Hermana,
estaba atontado de las bombas. En su casa del Cottolengo habían
pasado cuatro días sin saber nada del padre. El hombre parecía
muy viejo pero no lo era tanto, iba mucho de burilla al barrio
chino y no tenía trabajo, se decía que era un confidente de la
bofia; últimamente se dormía en las tabernas junto a la radio, de
madrugada no se atrevía a entrar en casa y se echaba en el rellano
de la escalera, y sus hijos solían tropezar con él al bajar a la calle.
Una noche que nos sentamos en el portal oímos de pronto un
estrépito de muerte y el borracho se nos vino encima rodando por
la escalera como un fardo. Esta vez y otras muchas le limpiamos la
sangre de la cara, le abrochamos la bragueta y la camisa, lo
agarramos por los sobacos y las piernas y lo subimos sin hacer
ruido, dejándole tendido en la entrada de aquel pisito de paredes
rajadas y con manchas. Al entierro fueron desastrados fantasmas
de sus noches, soplones y derrotados tabernarios, una extraña
fauna silenciosa y sin afeitar, caras color ceniza y ojos que apenas
soportaban el sol. Algunas pajilleras del cine Iberia, vecinas
cargadas de críos y de sueño, se acercaron por la casa a dar el
pésame: era bueno, nadie es un inútil, en estos tiempos. Fue
cuando Java, al verlas allí sin pintarrajear, con niños en brazos, tan
atentas y como de la familia, les preguntó una por una y por
separado, en voz baja, si conocían a una tal Ramona, meuca
barata como ellas. Ninguna supo decirle. Y entonces preguntó a
Sarnita: ¿sabes si tu padre que en gloria esté conocía a una tal
Ramona, le oíste hablar de ella alguna vez? No, no hablaba nunca
de su cochino trabajo ni de su amistad con las furcias, ¿Ramona
dices, de modo que así es como se llama?, pues no, ¿por qué,
quién es?
Sarnita no lloró la muerte de su padre, nadie lloró en aquella
casa y después del entierro él y su madre estuvieron un par de
semanas en el pueblo de la giralda, y cuando Sarnita volvió
encontró muchas cosas cambiadas. En la trapería le dijeron:
Agárrate: ahora Java se pasa al día en Las Ánimas.
No puede ser con la mano tiñosa rascándose la cabeza
pelona, todo vestido con ropas mal teñidas de negro, parecía salir
de no sé qué enfermedad o peligro venéreo. Introdujo lentamente
la mano en el cálido montón de pajaritas de papel y añadió: No
me lo creo.
Te lo juro por mi madre insistió Mingo. Y va a misa.
¿Java a misa?
Gorigori habemus, Sarnita.
Tú reparte la pegadolsa y calla, Tetas dijo Mingo. En
serio, va casi cada día.
¿Y vosotros?
También, pero menos dijo Luis.
¿Y qué puñeta hace allí Java?
Juega al ping-pong, canta en el coro, chafardea con las niñas,
pregunta, mira y calla dijo Martín. Quiere ser artista de teatro,
dice. Le chifla, va a espiar los ensayos sin que le vean dijo Amén
. Se sienta en el último banco, en lo oscuro, más callado que un
muerto. Algo está tramando.
Haría cualquier cosa por conseguir un papel en la función.
Ya lo ha hecho dijo Martín. Tenía su plan. Seguro.
¡Pues claro! Sarnita se dio una fuerte cachetada en la
frente. Ahora lo entiendo.
¿El qué, Sarnita? dijo Amén. ¡Cuenta!
Eran las seis de la tarde y corría por las calles heladas con los
puños prietos en los sobacos, pero no era el hambre ni el frío que
lo apuraban. Le cortó el paso cuando el otro salía del Palacio de la
Cultura con su cartera y su álbum de campeones de boxeo, y le
dijo: ¿tú eres Miguel, el que hace de Demonio en la función de la
Parroquia? Sí, qué pasa. Ven, y sacó la navaja pero no la abrió, lo
acorraló en lo más oscuro de la calle Larrad y le dio un rodillazo en
los huevos. Cuando lo tuvo en el suelo le pateó los riñones y las
costillas dejándole casi sin respiración, que no pudiera gritar. ¿Eres
tú el que anda por ahí diciendo que la madre de Luis hace pajas en
el Roxy?, pues toma. Sentado sobre su pecho, le golpeó
cuidadosamente los ojos con los nudillos, toma y toma: cegato no
podría hacer de Luzbel. Sin malicia, Hermana: sólo quería dejarlo
inútil por un tiempo, no tenía nada personal contra el chico y por
eso inventó vengar a la madre de un amigo. ¿No sabes que la
madre es sagrada, chaval? Toma y toma.
Reflexionó, se quedó mirando atentamente aquellos ojos
hinchados, las cejas partidas, la cara tumefacta, temiendo la
posibilidad de que se recuperase en unos días. Así que decidió
asegurarse: le tenía de bruces en la hierba, lloriqueando junto al
álbum abierto y los cromos repes sin pegar, esparcidos en torno
suyo, y primero se los recogió uno por uno y los guardó en el
álbum, y el álbum en la cartera, que dejó al alcance de su mano;
ya le he dicho que no tenía nada personal contra el pobre chico.
Luego le estiró el brazo en tierra, puso el pie sobre el codo y pisó
fuerte al tiempo que lo doblaba hacia arriba, un tirón, se oyó el
crac: esta vez sí gritó, pero dice que tardó un poco, Java ya había
soltado el brazo y al soltarlo cayó doblándose al revés, como si
fuera de trapo. Escapó corriendo calle abajo, por la acera de las
farolas ciegas, hacía mucho frío, una noche de perros.
Es por la calientabraguetas de la Fueguiña dijo Martín.
Todo lo hace por ella.
No es por eso dijo gravemente Sarnita, pensativo. Miraba
a la abuela Javaloyes envuelta en su gran bufanda, al fondo de la
trapería. Expurgaba el trapo de una pila de papeles, sentada
debajo del calendario petrificado en mayo del treinta y siete, el
mes que amarilleaba un poco más cada año. Las sarmentosas
manos ocupadas, sostenía con los dientes dos ejemplares de la
revista Crónica. Sarnita le preguntó por señas si quería que la
ayudaran un rato, y ella respondió golpeándose el antebrazo con
la mano: largaros de una vez, quería decir. Sarnita se volvió a los
otros: No es por eso, no. Busca estar cerca de las huérfanas,
donde sea, incluso en Las Ánimas. Por eso hace Java lo que hace.
Vámonos, la abuela está cabreada.
Antes de levantarse miró el portal en lo alto de los escalones:
la calle y la noche, el frío invencible. Luego miró al Tetas y Amén
enterrados hasta el cuello en la montaña de pajaritas, y dijo qué
tristeza el pueblo, chavales, qué aburrimiento con tantos muertos
y funerales y viudas, ya tenía ganas de volver, ¿dónde estará Java,
vendrá hoy o qué?
Ya no vendrá. Vámonos dijo Martín. Por señas le dijeron
adiós a la abuela, que ni les vio. Tú aún no conoces el sitio, te
gustará.
Yo lo que no entiendo es cómo Java se ha apuntado al pingpong,
que siempre dijo que era un juego de maricas dijo Luis.
¿No te parece, Sarnita?
Sarnita no respondió. Caminaban de prisa, apiñados y
tumultuosos. En la calle de las Camelias, la noche o la nostalgia de
otras noches menos inhóspitas derramaba un olor a jazmín desde
las verjas hasta la acera.
Hacerse amigo del señorito Conrado dijo Amén. Eso
quiere Java. Y de las catequistas y las beatas, para sacarles botes
de leche condensada y ropa usada
Tú qué sabes, tótila dijo Sarnita. Ya veo que todos estáis
en babia.
Pues habla, Sarnita, qué esperas.
Ya llegamos dijo Mingo. Silencio.
Era en la misma calle Escorial. Un rótulo acribillado de balines
y salpicado de puñados de barro, medio desclavado en la tapia del
parvulario de las monjas, junto a la araña negra estampillada,
decía borrosamente: Capilla Expiatoria de Las Ánimas del
Purgatorio, y al lado las enormes columnas como troncos cortados
de pie, alineadas y tocándose, formando una barrera que había
que escalar. Dos metros más allá estaba el refugio, cuya entrada
en forma de herradura se recostaba hacia atrás sobre la tierra
roja, entre el amontonamiento de ladrillos y cascotes de la obra
interrumpida: boqueaba bajo el cielo estrellado como un enorme
pez agonizando y hundiéndose en arenas movedizas. Dentro, la
pequeña puerta de tablas, y una de las tablas era de quita y pon:
por allí pasábamos, Hermana.
¿Municiones
? preguntó Sarnita.
Nada. Una carretilla rota y picos y palas dijo Amén. Pero
nadie más que nosotros lo conoce.
Una vez todos dentro, clavetear la tabla en su sitio, con
verdadera furia: el frío acechaba a través de las tablas podridas. La
oscuridad era cálida. Os voy a contar lo que hay, dijo Sarnita, ¿os
acordáis de aquel domingo por la mañana este verano, antes de la
Fiesta Mayor, que vino un taxi? Sí, se acordaban: nunca se había
visto un taxi en aquella callejuela de mala muerte, y menos parado
frente a la trapería; le salía tanto humo del gasógeno que todos
pensaron que tenía una avería.
Pues venía de Las Ánimas dijo Amén. Cada domingo la
señora Galán lleva a su hijo a misa, en taxi. Pero sólo los
domingos: los martes y los viernes oyen misa en su capilla
particular del piso de la calle Mallorca, ¿verdad, Tetas?
El Tetas y él ayudaban a decir la misa, Amén iba los martes y el
Tetas los viernes. Siempre volvían desayunados bestialmente, con
tostadas y mantequilla y tazones de leche, y con galletas y
chocolate en los bolsillos, y contaban del inmenso piso de la doña
y no paraban: que si olía a pastelitos de ricos hechos en casa y que
si en las vidrieras de colores había bergantines piratas y faros y
olas enfurecidas, y en las paredes pistolas antiguas y espadas y
puñales con sangre seca y negra de siglos; y Amén juraba que el
alférez Conrado tenía en su mesa del despacho cinco balas de
plata engastadas en un pisapapeles en forma de cinco rosas, y una
foto dedicada donde se veía a Juan Centella calvo calvorota
conduciendo una potente motocicleta con su jersey blanco de
gola, su pantalón bombacho y sus botas altas.
Cállate ya dijo Mingo, no jorobes más y deja hablar a
Sarnita.
Eso dijo Martín. Sigue, Sarnita. ¿Y luego?
La señora Galán bajó del taxi y en la ventanilla asomó una
mano de cera bailando dentro de la bocamanga caqui,
entregándole un paquetito envuelto en papel de seda y atado con
un cordel de purpurina. La señora lucía sobre los hombros una
negra mantilla bordada y en la cabeza un sombrerito azul con
violetas y el velo recogido. Acarició los cabellos de Amén y
murmuró un saludo al Tetas parpadeando como una tortuga. Los
demás se acercaron pero sólo tenían ojos para el paquete que se
balanceaba con el lazo prendido en su dedo.
¿Vive aquí una trapera que es muda? preguntó.
La abuela Javaloyes, sí señora dijo Martín. Pero no está.
¿Está su nieto?
Java sí, señora. Entre usted, entre.
Tenía una limpia carita de porcelana y olía estupendamente,
recordamos todos, y el gordo Tetas lo confirmó, tropezando,
avanzando a tientas por el refugio: conozco a la doña de mucho
antes que vosotros. Su hijo permaneció sentado en el fondo del
taxi, y a través del cristal sus ojos de mirar altanero y fúnebre
escrutaban la puerta de la trapería. Ella entró, les recordó Sarnita,
pero yo me había anticipado para avisar a Java que tenía visita, la
beneficencia de la parroquia, le dije, estás de chamba, y me
escondí detrás de los sacos para ver qué le traían: a lo mejor carne
de lata, pensé.
Y nosotros en la calle esperando junto al taxi, y el paralítico
venga a sonreímos detrás del cristal con el mentón y las manos
apoyadas en el puño del bastón, la toallita al cuello como una
bufanda, ¿por qué llevará siempre toallas en vez de bufandas?
Pues porque le gusta, manías, antojos de enfermo. Hasta que bajó
el cristal de la ventanilla y dijo venid, acercaros, y nos preguntó los
nombres uno por uno y nos invitó a rubio. Traía el paralítico cara
de mucho sueño y mucho aburrimiento, pero estaba de lo más
animado a pesar de su desgracia. Luis, que siempre dijo que tenía
las piernas de madera, no hacía más que asomarse al interior del
taxi y mirárselas, incluso llegó a preguntarle si era verdad que los
calcetines y los zapatos eran pintados, el animal.
¿Y qué quería la doña, Sarnita? dijo Luis palpando la
húmeda pared del refugio. Java no quiso contarnos.
¿Iba a hacer beneficencia?
A eso y a vengarse.
¡Ondia!
Cuidado ahora.
Era un estrecho túnel en descenso: cuatro metros adentro,
paredes y techo de ladrillo, luego todo era tierra. Cuidado con
desviarse, pisones, dijo Mingo, y a la luz de la linterna pudo ver el
agua enfangada del suelo, allí donde terminaba el desnivel y torcía
a la derecha. A la izquierda había una cueva de tres metros de
hondo: un pasillo lateral cuya obra no prosperó. Pasaron en fila
india sobre el tablón echado en el fango, Mingo y la linterna
adelante, Amén cerrando detrás, incordiando, entonando vamos a
contar mentiras tra-la-rá, riéndose como un conejo, ¿sabes quién
lo descubrió, este refugio?, y la voz de Martín: Java; pero parece
que la Fueguiña ya lo sabía, la moscamuerta. Pero cuenta, Sarnita,
sigue. Sentémonos primero a fumar un pito. Vale, sólo un
momento, para que veas lo bien que se está aquí.
Ella estuvo todo el rato sentada en la pila de revistas, ésas que
la abuela quiere quemar, y en una postura tan natural y hasta
elegante con su traje sastre morado, se veía que está
acostumbrada a visitar a los pobres. Y Java sentado en el suelo a
su lado, mirando fijamente las finas manos ensortijadas que
deshacían el lacito de purpurina y apartaban el papel de seda:
aparecieron en el regazo de la doña tres «brazos de gitano» en
una bandeja de cartón.
Lo repartirás con tus amigos, pero guarda uno para tu
abuela dijo la doña, y sus ojos azules de muñeca parpadeaban
sonrientes. Anda, come un poco mientras charlamos.
Le contó a Java que en Las Ánimas ahora recogen comida, ropa
y medicinas, ya tenemos un pequeño dispensario y todo, se está
haciendo una lista de las familias más necesitadas del barrio, y tú y
tu abuela
¿No tenías también un hermano?
Ya no lo tengo, señora.
¿Y cómo es eso?
Se fue. Un día se enroló en un barco y se fue. Siempre quiso
ser marinero. Y masticando sin parar, receloso: ¿Sólo ha
venido a preguntarme cuántos somos en casa, doña, sólo eso?
También he venido a pedirte un favor.
Mande.
Entonces ella bajó un poco la voz, pero nunca dejó de sonreír,
de parpadear. Primero le preguntó si sabía que el Centro también
se ocupaba de ayudar a los feligreses necesitados no sólo con
comida y ropa
Se interrumpió y fue al grano: Hace tiempo que
la Congregación busca a una persona que tú conoces, te han visto
con ella. Es alguien que queremos ayudar y no sabemos dónde
vive. Ah dijo él, y pellizcó otro pedazo de dulce en la falda de la
doña, mirando sus ojitos pillos y burlones, sus dientecitos forrados
de oro. Yo conozco a mucha gente, los traperos nos metemos
en todas las casas, hablamos con todo el mundo.
Por eso he pensado en ti.
Le iba a pedir que denunciara a alguien, dijo Luis, a que sí.
Protestaron Amén y el Tetas: cómo puedes pensar eso de la doña,
es buena como el pan. ¿Y qué más, Sarnita?, no te pares ahora, te
has dejado en el buche lo mejor: ¿quién era?
Una meuca, tótilas. Una furcia.
Una chica dijo la doña, una pobre chica descarriada, que
ha sufrido mucho. Se llama Aurora Nin.
Java meneó la cabeza.
No conozco a ninguna con ese nombre, doña.
Seguro que ahora se hace llamar de otro modo, incluso se
habrá teñido el pelo. Tendrá mucho miedo, la pobre.
¿Por qué?
Dudó unos segundos la doña, ladeó la cabeza con aire triste,
suspiró.
Por algo malo que hizo una vez, hijo. Pero eso no importa
ahora. Está sola y sin recursos, desesperada, necesita nuestra
ayuda y sabemos que se esconde. Antes, cuando era una chica
formal y devota, venía a la parroquia, pero ahora debe darle
vergüenza encontrarse con conocidos
Se explicaba la doña moviendo mucho las manos y los ojos,
contenta de verle comer a dos carrillos: una nueva iniciativa del
Centro Parroquial, salvar a estas infelices si es que aún estamos a
tiempo, ingresarlas en el Patronato de Redención de Penas, en
Gerona, pero además con esa Aurora Nin ella tenía un interés
especial en ayudarla porque de jovencita la tuvo de criada, y que
siempre fue muy buena y se hizo querer. Y que él tenía que
conocerla porque casualmente alguien les había visto juntos en la
calle Mallorca una tarde que hubo una concentración falangista y
todos cantaban el himno saludando brazo en alto.
Java inmovilizó sus mandíbulas, recordaba, su boca llena de
crema con gustito a canela, y alzó la cabeza y achicó los ojos,
rumiando igual que cuando cuenta una aventi de espías y de
pronto le falla la inventiva y quiere ganar tiempo, el puta, ya casi
no quedaba nada del «brazo de gitano».
¿Cómo? ¿Quién nos vio?
No es seguro que el alférez Conrado, que aguardaba en el taxi,
fuera el instigador de aquello. Ni se nos ocurrió pensar que
pudiera saber algo, o que alguien hubiese hablado con él, alguien
que esa tarde les vio desde las filas azules en posición de firmes.
Una pobre pareja hambrienta, apestando a orines y con el brazo
en alto, forzados a saludar el himno nacional en plena calle, es
algo que hoy puede sugerirle a usted una idea de la intolerancia y
la humillación del ayer, Hermana, pero entonces no le habría
parecido tan fuera de lugar al que mirara: un par de asustados y
apestosos ciudadanos en medio de un rebaño de asustados y
apestosos ciudadanos, eso es todo. A menos que a ella la
conocieran de antes
Por eso Java insistió: ¿quién dice que nos vio?, y la doña dijo
un antiguo chófer nuestro, pero es igual, hijo, quizá se confundió.
Hum, hizo Java, ¿su hijo de usted también la trató?, preguntó
distraídamente, pero la doña ahora reflexionaba, los ojos casi en
blanco, escogiendo las palabras: Aurora fue siempre una
muchacha honesta, y cuando pasó lo que pasó, cuando su tío trajo
el luto a nuestra casa, no creas que disminuyó el aprecio que le
teníamos a esta chica
¿Qué fue lo que pasó, doña? Ay, hijo, no
hablemos de desgracias, aquellos días había sonado la hora de la
venganza para tantos resentidos. Y volviendo al motivo de su
visita, insistió en saber si Java y ella habían vuelto a verse, o si
sabía dónde vivía. No es que pensara, dijo, que él podía haber
hecho algo feo con aquella mujer de la vida; si era casi un niño. Tal
vez sólo la conocía de comprarle botellas y papel viejo, o
simplemente de frecuentar el barrio chino con los amigotes, o
quizá fue amiga de su hermano
No, doña, palabra, no la
conozco.
Lo más oscuro era la cueva lateral y solíamos sentarnos en
semicírculo frente a Martín, que recostaba la espalda en la pared
del fondo. Luis encendió el cabo de vela pegado sobre la calavera
en su propia cera derretida y la puso en el centro. Mingo apagó la
linterna, todos tendieron la mano y Martín repartió unos pellizcos
de picadura y papel de fumar. Teníamos muchas reuniones allí, y a
veces el Tetas traía tomates y cebollas y hacíamos ensaladas en
una lata de galletas y después fumábamos y charlábamos hasta
muy tarde; otras veces Amén birlaba en el Centro un bote de leche
condensada y nos hacíamos traguitos muy aguados, y en una
botellita de orange llevábamos la pegadolsa deshecha en agua:
era el café.
Chachi para contar aventis, Sarnita, a que sí dijo Amén
frotándose las manos. Aquí te inspirarás, seguro en cuclillas,
sus ojos harapientos saltando de una cara a otra a la luz de la vela:
máscaras en el vacío, y el frío y el miedo acechando a través de las
tablas podridas, en la calle. Luis tosía mucho allí dentro y hablaba
poco, el refugio aún guardaba para él ecos de bombardeos y
sirenas de alarma. En las paredes de tierra donde oscilaban las
sombras se veían los tajos de las piquetas, lombrices y
escarabajos, una piedra con vetas negras y verdes que se podía
quitar: tras ella quedaba una hornacina y allí ocultábamos la vela y
la calavera, las cerillas, una lata Príncipe Alberto con pólvora, dos
novelas de Bill Barnes y una de Doc Savage y una revista Signal con
aviones Messerschmitt en colores.
Cada vez más misteriosa la voz pausada, gutural, persuasiva de
Sarnita: pues aunque no la conozcas, recordando, eres la persona
indicada para encontrarla, haznos este favor, dijo la doña, porque
yendo de casa en casa habrás visto qué cuadros, hijo, conocerás a
tantas desgraciadas como ésa.
No dejes de avisarme si la encuentras o si tienes noticias de
ella añadió. La parroquia sabrá recompensarte y yo por mi
parte también, como cosa particular.
Asentían en silencio las caras pensativas.
Humm. Poco a poco se moja el culo, es lo malo que tiene el
refugio dijo Martín removiéndose inquieto. Tenemos que
traer sacos viejos.
Mejor unos tochos levantándose Mingo: encendió la
linterna, sopló la vela. Vámonos. Dejas todo como está, luego
volvemos. Sígueme, Sarnita, que ahora viene lo bueno.
Tan inútilmente abiertos los ojos a esta tiniebla, avanzando a
ciegas, la memoria recupera fugaces visiones infantiles, grandes
camiones con los faros apagados desfilaban rabiando en la noche
barrida por reflectores antiaéreos, frente a la boca estrellada del
refugio: milicianos jugando al fútbol con el cráneo de un obispo
asesinado, dicen. Y de pronto, la pared arañada del fondo. Es un
refugio muy pequeño, dijo Sarnita decepcionado. Era como si no
hubiesen tenido tiempo de acabarlo, como si el fin de la guerra
hubiese sorprendido a los obreros en plena faena y allí mismo
habían soltado picos y palas, un capazo podrido, una carretilla con
su carga de tierra, para correr alegremente hacia sus casas.
Husmeaba Sarnita: cagones, desde ahora esto se acabó, al que
vuelva a cagarse aquí haremos que se coma su mierda. Tras ellos
correteaban las ratas, se oían sus patitas chapoteando en el fango.
Mingo enfocó la linterna en la base de la pared del fondo, había
un agujero del tamaño de un barrilito. Por aquí, sígueme, y se
agachó y pasó la cabeza y los hombros manteniendo la linterna
enfocada hacia atrás para que él viera.
También le preguntó la doña por qué no íbamos a Las Ánimas,
no en plan monaguillos como Amén y el Tetas, no a misa o a rezar,
si no queríamos, sino a divertirnos y hacer amistades, a pasarlo
bien con los demás chicos, recordó Sarnita avanzando a gatas
detrás de Mingo, y en seguida a rastras: tocaban el techo con la
cabeza. Entonces, si es verdad lo que le dijo la doña, que su Aurora
había sido tan buena y devota que incluso llegó a directora de la
Casa, aunque sólo unos meses durante la guerra, pues está bien
claro por qué le han entrado al legañoso esas repentinas ganas de
meterse en la función de Las Ánimas: quiere arrimarse a las
huerfanitas, tirarlas de la lengua y luego irle con el cuento a la
doña. Ella misma le sugirió la idea, ¿os acordáis?: alguna de las
mayores quizá sepa dónde vive ahora.
Además, que no os hará ningún mal pasar por la parroquia
de vez en cuando dijo la señora Galán. Que necesitáis que os
sujeten un poco, hijos, al menos allí no aprenderéis nada malo y
no estaréis callejeando todo el día. Que sois un poco golfos, ¿eh?
Sermón habemus dijo Amén.
Le cantó la monserga una y otra vez: piensa que harás una
obra de caridad dijo Sarnita, piensa en esa pobre chica
lanzada a los peligros del mundo, del demonio y de la carne, le dijo
la doña. Pero a Java sólo le interesó la recompensa, lo que fueran
a darle por el trabajito.
Una escopeta de balines dijo Luis. Eso fue lo que le pidió
a la doña.
¿De dónde has sacado eso, banau? dijo Martín.
Yo que lo sé.
Tienes goteras en el coco, chaval.
¡Silencio! ordenó Sarnita.
Avanzaban a rastras, ayudándose con los codos. Era reciente el
pasadizo, olía a caca de gato. Habéis trabajado duro, dijo Sarnita, y
Amén desde la cola de la comitiva; tres noches seguidas. ¿Y
adónde lleva? Espera y verás. La luz de la linterna oscilaba
rítmicamente en la mano de Mingo, recogía tierra y más tierra
arañada, escarbada: techos y laterales angostos con huellas
incisivas. Tiene ocho metros, dijo Martín, ya llegamos. Tras él,
pegada la boca a sus nalgas, la tos seca de Luis. Estás podrido,
chaval. Y cuando ella se despidió y salió de la trapería. Java quedó
sentado frente a los restos del «brazo de gitano», la barriga llena,
el cabrón, pesado como una boa digiriendo una vaca y envuelto en
el suave perfume de la señora, en el eco bondadoso de su voz.
Salió llamando a su hijo el Alférez. ¡Conradito! dijo el
Tetas.
Que dormía en el taxi, recordó Mingo, y que habían podido
mirarle a gusto: sus botas bien lustradas, su cinto y su correaje, su
estrellita dorada sobre el pecho, sus piernas enfermas y su toalla
alrededor del cuello como una bufanda de seda. La doña acarició
de nuevo la cabeza de Amén, que mantenía abierta la puerta del
taxi mientras ella subía, firmes como el botones del Ritz. Y luego la
carraca aquella desapareció envuelta en el humo del gasógeno en
la esquina Camelias dirección Cerdeña.
Final del pasadizo subterráneo: la madera vieja y claveteada de
un baúl, iluminada por la linterna, taponaba la salida por el otro
lado. Mingo empujó el baúl y entraron astillas de luz en el
pasadizo. Apagó la linterna y la sostuvo entre los dientes,
mascullando: ¿Java
? Se oyeron pasos al otro lado del baúl, una
blasfemia y maldiciones, mientras uno tras otro salían de la
madriguera como conejos.
Cegado por la luz, Sarnita aún no veía nada. Le dieron un
codazo en los riñones.
Despierta dijo Martín. Estás en los infiernos de Lucifer.
Era una parte de la cripta, o lo que sería la cripta, enclavada
entre los cimientos de la obra inacabada que gravitaba
ruinosamente sobre sus cabezas, la iglesia futura. Servía de
vestuario al Grupo Escénico de Las Ánimas y era un local
subterráneo con columnas, techo alto y abovedado y paredes de
ladrillo recubierto a trechos de cemento sin pulir. El piso era de
tierra roja y dura, amazacotada. Tenía forma de media luna, esa
parte, porque se alzaba un parapeto provisional, de ladrillos,
combado, con una abertura y una arpillera colgada a modo de
puerta, dividiendo lo que se usaba como vestuario del resto de la
cripta: el teatrito y el pequeño patio no de butacas sino de bancos
de iglesia, con respaldo y reclinatorio. Sarnita olía a crema de
cacao, a sudor agrio, a cabellos de vieja. Con cierto asombro
observó a su alrededor: arrimados a las paredes, grandes paisajes
pintados en telas bamboleantes y armadas con listones de
madera, un mundo chato y sorprendente, violento de luz y color;
había montañas de cumbres nevadas, verdes y frondosas
arboledas, floridos jardines con surtidores de agua clara y arcos de
boj, casitas blancas en la lejanía de fértiles valles, calles con farolas
encendidas, fachadas con puertas y balcones y alfombrados
pasillos que no conducían a ninguna parte. También había
cortinajes rojos y negros, troncos de árbol de cartón y yeso en
forma de media caña, sillas antiguas, butacas desvencijadas y
candelabros, un viejo diván de seda verde, baúles y cajas de
madera conteniendo terciopelos y gasas con lentejuelas, una
consola con pelucas y barbas, cuadernos de la Galería Dramática
Salesiana, un bidet, espejos y una campana de bronce sobre
cuatro pilas de ladrillos.
Sarnita silbó de admiración: mejor que los Encantes, dijo, y al
darse la vuelta le vio de espaldas, mirándose de cuerpo entero y
plenamente satisfecho en el espejo ovalado: vestido de rojo desde
los tobillos hasta los cuernos sulfúricos, con calzas rojas y airosa
capa roja de alto cuello duro, el mismísimo Luzbel ensayando
malvados ademanes de poder, apretando con rabia los lívidos
puños de nudillos despellejados y manchados todavía con la
sangre inocente de Miguel: Java.
4
Al principio sólo tenían un viejo revólver de culata de nácar y
tambor desencajado. Se establecería por fin el primer contacto en
la boca del metro Diagonal. Dos cenetistas de los viejos tiempos
que se reconocen, que no necesitan pronunciar las palabras clave.
Pero Bundó sabría más tarde que Palau le había marcado hasta
allí, desapareciendo seguidamente por las escaleras del metro al
ver que se abrazaban.
Salud. Ya era hora que os decidierais a venir diría Bundó
. ¿Cuántos sois?
Tres. Sendra, el Fusam y yo.
¿Nada más?
Y gracias. La Central aún no quería enviarnos, sobre todo al
saber lo de Artemi. Ha sido iniciativa de Sendra.
Ya. Pocos y mal avenidos suspira Bundó.
Paciencia. Lo primero es establecer contacto. Ya te contará
Sendra, vamos caminando.
Subían por el centro del Paseo de San Juan, entre niños y
palomas. El fotógrafo ambulante comía de pie, la fiambrera a
lomos del caballo de cartón, la botella de vino en el sobaco.
Entraron en el bar Alaska y escogieron una mesa apartada.
¿Es un sitio seguro? Navarro recelando.
Ninguno lo es y todos lo son, te darás cuenta cuando lleves
una semana en Barcelona. ¿Qué tomas?
Un vino.
¿Seguro que vendrá Sendra? No conoce el sitio. Sonreía
Navarro con aire de suficiencia: No tardarás en verle entrar por
esa puerta. Paladeando: vino del país, coño, aunque esté
bautizado cómo entra, casi tres años sin probarlo, blanco del
Penedés un poco ácido. Con Sendra se siente uno seguro, añade,
yo creo que hasta se hace invisible, Bundó, en serio. Tenías que
verle guiándonos con sus prismáticos y su mochila llena de
petardos, ni un tricornio se nos cruzó. Y calcula: de Perpigan a
Berga bordeando Puigcerdá, cruzar la Sierra de Montgrony hasta
Montemajor y luego por la ruta de Guardiola, recuerda: en una
época en que aún no tenían bases, anticipándose a los mejores
guías y abriendo una de las rutas que años después tanto habría
de utilizar el Masana. Y su labor en Toulouse desde el principio,
reclutando los camaradas de la brigada mixta dispersos en los
campos de Argeles y Barcarés, en Montpellier y en Carcassonne,
camaradas maltratados por los senegaleses y luego penando en
fábricas y viñedos, en minas, embalses, carreteras, recibiendo una
paga miserable, ya, la dulce Francia. Y piensa en las tormentosas
reuniones en la Sindical de la rue Belford, formando el primer
grupo que quería pasar clandestinamente, en las discusiones
interminables con los que recelaban de Sendra por su pasado
comunista, en la decisión final de Sendra de llevar adelante el plan
y venir a pesar de todo, sin tropezar con un solo tricornio, es un
jabato, Bundó, verás cuando le conozcas.
Siempre volvía a la puerta con dos o tres pesetas de propina, a
veces un duro.
Gracias, señorita.
Los ojos clavados en su escote hasta que ella cerraba la puerta,
sonriéndole. Esperando el ascensor, el aprendiz vigila con el rabillo
del ojo el bulto azul agazapado detrás del tiesto. Apenas distingue
el sombrero gris, las gafas negras, la perilla y los grandes bigotes,
el carota, siempre le gustó disfrazarse de payaso. Estaría atándose
el cordón del zapato hasta que vio cerrarse la puerta del ascensor
con el aprendiz dentro.
Amartillando la Star en el fondo del bolsillo del gabán.
Tranquilo. Con los dientes apretados, un sabor metálico en la
boca. Recto hacia la puerta 333, que no tiene echado el seguro.
Entra y cierra la puerta con el pie, clava el cañón de la pistola en la
barriga de la rubia, que retrocede hasta topar con la butaca.
Atenaza su muñeca y con la otra mano, sin soltar el arma, le tapa
la boca ahogando el grito. Golpea con el codo un jarrón y lo
estrella en la alfombra.
Quítate eso, guapa. Rápido.
¿Qué quiere, quién es usted?
Y los pendientes. No te haré daño. De prisa.
El brazalete de un tirón, los pendientes, la medalla con la
cadena. Debatiéndose aterrada ella le hace caer las gafas oscuras
de un manotazo: la mirada furiosa, sobre la narizota postiza y los
grotescos mostachos, se fija unos segundos en la fresca boca roja
de la rubia, y levanta la mano armada.
Quieta.
¿Qué va a hacer
?
No dolerá mucho.
No, por piedad
Quieta, hermosa.
¡No!
Recibe el golpe en el parietal izquierdo y se desploma
sordamente sobre la alfombra, la bata abierta deja ver un muslo
redondo y satinado. Sin quitarle ojo, manipulando el carota con
rapidez: guardar las joyas en el bolsillo de la americana junto con
la pistola y el sombrero estrujado, recoger las gafas, quitarse la
nariz de cartón y el mostacho y esconderlo todo en el otro bolsillo,
antes de salir. En la puerta se quita el gabán, lo vuelve del revés y
se lo pone nuevamente, luciendo ahora el forro Príncipe de Gales.
El muslo broncíneo de ella un poco alzado, moviéndose. La cara
interna del muslo como una seda cariñosa, luminosa. El temblor
de un tendón.
Juan Sendra apenas se acordará de nosotros, y menos del
carota. Entrando en el bar Alaska sus ojos tristones de púgil miran
a Navarro y a Bundó sentados en el rincón igual que si no les viera,
pide una cerveza en la barra, vigilando la calle y los pocos clientes,
luego pasa por su lado sin mirarles camino del lavabo. Sólo al salir
del lavabo, y no sin antes echar un último vistazo a la calle desde
la puerta, se decide a sentarse con ellos, gruñendo: Qué difícil
pillarte, rediós.
El contacto está en la Modelo dice Bundó.
Lo sé.
Saldrá pronto, y seguramente Lage también. En cambio el
viejo, si es que aún vive
¿De quién hablas? corta Sendra.
De Artemi.
No te preocupes por Artemi, no hablará. Le conozco. Vamos
a lo práctico, no tengo mucho tiempo.
Expone Bundó rápidamente la situación: Lage y Viñas presos,
la única base que tenían segura, un garaje en San Adrián, se perdió
cuando trincaron a Artemi, pero hay otro coche además del mío,
un viejo Wanderer. Armas pocas, munición menos y dinero
ninguno. Empezamos con una escopeta de caza con los cañones
cortados, que te diga Palau. Sendra mira fijamente sus manos. En
fin, añade Bundó, aquí nos tienes, aquí nos quedamos Meneses, el
carota de Palau y yo esperando que llegarais. Años esperando,
años.
El plástico llegaría en el vientre de un buque, camuflado en
sacos de café. ¿Quién sabe manipularlo bien? ¿Y qué hay de
Ramón?
Vive en Vallcarca con sus primas. Animado.
No me lo imagino sin la sotana.
Aquellos faldones negros campaneando sobre sus pies.
Abocados sobre el pretil del puente de Vallcarca, chavales
desarrapados y tiñosos disparan con escopetas de balines sobre
las ratas que arrastra la riada, ratas infladas y negras, grandes
como conejos. Ramón sin sotana y sin breviario pasando
presuroso junto a ellos, soltando humo de la pipa como un
calamar a la defensiva su tinta, alto y taciturno, con boina y
chaqueta de cuero. Mira, éste es un cura disfrazado, dice un chico
a otro echándose la escopeta a la cara, si se quitara la boina verías
la coronilla afeitada, mosén Ramón vestido de paisano, juraría que
es él. ¿Y Palau? dice Sendra.
Demasiado suelto dice Bundó. Tendrás ocasión de
comprobarlo. Algunos están cambiando, y no para bien. Que te
cuente él mismo, que te hable de su gabán reversible, pregúntale
qué hace, en qué se ha entretenido mientras os esperábamos
No estoy para adivinanzas, Arsenio. Ya hablaremos de eso.
No quería enterarse del cambio que empezaba a operarse en
todos, o aún no alcanzaba a verlo entonces: venía con orejeras,
como todos los exiliados. Y aunque más adelante había de prohibir
las iniciativas personales, porque amenazaban la seguridad del
grupo, nunca llegaría a comprender ese cambio, era un tipo
demasiado político para comprenderlo. Luego preguntó por los
demás. ¿Y Marcos? ¿Qué pasa con Marcos Javaloyes?
Tenía que notarlo, tenía que decirse me falta uno, preguntaría:
¿Qué pasa con el marinero, sigue en la ratonera? Y Bundó se lo
contaría, ese mismo día u otro cualquiera: Pasa que es un
caguetas, Sendra, se ha encerrado en su casa, eso es lo que pasa.
Cuando supo que Artemi Nin no estaba con vosotros en Toulouse,
sino preso aquí en la Modelo y con paliza diaria, a punto tal vez de
cantar, va y se empareda otra vez, que me muera si miento,
Sendra, él mismo levantó la pared, no sé de dónde sacaría los
ladrillos y el cemento. Sale alguna noche a estirar las piernas por el
barrio, dicen, a veces se ha ido hasta el puerto a pasear, está
chiflado: durante meses no quiere saber nada de nosotros y de
pronto una noche aparece pidiendo una metralleta. No sabe lo
que quiere, creo que está enfermo, lleva el miedo en el alma, no
podemos contar con él.
Mentira, no estoy enfermo, pero no me esperéis si hay que
jugarse el pellejo, no es el miedo pero ya no valgo ni para tirar
octavillas en una noche de perros, helando y sin luna, ni para eso
valgo, Sendra, le diré. Palau es el único que sabe lo que me pasa,
él me comprendió desde el primer día, en aquel balcón.
Abierto sobre la calle Salmerón, a pesar del frío. Las manos en
los bolsillos y el gran puro en la boca, el carota mirando los
soldados desfilando entre tranvías parados, bajando desde la
plaza Lesseps con banderas y fusiles y la gente invadiendo la
calzada para palmear sus hombros, mira, para estrechar sus
manos, tirarles flores, mira cuántas camisas azules, cuántos
cabrones que ya las tenían planchadas, aquel ventoso y
condenado veintiséis de enero. Llorando como un niño pero
fumándose un habano, así era Palau, y su chico abrazado a sus
piernas y llorando de verle llorar. Tranquilo, nano, que esto no va
a durar, foc nou i merda per els que quedin. Pasaban los
vencedores y el viento castigaba las persianas rotas de las
fachadas. Las banderas se descolgaban de las ventanas como
vómitos de sangre. Y su lívida cara de caballo regada de lágrimas al
volverse para mirarme desde aquel balcón colgado sobre los
pendones y los vivas, los himnos y las canciones, y yo hundido en
mi sillón al fondo del cuarto: el último, dijo Palau esgrimiendo el
puro, no volveré a fumar puros, y tú hazme caso y vuelve a tu
ratonera, pobre marinero, que éstos te buscarán con más ganas
que los otros. No debían quedarme fuerzas para sonreír, pero creo
que lo hice: qué va a ser tu último puro, hombre, eres demasiado
carota, siempre te ha gustado vivir bien y eso, en cierto modo, te
ha salvado de tanta intolerancia, tanta ignominia.
Allí, en aquel viejo piso de la calle Salmerón, junto al metro
Fontana, establecerían provisionalmente la nueva base de
operaciones, cuando ya su mujer y el niño se habían trasladado al
barrio de La Salud y Palau dormía nadie sabía dónde. El edificio
amenazaba ruina y se destinó al derribo, pero cuando la Central se
decidió por fin a enviar el primer grupo, Palau aún tenía la llave
del piso. Ahora, sin embargo, Sendra recelaba.
Al salir tiraremos la llave a la cloaca y no se hable más dijo
. Buscaremos un sitio más seguro.
Irán llegando de uno en uno, pasada ya la medianoche,
sentándose alrededor de la mesa manchada por la luz del
petromax, una lámpara de flecos rojos que proyecta en el
empapelado de las paredes una lluvia de sangre. Se asegurarán de
que no escape ni un resquicio de luz por las ventanas claveteadas.
Alguno gastará la broma de siempre, como si lo viera: ¿Tenemos
emparedados hoy?, y como siempre, la defensa vendrá del carota:
Dejad al chico en paz, paveros, cuanto menos salga de su agujero
mejor para todos.
Navarro nervioso:
Bueno, qué, ¿te sientes con ánimo o no?
Estoy preparado dice Marcos pálido y ojeroso.
¿Seguro que estás bien?
Que sí, coño. Basta enviarme un aviso. Manda a tu hija con
la bici.
Hum. No sabes lo que quieres, Marcos.
Sendra mirándome fijamente con ojos harapientos de
boxeador sonado. Y repitió: Eso es lo que te pasa, que no sabes lo
que quieres. También dijo: ¿Estás enfermo?
Estoy bien.
Siéntate.
Sólo quiero ayudar
He dicho que te sientes. Y vosotros, mutis. Dadle tabaco.
Y abre el maletín sobre una silla, no ve sus miradas llenas de
curiosidad pinchando mis nervios, no ve que se ríen por lo bajo,
que se burlan de la barba y del tatuaje. Pretenden asustarme con
bromas pesadas: clavándome el dedo-pistola en la espalda por
sorpresa, o picando de manos junto al oído, estás siempre en
babia, distraído, no tienes reflejos, qué harás con una metralleta si
tus ojos ya no resisten el sol, tanto tiempo encerrado
Palau
sacude sus hombros acomodando el gabán Príncipe de Gales
echado sobre la espalda. Enciende un rubio y tira el paquete sobre
la mesa: Callaros y fumad, paveros. Navarro transpirando aquella
violencia muscular humillada y sus nudosas manos de mecánico
tornero recogen, uno tras otro, los carnets de AFARE que le
tienden.
Sólo si hay que pasar la frontera dice. Entretanto
estarán mejor bajo tierra.
El mío no dice Palau.
¿Lo ves cómo no hay manera de organizar nada? se
lamenta Navarro.
¿Desde cuándo sois tan organizados los faieros? ríe Palau.
Ahora todos somos iguales.
Iguales nunca, comecuras.
Baja la voz, animal el Fusam. Nos hemos juntado para
ver qué se hace, no para discutir otra vez lo mismo.
Era una broma, tú Palau palmeando el bolsillo donde ha
guardado el carnet. Lo llevaré siempre conmigo, me traerá
suerte.
Estás como una cabra.
De todos modos el carota tiene razón dice Bundó. ¿Ya
empezamos de nuevo con la mierda de la burocracia?
Esta vez se trata de hacer las cosas bien, diría Sendra, y esa
misma frase había de repetirla muchas más veces, siempre
poniendo paz en el grupo, paciente pero firme, y también esa
noche al partir el plástico en dos pedazos sobre la mesa:
Prepáralo, Marcos. Navarro, trae los lapiceros. Y tú el plano.
¿Hacer bien las cosas? dice Palau. En buena hora. Con
los alemanes en la frontera. ¿No os han controlado aún, los nazis,
a todos los de la Sindical?
Sendra no contesta, se sienta a la mesa con aire de fatiga,
despliega el plano de la ciudad, su dedo busca el distrito trece.
Yo creo que incluso entrarán dice el «Taylor» con sueño.
Lo están deseando.
Ojalá. Si los alemanes cruzaran los Pirineos, haríamos
guerrillas Navarro siempre soñando.
Amasar el plástico en dos láminas delgadas. Del bueno. Un
plástico que habría sido robado en Francia, como la dinamita para
los primeros trabajos y aquel rudimentario material para fabricar
toda clase de artefactos explosivos, todo robado en las mismas
narices de los alemanes, en las minas y en los almacenes de las
constructoras de embalses donde aún trabajaban los camaradas,
en la Francia ocupada. Sendra pregunta a Palau si ha ido al
consulado británico por los boletines, y el carota gruñendo: ¿Me
habéis tomado por el botones del Ritz? No he podido, hoy me
tocaba llevar el chico al cine. Además, para qué mierda queremos
esos papeluchos, con franqueza, Sendra, tenemos que echarle
más huevos al asunto, hacer más pupa, ya estoy cansado de pintar
letreritos y tirar octavillas.
Sendra captará la torpeza de mis manos con el plástico, no
salen bien los cataplasmas, un trabajo tan fácil: Marcos, espabila.
Tampoco es cosa de niños Bundó a Palau. Espera y
verás, no sea que te arrugues tú el primero.
¿Te parece cosa de nada, este regalo? el jorobado
señalando la bomba en mis manos. Dámela, yo me encargo.
El Fusam corriendo encorvado y en zigzag en mitad de la calle
Mallorca, los faldones abiertos del abrigo negro revoloteando
como alas de cuervo sobre su joroba, esquivando las ráfagas del
naranjero del policía apostado en la puerta de la Provincial de
Falange. Intuyendo de algún modo la inminencia de la explosión a
su espalda, el gris se tira al suelo dejando de disparar unos
segundos, que el chepa aprovecha para alcanzar la esquina. Como
una rata rabiosa, el Fusam, menudo elemento. Casi al mismo
tiempo, la puerta del vestíbulo salta a la calle en medio de un
vómito negro de cristales y madera astillada, cayendo sobre el
agente tendido en la acera. Acurrucadas contra la pared, a gatas,
dos mujeres no paran de chillar. De la Provincial salen los primeros
falangistas, ilesos, tosiendo. Al amparo de la esquina el Fusam
alcanza el automóvil Wanderer negro que se desliza lentamente
junto al bordillo de la acera con la puerta abierta, y estas manos
no temblaron al tirar de él por las solapas, Palau palmeándome la
espalda en señal de aprobación: Un poco más de entrenamiento y
estarás como antes, marinero.
Palau y sus grandes dientes amarillos como fichas de dominó
alegrando su cara, en el gallinero del Gran Price, cómo le gustaban
aquellas veladas de boxeo donde nuestro miedo podía mezclarse
con los gritos del público, las broncas y los silbidos de los
ciudadanos. Repartía farias el carota y gritaba ¡Romero, saca la
zurda, al hígado, al hígado!, y riéndose clavaba el codo en el
costado de Meneses: Ya me han dicho que fuiste al pueblo a
buscar a tu Margarita, ya. Por cierto, no la lleves al Shang-hai,
pueden reconocerte.
Ahora se llama Bolero dice el «Taylor».
Es igual. El dueño es el mismo, y le conozco. Y volviendo al
marinero, qué bien se portó el otro día. Pero Palau mirando a
Navarro con una mueca burlona en los labios también es
jugársela por bien poco, collons. Hay cosas que les hacen mucha
más pupa y dejan más beneficios
¿Por ejemplo? Jaime Viñas no consigue hacerse entender
en medio de una bronca de los espectadores contra el arbitro del
combate. ¿Eh? ¿Por ejemplo?
Déjale dice Navarro. ¿No ves que es un fanfa?
A ver si te parto los morros, Navarrete. ¡Arbitro, cabrón!
Venga, di insiste Jaime, ¿qué puede hacerles más daño
que la caja de zapatos? Anda, di.
Palau observa el cordón desatado del zapato izquierdo. Se
agacha, sonríe bajo el ala del sombrero, se incorpora rápido, clava
el cañón de la pistola imaginaria bajo el gabán doblado al brazo en
las costillas de Jaime mientras con la otra mano le quita
limpiamente la cartera, susurrándole al oído: Esto. Se lo digo
siempre al meu nano: Mingo, si quieres acabar con los fachas,
quítales la cartera.
No hay Dios que te aguante, Palau, no tienes remedio.
5
Las tres mujeres avanzaban de rodillas por el corredor, iban a su
encuentro arrastrando las piernas envueltas en paños
deshilachados.
El doctor Malet te anda buscando, Ñito dijo la más vieja
escurriendo la bayeta en el cubo. Que dónde te metes.
No le importa.
Verás qué bronca. Que cuando no estás en el bar mamando,
que dónde te metes.
En la castaña de su tía el celador pisoteando lo fregado,
saltando como un mono. Díselo, anda.
Muy bien. Tú verás lo que haces.
Eso.
Ay, viejales, qué mal te veo terció la otra fregona,
acomodando las rodillas en el cojín podrido. Pisones. Podrías
tener más cuidado.
El celador siguió su camino entre lívidas paredes de losetas
blancas, salió a una galería y luego enfiló un pasillo lateral hacia la
salida del Clínico. Iba con la cabeza gacha, sobándose las mejillas
malafeitadas, bostezando. Estudiantes corriendo le palmeaban la
espalda al pasar, monjas y enfermeras presurosas le adelantaban.
En la escalinata de la Facultad de Medicina, el sol le cegaba los
ojos: nunca se fijaba en nada hasta llegar al bar, la calle y el mismo
bar no eran más que una prolongación de los corredores
interiores, los invisibles pasillos del tiempo.
Escogió una mesa frente al televisor mudo y vio el final de un
borroso partido de fútbol bajo la lluvia, en un campo enfangado
de un remoto país. Los tacones de las enfermeras resonaban en el
piso de madera, las mesas estaban ocupadas por celadores
comiendo bocadillos y estudiantes de palique, y las paredes lucían
una decoración fantasmal, una arboleda calcinada en medio de
una neblina verde-gris. Acabada la transmisión deportiva, en los
ojos de Ñito persistía el barrizal dificultando el movimiento,
figuras grotescas debatiéndose en una pesadilla de silencio, y sus
dedos torpes y sanguíneos, sobre la mesa plastificada, rasgaron el
papel de seda que envolvía el pedazo de pastel birlado por Sor
Paulina en la cocina; entonces volvió la cabeza al mozo del
mostrador con la muda súplica en la cara: Sólo una, Paco. También
aquí, igual que en los pasillos, lo abordan los estudiantes: Celador,
un impreso de exámenes, y su mano saca el folleto del bolsillo y
recibe la propina, y si es una muchacha su mano se mueve
lentísima y distraída, amansada y expectante, para dar tiempo a
los ojos: esas rodillas, esa faldita, esos pechos oprimidos por los
libros de texto, ¿quieres una pastilla juanola, niña?, son de buenas
para besar al novio
Mordió el pastel con expresión compungida.
Un coñaquito, no seas capullo, Paco.
Que no, que no te fío más.
Sólo uno.
El doctor Malet y el doctor Albiol te andan buscando.
¿Iban juntos?
No.
Cuervos masticando un frío de nevera, una desolación de
gran cocina de hospital metida en la entraña helada del pastel.
Que se vayan al infierno.
Se ensimismó mirando el televisor, los ojos arrasados por una
agüilla estática: tendré que volver a Sor Paulina y a sus brebajes,
peor es nada, a éste deberían llevarle a Lourdes
Se adormeció
ante las grises imágenes de policías y maleantes, viendo al otro
inválido en la otra silla de ruedas: la misma manera de avanzar,
soltando codazos al aire, estirando el cuello y cabeceando como
una tortuga sedienta, treinta años atrás, ansioso de llegar ante él y
clavar los ojos en su bragueta, preguntarle: ¿Cómo te llamas,
muchacho?, tal vez oler su bonita muñequera de cuero repujado y
su romana colgada al cinto. Pues escúchame, Java; si el señor
obispo sale por aquella puerta en vez de ésta, me das la vuelta a la
silla. Pero rápido.
Sí, señor y aún podía ver al Tetas orinando
interminablemente bajo las estrellas, arrimado al tronco de una
acacia en la calle Escorial: Qué bien inventas, mariconazo, es
igual que una peli.
Hay pelis que son verdad era la voz de Martín. ¿Qué
pasó?
Menos prisa. Todavía no han hecho la autopsia gruñó el
celador.
El mozo le observaba con las manos en el fregadero,
calibrando aquella persistente sonrisa de ido: Si ya lo está,
mamado, qué más da, y agarró la botella y la copa, dejó ésta
rebosante de coñac en la mesa y regresó al mostrador sin decir
nada. Pero captó el parpadeo feliz, el agradecimiento tras las
legañas. Qué pasó, cuenta.
Pasó que ya estamos en Lourdes y empujando la silla de
ruedas, llevando al Provisional vestido de uniforme hasta el centro
mismo de la intriga y de un follón de puta madre. Al final no hubo
milagro
Pero no empieza ahí la cosa, sino antes del viaje a
Lourdes, en el palacio episcopal de Barcelona, allí se conocieron:
van los dos integrando una delegación de feligreses de la
Parroquia que organiza la peregrinación a Lourdes y esperan ser
recibidos por el señor obispo en una sala alfombrada. Qué silencio
en este palacio, qué siseo de preces y qué murmullos de
terciopelos, qué sedosos rumores. A ratos empuja la silla de
Conradito esa catequista gordita, hija de un sargento, en la cabeza
una mantilla blanca de brocado
La señorita Paulina, sí precisa la impaciente voz de Amén
sentado en la cruz de la acacia, sosteniendo la noche estrellada
con su grave cabeza de adulto llena de mugre y con ronchas de
calvicie. En la acera, Mingo y Luis ya se habían enredado
preguntando: ¿Qué hacía él allí, Sarnita, cómo pudo colarse en el
palacio? ¿O es que ya se conocían, él y el inválido?
Para inspirar confianza a las beatas, no hay como desgraciarse,
escoñarse; por ejemplo, cojear y mirar bizco y cazar moscas con
una mano retorcida, tonta, agarrotada, así: un pobre tullido, una
criatura tarada y desvalida y digna de lástima. Pero es que,
además, el puto de Java acompañaba a la catequista, la ayudaba a
trasladar la silla del alférez vestido de gala: botas relucientes,
calzón de pana acanalada, la estrella dorada prendida en la
elegante sahariana.
Entonces, ¿se conocieron allí? dijo el Tetas pegado al
tronco del árbol, sacudiendo antes de abrocharse. ¿Que no fue
en un bar, la primera vez que se vieron, un día que le invitó a
empanadillas de atún, que no te acuerdas?
Cállate ya, guripa, no interrumpas más dijo Martín.
No, lo de Lourdes sería antes que lo de las empanadillas, sería
un día que se dejó caer por la Parroquia porque había visto
pegados en la calle unos papeles amarillos con el aviso:
Peregrinación a Lourdes con enfermos. Y él quería escapar de
aquí, ir a Francia y pensó: si me ven tullido, igual me llevan. Y se
presentó en el Centro Parroquial cojeando y con la mano loca que
no podía sujetar, que se le disparaba de pronto con el telele, un
Quasimodo, chicos, un jorobado de Nuestra Señora, un
meningítico como los del Cottolengo. Causó muy buena impresión
pero le dijeron no puede ser, hijo, plazas limitadas, estaban al
completo, otro viaje. Fue esa catequista. Y cuando ya se iba,
desilusionado, ella lo llamó, ¿quería ganarse unas pesetitas?, ven
mañana por la mañana a las diez, serás camillero, llevamos
enfermos al obispado y siempre hace falta una ayudita. Por
lástima, como un favor para que Java se ganara unos céntimos: así
fue.
Vale, vale dijo Luis. Ya estamos en el palacio del señor
obispo. Sigue.
Pasos mullidos, murmullos bajo el rico techo artesonado, los
rojos cortinajes, las sillas antiguas, las fantásticas arañas de cristal
pero con bombillas apagadas: ardían los cirios pascuales, ondia,
¿el palacio de un obispo también con restricciones de la luz?,
parece mentira, Sarnita. Vuelves la cabeza a un lado y a otro del
salón y miras todo, intrigado y de pie en el centro de la gran
alfombra que huele a cera de la buena, en el mismo centro de
unas fuerzas, unos poderes que aún desconoces. ¿Cómo vas
vestido? Los sobados pantalones de siempre y la cazadora azul
desteñida, el pañuelo de colores anudado al cuello y la muñequera
de cuero negro. Otros grupos esperaban también audiencia:
media docena de monjas, dos curitas de pueblo, Hermanos del
babero con alumnos, un niño primera comunión vestido de
almirante, con chorreras y zapatos de charol y toda la pesca, con
sus papás.
Se abre una puertecita y aparece un cura alto y sonriente,
decidido, señalándonos con el dedo: ¿Parroquia de Las Ánimas
Expiatorias del Purgatorio?, por aquí, y le seguimos, y otro pasillo
alfombrado, otra antesala y otra sala más pequeña con sillas altas,
rojos cortinajes y puertas forradas de terciopelo. Lámparas de
cristal, grandes cuadros de santos y olor a cera perfumada.
Todavía Las Ánimas no es Parroquia, mosén, aclara la señorita
catequista, qué más quisiéramos, pero sólo es capilla, todavía. Y el
cura sonriendo: ya lo sé, hija, pero pronto reemprenderemos las
obras, Su Ilustrísima tiene gran interés en ello, pronto veréis
satisfecho este santo anhelo vuestro. Y que ahora tuviéramos la
bondad de esperar aquí, en esta sala, Su Ilustrísima saldría en
seguida. Y se va braceando y campanudo con el fru-fru de su
amplia sotana de seda, desaparece por una puerta. Todos
quedamos con los ojos clavados en esa puerta y apretujándonos
en una esquina de la alfombra, susurrantes y atemorizados, como
si nos cercaran las aguas de una inundación. Qué emoción y qué
canguelo, chavales. Cojeando, ayudas a la catequista a mover la
silla del inválido encarándola a la puerta, pero hay otras puertas y
quién sabe por cuál entrará el señor obispo. Entonces, por primera
vez, el alférez cambia una mirada con él, unas palabras de
agradecimiento, y luego ya no le quitaría ojo. Así, mirad, con las
manos ateridas entre los muslos, bajo la manta que cubre sus
piernas enfermas, así lo mira
¿Qué quieres decir? ¿El alférez se había dado cuenta que no
era bizco ni tullido, había descubierto su truco?
Puede. Pero no era por eso que lo miraba tanto.
Y Java se da cuenta del peligro. Y se apresura a mostrar un
tembleque repentino de la mano, unos tics nerviosos en el ojo, en
la mejilla: hace su papel de Quasimodo, el campanero de Notre
Dame. Pero el otro ojo, zorrero, no deja de calibrar esa insistente
mirada del Provisional.
Pistonudo dijo Amén. Java se las sabe todas.
Callaros la boca protestó Luis. Sigue, Sarnita, que está
chachi.
Se abre silenciosamente la puerta y queda un instante
enmarcada la figura purpurada de Su Ilustrísima: bajita,
barrigudita, sin cuello, risueña y con la cabecita a un lado, una
Ilustrísima como desnucada y tortugona. Prendida en el pecho,
una sola condecoración de las muchas que tiene: la medalla al
Mérito Militar. No tendría los cincuenta y cinco años, pero
imposible no verle ya en los ochenta y pico y ornamentado con la
púrpura de cardenal-arzobispo y la tremenda memoria de vicario
general castrense. Tras él irradia un incendio amarillo y violeta, la
luz hogareña y dulce de su aposento particular o su despacho: ahí
sí tiene luz eléctrica, pensamos, ¿cómo puede ser? Avanza
despacio el reverendo prelado y tras él aparece el cura alto y
decidido, que cierra la puerta y le sigue, todo el tiempo estuvo
detrás de su obispo balanceándose a un lado y a otro, como
temiendo verle caer de espaldas. La comisión de feligreses se ha
alineado detrás del alférez. Java apoya una mano en el respaldo
de la silla de ruedas, la otra sigue con el telele loco y en alto, bien
visible: que se apiaden de mí, por Jesucristo que se apiaden de
este pobre meningítico.
El señor obispo se para ante ellos con las manos cruzadas
sobre la barriguita y con los párpados entornados de bondad,
algunos feligreses hincan la rodilla, besan la piedra pastoral de su
anillo y el prelado se inclina, los levanta uno a uno y empieza a
hablar con una voz ensalivada: buen viaje a Lourdes, llevad un
equipaje de amor y de fe. Se interesa amablemente por los
enfermos que han venido en representación de los demás:
Conradito el primero, un elogio a su glorioso uniforme de
Provisional, la salvación de España había salido de las
universidades, la generosa sangre derramada por señoritos como
él florecerá en bendiciones, ¿cómo van esas piernas, hijo mío? No
van ni sobre ruedas, Ilustrísima, pero Dios proveerá. Así me gusta,
valiente alférez, no pierdas el buen humor y lleva mis bendiciones
a tu madre, qué gran señora y qué santa. Y asomando
tímidamente por encima de la cabeza del alférez, tu mano
grotescamente retorcida reclama la atención del obispo
agitándose como un badajo loco, encogiéndose como una triste
garra. Pero antes de que el purpurado repare en ella, y en medio
de tu mayor sorpresa, Conrado ya te está presentando sin muchos
formulismos, sonriendo familiarmente al señor obispo, casi
guiñando el ojo: éste es el muchacho del cual le hablé, Ilustrísima,
su ilusión por ir a Lourdes es tan grande que se inventa parálisis
Bendita juventud, hijo mío, la fe mueve montañas, dice el señor
obispo mirando tu boca, y la mano loca se aquieta, se serena,
dejas caer el brazo a lo largo del cuerpo y descansas. Desaparecen
de tu cuerpo todas las sensaciones, excepto el hambre. ¿Qué ha
pasado?
Con las manos de nuevo cruzadas sobre la faja morada, Su
Ilustrísima retrocede un poco y recorre todo el grupo de un
extremo a otro mirándoles en silencio uno por uno, caminando un
poco escorado, la cabeza dulcemente rendida y con una sonrisa
beatífica. Sus ojos bondadosos y humildes no se detienen
especialmente en ninguna de las caras ansiosas de bendición, en
ninguno de los cuerpos atenazados por la enfermedad y el
sufrimiento: se nota que su amor paternal es igual para todos, que
no tiene preferencias. Al topar sus ojos con los tuyos, aún se
demora menos: un parpadeo imperceptible, y al siguiente.
Después retrocede unos pasos para obtener una visión de
conjunto y su amorosa mirada los abraza a todos. Ellos humillan la
cabeza y se arrodillan, y él los bendice solemnemente.
¿Creería Conradito que se iba a curar en la piscina de
Lourdes? dijo Amén. ¿Y que a Java se le curarían las legañas?
¿Por eso lo recomendó al obispo?
Calla de una vez o te hago comer las tuyas, de legañas dijo
Martín, y le soltó un manotazo en el cogote.
Se retira el señor obispo a sus aposentos, asistido siempre por
el cura alto y rápido. Vuelve éste al salón para acompañar a los
píos visitantes y, junto a la puerta de la antesala, mientras todos
van saliendo, al pasar tú: un momentito, hijo, Su Ilustrísima ha
expresado el deseo de conversar un rato contigo, espérame aquí.
¡Iré a Lourdes, piensas, ya lo tengo, ya lo tengo! Solo y de pie en el
mismo centro de la fantástica alfombra, en el punto exacto donde
confluyen los complicados, hermosos y simétricos arabescos.
Pero luego no serás introducido por la puerta que tú has
pensado. Vas perdiendo poco a poco la cojera y el tembleque de la
mano a medida que avanzas por un nuevo corredor con altas
vidrieras de plomo donde navegan veleros entre olas enfurecidas
y cabalgan profundos ejércitos en páramos calcinados, sangrientas
cargas de caballería con alazanes encabritados en medio de nubes
de polvo y fantasmales armaduras, escudos, espadas, pistolones
de chispa, dagas y puñales repujados, siempre detrás del cura
zanquilargo que ya no volverá a dirigirte la palabra, ni al cerrar la
puerta a tu espalda. Damascos rojos en reclinatorios y
almohadones, un salón de recepciones con la fulgente araña en el
techo, altas estanterías de libracos, profundas butacas, un cuadro
de Pío XII y un gran Santocristo en la pared, los pies sangrantes
entre cirios y jarrones con flores de mareante olor.
Hundido en la butaca deslizas el peine por tus cabellos
revueltos, luego con un palillo te limpias apresuradamente las
uñas. Se abre una vieja y bruñida puerta de cuarterones y aparece
Su Ilustrísima: capa pluvial con bonitas cenefas en los bordes
delanteros, un escudo misterioso en la espalda. Avanza el prelado
como una tortuga sobre la mullida alfombra y un enjambre de
alegres pajaritos pía dentro de los amplios faldones de la capa.
Queda sentado muy rígido frente a él, que se ha incorporado
respetuosamente. Con la cabeza el obispo le indica que se siente,
y así están, frente por frente, mirándose con dulzura. El chico
espera en vano unas palabras del ilustre purpurado, pero éste
guarda silencio, las manos cruzadas y ocultas bajo la capa: la
misma dulce sonrisa, la misma cabecita ladeada, sus ojitos de
pájaro soñador, su venerable y rosada papadita; asombroso, a
pesar del negro bigotito y la tiniebla castrense en la mirada: la
bondad misma. Le envuelve un olorcito a masaje Floïd. Java se
enternece, sonríe desconcertado, inútilmente espera que el señor
obispo le diga algo, le cuesta mucho sostener esa mirada afable y
anciana, sombría y a la vez inocente. Y aparta un instante los ojos
para mirar la lámpara de cuellos de cisne, las altas cortinas, los
desconchados querubines de nácar, la gramola y la pila de placas
sin funda. Viroláis, piensa, Salves, misereres, gorigoris al órgano.
¿De qué parroquia eres, hijo mío? por fin su voz nasal,
trémula, abovedada, voz de domingo de Pascua.
Pues no lo sé, Ilustrísima. Verá. Soy de Las Ánimas, en la
barriada de La Salud, pero como resulta que Las Ánimas aún no es
parroquia
Por eso.
Cerca de allí hay otra que llaman de Cristo Rey, en el
Guinardó.
La conozco. Parroquia de misión una pausa y, más suave
: ¿Cómo te llamas?
Daniel Javaloyes. Pero los amigos me llaman Java,
Ilustrísima.
Llámame Gregorio.
Cabeceaba complacido, sin descomponer su figura. Nuevo y
largo silencio. Diríais que el palacio está dormido, no se oye ni una
mosca. Pasan cinco minutos, quizá diez: muy tieso en la silla,
mirándole fijo, arropadito en su amplia capa de seda, el señor
prelado parece una figurita de porcelana. Java espera nuevas
preguntas y sostiene su mirada, pero el silencio se prolonga.
Sospecha que es urgente hacer o decir algo, no sabe el qué. Saca
de nuevo el peine y se lo pasa rápidamente por los cabellos. Su
Ilustrísima le observa y luego dice: ¿tienes sed, hijo mío, quieres
beber algo?, y su cara se ilumina, afloran dos rosas en sus todavía
frescas mejillas. Podríamos tomar una copita de jerez, es digestivo.
Se levanta y se desplaza con parsimonia, sus manos asoman como
dos blancas ratitas entre las cenefas bordadas de la capa y corren
juguetonas hacia la botella y las copas alineadas en el estante.
Hinchando los carrillos sopla su Eminencia unas motitas de polvo
en el cristal de las dos copas elegidas, las llena hasta la mitad,
ofrece una a Java con dedos de celebrante, levanta la suya:
porque tengas un buen viaje, porque la Virgen te conceda lo que
le pidas, hijo. No iré a Lourdes, Gregorio, se lamenta él, dicen que
a mí no pueden llevarme. ¿Cómo es eso?, no te aflijas, yo lo
arreglaré.
Sentados frente por frente y mirándose a los ojos, el jerez
calentando las tripas y cosquilleando el corazón, el silencio afable
se instala de nuevo entre ellos. Y tan largo se hace el silencio esta
vez que ya está claro que el señor obispo espera algo, pero qué,
Java rumia la urgencia de hacer o decir algo, pedirle algo, pero
qué, chavales, qué.
Entrar en el seminario era la voz chillona de Amén,
sofocada por el rugido del automóvil negro que remontaba
penosamente la calle Escorial: una niña rubia aplastaba la cara
contra el cristal de la ventanilla y miraba a los trinxes sentados en
la acera. Decirle: quiero ser cura de almas.
No, capullo. Pedirle una camisa azul y un machete de flecha
dijo el Tetas distraído, mirando de reojo el rojo resplandor
trasero del gasógeno. Pero es igual, sigue. ¿Qué pasó después?
Pasó que el señor obispo le pregunta: ¿te gusta la música, hijo
mío? Ya lo creo. Mucho.
¿Qué clase de música?
Tarda unos segundos en contestar, el puta: Clásica. Sobre
todo el vals.
Vuelve a levantarse el prelado, va a la gramola y escoge una
placa, sopla el polvo, la coloca, roza la aguja con la yema del
dedito y con sumo cuidado deja que la punta enfile el surco: La
leyenda de los bosques de Viena. Y la música resuena fuerte,
fortísimo y emocionante por todo el salón mientras Su Ilustrísima,
de nuevo sentada ante él y muy quieta, lo mira a los ojos
sonriendo con dulzura, lo mira y lo mira fijamente. Tengo que
hacer algo, se dice Java, pero qué, Dios mío, qué. Y el vals
endulzando el ambiente, cayendo sobre sus cabezas como una
miel. Todo pasó como en un sueño. El disco seguía girando, y
hasta el rasguño de la aguja en el surco, en los intervalos de
silencio, tenía una solemnidad, una emoción, y Java diciéndose:
has de hacer algo ahora mismo, pero ya. Y de pronto, fulminado
por la evidencia, como si tuviera una revelación, Java comprende
al fin, se le aclara todo. Y se levanta despacio, camina hasta el
señor obispo y, ofreciéndole la mano, la palma hacia arriba, le
dice: Eminencia Ilustrísima y Reverendísima, ¿me concede este
baile?
En lo alto ya de Escorial, en el repecho de la Travesera, el
gasógeno trasero del coche pedorreó y soltó chispas y carbones
encendidos. No te distraigas, Sarnita, no te pares ahora.
¿Alguna vez habéis tenido a un obispo en los brazos, chavales?
Huelen bien: a cera virgen, a parquet de casa de ricos, a nardos de
entierro, a masaje Floïd. Nada más tocarlo, cruje como la seda.
¿Podéis imaginar por un momento lo que es eso, mamones?
Pasando suavemente el brazo por debajo de la capa, enlazas su
talle y, erguidos los dos sobre las puntas de los pies, cierras los
ojos y a volar, a volar gloriosamente por todo el salón siguiendo
los compases del vals hasta marearse, su amplia capa de
Ilustrísima abriéndose como alas de fuego con los bordes
ondulando y rozando las cortinas color miel, las butacas de
terciopelo y el diván verde y el biombo y los fusilados al amanecer,
vueltas y más vueltas hasta perder el sentido, hasta que la toalla
amarilla se le desprendió y empezó también a flotar por su cuenta.
Evolucionaba como sobre ruedecitas invisibles bajo los faldones
de seda, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados por el
éxtasis. Murmuró con unción las palabras en latín: In te confído
non erubáscam y recostó la frente sudorosa en el hombro de su
pareja, desfalleciendo con el cabello engomado, el negro bigotito
y la cara blanca como la cera
Pero no fue a Lourdes dijo Sarnita. El alférez Conrado sí,
aunque no hubo milagro. Lo llevaron sentado en su silla y
volvieron a traerlo sentado en su silla.
Mingo se levantó de la acera bostezando y con el relente de la
noche en las nalgas. Se quedó en cuclillas, sobándose el trasero
helado y con el pelo encrespado apuntando a los luceros. Amén se
había desprendido de su cinturón nuevo de plexiglás transparente
y sacó el buchi del bolsillo y propuso una partida antes de ir a
dormir. Martín, Luis y el Tetas propusieron distintos planes: a
ninguno le interesaba la continuación de la aventi, pero Mingo aún
dijo: Así que no consiguió ir a Lourdes. Mierda.
Consiguió algo mucho mejor ¿dijiste?. Que Conradito se
fijara en él ¿llegaste a decirlo?, pensó engullendo el último
bocado de pastel, el último sorbo de coñac: Y lo que le pasó días
después en el bar Continental, comprando trapos viejos y papel,
su sorpresa al oírle decir a la dueña: ¿quieres ganarte unas pesetas
sin mucho trabajo? Pues pásate mañana por tal sitio a tal hora, te
presentaré a una amiguita, en fin, así empezó casualmente su
carrera, un día haciendo de camillero
Por fin te encuentro, rajatripas la voz bestial del doctor
Malet, la mano de carnicero en su hombro, su buen humor de
siempre. ¿Qué hay del encargo que te hice?
Todavía nada.
El celador se levantó, le dio un último y experto lengüetazo al
interior de la copita, cogió las sobras del pastel y un palillo y
volviéndose al mostrador se despidió con la mano: vale, Paco.
¿Cómo nada? dijo el doctor Malet. ¿Y la autopsia? Los
van a enterrar y tú sentado aquí tranquilamente, alimentando tu
cirrosis, ja, ja, toma, fuma. Menudo elemento. Estuve esperándote
en el laboratorio y bajando el vozarrón: No ha venido nadie,
parece que no tienen familia
Ah, pillo, bien que repartes huesos
entre las guapas estudiantes, ¿eh?
Puede que aún venga alguien gruñó Ñito alejándose hacia
la puerta del bar, triturando el palillo entre los roídos dientes. Con
una repentina viveza en las piernas alcanzó la salida y se escabulló
sin oír la llamada del doctor Malet. Cuervos, escupió, cuervos.
Se encerró en el depósito y allí consideró por vez primera en
mucho tiempo la indestructible suciedad y el descalabro de las
baldosas, la sangre y los humores y el polvo de la muerte
agazapada en los rincones. Ronroneaba el frigorífico con los
cadáveres encajonados, y la macilenta luz de la bombilla del techo
caía sobre las formas rígidas en las camillas. Siempre juntos,
hombro con hombro, los gemelos muertos tenían los cabellos
enzarzados y los sexos arrugaditos, negros como pasas. A ella le
dedicó una distraída mirada que apenas se demoró un segundo en
sus piernas antiguas, de pantorrilla grávida y tobillo fino. Guardó
los restos del pastel en el cajón de la mesita, luego lavó unos
calcetines, los colgó en la cuerda tendida entre el armario y la
percha, y, descalzo, pisando una mugre sedosa adherida a las
baldosas, tiró del cajón del frigorífico, acercó el taburete, se sentó
y apartó el borde del lienzo: indagando con extraña porfía,
bizqueando por la proximidad, sus amistosos ojos de agua
recorrían el perfil tenso y anhelante del ahogado como si
escudriñara corrupciones sin nombre en la turbia memoria de una
vida. Alzando con el dedo los párpados yertos y amoratados, podía
ver, podía leer: en todos los ojos de los muertos había aquella
cenagosa profundidad de pantano, aquel paraíso infantil anegado
por las aguas. Cuervos, más que cuervos.
6
Dije que esta noche no quería ver a nadie por aquí Java se
volvió a mirarle, giró con mucha energía y la capa roja revoloteó
en torno a él reflejándose en el espejo. Hola, no sabía que
habías vuelto.
¿Qué puñeta haces vestido de Satanás? dijo Sarnita.
De Lucifer.
¿Te han dado un papel en la función?
Todavía no. No toquéis nada ordenó Java, probándose una
perilla y unos bigotes puntiagudos que olían a pegamento.
Martín ya revolvía los cajones de la consola, y se probó un
antifaz negro. El Tetas se ponía pelucas frente al espejo. Amén se
ceñía un cinto plateado con una espada, la desenvainó, besó la
cruz y luego ensayó una estocada. Mingo y Luis se disponían a
tapar la boca del pasadizo, encajar los tochos y arrimar el baúl.
Java los paró: No hace falta. Os vais a ir en seguida.
Sarnita quería saludarte, hombre, sólo hemos venido para
eso gruñó Mingo. Y para enseñarle el refugio.
No deben veros aquí Java nervioso, Amén paseando a su
alrededor, observándole con sonrisa burlona, y él: Tú qué miras.
Tiró los bigotes y la perilla sobre la consola. Amén le palpó los
cuernos de la frente.
Flojos, como salchichas dijo. No pareces el Demonio,
Java. Pareces el Capitán Maravillas dijo el Tetas. La capa roja
es fermi.
Marchaos, puñeta.
Lo que pareces es un obispo dijo Amén.
¿Nunca os contó cómo conoció al obispo? dijo Sarnita.
Por mi madre. Luego me recordáis que os lo cuente
Tetas, deja las pelucas en su sitio irritado Java,
empujándole. Fuera todos, venga.
Oye una cosa dijo Sarnita, y la bombilla del techo
iluminaba su cabeza, pelona, con sus costras verdes de azufre.
¿Por qué no te deja hacer la función, el inválido?
Yo sé por qué de malhumor Java. Pero me dejará.
Te tiene manía dijo Luis.
No me tiene manía. Pero esta noche me dará el papel, por
mi madre te lo digo. Tengo un plan, hice un trato con la Fueguiña y
con Juanita.
¿Qué trato?
Java no contestó. La cabeza gacha como para embestir, la
mirada remota en sus ojitos legañosos, le temblaban los birriosos
cuernos de trapo y se paseaba embozado en la capa roja como un
malo de película de mosqueteros.
¿Qué tal por tu pueblo? dijo.
Me han hecho pencar Sarnita curioseaba el interior de una
gran caja de madera, entre la paja y papeles de periódico
envolviendo vajillas medio rotas. Oyó a Java bramando:
¡¿Queréis largaros de una vez?!
¿Y tú te quedas? dijo Sarnita.
Apaga las luces y se queda escondido en la sala, entre los
bancos dijo Amén. Y cuando ensayan se sienta y se deja ver,
como si acabara de entrar por la puerta principal, ¿entiendes?
No.
Sentí lo de tu padre dijo Java muy serio. ¿Dejó algo
antes de colgarse, alguna carta, la dirección de alguna furcia de
ésas que él conocía
?
Ahora Sarnita se miraba en el espejo: escupió el suelo.
No sabía escribir.
Java se desvistió, se quitaba la roja piel de demonio a tirones.
Su ropa estaba tirada sobre el bidet. Sarnita vio el bidet y exclamó:
¿Por qué habéis traído aquí el lavapollas? ¿O no es el mismo?
Apartó la ropa y vio los regueros de pólvora quemada en la
pulida taza: una tupida red de líneas color tabaco.
Es el mismo dijo Luis, sentado al estilo moro en el baúl.
Fue idea de Martín.
Vale, bien hecho dijo Sarnita. Todas las huerfanitas
deben tener el conejo sucio, se lo lavaremos aquí. ¿Cuándo
pillamos una, Java?
Tranquilos. Ya veremos.
Ahora te habrás hecho amigo de todas.
¿Yo? Qué va. Venga, marchaos. Sarnita fisgaba entre los
decorados.
¿Y los otros tormentos?
Ahí detrás, bien escondidos dijo el Tetas.
¿Y esa campana?
La Campana Infernal dijo Amén. Algo nuevo, chaval, lo
nunca visto. ¿Quieres probarla? agarró el martillo. Métete
dentro.
Animal, que te van a oír dijo Java. Suelta eso.
Sentado en el suelo, Java se calzaba las ásperas botas de
racionamiento de suela claveteada y puntera de metal: ellos se las
miraban con envidia. ¿Un regalito de la viuda Galán?, dijo Sarnita,
y Java se levantó y le hizo una seña. Alzó la arpillera que cubría la
pequeña abertura en la pared de ladrillo y pasó al escenario. Sin
luz. Ven, dijo, y Sarnita le siguió. Bastaba la luz que se filtraba a
través de la arpillera para ver el escenario de tablas, desierto, la
diminuta concha del apuntador, forrada con una tela roja, las
candilejas de cinc abollado, y más allá, la oscura sala con los
bancos de misa en formación, sin pasillo central. Java le empujaba
otra vez al vestuario: ya lo has visto todo, ya podéis largaros, y se
situó junto al baúl, un ladrillo en cada mano y dispuesto a tapar el
pasadizo en cuanto ellos salieran. El último en meter la cabeza fue
Amén, Java lo paró para registrarlo: se llevaba una peluca de
diablo entre el jersey y el pecho. Trae acá, cabrito, que tú acabarás
en el Asilo Durán.
Me moría de ganas de quedarme, pero te obedecimos todos,
legañas, te dejamos solo allí dentro, oímos cómo ilusionado
taponabas la salida y arrimabas el baúl. Salimos por la boca del
refugio a la calle Escorial. No hacía nada de frío y brillaban las
estrellas, no era muy tarde: teníamos tiempo de contar una aventi
sentados en la acera, debajo de una acacia. Vimos correr bajo la
luz mortecina de una farola a dos mujeres enlutadas con sacos en
la espalda, desaparecieron encorvadas tras la esquina de la calle
Laurel. Luego, Amén se desprendió del cinturón de plexi y propuso
echar un buchi: cuando nos faltaba Java caíamos con frecuencia
en los juegos de críos.
Pero todo quedó en nada: lo que de verdad nos habría gustado
esa noche era verte actuar, fullero. Así que nos separamos y yo
acompañé al Tetas hasta su casa en la carretera del Carmelo;
había ventanucos iluminados en las barracas, alguna radio
encendida, el llanto de un niño. Me despedí del Tetas y regresé al
refugio, a oscuras y a rastras volví a recorrer el pasadizo, un ratón
se paseaba por mi pierna y de un manotazo lo lancé por los aires,
quité los tochos y empujé el baúl.
Ya estaban ensayando en el escenario iluminado, vocalizaban
despacio simulando una rabia infernal, reconocí la voz del director
escénico: «¡La ira abrasa mi pecho, rayos mi incendio vomita; pues
yo rabio, rabien todos!». Me moría de ganas de verte actuar. En la
pared de ladrillo que me separaba del escenario había varios
agujeros del tamaño de monedas: eran para sujetar los decorados
el día de la función, escogí el más bajo y me senté a caballo sobre
medio tronco de árbol de cartón y cerré un ojo: podía ver a Juanita
la «Trigo» en plan de Virgen esperando su turno entre bastidores,
con las manos juntas como si rezara pero bostezando, y a cinco
pastores de Belén sentados en torno al fuego y la olla, con sus
zamarras y panderetas, y a la apuntadora en la concha; era la
mayor de la Casa y responsable de devolver a las huérfanas a la
calle Verdi antes de medianoche y sin novedad. No se veía a la
Fueguiña por ninguna parte. Rumiaba yo dónde se ocultaría el que
daba las órdenes, cuando se movieron un poco las pesadas
cortinas color miel y detrás se oyó con claridad el doble y agudo
chillido de pájaro y asomó por la abertura la contera plateada del
bastón, y detrás el alférez en su silla de ruedas, la espalda muy
erguida y el cabello engomado y reluciente, el bigotito negro y la
cara blanca como la cera. La sahariana impecable y tan ceñida, de
esquinadas hombreras, le daba un aire de héroe frágil y obstinado,
con el botón superior sin abrochar dejando ver una fina toalla
color crema alrededor del cuello. Desde las sombras dirigía la
función con firmeza y autoridad, y en ocasiones invadía
bruscamente el escenario manejando su carrito con endiablada
habilidad y rapidez, acudía compulsivo y solícito a situar bien un
personaje, a corregir el detalle de un vestido, una postura, una
peluca. Tenía el cuaderno en el regazo, sobre el mantón dorado
que ceñía sus piernas, el bastón en una mano y en la otra la cañita
de bambú. El retraso de Luzbel no era normal, dijo: Dónde se
habrá metido, siempre llega tarde, pero hoy se ha pasado. Y su
taco preferido: Jolines.
No vendrá, mi alférez.
¿Quién ha dicho eso? el director escrutando la oscuridad
de la sala. ¿Quién anda ahí?
Me moría por verte, camándula: cómo te levantabas del
último banco en la platea, desde la penumbra que te había
mantenido oculto hasta entonces, cómo avanzabas seguro y
confiado por el pasillo lateral, cómo decías otra vez: No vendrá,
señorito Conrado. Se ha roto un brazo.
¡Ondia! exclamaron los pastorcillos a coro.
Siempre le pasa algo, a Miguel dijo la apuntadora. Qué
delicado.
Es un chico muy esquifido opinó Juanita la «Trigo».
¡Silencio! tronó el director.
Ya estabas parado junto a las candilejas. El alférez hizo rodar la
silla hasta el centro del escenario, frenó, los pastores se hicieron a
un lado, la cañita silbó cortando el aire: ¿Tú qué haces aquí?
añadió el alférez entornando los ojos para verte mejor: cegato,
nervioso, chaval, como siempre que te veía demasiado cerca y en
público. ¿Quién te ha dado permiso para entrar?
Me envía su madre. Dice que Miguel se ha roto el brazo
jugando al cavall fort en el parque Güell. No vendrá, no podrá
hacer de Luzbel.
El director escénico reflexionó unos segundos.
¿Es verdad eso? y sus finas manos empujaron las ruedas,
resbaló de su regazo el cuaderno, bruscamente te dio la espalda,
llamó a la Virgen y la mandó al teléfono de la sacristía para
comprobarlo. Recuerda, en casa de Miguel tenían teléfono y bidet.
La Virgen volvió diciendo es verdad, las manos fervorosamente
juntas, tiene el brazo escayolado y está en cama, mintiendo con
humildad de Purísima: tal como le habías ordenado a la chica,
pillastre.
El inválido ni te miró al decir:
Está bien, puedes irte.
La señorita Paulina me ha dado permiso para ver los
ensayos. Me gustaría mucho ser del Cuadro Escénico, mi teniente.
Yo no soy teniente de nadie. Y ya te dije que estamos al
completo
Me gustaría hacer de Luzbel, señorito Conrado. Me lo sé de
memoria. Déme una oportunidad, por favor insistes en tono
quejica y como bromeando, pero todos sabíamos que ese tono
ocultaba una amenaza. Le gustará como lo hago.
Ya subías al escenario, ya tus pasos resonaban en el tablado y
te encarabas al alférez sonriendo, seguro de ganar: le sobabas
mentalmente, puta, a que sí. Las piernas abiertas y firmes, los
pulgares engarfiados en los bolsillos traseros del pantalón, el
pañuelo rojo al cuello y la bufanda colgada al hombro: estabas
soberbio, Java.
Creo que le conviene, mi alférez. Hágame una prueba, verá
qué satisfecho queda.
No sin mirarte a los ojos, pero mirándote. No insistas
y manoseando las ruedas, retrocediendo, frenando, girando la silla
como si buscara una salida. Miguel es insustituible
Aunque
bien pensado
Bueno, no perdamos más tiempo, tenemos la
Navidad encima. Le suplirás, pero sólo en los ensayos. No esperes
otra cosa, él hará ese papel cuando vuelva.
No volverá en mucho tiempo, señorito Conrado. Y yo me sé
el Luzbel de corrido.
A ver, recítame algo.
Un carraspeo, balanceándote un rato y cargando el peso del
cuerpo en una pierna, luego en la otra, por fin alzando el brazo
ante el alférez, firmes como en el cine cuando tocan el himno,
dijiste en tono vibrante: Tú ocupas con altivez y soberbia un
trono regio que no te corresponde, desventurado. ¿Contra quién
te rebelaste, de las tinieblas caudillo? De traidores vasallos tienes
un sinnúmero, un ejército que obedece tus mandatos y ejecuta tus
proyectos. Pues este trono y vasallos, este ejército, este imperio,
de qué sirven si has de verte, ¡oh vergüenza!, ¡oh vilipendio!,
humillado y confundido, hasta llegar al extremo de que una débil
Mujer, una Doncella sin mácula, una Aurora radiante, con valeroso
denuedo estampe en tu altiva frente de su osada planta el sello
Bastante mal te amonestó. Hay que declamar. Que es
verso, no lo olvides. Que no es un discurso. Pero vale, venga, a
trabajar todo el mundo palmeando, haciendo silbar la cañita en
el aire, llamando a gritos al Arcángel Miguel: lo había enviado a
por un vaso de agua y tardaba. ¡Venga, cuadro octavo, escena
diez, bosque, dichos y San Miguel! ¡¿Adónde fue por el agua, a un
pozo?!
Revuelo en el escenario: los pastores acomodándose en torno
al fuego, sonar de panderetas, risas, Juanita la Virgen corriendo a
buscar a San Miguel, tú suplicando al director: ¿Puedo vestirme
de Luzbel? Hará más efecto.
Pero rápido.
Y ni siquiera me viste, ni una sola vez miraste en torno
mientras te vestías precipitadamente en la oscuridad, casi a mi
lado: musitabas parrafadas de versos, bisbiseabas como una vieja
beata pasando el rosario. Y corriendo al escenario otra vez con tu
soberbia capa roja, tus cuernos, tu perilla y tus fieros bigotes. Te
miró y remiró el director.
Demasiado ajustados los calzones
Aquí. Pero tiene un
pase. Tú empiezas. Final escena nueve. ¿Te lo sabes, te acuerdas?
Y de pie en medio del escenario, brazos cruzados sobre el
pecho, la cabeza como para embestir el mundo, tú, Luzbel,
recuerda: ¡Si queréis saber quién soy,
escuchad y lo sabréis!
Yo soy aquel gran privado
que el rey de su casa echó
y a que viva le ordenó
al abismo condenado
Alto cortó el director. No es necesario que empieces tan
atrás, di sólo el final para empalmar con los pastores. Java Luzbel:
sabed pues que en mí tenéis vuestro enemigo Luzbel!
Pastorcillos:
¡Huyamos todos, huyamos!
Arcángel San Miguel apareciendo con la espada en alto:
¡Pastores: no huyáis, tened!
La mismísima Fueguiña pero esta vez de bandera, chaval, con
un cuerpo de rechupete: casco de plata con penacho rojo, túnica
de seda blanca que le llegaba a la mitad de los muslos y ceñida al
vientre por ancho cinturón fulgente, botas altas doradas y capa
azul y blanca sobre los hombros, y, rematando tan cegadora
visión, el brazo desnudo en alto y empuñando la llameante y
retorcida espada. Y declamando: ¡Y tú, dime, monstruo
horrendo,
¿el mundo en fuego encendido
quieres que apague tu sed?
¡Huye, villano, de aquí!
Java Luzbel:
¡Detén, Miguel; no levante
tanto tu voz la victoria,
que no es razón patentoria!
Director:
¡Perentoria!
Java Luzbel:
perentoria, perdone.
Silbó en el aire la cañita de bambú. El lapsus lo aprovechó el
Arcángel Miguel para sacarse del cinto una barra de carmín y
repintarse furiosamente los labios, manteniendo la espada en alto
y las soberbias piernas abiertas. Entre las mejillas arreboladas su
boca era como un clavel rojo y sobre ese clavel pareció que te
lanzabas de pronto con tanto ímpetu y sin avisar, obedeciendo
una soterrada orden del inválido, que la chica se asustó y dejó
caer el pintalabios. Cuando te rendías a sus pies con estrépito de
tablas, levantando nubes de polvo, tus manos crispadas buscaron
asidero en sus piernas, arrastrándote entre maldiciones y azufre
del averno, bribón, clavando los dedos en sus muslos morenos,
tirando de su faldita y echando miraditas al director con el rabillo
del ojo, astuto marrajo.
Arcángel Fueguiña:
¡Soberbio, atrevido aliento
¿tú contra el cielo te opones?!
¡Detén tu voz, no blasones
aclamando vencimiento!
Java Luzbel:
¡Mi rabia no sofoques!
Arcángel Fueguiña:
¡No me toques!
Y subías, te encaramabas a ella como a una cucaña, resbalando
y resoplando sobre sus formidables piernas de Arcángel, subías y
sobabas con manos y rodillas y codos, y ella tan firme y poderosa,
tan seria, hasta que aplastaste la cara entre sus pechos y
resbalando otra vez llegaste a su entrepierna y entonces ella, ¡qué
bien ensayado debíais tenerlo en el terrado de la Casa!, se agitó y
culeó como para arrojarte lejos al tiempo que ponía los ojos en
blanco y alzaba la cabeza y la llameante espada al cielo,
extraviándose en el diálogo: ¡Soberbio, atrevido aliento
!
Java Luzbel:
¡Maldición, maldición!
Inválido:
¡No, no! ¡Vencido estoy, vencido estoy!
Java Luzbel:
¡Ah, sí, perdone! ¡Vencido estoy, Miguel
!
Arcángel Fueguiña:
¡Abrásate, infiel!
Inválido:
¡Más brío!
Pastores:
¡Ay, ay, ay!
Virgen Juanita:
¡Virgen!
Cortó el director golpeando las tablas con la puntera del
bastón. Y avanzando en su silla con la boca abierta y ansiosa,
como si le faltara el aire, pasó entre los despavoridos pastorcillos
amonestando dulcemente: Te has perdido, Luzbel. Aquí venía
eso de
a ver hojeó el cuaderno, rápidos los dedos, jadeando
todavía. Sí, eso: Áspid seré vengativo. Otra vez por el principio,
venga, y menos rabia en ese Miguel, niña, más dulzura, ¿eh?, con
firmeza pero con mucha dulzura, que tú eres una guerrillera
celestial, ¿entiendes? Es la eterna lucha entre el Bien y el Mal,
entre la Belleza y la Fealdad, digamos, ¿entiendes?
Sí, señorito.
Regresó el director a su puesto entre las cortinas del fondo.
Y tú sí, Luzbel: con furor, con rabia, con verdadera saña. No
temas hacerla daño, entra decidido.
Sí, mi alférez aprovechando la pausa, Java había
encendido un cigarrillo y lanzaba rosquillas de humo al techo.
Pues vale. Empieza por: calla, atrevido mortal. Alerta,
pastores. Abrid la escotilla. San Miguel preparado
¡Suelta ese
pintalabios de una vez!
La cortina estaba corrida tres palmos y dejaba ver el telón de
fondo, una puerta de cuarterones. Agazapado entre las dos ruedas
niqueladas, mirándoles por encima de las manos cruzadas sobre el
puño de bastón, el inválido apretaba las flacas y temblorosas
piernas, agazapado en un nido bermellón de sombras. El chal
había resbalado de sus rodillas y estaba en el suelo. Sus ojillos
amodorrados y húmedos semejaban dos puntos de luz corroídos
por un ácido y la sangre golpeaba sus sienes con urgencia. Había
algo inhumano en su inmovilidad de maniquí roto. Golpeó el aire
con la barbilla, un gesto que denotaba hábito de mando, y repitió
la orden golpeando el suelo con el bastón: fuera cigarrillos. Java
obedeció transpirando un sudor insensible, una humillación
asumida y ensayada fríamente.
Java Luzbel a un pastor:
¡Calla, atrevido mortal,
que aquí te rompo algún hueso!
Pastor:
Hombre, no, no haga usted eso.
¡Habráse visto animal!
Java Luzbel:
¡Seréis, en estos parajes,
pasto a las fieras salvajes!
Arcángel Fueguiña blandiendo su espada: ¡Detente,
monstruo del averno!
Java Luzbel:
¡Vano intento, Miguel!
Llevo una pena mortal,
tal, que el alma se suspende
y aunque mi mal no se entiende
yo sé que es grave mi mal.
Mientras esto decías vi al Arcángel levantar una bien torneada
pierna y rascarse la rodilla con aire distraído. Se oyó el chillido de
pájaro tras la cortina, el golpe imperioso del bastón. El
aburrimiento o la indiferencia, nada angélica, de la muchacha
rascándose la piel, crispaba los nervios del inválido.
Arcángel Fueguiña:
¡No acaudilles la locura, maligno,
no te rebeles contra el poder Divino!
Java Luzbel:
¡Áspid seré vengativo!
¡Furias abrasan mi pecho,
iras, despecho, furor,
y una desazón eterna
inquieta mi corazón!
De nuevo el Arcángel, con un desdeñoso mohín, alzó la rodilla
para rascarse, cuando ya te lanzabas contra su pecho obedeciendo
el oscuro mandato que llegó desde la cortina. Blandió ella
soberbiamente la espada sobre tu cabeza, pero eso le costó
perder el equilibrio momentáneamente, y entonces los pastores,
boquiabiertos, vieron rodar sobre las tablas a Miguel y a Luzbel
enlazados y rabiosos en medio de un revuelo de capas que
encendió una llama roja y azul. Pataleando en el suelo y boca
arriba, con Luzbel montado a horcajadas en su vientre, el Arcángel
aún consiguió gritar: ¡Ay de ti, Luzbel,
que en torpe maldad confías!
¡Rabia, monstruo criminal,
arde en vituperios,
mas respeta estos misterios
sin pecado original!
Y acto seguido te golpeó furiosamente con la pelvis hasta que
saliste catapultado por los aires, legañas. Entonces el Arcángel se
incorporó con la espada en alto y, cuando arremetías de nuevo,
exclamó: ¡Mira el brazo de Dios
cómo te arroja a mis pies!
Y caíste rendido, bramando, escupiendo fuego por los ojos y
por la boca, ella puso el pie sobre tu cabeza y tú ibas
arrastrándote, tanteando con tus garras sus botas altas, la faldita
ya hecha jirones y el ancho cinturón de púrpura, buscando un
asidero en medio de la agonía y de cuando en cuando echando
ojeadas a la cortina, donde el bastón volvía a golpear el suelo.
Encogido en la silla, ronroneando como un gato, el alférez
Conradito achicaba los ojos para captar mejor los detalles. Por su
jeta de señorito instruido, por la mueca de asquito que se
dibujaba en su boca, uno habría jurado que aquello no le gustaba
y le hacía sufrir, pero la mirada, vidriosa, se había colgado de un
punto en el vacío y sus largos dedos sobaban con rapidez increíble
la toalla-bufanda. Era como si mirara sin ver, agotando su rara
ceguera hasta el fin. Podía hacer pensar que estaba incluso
indignado, que algo le enfurecía, contemplando la lucha entre el
Bien y el Mal, y transpiraba, trémulo y rígido en su silla, mudo,
cegato, atenazado como por un repentino ataque de dolor en las
piernas.
Caído de espaldas y con el pie de San Miguel en tu pecho, aún
te incorporaste un poco para aferrarte a su cintura y decir:
¡Maldición! ¡Vencido estoy!
De hoy más, contrario Miguel,
yo me confieso vencido.
¡A tu poder ya rendido
queda por siempre Luzbel!
Y a rastras, como un cocodrilo de fuego, dando zarpazos y
dentelladas al aire, te hundiste en la trampilla. Qué bueno,
legañas, qué bueno fue. Y el director te dio el papel, porque te lo
habías ganado. Aunque te lo hizo sudar; yo me fui a casa, ya era
muy tarde, pero más adelante lo supe: cinco veces más tuviste
que repetir la escena con el Arcángel Fueguiña, enroscado en sus
muslos de guerrillera celestial.
El Tetas gimió, golpeándose el oído con la palma de la mano:
¡Ay! Me se ha metido una pipa en la oreja.
¡Vale! No te laves por siempre jamás y te nacerá un girasol
como al capitán Blay dijo Amén.
Al capitán se le metió una lenteja, capullo dijo Luis.
¡Callaros, hostia! ordenó Sarnita. Sigue, Martín.
¿Cómo podían jugar con las mentiras, intercambiar tantos
embustes, qué les incitaba a ello, dónde estaban ese día? No lo sé,
Hermana. En tantos sitios. Les veo sentados en corro en la
escalinata del parque Güell, o cabalgando todos juntos el Dragón
de cerámica, agarrados de la cintura, descalzos y lanzando gritos
de guerra; deambulando por los terrados del barrio como gatos
tiñosos y famélicos; tumbados en las aceras entre sus
improvisados tenderetes de tebeos y novelas baratas de segunda
mano; mendigando calderilla para el Cottolengo del Padre Alegre,
o unas pastillas para la tos en el Dispensario del Centro
Parroquial
Aquel invierno había por todas partes un olor dulzón y
persistente a fango y a hojas podridas, a zapatos mojados
secándose junto al brasero. Las lluvias y los fríos intensos
propiciaron las mejores aventis de Martín en la trapería de Java.
Ellos le escuchaban comiendo pipas y altramuces, hundidos hasta
el cuello en la montaña caliente de trapos y papeles y cercados
por el estrépito del agua cayendo de los canalones rotos: la
trapería era el ombligo del mundo. Los zapatos de Sarnita echaban
humo junto al brasero, pero él ni caso, de bruces sobre la pila de
diarios y rascándose las junturas infectadas de los dedos. Las
aventis de Martín le dejaban turulato. Salió la abuela de la cocina
con medio caliqueño apagado en los labios y un cazo con el potaje,
pero al verles allí, volvió a esconderse. Esa tarde Mingo llegó
corriendo, muerto de frío y con los mocos colgándole hasta el
labio; venía del taller con su guardapolvo de aprendiz y su gran
bufanda marrón cruzada sobre el pecho como dos cananas, y
llevaba el encargo de entregar unas joyas muy valiosas a la
querida de uno, dijo, una rubia platino que vivía a todo tren en el
Ritz con dos perritos pekineses. Había ido otras veces y era el
recado que más le gustaba hacer, la fulana siempre le daba un
duro de propina y dice que un día le abrió la puerta en camisón
transparente y se le veían unas medias negras con liguero y unos
pezones de color rosa. El mismo Java decía que era una fulana de
fábula, aseguraba que un estraperlista de los gordos se enamoró
de ella cuando la vio y tuvo la idea de deslizar en su escote un
talón bancario en blanco con la firma, y que ella había escrito un
nueve y detrás 69 ceros, todos los que cabían. El 69 es el número
de la suerte para las fulanas de lujo, dijo el Tetas. Entre las joyas
que traía Mingo había un brazalete de oro macizo del que pendía
un pequeño escorpión, también de oro y montado con
articulaciones. Casi andaba. Mingo les permitió tenerlo en la mano
un rato cada uno, y fue cuando Java explicó una vez más aquello
de que los escorpiones, cuando se ven cercados por el fuego y sin
posibilidad de escapatoria, se revuelven contra sí mismos y se
suicidan clavándose el aguijón envenenado de la cola. Dijo
también que el escorpión es un bicho maléfico que trae mala
suerte y representa el odio entre hermanos, la capacidad de
autodestrucción que hay en el hombre, ¿recuerdas el rollo,
legañoso?, nos prometiste una aventi a propósito de todo esto.
Esos primeros tanteos con las pajilleras del Roxy, esa visita como
espía al bar Continental, entrando con el saco de tela de colchón al
hombro y la romana colgada al cinto, cantando: papeles, botellas,
con ronca voz de adulto; ese primer encuentro con el tuerto que
resultó que también buscaba a la furcia, esas primeras chispas de
la Fueguiña que habían de acabar en incendio, legañoso, ¿de
verdad nos divertían? ¿De verdad podían parecemos tan
emocionantes como las pelis del cine Rovira o del Delicias o del
Roxy? Día tras día tirando del carrito, haciendo sonar por las calles
tu campana adornada con una tira de trapo rojo y una reseca piel
de conejo, la mirada atenta en los balcones y ventanas, a veces en
compañía de la abuela que caminaba detrás vigilando la carga,
sordos los oídos al interminable grito: ¡yacapeeeelldecuniiiiill
!,
que se metía en todas las casas, en todas las tiendas, talleres y
tabernas del barrio, juntamente con el nombre: Ramona.
¿Ramona? No he vuelto a verla, hijo, ya no viene por aquí
dijo la dueña del Continental, desayunándose con una gran taza
de malta negra y espesa como alquitrán. Le echó coñac al brebaje
y, al devolver la botella al estante, de espaldas a Java, lo miró por
encima del hombro sonriendo con la boca torcida. Te gustó y
quieres repetir, ¿verdad, pillín?
No es por eso, mastresa. Tengo que darle un recado. ¿Por
dónde anda? ¿Dónde vive?
No lo sé y otra vez la sonrisita. ¿Qué te hizo que no la
puedes olvidar, rey mío?
Java se acomodó el saco al hombro y gruñó contrariado,
acodado al mostrador con aquella gandulería simpática enroscada
en los riñones y en las largas piernas. La mastresa lo miraba
fijamente, ahora preocupada: Oye, ¿te ha pegado alguna
mierda?
No, no.
Ah, me extrañaría. Porque es muy limpia, eso sí que lo tiene.
¿Sabe si estaba fija en alguna casa?
Que yo sepa, no. Precisamente ayer se lo decía a mi
hermano: meses que no la vemos el pelo. Como si la tierra se la
hubiese tragado. Pareces cansado, hijo. ¿Quieres una cerveza? Ya
que has venido, te llevarás una piel de conejo, espera.
Era por la mañana temprano: una tenue ceniza enredada en la
luz, sillas patas arriba sobre las mesas, el pringoso suelo sembrado
de huesos de aceitunas y serrín a medio barrer. El hermano de la
dueña, la escoba en la mano y sentado en un rincón, hablaba con
el señor Justiniano, que hoy vestía la guerrera negra. Por encima
de sus cabezas, en el sombrío altillo, una puta muy joven, casi de
bruces en el mármol de la mesa, desayunaba pan con sardinas de
lata, la mirada aún suspendida en los afanes de la víspera.
Qué raro que no haya vuelto por aquí dijo Java colgando
en su cinto la sanguinolenta piel de conejo.
¿Se llevó algo de la habitación? dijo la mastresa.
No, no.
Con éstas nunca se sabe.
¿Dónde la encontró?
Aquí. Solía venir a empezar la noche. Comía algo y casi no
hablaba con nadie. Si no le salía pronto un cliente, se iba por ahí a
buscarlo. Termina tu cerveza añadió bajando la voz, al notar de
refilón la negra mirada del tuerto, éste no quiere que entren
menores.
Estoy trabajando, yo, tengo el Haiga fuera. ¿Quién es? Se
volvió a mirarle y vio el parche en el ojo, las sienes canosas, la
boca amarga bajo el bigote-mosca. Su gran mandíbula, un
monumento cuadrado a la voluntad de mando, se irguió un poco
al devolverle la mirada por encima del hombro.
Java le volvió la espalda ostensiblemente. Bajando aún más la
voz, la mastresa: ¿No le conoces?, pues es amigo del pagano, te
interesa estar a buenas con él, no le plantes cara nunca, no le
discutas nada, hijo, y si por casualidad te lo encuentras un día
sentado a tu lado en el cine, cuidado, levántate y arriba el brazo
cuando toquen el himno, bien arriba, créeme, sin pitorreos y
mantén la boca cerrada, ahora mandan éstos. Ya lo sé, mastresa. Y
ella, en un susurro: él es quien me avisa cuando hay trabajo para
ti, siempre con muchas exigencias sobre el día y la hora y que no
falle la chica, gasta malauva. Debe ser una especie de secretario
del inválido.
¿Pero usted no hace los tratos directamente con él?
Nunca lo he visto. Me entiendo con éste.
Y señaló al señor Justiniano sentado en la mesa: el delegado
local, dijo, el mandamás que le dicen, el alcalde de barrio, pero en
el fondo un jefecillo, uno de tantos. Le verás por ahí reclutando
chavales, ¿a ti nunca te ha parado en la calle para hablarte de ir a
Campamentos Juveniles? Te tendrá algún respeto. Bastante mal
parido, la verdad, cada mes nos pasa a cobrar la cuota de Auxilio
Social y la contribución de la Falange del distrito, no se deja ni un
bar por el camino, a cambio me deja vender rubio de estraperlo,
ya me entiendes, hijo: es uno de ellos, de esos que se dedican a
chuparte la sangre, qué le vamos a hacer. Con lo que me sacan,
alguno se estará haciendo una torre.
Paciencia, mastresa dijo Java. Son malos tiempos.
No, si ya nos entendemos, éste y yo. Porque si yo le debo
favores, él a mí también. Y me callo porque me callo, que yo me
entiendo.
Java había alzado la cabeza para mirar a la meuca en el altillo:
comía con su cachaza noctámbula, la mirada descreída en el vacío,
los morritos de hastío brillantes de aceite.
El trapero notó en el perfil el único ojo del delegado, negro,
insistente. Se había levantado y caminaba hacia la puerta, seguido
del hermano de la mastresa.
Yo a lo mío dijo la mastresa viéndole salir con el rabillo del
ojo. Me dicen: tal día a tal hora traes a la parejita, éste me da la
llave y el dinero, yo voy al piso y os doy acomodo, y cuando el
trabajo está hecho os pago, limpio un poco, cierro y a casita.
¿Allí no vive nadie? ¿Nunca vio a la madre?
No. Creo que vive en otro piso más arriba o más abajo, no
sé, todo el edificio es de la viuda y tiene todos los pisos alquilados
menos dos. En el que tú vas, sólo duermen de vez en cuando el
hijo y una chica que le cuida. Ahí es donde vivían antes, pero se
mudaron al morir el padre, creo. ¡Y mira que aún hay cosas de
valor en este piso, vamos, que está puesto!
Y hablando del asunto dijo Java, ¿nada por ahora,
mastresa?
Nada. Ya te avisaré, prefiero que no vengas por aquí de
nuevo la malicia risueña en sus ojos pintarrajeados. Te gustaría
que la próxima vez fuera con esa Ramona, ¿eh, sinvergüenza?
Pues sí.
Una cosa tiene la chica, es limpia. Se le nota apuró el cafémalta,
metió la taza en el fregadero. Espera a ver
¡Balbina!
mirando a la chica del altillo. ¿Has visto a Ramona?
Irguiéndose como si despertara, Balbina meneó la
permanente: nanay, frunciendo la boca sin pintura. Java ya subía
la escalera de madera, vio el tomate de la media en su rodilla, sus
gruesas caderas forradas de raído satén rebasando el taburete,
unas manos pecosas y una cara bonita a más no poder. Se quedó
de pie delante de ella.
¿Es usted amiga de Ramona?
¿Qué quieres?
Tengo que darle un recado y no sé dónde para.
Vivía en una pensión. Pero se ha mudado. Y debiéndome
quince duros.
Pero ¿dónde?
¿A ti te lo dijo?, pues a mí tampoco alzó los ojos y ahora
miró a Java con ojos de chunga. No sabía que le gustaban los
guayabos
¿Hace tiempo que la conoce?
Ella hizo un gesto vago con la mano, acompañándose de una
mueca de inseguridad: y tanto, fíjate qué suerte, chico, de cuando
eran vírgenes las dos, riendo y masticando a dos carrillos, ya ves si
hará tiempo, Sarnita, atragantándose del gusto de engullir, qué
suerte encontrarla allí en el Continental y con su risa plena de
mamona al recordarlo: de cuando las dos tenían otro nombre y
otro coño, hijo, menos gastado, y también otro trabajo: criadas en
un chalet de Gracia, dos marmotas como dos pimpollos sirviendo
a un matrimonio con una hija y unos abuelos muy ancianos. El
merdé de la guerra ya duraba un año, el terror ya se había metido
en todas las casas de señores y un buen día los suyos deciden irse
a vivir definitivamente al pueblo, y cierran el chalet. Ellas se
quedan sin trabajo. La Ramona por segunda vez: ya había servido
en otra casa poco antes de empezar la guerra y algo le pasó allí
con el señorito que hacía las milicias, la Balbina se figuraba el qué
aunque su amiga nunca se lo contó: entonces aún vivía
intensamente su primer amor, la Ramona, un buen chico que
luego murió en el frente de Aragón, pero no de la metralla sino del
frío, eran novios desde los trece años y se querían con verdadera
pasión, una historia para llorar, chicos. Así que estos primeros días
sin empleo, perdidas en el centro de un tumulto civil del carajo, a
las dos raspitas sólo les queda un novio en primera línea de fuego,
si me quieres escribir ya sabes mi paradero, pero muy pronto ni
las cartas llegan, ellas no tienen trabajo ni dinero, y la trampa se
cierra: todo parece haber sido dispuesto para que las dos se abran
de piernas, tanto si les gusta el tomate como si no, y ellas se
abren. La Balbina empezará mucho antes que la Ramona pero de
eso ella ya no se acuerda, lleva a los tíos a la torre donde había
servido de criada, tiene una llave y una clientela de alucinados
soldados con permiso, libertarios, percutantes, engatillados,
agazapados soldaditos en su entrepierna, como niños asustados.
Antes que la torre sea confiscada por los anarquistas, queda
embarazada y una noche de bombardeo del treinta y ocho
encuentra a la Ramona durmiendo en la estación del metro con un
hombre: es mi tío Artemi, le dice, y la Balbina, que siempre creyó
que no tenía familia: reina, no me hagas reír que aborto aquí
mismo, seguro que tú también lo tienes ya más abierto que un
paraguas. ¿Y esa cruz de rubíes que llevas al cuello, me dirás que
la has ganado a cambio de nada? Es noche de alarmas y presagios,
entre la muchedumbre que yace desquiciada y semidormida en el
andén, una niña orina en cuclillas y a calzón quitado, y la culata de
una pistola asoma entre las solapas de una americana a rayas
sobre un mono de mecánico. Ninguna de las dos tiene ya
salvación. Volverán a encontrarse después de la guerra y
compartirán una habitación alquilada y algunos clientes de lo más
tirado, pero por poco tiempo: la Balbina pesca un novio formal,
cree que puede casarse y la Ramona se va a vivir a una pensión. Ya
no parecía la misma, Sarnita, dijo: teñida de rubio, oxigenada, tan
flaca, tan triste y esmirriada y con sus cicatrices, con su tío en la
cárcel y los nervios destrozados por aquel extraño miedo, aquellas
pesadillas de sangre que no la dejaban dormir. Últimamente nos
veíamos poco, concluye la Balbina, alguna vez aquí o en el bar
Alaska, siempre anda en las últimas.
¿Una torre en la calle Camelias que estuvo cerrada, con
rosales blancos y una palmera en el jardín? dijo Sarnita
parpadeando cara al sol, haciendo visera con la mano. ¿Con una
niña que entonces tenía ocho años y que ahora tendrá trece? Pues
es ésta, Java, la misma torre y la misma niña que huele a
mandarinas dulces, el mismo cacharro negro con gasógeno que
suelta pedorros como la abuela.
Hum. No hay que fiarse mucho de lo que dice una furcia
meditó Java.
Cuando los dueños volvieron a abrir la torre, aún comían
butifarra que se trajeron del pueblo: recuerda las pieles que
encontramos, y la escarola y las mandarinas insistió Sarnita.
Es verdad, esa fulana no te engañó.
Puede ser Java se hurgaba los dientes con un palillo.
¿Todo eso lo ha lavado tu madre?
Todo dijo el Tetas.
Estaban tumbados al sol en el terrado del Tetas, la colada
aleteaba sobre sus cabezas esparciendo un fresco olor a lejía. Se
oían trabadas voces de mujeres abajo, en el patio. Java escupió el
palillo.
Hay que avisar a los demás dijo. Que vengan esta noche.
Traeré a la Fueguiña para que haga de Virgen.
¿No sería mejor esa niña del chalet? dijo Sarnita. Si es
verdad que conoció a la criada, te puede interesar
Otro día Java desmenuzó tres colillas con parsimonia, el
papel de fumar pegado al labio por una punta. Susana es una
lela.
Cuando salía a trabajar con la abuela y el carrito comían juntos
sentados en el bordillo de cualquier calle, donde les pillara el
hambre: potaje de garbanzos o de lentejas que se traía la vieja en
la fiambrera. Ella disfrutaba mucho cuando iban a vender el papel:
comían en una taberna del Paralelo y después la abuela se
compraba una faria, era una fumadora empedernida. Cuando salía
a la busca solo, Java planeaba el trayecto de forma que la hora de
la siesta lo pillara cerca de la casa de Sarnita o del Tetas, en el
Cottolengo: diminutas azoteas con sábanas mojadas que batía el
viento, que soltaban trallazos de lejía en la cara, un cielo azul de
primavera donde se bamboleaban pesadas cometas de papel de
periódico.
Todo el santo día en la calle, sólo se acerca por casa a la hora
de comer las quejas de las vecinas subiendo desde los
fregaderos, enredándose en el aire con la canción que emitían las
radios al unísono, alegres estribillos como lentejuelas al sol, como
pescaditos plateados mordiéndose la cola.
Ya puedes decirlo, ya. Pero así dan menos guerra, mujer. Ese
ganapias del trapero hace con ellos lo que quiere voces
apaleadas al mismo tiempo que la colada, que los chillidos de
pájaros como flechas en el cielo y el griterío de chiquillos y perros
en las cercanas colinas.
Y el otro, el hijo de la «Preñada», vaya elemento. Parece que
ahora frecuentan algo más la Parroquia, pero no será para
aprender el catecismo, no te hagas ilusiones.
Hostia gruñó el Tetas. Cotorras.
¿Cuál es tu madre, Tetas?
La que chilla más.
Pues el mío, desde que es monaguillo, por lo menos sé
dónde está cuando no le veo.
Ésa dijo el Tetas.
Vámonos Sarnita se levantó. ¿Hay que avisar también a
Luis? Está muy chingado con la tos, se le oye desde un kilómetro.
Las juanola que tú le das dijo el Tetas bajando las
escaleras. Cuantas más pastillas juanola tome, más toserá.
Vienen infectadas, chaval, dicen que ahora en los laboratorios
trabajan tísicos, los cogen porque cobran menos jornal
Esto es una trola.
A las diez dijo Java al despedirse. Tetas, no te olvides del
trozo de riel y la cuerda.
Esa noche, cuando Sarnita llegó al vestuario, la Fueguiña ya
estaba preparada de Virgen, sentada muy rígida en una silla. Los
cabellos sueltos, los pies desnudos y juntos, la túnica blanca y el
manto azul, y debajo nada, se le notaba. Habían encendido
candelabros y los repartían estratégicamente. Java apagó la luz del
techo y puso dos candelabros en el suelo, uno a cada lado de la
Fueguiña, que no parecía tener miedo, nunca se quejaba. Sólo
dijo: ¿aquí, por qué aquí?, mejor en el escenario.
Primero ensayaremos un rato aquí dijo Java. Figura que
te llamas Aurora.
Me habías dicho que ensayaríamos tú y yo solos
y
recelando de los demás, mirando los preparativos, la caja de
cerillas en las guarras manos de Amén: ¿Ellos también tienen un
papel?
Hoy no vamos a ensayar Los Pastorcillos dijo Java
corrigiendo la posición de los candelabros. Es una función nueva
que se ha inventado Sarnita. Verás, queremos darle una sorpresa
al señorito Conrado. ¿Has entendido, niña? Función nueva.
¿Cómo se titula?
Aurora, la otra hija de Fu-Manchú dijo Sarnita.
Seguro que al director le gustará mucho dijo Java.
Primero dame las manos, déjate, no tengas miedo.
¿Y todo el rato así, amarrada?
No Sarnita suavecito como un guante, acercándose con la
cuerda al hombro, todo el rato no. Depende de ti, chavala.
Verás, es una función muy especial, decía el puta: aquella
cabeza rapada y, dentro, aquella imaginación endiablada,
legañoso, ¿te acuerdas? Mira en qué ha ido a parar. No está
escrito, le explicó a la Fueguiña, ni tu papel ni el de ninguno de
nosotros, son cosas que aún tienen que pasar pero las sabemos de
memoria y tú las aprenderás, Fueguiña. Empieza así: tú figura que
tienes las manos atadas a la espalda y quieren hacerte cantar, ya
están preparando el tormento. Levántate.
La llevó al rincón, la hizo sentar a caballo en el bidet, en medio
de un fortísimo olor a meados, la hizo juntar las manos a la
espalda y se disponía a atarle las muñecas. Entonces ella lo miró
con ojos repentinamente furiosos.
Tú no dijo, y apartó los ojos de Sarnita para mirar a Java:
Que nadie me toque más que tú.
Sabe Dios cómo conseguía escapar de la Casa de las huérfanas.
Ellos pensaban que podía ser así: hacían la colada de Las Ánimas y
de otras Parroquias, manteles de altar y sotanas, a veces era tan
grande la colada que a las niñas se les hacía de noche antes de
terminar el planchado, tenían dos planchas de carbón y una de
ellas se la pedían prestada a una vecina, la Fueguiña bajaba a la
calle a devolverla y ya no volvía a la Casa.
¿Preparada, Aurora?
Arrodillado, Java le ató las muñecas a la espalda, la despeinó
con cuidado, separó sus rodillas y dobló su espalda hacia atrás, y
ella cerró los ojos: cabalgaba contra la noche y el viento de un
recuerdo. Así está bien, dijo él, acerca más los candelabros,
Sarnita. Diez velas escalonadas, cinco por banda, que arrojaban
resplandores sobre sus mejillas de manzana y sus ojos de arena.
¿Qué figuro que hago?, preguntó, ¿por qué estoy sentada en eso?,
mirando con asco el bidet, y Luis riendo: figura que cabalgas,
tonta, y confórmate, ¿de dónde quieres que saquemos un caballo?
Asistido por Mingo y Amén, el Tetas trajo la lata de pólvora con
alguna solemnidad, como si fuera el viático. Java tomó la lata, hizo
levantar un momento a la Fueguiña y vertió cuidadosamente un
fino reguero de pólvora a lo largo del borde semicircular del bidet.
La hizo sentar de nuevo con las piernas abiertas, rozando con la
cara interna de los muslos los dos extremos del reguero de
pólvora, una negra culebra con dos cabezas. Así está bien, ¿no,
Sarnita?, dijo Java, y encendió el cirio pascual adornado con la
cinta de plata y lo paseó ante los ojos de la prisionera. Todos se
sentaron silenciosamente en el suelo. ¿Ya vale?, dijo ella, ¿qué
tengo que hacer ahora?, siguiendo la llama con los ojos que no
revelaban miedo ni curiosidad, solamente desdén o asco, ¿qué
tengo que decir? Lo que quieras, dijo Sarnita con la voz agrietada y
misteriosa, pero figura que has sido secuestrada por los moros y
te harán la vaca si no hablas. Y se echó de bruces al suelo como un
perro viejo, sujetándose el mentón con las tiñosas manos rosadas,
mirándola semidormido, ronroneante: dale ya, legañoso,
interrógala, qué emocionante tenerlas así, muérdele una teta,
méate en su espalda, que cante. Otra furiosa mirada de ella
especialmente dedicada a Sarnita: ¿ése es tu papel, sarnoso
pelado, azuzarles contra mí? Sí, Aurorita, ése es siempre mi papel,
hacer que los malos sean más malos, me gusta. Y ahora contesta
todas nuestras preguntas si no quieres ver marcada con fuego tu
delicada piel. Entonces se llamaba Aurora.
¿Aurora?, dijo ella, ¿de la Casa, y hace años? La misma, dijo
Java, recuerda, canta, vomita, dijo Sarnita. Esto no vale, yo era
muy pequeña, pregunta otra cosa. No, tiene que ser eso,
trabajaba en lo mismo que tú ahora, marmota del mismo señorito,
dijo Java esgrimiendo el cirio pascual, acercando la llama a la
pólvora. Igual no, ella sólo iba a hacerle la cama en su piso de
soltero, nunca fue al piso de la calle Mallorca, que es mucho más
grande y da más trabajo. Pero ya me acuerdo, no me achuches,
dijo la Fueguiña entrando en juego, pero con dudas: ¿debo
contestar ya o debo resistirme un poco más? Habla, maldita,
desembucha: ¿qué pasó cuando él terminó las milicias? Sonriendo
ahora maliciosamente, la muy zorra, adaptándose al papel de
heroína dura que no teme que la chinguen, no sé nada, jolines, no
me acuerdo, entonces yo era una cría. Y Sarnita: vomita o te
ponemos la Bota Malaya que machaca el pie. Y Java: ¿qué puedes
contarnos de ella? Nada. Tú la conociste. Sí, pero nada, insistió
ella, sólo me acuerdo un poco de su cara tan guapa y sus zapatos
verdes de tacón alto.
Java acercó la llama al borde del bidet, a un centímetro de la
pólvora, y ella ni parpadeó, pero sus muslos se pusieron tensos.
De bruces en el suelo, ellos la miraban conteniendo la respiración.
Primero quémale los pelitos del conejo, legañoso, los pezones,
márcale una tetica, enséñala a vivir. Ella irguió el pecho y su
maligna sonrisa mellada planeó un instante por encima de las
cabezas abatidas. ¿Es verdad que te rompió los dientes un moro,
chavala? Sarnita agarró sus cabellos y de un tirón le echó la cabeza
atrás y ordenó: tienes que decir otra vez yo no sé nada, y así yo te
estripo el vestido. ¿Ah, sí, también eso, marranos?, dijo ella.
Déjala, que hable ya, propuso Java. No te asustes que no miramos
mucho, Aurora, no te rajes ahora que lo estás haciendo muy bien.
Bueno, estripa pero sólo un poquito y no por arriba, ¿eh?, mejor la
falda que ya está hecha una birria, dijo ella, de todos modos ya me
lo veis todo, sois unos listos vosotros, pero no penséis que me
chupo el dedo, así, basta, ya está bien, ¿eso también figura en la
función, gorrinos, no podría llevar unos calzones rojos de
demonio? Veremos, pero ahora canta, vomita todo lo que sepas
de la raspa, venga, ¿no es emocionante?: todos admirándote
tumbados en el suelo alrededor del bidet, a un palmo de tu túnica
desgarrada, con las jetas boquiabiertas y los ojos encendidos, los
fieros bigotes de Martín despegados y colgando torcidos, Luis
embozado en la capa roja y sacudido por la tos.
Habla, desgraciada, sabemos que erais muy amigas, que ella
te quería mucho y a veces te dejaba dormir con ella en su cama.
Yo era tan pequeña, tenía tanto miedo de las bombas. Os
juro que me moría de miedo.
¿Ahora no tienes miedo? dijo el Tetas.
Nunca más volveré a tener miedo.
Ja. ¿No sabes que la guerra no ha terminado, que quedan los
maquis? ¿Quién puede decir no tengo miedo?
Lo dice menda replicó la Fueguiña.
Ja. Una pobre huérfana sin padre ni madre, una murciana
boba que cada día se la tiene que sacar cien veces a un inválido
para que mee.
¿Es verdad eso, Fueguiña? dijo Sarnita.
Sólo le sostengo el orinal.
Mentira el Tetas.
Y no soy murciana. Soy de Lugo y me llamo María Armesto.
Mentira.
Cállate ya, Tetas Java sin mirarle. Basta de chorradas.
Sigamos acercando de nuevo la llama a la pólvora. ¿Hablarás,
Aurora?
No.
Canta si no quieres morir quemada, niña.
La tos pedregosa de Luis la distrajo, mientras Java, sin malauva
en la voz, representando bastante mal su papel: cantarás incluso
el raskayú, dijo, la llama rozando ya la pólvora y de pronto
¡ffffuuuu
! como un cohete que hace llufa, y el fogonazo azul
surgiendo entre las rodillas de Aurora, dos nubecillas negras
subiendo hasta su cara. Jolines, exclamó viendo avanzar las dos
rabiosas llamitas por el borde del bidet hacia sus muslos: dos
arañas veloces emprendiendo direcciones contrarias, soltando
humo como dos veloces trenes diminutos y dejando un rastro
color tabaco. No intentó levantarse, no forcejeó con las manos
atadas, no movió ni un músculo, ni un cabello. La barbilla clavada
al pecho, observaba en silencio el rápido avance de los dos fuegos
y los vio llegar a la carne, y sólo entonces, cuando parecía que la
iban a morder, se abrió un poco más de piernas y permaneció
rígida, sin pestañear, viendo cómo se apagaban bruscamente a
unos milímetros de la piel. ¡Qué huevos esta chavala!, el Tetas
admirado, y hasta el mismo Java parecía impresionado.
Tranquilamente ella levantó la cabeza y se encaró con su
inquisidor.
Menda habla cuando quiere, para que te empapes y
añadió, después de sacudir su cabellera negra: De verdad que
no me acuerdo bien, supongo que os referís a la Menchu, otra que
escapó de la Casa para hacerse de la vida, eso dicen. Ellas sí que se
lo contaban todo, las mayores, yo aún no tenía edad para trabajar
fuera de la Casa
¿Menchu has dicho?
Me contó que era muy buena con todas las chicas, que tenía
un novio que se llamaba Pedro, y que iba a hacer faenas por
horas. Cada día iba al ático del señorito Conrado para hacerle la
cama, se la hacía desde los catorce años, cuando él estudiaba y
aún vivía su padre, antes de la guerra. Luego toda la familia llegó a
quererla mucho. Él aún no estaba paralítico y dicen que era muy
bueno con ella, que le hacía regalos.
¿Y eso por qué? dijo Sarnita. ¿Por qué había de ser
bueno con una marmota, por qué había de hacerle regalos?
Sin chillarme, jolines.
¡Habla! ¿Por qué?
Es un pecado, no lo digo.
Tetas, trae las tenazas dijo Sarnita. Vamos a retorcerle
los pezones.
Pues que ella y su novio Pedro dijo la Fueguiña solían
verse en secreto en aquel pisito del señorito Conrado que ella iba
a limpiar cada día. Y que el señorito lo sabía. Sabía que allí se
besaban y se tocaban, y a pesar de saberlo nunca los descubrió,
nunca se lo dijo a la señora ni a la directora de la Casa. ¿Por qué
?
¡Ay, no me tires del pelo, animal! El novio iba por la mañana
cuando el señorito ya había salido, la encontraba a ella barriendo
o sacudiendo alfombras o cambiando las sábanas de la cama y allí
mismo lo hacían todo. Y ella se dejaba a gusto, dicen. Y no sé nada
más. ¡Ay, suéltame el pelo, bruto!
Un pisito confortable y juvenil, coquetón, con muebles de tubo
niquelado y muchos libros, ceniceros de cristal tallado y
almohadones con dibujos cubistas. Cuando Aurora se iba después
de limpiarlo, él volvía de desayunar en el café más próximo y se
encerraba a estudiar. Lo descubrió un día por casualidad,
Hermana, como si lo viera: agachándose junto a la cama donde se
tumbaba horas y horas a estudiar una carrera que nunca ejercería,
tan ajeno todavía al glorioso uniforme y a la silla de ruedas y a la
metralla que lo iría destruyendo año tras año como las termitas, le
veo en cuclillas sobre la alfombra con la cabeza caída y absorto,
hipnotizado por el fulgor metálico del mechero que pertenecía a
Pedro y él lo sabía, mirándolo durante largo rato allí caído junto a
la pata de la mesilla de noche, mirándolo sin tocarlo, con ojos
maniáticos; soportando gozosamente aquella revelación
quemante, aquel cielo que se abría en su vida y que le reservaba a
su cuerpo un mañana de sombras; paseándose por el cuarto y
mesándose los cabellos de alegría, hablándose, riéndose,
rastreando una señal en la cama, husmeando las sábanas, la
almohada, las toallas, olfateando como un perrito el olor de sus
cabellos, de su piel, midiendo con la imaginación el hueco de sus
cuerpos en el colchón, calibrando su peso, oyendo quizá sus
gemidos. Con el cuerpo orillado en el lecho, llorando de felicidad,
rezando las gracias.
¿Y qué más, Aurora? susurró Amén junto al candelabro
que chisporroteaba. ¿Qué hizo entonces, por qué no se chivó a
su madre?
Porque él es bueno, porque él es todo un señor educado en
los jesuitas y nunca andará por ahí contando los pecados de los
demás dijo ella.
¿Aunque hagan los pecados en su casa, en su propia cama?
Pues sí.
No seas pánfila dijo Sarnita entornando los párpados
como un gato: escrutaba el paso elástico de Java en torno a la
prisionera, su reflexivo silencio. Lo vio pararse ante ella, inclinarse
con el cirio en la mano y dejar caer unas gotas de cera caliente
dentro del bidet, entre los pálidos muslos, dejando el cirio pegado
allí por su base. La llama arrojó sobresaltadas sombras en las
paredes. Qué vas a hacer, dijo ella, el fuego sabes que no me
asusta, pero que no me toque nadie más que tú o me voy.
Sarnita añadió:
Sigue, canta si no quieres ser la Mujer Marcada.
Sin amenazas, baboso.
Un ático en la calle Cerdeña con una terracita llena de geranios
desde la que Pedro y Aurora, abrazados, veían el campo de fútbol
del Europa y las pistas de ceniza del Hispano-Francés. Un piso de
soltero rico, un nido para un cuerpo de veinte años que aún no
había logrado encenderse con nada ni con nadie. Había trofeos de
caza, raquetas de tenis, copas ganadas en concursos de tiro,
mapas de campañas africanas enmarcados y una colección de
botas de montar dispuestas en batería a lo largo de la pared,
caprichos de hijo y nieto de militares. Flotando en esa euforia
vengativa del indigente, Pedro se bebe su coñac y se fuma sus
puritos, se sienta en el agua perfumada de su bañera horas
enteras, se envuelve en sus toallas y albornoces, camina descalzo
por sus alfombras y hasta se pone sus corbatas. Y él lo sabía en el
mismo momento en que ocurría, sosteniéndose la frente ardorosa
sobre un libro de texto en la Facultad, o en casa de su madre, o en
las milicias. Si la República no se lo quita todo, decía Pedro
desnudo ante la hilera de trajes colgados en el armario, se lo
quitaré yo, señorito de mierda, lo joderé. Y él lo sabía, Hermana, y
lo soportaba, nunca se quejó de las chorizadas de Pedro, es más:
hasta llegó a poner el coñac en la mesilla de noche, al alcance de
sus manos para que así pudiera beber en la cama, hasta llegó a
comprarse un batín corto de color rojo cereza para que lo usara él,
y hasta hizo colocar estratégicamente un espejo, y dejó unas
revistas pornográficas como olvidadas en un cajón abierto, hay
tipos así. ¿Pero por qué?
Para excitar a la parejita, Hermana.
Y eso es todo dijo la Fueguiña. No sé nada más.
Nosotros creemos que sí.
Si no hablas, te haremos apagar el cirio juntando las piernas
amenazó Sarnita.
Obedeciendo a la señal de Java, Sarnita sopló una a una las
velas de los candelabros. Sólo quedó la llama del cirio pascual
ardiendo tranquilamente entre los pálidos muslos de Aurora.
Figura que si eres capaz de dejarnos a oscuras, dijo Sarnita,
alguien vendrá a salvarte. Ella lo miró con recelo. ¿Qué estás
tramando ahora, piojoso, qué rumias mirándome así,
comiéndome con los ojos? Canta o apaga el cirio, maldita, no
tienes otra escapatoria. Aurora apresó el cirio con los muslos, por
la mitad, sin poder aún alcanzar la llama; volvió a probar
abriéndose de piernas muy despacio, sobre las puntas de los pies,
tanteó el golpe, ensayó varias veces abriendo y cerrando los
muslos y la llama oscilaba desplazando sombras detrás de ellos,
que la miraban en silencio y suspensos. Al cabo de varios intentos
ahogó la llama con la entrepierna temblorosa donde se escurrían
gotas de cera caliente. No dejó escapar ni un gemido, ni un
suspiro. Se encontró repentinamente a oscuras y cogida en brazos,
transportada a otra parte, manoseada y de pronto besada en los
labios, jolines, de pie, amarrada a un tronco rugoso con las manos
a la espalda. Oía un rumor de pasos en torno, un frenético ir y
venir, risas, tropezones, un dedo hurgándola abajo. La boca
sorprendentemente dulce y experta volvió a ella otra vez, y otra, y
a la tercera le entregó la suya, jolines qué dulce, la perdió, volvió a
encontrarla, con sabor a regaliz y susurrando un ruego, por favor
déjate, no diré nada, orientándose a ciegas, dejando que otras
manos recorrieran sus muslos, subiendo
Basta. Basta.
Ondia, ondia
Cerillas, pronto.
No diré nada, Ramona, por favor
Por favor.
¿Cómo has dicho?
Y regalitos: empezó con chucherías para ella y acabó por
regalarle medias negras, camisones transparentes y
combinaciones de raso, ligas con puntillas, bragas y sostenes de
película, qué tío. Acéptalo, Aurorita, para cuando te cases, es una
manera de agradecer tus servicios aquí, le dice. Así fue, Hermana,
como si lo viera: él preparaba el escenario, disponía sus
«cuadros», cuidaba los detalles, decidía el vestuario, siempre ropa
interior muy fina, y facilitaba las citas de la parejita: Aurora, el
lunes tampoco estaré en casa en toda la tarde, podrías venir a
cambiar los visillos. Sí, señorito, como quiera el señorito
Un día
ocurrió algo que podía haberla hecho sospechar, pero ella no
cayó. Y era que para fregar los suelos siempre había llenado el
cubo en el cuarto de baño contiguo al dormitorio, pero a partir de
cierto día, justamente poco después que su novio perdiera aquel
mechero dorado que ella le regaló en su cumpleaños, el lavabo
siempre estuvo cerrado por dentro.
Era como si el dedo explorara una flor húmeda: sedosos
pétalos abriéndose uno tras otro. De pronto el dedo serpenteó en
la zona más sensible, y ella culeó. No se libró de él, parecía una
lapa enloquecida, y el estremecimiento oprimió primero su vientre
y luego su corazón. Oyó por fin raspar la cerilla y la llama los
rescató a todos de las tinieblas. Atada ahora al falso tronco del
árbol que el Tetas sostenía por detrás, la cuerda se enroscaba por
todo su cuerpo, subiendo desde los tobillos hasta el cuello. Sin
miedo, con una mueca burlona, sus ojos buscaban la boca dulce y
ansiosa, intentando reconocerlas. Has sido tú, aprovechen de
mierda, dijo. Todos dando vueltas en torno a ella, una mano y otra
mano, has sido tú, hasta que Java le apartó los cabellos de la cara
y ella pudo ver a Martín encendiendo otra vez los candelabros. ¿Y
ahora qué, gorrinos, aprovechones? ¿No tenía que salvarme
alguien, embusteros? Todavía no, Aurora, canta si quieres librarte
de los cien latigazos o de llevar para siempre la Marca de Fuego en
la espalda. Más tirones a la túnica, las manos quietas, puerco,
¿quién te toca, bleda?, el antifaz resbalando sobre la nariz de
Mingo, el cinto en la mano listo para azotarla y con la otra
agarrándose los pantalones que se le caían: Te haremos saltar la
piel, Aurora.
No seas ridi. Tengo sed, dadme un traguito de agua de
regaliz. Y soltadme ya, no quiero ensayar más esta tontería de
función, se lo diré al señorito Conrado la Fueguiña se debatía
ahora de verdad, clavándose las vueltas de la cuerda en la carne
. Soltadme, malditos.
Java abrió la navaja ante su cara. Déjale la marca del Zorro,
legañoso, dijo Mingo, y Martín: podríamos meterle un plátano a
ver qué cara pone, y ella sin un parpadeo: mejor comérselo, bobo,
los ojos fijos en la navaja. Java muy tranquilo: callarse todos y tú
dime, niña, ¿llegó ella a comprender lo que de verdad estaba
pasando en el cuarto de baño? ¿Nunca se dio cuenta que hacía
«cuadros»? La Fueguiña se debatió entre las ligaduras.
¿«Cuadros»? ¿Y eso qué es, alguna marranada
? Java aplicó la
punta afilada de la navaja en su mejilla, pero sonreía al decir: no te
hagas la tonta, monina, eres el lazarillo del paralítico, conoces su
vida mejor que nadie, sus manías, sus secretillos. Ay ay ay, que me
pinchas, bruto, déjame ya, te digo que no sé nada más.
Está bien Java bajó la navaja hasta su pecho, introdujo la
hoja bajo la cuerda y la cortó. Estás libre, chavala. No le cuentes
esto a nadie o te pincharé de verdad, ¿estamos?
Bueno la Fueguiña vistiéndose detrás del espejo, el Tetas
espiándola agazapado, los demás apagando las velas. Lo que me
gusta es vuestro refugio.
Te acompaño hasta la calle Verdi dijo Java.
Puedo ir sola, no tengo miedo. ¿Me regaláis la caja de
cerillas?
Al llegar a la plaza Rovira se le escapó corriendo. Espera,
¿quieres que te acompañe o no? Era pasada ya la medianoche y
Java tenía el hambre metida en el cerebro. Salían como ratas los
últimos borrachos de las tabernas, sombras escoradas restregando
las paredes, mascullando roncos reproches y confusos oprobios,
vomitando un vino pestilente en las esquinas. Java la vio al cabo
de un rato parada en un oscuro zaguán, haciéndole señas, ven,
sonriendo, ven tonto, y él pensó: le ha gustado, sabe que era la
mía y quiere repetir. Al llegar al portal, ella tiró de su mano
atrayéndole hacia lo oscuro, pero de pronto se soltó y él no la vio
más; tanteó a ciegas las paredes y la pringosa barandilla de la
escalera, tropezó con cubos de basura y oyó muy cerca el ruido de
papeles estrujados, las tapaderas metálicas bailando sobre el
mosaico. Sus piernas se enredaron en el cuerpo de ella acuclillado
cuando oyó raspar la cerilla y vio la llama prendiendo rápidamente
en las hojas de periódico y las basuras apiladas en medio del
zaguán. ¿Qué haces, loca?, dijo, y la Fueguiña riendo lo sujetaba,
le impedía apagar el fuego, ¿qué te propones?, el resplandor
encendiendo sus caras. Resonaba en los adoquines de la plaza el
bastón del vigilante. Todas las sombras del zaguán retrocedieron
de golpe hacia la garita de la portera empujadas por la gran llama,
rescatando las paredes desconchadas, las escaleras de peldaños
alabeados, la barandilla carcomida y las alpargatas azules calzando
unos pies sin calcetines, grandes y pálidos. La Fueguiña ahogó un
grito. Rodeado de un humo espeso y maloliente, Java vio que no
podría apagar el fuego y agarró la mano de ella, inmóvil como una
estatua mirando nada, y escaparon corriendo.
Ahora, la tensa piel de los hombros encogidos, como una gasa
ciñéndolos arrogantemente, era lo único en el cuerpo que
conservaba cierto velado esplendor de la juventud.
Le ordenaron dejar la manguera, encajar la cabeza en el
madero y traer la sierra; él obedeció silbando y luego con mano
temblorosa y solícita le apartó los negros, todavía rebeldes
cabellos engarfiados sobre la frente, y antes que la sierra le tocara
se los peinó precipitadamente hacia atrás. Fue en lo único que el
celador se mostró diligente. No pudo o no quiso obedecer cuando
el médico, mientras se lavaba las manos, le pidió que empezara a
aserrar, y tampoco fue capaz de introducir la sonda acanalada en
las arterias, no ayudó como otras veces en que estuvo quizá más
borracho que hoy, pero siempre seguro y rápido y con una guasa
que los estudiantes solían celebrar: se sabía el trabajo de
memoria, lo habría hecho incluso mejor y más limpio que el propio
forense. Y sólo cuando al terminar con los gemelos, tan idénticos
en su pasmo delicado, tan vinculados a la madre por el fluido de
sueños que sugerían sus yertas caritas grises, oyó gruñir cóselos y
a ver si dejas todo bien limpio, que hoy estás para el arrastre,
celador del diablo, empezó él a reaccionar, chapoteando en el
suelo aquella turbia materia líquida desprovista repentinamente
de pasado. Tras el forense salieron los últimos estudiantes. Los
cuatro cuerpos yacían abiertos sobre el mármol. Los limpiaría
bien, con el cazo sacaría toda el agua del tórax y del vientre, los
cosería y luego los regaría por última vez, los dejaría como nuevos
aunque nadie viniera a verlos, aunque nadie preguntara por ellos.
Ya tenía preparados los frascos de formol. Introdujo la mano en el
pecho frío y anegado y acomodó suavemente el corazón en la
palma. Lo tuvo así un instante, en la palma de la mano, soñando
sus latidos. Cambió el escalpelo por las tijeras y luego esgrimió la
aguja y el hilo, mirando, ahora sí, la expresión serena del muerto,
la tez morada y los ojos no cerrados del todo, aquel remoto
hervidero de intrigas y patrañas. Estuvo mascullando gruñidos y
tonadillas, por el mar corren las liebres, cosiendo la piel en sutura
continua, furiosa, sin dar descanso a la mano, por el monte las
sardinas, toda la piel de abajo arriba, del pubis al esternón.
7
La baronesa recibía a la nueva doncella en el salón rizado de
cornucopias doradas, relojes de bronce, cascos y panoplias con
espadas. Bajita y rechoncha, cubierta de pieles y alhajas, sentada
en el diván, apoya los pies calzados con zapatillas escarlata en el
reborde de un gran brasero de cobre bruñido. En un sillón frailero
dormita su marido, las gafas y la revista Vértice resbalando en su
regazo, la mano sonámbula espantando una sombra de digestión
pesada a la altura de los cabellos canosos cortados como un
cepillo.
La baronesa mira la boca pulposa de la muchacha.
¿Te envía la Casa de Familia?
Sí, señora baronesa. La señora Galán y la directora
Ya hablé con ellas. Dicen que eres una buena chica.
¿Cuántos años tienes?
Dieciocho.
¿Tienes experiencia como doncella?
Pues sí, señora.
Ve entrar en el salón a los dos hijos de la baronesa con batines
bordados y zapatillas. El mayor está pálido y tose encogiendo el
pecho, el otro se pone a darle cuerda al reloj de pie con esfera de
esmalte donde luchan dos ciervos. Tiene las uñas negras.
¿Cómo te llamas, hija? dice la baronesa.
Menchu.
Te llamaremos Carmen.
Más abajo de los faldones del batín, las piernas de los
señoritos son del color de la cera. Menchu observa roña en los
tobillos.
Pareces muy formal dice la baronesa, mirándola
complacida. Quiero que sepas que estoy enferma de los nervios.
Más que una doncella, lo que necesito es una señorita de
compañía, una enfermera. Tengo unos parientes en el campo que
me traen mártir. ¿Te gusta ir en coche?
Sí, señora algo nerviosa de pronto, una uña entre los
dientes. El lazo rosa en el pelo, la rebeca de punto, la faldita
plisada, las hermosas rodillas todavía con polvo de reclinatorio. La
muchacha de la blusa negra con cerezas dentro.
No te muerdas las uñas delante de las personas, que hace
feo.
El señor se levanta adormilado y deja caer la revista y las gafas.
Voy a hacer de vientre, Elvira.
Al abrir la baronesa una caja de cigarrillos, sonaba lo de Isabel
y Fernando el espíritu impera. Casi todo lo que había en esa casa
fue comprado a bajo precio a dos amigos del señor, funcionarios
de la Oficina de Recuperación de bienes requisados por el
marxismo. Con el tiempo, Menchu también conocería a los
parientes de la señora.
El Haiga grande y perfumado como un cuarto de baño era un
Buick negro. Perlada su flamante carrocería de gotitas de rocío,
está estacionado en la era frente a una masía, en las cercanías de
Tortosa. Fuma Murattis el hijo mayor de la baronesa, los brazos
cruzados sobre el volante. En el asiento trasero y a través del
cristal empañado, Menchu contempla un paisaje de viñedos y
olivos.
Mamá y el payés tienen para rato dice José María
apeándose del coche. Ven a dar un paseo, gatita, este aire es
bueno para los pulmones.
Miraba ella con recelo las débiles espaldas del señorito, lo
seguirá hasta el olivar, aceptará un ramillete de margaritas, unos
achuchones y un beso en la boca con los ojos abiertos, tercamente
fijados en quién sabe qué, en un camino polvoriento por donde se
aleja un vagabundo con la abollada cantimplora balanceándose en
su cadera y lanzando destellos de sol. De pronto Menchu mira su
reloj y escapa corriendo hacia el coche, abre la puerta, coge el
bolso, saca un frasco de comprimidos y con él en la mano se
encamina presurosa hacia la masía.
No encuentra a nadie en el zaguán, gallinas picoteando
panochas de maíz, voces tras un portalón lateral, empuja y entra.
En medio del almacén conteniendo sacos de arroz, de alubias, de
patatas y garrafas de aceite de oliva que llegan hasta el techo, la
baronesa discute acaloradamente con el matrimonio de payeses.
Bajo los bordes de su abrigo de pieles asoman las katiuskas
enfangadas. Calla y mira con ojos furiosos a su doncella: ¿qué
haces tú aquí? Y Menchu, temblándole las piernas y con el
comprimido en la palma de la mano: Perdone la señora, su
pastilla de las cinco.
No siempre hay que verles encapuchados y empuñando las
pistolas, juntos y conspirando, consumiéndose en la llama de la
clandestinidad. También pasarían mucho tiempo solos dedicados a
hacer cosas normales sin riesgo alguno: el Fusam regando su
docena de tomateras agobiadas de hollín junto a las vías del tren
en Hospitalet, viendo saltar de algún vagón a una vieja enlutada
endiabladamente ágil y con la barriga como de nueve meses;
Palau duchándose en el lavadero de su casa del barrio de La Salud,
cantando y son, y son unos fanfarrones con una voz que ahoga las
quejas de su mujer en la cocina; el «Taylor» abrazando a su
Margarita en el interior de un coche negro con visillos, un
domingo soleado, perseguido por una nube de chiquillos; Navarro
echado en un catre del piso de Bundó, engrasando la pistola si
está solo, y si no charlando amigablemente con dos ancianas
solteronas; Jaime con su cuñado el cerrajero haciéndose lustrar los
zapatos en la boca del metro Liceo, viendo pasar mujeres
meneando el trasero, y Guillén viajando por comarcas con
artículos de perfumería, y Sendra con su mono de mecánico
echado de espaldas debajo de un Ford en el garaje de Bundó, pero
siempre de noche, él era el más prudente. Pacíficos ciudadanos.
Esos períodos de inactividad acaban por excitarles aún más y
entonces las reuniones degeneran en discusiones hasta el
amanecer. Inevitable, por otra parte: han militado en distintos
partidos y se echan mutuamente en cara el haber sido de éstos o
de aquéllos. Pasaría fugazmente por el grupo un madrileño
formado en las juventudes libertarias de la Colonia Aymerich, un
muchacho temerario que ya había conocido los sótanos de la
Dirección General de Seguridad y que Sendra devolvió a Toulouse
al cabo de tres semanas. Navarro lo lamentó: Era un buen
elemento. Y su padre también, lo conocí en Montpellier.
Un tontolculo Palau riendo. Su padre fue uno de los que
fusilaron al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles. Ja. Una
lumbrera, vaya. Como tú, Navarrete.
Riendo la broma el «Taylor», sudando bajo la luz de la
bombilla, consultando un plano de las afueras de Barcelona, Palau
sentado en la silla plegable, los pies sobre la mesa y engrasando la
Parabellum especial de marina. Navarro hacía el recuento de la
escasa munición. Al comienzo de este verano del cuarenta y
cuatro la base de operaciones era una fábrica de hielo
abandonada, en el Pueblo Nuevo. Gracias a Sendra, los contactos
con Toulouse se habían intensificado, pero seguían sin enlace en la
ciudad y sin consignas demasiado precisas. Aun así, Sendra volvía
de Francia cada vez más animado: Ni un tricornio por el camino.
¿Cómo está mi mujer? preguntaba Navarro.
¿Vendrá por fin otro grupo? decía el Fusam.
No creo que tarden, se están preparando muchos.
Esa noche que esperaban a Sendra en la fábrica, después de
tres meses sin reunirse, hablando del madriles se encresparon
otra vez los ánimos. A Palau le recordaron no pocas
contradicciones: ya en el treinta y cuatro tú y Ferrán quisisteis
impedir que quemaran la iglesia de tu pueblo, le dice el Fusam, el
pobre Ferrán cayó y tú te salvaste por piernas, ¿vas a negarlo?
Las monjas habían pagado ocho duros al incendiario.
Eres un cara, Palau. Aún me acuerdo de tus follones en el
SIM, emperrado en que soltáramos aquel viejo cura. ¿A cuántos
más ayudaste, y por qué?
Los curas que yo salvé habían votado la República dice
Palau. ¿Sabíais eso, carcamales?
Y a cuántos ricachos, cualquiera sabe insiste Bundó
tumbado de espaldas en un banco de madera, limpiándose las
uñas con un palillo. ¿Y cómo te lo han agradecido después?
No quiero su agradecimiento, quiero sus carteras. Vosotros
no podéis entenderlo porque sois unos faieros pegados a las
faldas de la Federica.
Palau, un día te van a arrear más hostias que las que hay
juntas en todas las iglesias, ya verás.
Todos los amiguitos del gran Durruti me la chupáis Palau
echando más leña, riéndose, invitando a soltar los nervios: quizá
era bueno para todo. Mejor estaríais en la covacha del marinero
y que os dieran la sopa por la gatera.
Dicen que se hace traer una ninfa de vez en cuando, pero
sólo para charlar Bundó bostezando al techo. El que se las tira
se ve que es su hermanito
Animal protesta Palau. Lo peor para Marcos no fue el
frente, sino aquí, con el viejo Artemi, con vuestras patrullas.
Alguien tenía que limpiar la retaguardia, ¿no? el Fusam.
Demasiada responsabilidad para un chico tan joven. Un
trabajo demasiado sucio para él. Animales.
Si todos hubieran hecho bien ese trabajo Navarro
mirándole torvamente hoy no estaríamos aquí conspirando y sin
un real.
Yo no hice la revolución por un real, faieros. Y basta de
charrameca, va.
Cuando llega Sendra se acaban las discusiones. Tras él viene
Jaime con una pesada maleta y un traje nuevo a rayas. Sendra
aplasta la colilla en el cenicero triangular de metal en cuyos
costados se lee Bar Alaska. ¿Quién ha traído eso?, chasqueando la
lengua. Pero cambia de tema cuando ve a Jaime bajar los ojos, y
dirigiéndose al «Taylor»: se llama Bernardo Nogueras, podéis
picarlo en la misma puerta de su casa, tú verás. El otro es un
comisario, cada día cruza la plaza Sagrada Familia a la misma hora,
con un ayudante. Yo me ocupo de él. Si Palau no puede, o no
quiere, que venga Bundó.
Si no es eso refunfuña Palau. Es que es perder el
tiempo. ¿Habéis oído ayer la BBC?
A ti lo único que te gusta es echar clavos en la carretera de la
Rabassada y parar coches dice Navarro. Porque es más
rentable. Yo voy contigo, Sendra.
Quieto, pavero entona Palau. Voy yo, que no se diga.
Muchachos revolcándose en la hojarasca de plátano
amontonada en la acera de la calle Sicilia. Cae una fina llovizna. El
Studebaker marrón con parches de pintura calabaza viniendo de la
calle Córcega se dispone a cruzar la plaza Sagrada Familia. Una
vieja frota las narices de un niño con su delantal, bajo un paraguas
negro, retrocede asustada, levanta la vista al rugir a su lado el
Ford tipo Sedán con cuatro puertas, que gira trabajosamente
bordeando la acera.
Al volante el Fusam, Sendra y Palau en el asiento trasero. De
prisa, silba la voz de Sendra, venga, que se te cala. Al pasar el
Studebaker, el Ford acelera girando y el vapor que suelta el
radiador cubre un momento la visión de Palau a través del
parabrisas. Apenas distingue a los dos ocupantes: uno
conduciendo tranquilo, hablando, el otro a su lado husmeando
repentinamente el peligro. Le crece de pronto la joroba al Fusam
al dar un golpe de volante y pegarse al flanco del otro coche,
chirrían las ruedas, Sendra se asoma a la ventana con la metralleta
y dispara. Saltan rotos los cristales del Studebaker, mientras Palau
agazapado en el asiento trasero vacía la Parabellum en las cabezas
ya abatiéndose a menos de un metro.
El Studebaker se dispara sin dirección trotando sobre el
bordillo, zigzaguea ganando velocidad sobre la alfombra de hierba
y estrella el morro contra el tronco de un árbol. Una puerta
delantera se abre sola, en los asientos yacen dos hombres con la
camisa azul empapada de sangre.
Dormía hasta muy tarde la baronesa. Su marido había hecho
instalar un teléfono blanco en el cuarto de baño y cada mañana
despachaba algún asunto urgente sentado en la taza del water. Su
voz congestionada de placeres intestinales salía por un ventanuco
cruzando el patio interior y llegaba a oídos de la doncella que
preparaba los desayunos en la cocina. Después, el señor se iba a la
imprenta con el lujo mayor. Ganaba mucho dinero imprimiendo
en exclusiva las cartillas de racionamiento, pero doña Elvira nunca
quiso renunciar a sus trapicheos con artículos intervenidos. Aquel
otoño regaló sus katiuskas a la doncella.
Al mediodía la baronesa se aburría e inventaba actividades.
Carmen, vamos a hacer limpieza en el desván. Debajo de
una densa trama de telarañas y polvo, detrás de un somier, había
pilas de viejas revistas y la colección completa de Crónica hasta
julio del treinta y seis. Hojeó una revista la baronesa con mueca de
asco, le saltó a las narices el olor agrio de las páginas muertas, la
vaharada plebeya de aquel Madrid republicano y ruidoso lleno de
cafeterías, con populares bailes-taxi y concursos de mises
chabacanas, modistillas vociferantes y obreros huelguistas,
merendolas en la Casa de Campo, vedettes con los pechos al aire y
Escuelas Socialistas de Verano.
Al primer trapero que pase le das toda esa porquería.
Sí, señora.
Contratados por los payeses de la masía de Tortosa, los
proveedores transportan el género en tren, pero sólo hasta las
cercanías de la estación de Hospitalet. Pobre gente necesitada,
mujeres enlutadas que corren angustiadas a lo largo de los raíles
empujando fardos que ruedan por el terraplén. De noche, en una
vieja torre alquilada y convertida en almacén, Menchu sentada en
una mesita anota las entregas en una libreta. Sacos portados por
hombres y mujeres que cobran lo convenido: cincuenta pesetas
por cada 150 kilos, más gastos de viaje.
Comprobaba el peso de las entregas el hijo tuberculoso de
doña Elvira: Faltan diez kilos, Petra. Ya es la tercera vez.
Se lamenta la embarazada, tuvo que dejar abandonados los
sacos varias horas junto a la vía, los niños se llevarían unos
puñados, o los mismos civiles. Le digo la verdad, señor, apiádese
de mí, son ocho bocas que me esperan en casa. Viajando
peligrosamente en sucios trenes con fardos ocultos bajo los
asientos, una pobre fregona viuda, con un hijo enfermo de sarna,
compadézcase, señorito.
¡Mientes, bruja! el revés del hombre deja una estrella de
sangre en los morros de la mujer, la nariz como una cañería
reventada salpicando el empapelado con flores de lis y la ventana
clavada con tablas y listones. Menchu quiere interceder en su
favor, pero el segundo manotazo levanta los negros faldones y
deja el refajo al descubierto, las cuerdas enrojecidas casi invisibles
entre los pliegues de la carne en la cintura, sosteniendo una
barriga preñada de saquitos de arroz, harina y carne de cerdo. ¿A
quién querías engañar, vieja puta?
Por favor, José María interviene Menchu bajando las
faldas de la mujer. Deja que se vaya.
No consiento que me roben.
El roce de las cuerdas, después de tantas horas, había
despellejado la cintura: de sus muslos escurrían hasta el suelo
gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces
rojos. Caía blandamente entre sus piernas abiertas un bulto liado
con una húmeda arpillera, que apenas tuvo tiempo de sujetar con
las manos.
Secaba la baronesa sus lágrimas de risa en la espuma de un
pañuelo de brocado, rodeada de señoras. Cierto rumor insistía en
que no era baronesa ni lo había sido nunca, que era una lagarta
escapada de una familia de medio pelo. El salón lleno de invitados,
candelabros de plata con velas negras sobre el blanco mantel del
buffet. Vestidos de seda, pieles, alhajas, labios y uñas de rojo
púrpura. En profundas butacas de un violeta encendido, tres
caballeros hablan de gasolina. Portando la bandeja airosamente la
doncella circula entre almacenistas orondos y chistosos, agentes
de la fiscalía de tasas, presidentes de gremio, fabricantes de papel,
propietarios de fábricas-fantasma, funcionarios de Abastos,
fulanas de lujo y proveedores de Hogares de Auxilio Social. Alaba
una ajamonada vicetiple del Paralelo la originalidad de la
anfitriona en todas sus cosas.
La felicitación de la baronesa a sus amistades en esta Navidad
de 1944 ha sido una lata de cinco litros de aceite puro de oliva
adornada con una cinta roja y gualda, los colores nacionales.
La doncella se aleja presurosa por el pasillo hacia la cocina, en
los hoyuelos de sus altas nalgas se adhiere un cariño de satín
negro mientras ríen en la sombra los amigos del señorito José
María, ya un poco borrachos. Un brazo masculino sale disparado
detrás de una armadura y enlaza a Menchu por el talle
atrayéndola hacia el cuarto oscuro donde brilla la ceniza
encendida de tres puros habanos y tres sonrisas socarronas. Feliz
año, negra, susurra la voz en su oreja, aquí tienes un regalito,
mientras el frío metálico de una cruz de rubíes se desliza entre sus
pechos.
Sendra exigiendo el control de todas las operaciones,
prohibiendo cualquier iniciativa al margen del grupo.
Terminantemente. Sin embargo, en este mismo momento, en el
vestíbulo del cine Kursaal, en la Rambla de Cataluña, los ojos de
Palau bajo el ala ladeada del sombrero siguen de refilón al hombre
con traje cruzado azul marino que se dirige a los lavabos. El
hombre camina balanceando los hombros mientras se quita unos
guantes grises. Su mujer le espera espejito en mano, retocando
sus labios brillantes con la barra de carmín. Lleva un casquete de
perlas en la cabeza.
Clavaba en sus riñones el cañón de la Parabellum. A veces
podía observar cómo se les encogía en la bragueta abierta, como
se meaban del susto los pantalones al decirles chitón, no te
vuelvas, no me mires. Siempre en su espalda, le quita el reloj, la
cartera, el solitario, moviendo las manos con endiablada rapidez.
Cuando me vaya espera cinco minutos, le dice, si no te jodo vivo,
facha, que te conocemos, a cuántos has denunciado hoy. Y allí lo
deja temblando, sale al vestíbulo abrochándose la bragueta de
espaldas a la dama, simulando un rubor y un respeto, sonriéndose
para sí con sus dientes de caballo.
Empiezo a estar harto de fechorías de este tipo Sendra en
la base del Pueblo Nuevo, golpeándose la palma de la mano con el
periódico enrollado, sin mirar a nadie pero sabiendo todos por
quién habla. Aquí nadie tomará iniciativas o acabará en la
cuneta con un tiro en la nuca, yo no tengo manías, ya me
conocéis. A mi lado no hay sitio para carteristas ni chorizos,
¿estamos?, y si alguno quiere arreglar cuentas con un facha, que
espere tiempos mejores, como hago yo.
Jaime Viñas mira en silencio a Palau, que está sentado
hurgándose los dientes con un palillo. Navarro y Bundó
intercambian una mueca de aprobación. Y no vale la excusa,
añade Sendra, de querer llevarle unos duros a la mujer de Lage o a
la viuda de fulano o de mengano. De eso ya se ocupa la
Organización. Palau se sonríe por debajo de la nariz aguileña: je,
je, el Socorro Rojo paga más puntual y mejor, le dice Guillén en
voz baja.
De pronto Sendra se vuelve y me mira, un poco abatido: ¿Y
tú por qué has salido esta noche? ¿No quedamos en avisarte si
hacías falta? ¿No sabes que al Artemi lo están apalizando cada día
y si canta estás perdido? Anda, vete
Espera. Ya que estás aquí,
come algo.
No hay Dios que te entienda, Marcos dice Guillén.
¿Quieres que nos piquen a todos por tu culpa?
Palau parece pelearse con la Parabellum encasquillada:
Merda, mi santocristo gros ya no funciona. Un día nos van a freír
a todos. Sendra, en la próxima excursión que hagas a Francia a ver
si me traes una buena Thompson.
Piensa en un automóvil largo y silencioso como una oruga
deslizándose lentamente junto al bordillo de la acera. A unos
cincuenta metros, aquel obrero de cara renegrida que olerá a
alpargatas viejas cuando suba al coche, maneja rápido la brocha
sobre el muro exterior de la iglesia de Pompeya. A su lado hay
otro que le sostiene el bote de alquitrán y un tercero vigila la
esquina, la acera desierta de la Diagonal hoy mal llamada Avenida
del Generalísimo Franco con las farolas que parpadean. Sobre la
misma araña pintan el muera. El viento de febrero hace temblar
las pantallas de luz sobre el asfalto, el monumento a la Victoria de
la plaza Cinc dOros parece moverse. El Wanderer negro remonta
velozmente la desierta Vía Augusta a las tres de la madrugada. Sus
ventanas laterales arrojan a la noche cientos de octavillas blancas
que se balancean antes de posarse en la acera. Casi a la misma
hora estalló un plástico de escasa potencia en el monumento a la
Legión Cóndor. ¿Qué? Pues nosotros no hemos sido le dije, y
ella no acababa nunca de quitarse las katiuskas, las medias, la
blusa. Sería el Quico, a lo mejor ya ha llegado. Pandilla de
locos. ¿Por qué vas, por qué no te olvidas de ellos y sus pistolas
para siempre? No llores, puñeta, no me arriesgo nada, sólo pinto
letreritos de mierda y reparto octavillas.
Letreritos, petarditos y pollas en vinagre, eso se burlaba
siempre Palau, esta vez acodado de espaldas a la barra del Cosmos
. Y mientras de qué se come, ¿eh? Mucho carnet y mucho viaje
a Toulouse de Ramón y Sendra, ¿y qué? Eso les dije, Mianet, tú ya
me conoces. Tómate otra leche con veterano, coño, te invito.
Cabeceaba el viejo sobre la caja de baratijas colgada al pecho.
Una furcia barriguda, embutida en una falda estrecha con la
cremallera del costado rota, mueve las fláccidas nalgas delante de
ellos. Palau entrega al Mianet una cajita de cartón en forma de
plumier.
Mira si lo vendes todo. Menos el escorpión de oro. Me lo
regaló una fulana de postín en el Ritz. Quiero que me lo cuelgues
en uno de tus nomeolvides y hagas grabar el nombre de
Margarita, será mi regalo de bodas.
¿Se casa el «Taylor»?
Sí, abuelo. Cómo pasa el tiempo.
Estaría bien que los casara Ramón, ¿no?
Palau se ríe fijando, parando y atrayendo la mirada risueña de
la furcia.
Amasaban el plástico un poco a regañadientes. Actuaban como
drogados, como juramentados, apretando los dientes con un
sabor de hierro en el paladar. Sobre sus cabezas, la estatua de la
Victoria recibía ráfagas de viento y llovizna. Luego, mientras el
automóvil se aleja por la Diagonal hacia Pedralbes, a los pies del
monumento surge una llamarada roja sin estruendo, un
resplandor desdoblándose en el asfalto mojado seguido de un
humo espeso.
Llufa diría Palau subiendo el cristal del coche. Si es que
esto no puede ser, collons, ¿que no lo veis que es una coña, esto?
Doce horas después, Sendra cubría en tren el trayecto
Barcelona-Berga. Pernoctaba en la masía donde el enlace tenía un
depósito de ropas para montaña y armas. El enlace era un tipo con
la cara marcada que Sendra no conocía. Estaba allí para recoger
fondos y llevarlos a la Central de Toulouse. Pero esta vez Sendra
no iba a entregar dinero, sino a pedirlo.
Os estáis durmiendo, los de la ciudad dice el otro. El
dinero que se consigue aquí no se puede tocar. ¿Crees que nos
jugamos la piel limpiando las masías para que luego vosotros os
llevéis los cuartos?
En Barcelona tenemos otras necesidades.
Lo supongo. Te aconsejo que vayas a la Central y hables con
Palacios. No puedo ir contigo, pero he oído decir que conoces la
ruta mejor que nadie. No vayas por Andorra, La Molina está
infestada de civiles, utiliza la ruta de Guardiola. En Perpignan verás
a Martí.
Seguía camino al día siguiente equipado con botas de
montaña, cazadora de cuero, camisa caqui, gorra, macuto, los
prismáticos y la Thompson del 45. En Perpignan recibe el encargo
de llevar a Toulouse unos papeles con el trazado de varias rutas a
seguir desde Andorra y Perpignan cruzando los Pirineos, donde
nuevas bases de masías y refugios quedaban ya señaladas. Bueno,
y qué. Llevó también documentación falsificada con los datos
personales en blanco, para los componentes del nuevo grupo que
se prepara para venir a Barcelona
Y qué, Sendra, le dije, qué esperas conseguir con todo eso, y
me tronchaba al pensar en ello después, al entrar en la habitación
del meublé. Ella, descalza, luchando con su cremallera atascada en
la arqueada cadera, dijo de qué te ríes, moreno, cómo te llamas, y
perdona, pero una nunca sabe a quién tiene entre las piernas. La
pobre todavía me está esperando: le digo voy al pasillo a saludar al
camarero que es amigo mío, y salgo, y oye: perfecto, chico, no
puede fallar: son seis, más uno en conserjería y creo que otro para
el servicio de bar. Y la clientela, forrada. Lo tengo planeado al
minuto y no puede fallar. ¿Qué, te animas, marinero?
Sendra te dirá que no, Palau.
Te equivocas. Ya dijo que sí. ¿O pensabas que sería un
idealista toda la vida?
8
Visitaba regularmente a la viuda Galán en su piso del Ensanche
para hablarle del reuma de la abuela y la medicina que necesitaba,
o para informar sobre la marcha de las pesquisas, y siempre le
sacaba alguna peseta o una tableta de chocolate. A cambio tenía
que ofrecer patrañas. Un día a mediados de diciembre ella lo
recibió acompañada de varias señoras devotas que empaquetaban
alimentos destinados a la Navidad del Pobre, la gran fiesta
parroquial que este año se celebraba por vez primera. Presidía la
viuda en el salón una larga mesa llena de rollos de papel de
embalaje y botes de leche condensada, y adornaba con lazos de
cinta azul los lotes ya preparados. Acércate, hijo, ¿quieres un poco
de turrón? El trapero, de pie entre aquellas vitrinas con miniaturas
y aquellos lentos relojes musicales, rendía cuentas ambiguamente,
procurando que su voz se confundiera entre los afables cacareos
de las damas benefactoras: estoy sobre la pista, doña, ahora sí.
Eran patrañas inventadas por él y por Sarnita al alimón, en la
trapería: he sabido que estuvo haciendo la mala vida en una casa
de ésas, podemos decirle de momento, me lo dijo la criada de la
baronesa el otro día que me vendió un saco de revistas viejas,
trabajaba en la Madame Petit, perdone la señora, pero así se
llama la casa de meucas, parece que allí la chica era muy popular
por lo bien que hacía el baño María, ¿se lo explico?, como quiera,
a lo que iba: que luego la vieron de camarera en un bar del
Paralelo, le dices, quería regenerarse, sí, bueno, para que luego se
fíe uno: resulta que la dueña del bar acababa de echarla a la calle
a patadas, ¿sabe por qué?, no por robar, no, no por gandula ni por
piojosa, que parece que lo es un rato, tampoco por vender jabón
de estranquis a las artistas del Cómico: por liarse con su marido,
ésa no pierde el tiempo, doña, le dices, aunque la verdad, la dueña
y su marido tampoco es que sean marido y mujer, al parecer viven
reajuntaos, con perdón, pero qué cuadros se ven yendo de casa en
casa, doña, qué líos. Ésa no respeta nada y se da buena maña para
engatusar y escurrir el bulto, es una elementa de cuidado, de
todos modos ya tengo otra pista, lo malo son los gastos, doña, se
me va todo en tranvías y cafelitos y propinas
Fue aquel diciembre helado que tantas veces arrojó a los niños
kabileños al brasero de la trapería, al calor animal que persistía en
los rincones donde trabajaba la vieja Javaloyes con sus tufos de
caliqueño y rodeada de sacos y pilas de trapos. Muchas tardes, al
entrar, veían a Sarnita casi enterrado en la montaña de papel y en
plan de confidencias con Java, instruyéndole: esta vez atacas a
fondo, vas y le dices: doña, sé de buena tinta que podría ser una
que ahora vive en el Ritz en plan de fulana de un concejal, eso me
han dicho, se hace llamar por otro nombre y se ha teñido el pelo,
asunto delicado y pies de plomo por respeto a la autoridad: que
estás a punto de pillarla pero tienes muchos gastos esperando
siempre la ocasión de verla salir sola plantado en el bar frente al
hotel, o al seguirla en taxi, y no hablemos de los invites a la furcia
amiga suya que es la que me ha puesto sobre la pista, le dices, la
que me advirtió cuidado que ahora está muy bien relacionada y
recibe a gente de postín, nada menos que al empresario del Tívoli
y a un coronel y a la vedette Carmen de Lirio. ¿Que si es verdad
que se entienden?, todo el mundo en Barcelona lo sabe, doña,
hasta los estudiantes, él le manda joyas cada semana y entra y
sale de amagatotis, y no te cuento más, nene, que no es apto. Así
le dices que te dijo, no seas tonto, legañoso, tú procura alargar el
cuento y que no se acabe, ir tirando de la rifeta. Y que es mucho el
gasto y no me iría mal un anticipo, doña, ahora sí que tengo una
buena pista, pero veremos, la muy zorra se las sabe todas, yo hago
lo qué puedo
La verdad, nunca la dijo. Ni el mismo Java la sabía. La verdad
era todavía, lo mismo que en sus aventis, aquella turbia materia
que no conseguía elevarse, desprenderse del fondo de la historia.
La señora Galán lo miraba fijo, sonriendo con un poco de tristeza
pero muy fijo, como una serpiente encantada: daba la impresión,
mientras escuchaba el enrevesado informe del trapero, de esperar
un descuido del chico y al mismo tiempo no creer en absoluto que
se produjera: si bien debía intuir que Java no decía la verdad, de
algún modo también sabía que no mentía, quizá incluso que se
quedaba corto. Su mano sonrosada y olorosa abría el bolso negro
antes que él terminara, mucho antes que se le trabara la lengua, y
sus ojos cansados parpadeaban en su remoto azul, decía está bien,
hijo, la mano buscaba nerviosa unas monedas, toma y no lo
malgastes, dáselo a tu abuela.
Así que vida de mantenida y por todo lo alto, por ejemplo: una
fulana instalada en una habitación del hotel Ritz con perritos de
lujo y salto de cama transparente, con chófer y peluquera y joyas,
pasando de los brazos de un estraperlista adinerado a los de otro,
y luego más tarde por ejemplo: un pisito en el Paseo de San Juan
con cortinas de cretona, biombo, bidet y mueble-bar, ¿de
acuerdo? Alternando con nuevos ricos en los palcos del Liceo y del
campo del Barca, seguramente liada con el presidente del club:
siempre en lo más alto, con los que tienen cogida la vaca por la
mamella
Mentira, tenía que ser todo mentira: cada vez más
tirada en el arroyo, más famélica, más podrida de sifilazos, más
solitaria y enferma de aquel terror, una triste meuca de barriada
pobre que nunca haría carrera, seguro. Verdaderamente una puta
vida la suya, dondequiera que se esconda y esté en la cama de
quien esté, decía Sarnita, pero ojo, así no hay que presentarla
nunca porque entonces no hay color, chaval, no hay historia.
Incapaz de alejarse totalmente y para siempre del barrio y de su
vida pasada, aunque mil veces se lo prometió a sí misma, vuelve
algunas noches para deslizarse como una sombra en el cine Verdi
o en el Roxy, porque no puede evitarlo, porque ella creció en estas
calles y ese rumor de vecindad es lo único que debe quedarle, ese
prehistórico chirrido de tranvías y esos silbidos de afilador; tal vez
por nostalgia de la inocencia perdida, por estar de vez en cuando
cerca de la Casa de las huerfanitas de donde salió un día para no
volver. Así hay que pintarla ante la doña: vivita y coleando,
siempre al alcance de nuestra mano pero sin pillarla nunca, y así
podrás ir tirando de la rifa, no seas tonto. Y que esa noche por fin
diste con ella tirada en la acera del bar Continental, borracha y con
la cabeza rapada, desconocida, hecha un callo, venérea del todo,
chico. Pero se te escapó: aún tienes que encontrarla dos veces
más y volverla a perder, no te me pongas nervioso, legañas, todo
está calculado para que resulte confusa la historia y clara la pena.
Antes, en el otoño, cuando los niños kabileños empezaron a
frecuentar la Parroquia siguiendo el ejemplo de Java, cuando ya
iban siendo amigos de las catequistas e incluso de Susana, que se
había apuntado al Cuadro Escénico, y todo el mundo era bueno
con ellos y podían jugar al ping-pong y cantar en el coro, les
pareció de pronto que sus salvajes aventis se deshacían en una
bruma de ensueño. El cariño y la generosidad que les dispensó la
Parroquia fue como descubrir un nuevo mundo. Pero aquella
piadosa semilla de bondad no podía fructificar en la tierra baldía.
El Tetas estrenó un jersey de Auxilio Social, a rombos negros y
marrones, pero le seguían supurando los oídos. Luis escupía
sangre. Con los primeros fríos llegaban siempre las guerras de
piedras, la primera de la temporada fue una de las más
sangrientas que hubo nunca en el barrio y coincidió con noticias
frescas de Ramona.
Todo empezó una tarde que Sarnita montaba su parada de
tebeos usados en la plaza del Norte, en la acera de Los Luises
donde un ciego vendía cupones sentado en una silla de tijera. Los
chicos de Los Luises le daban a una pelota de trapo y levantaban
mucho polvo. Era un día de viento y él buscó piedras para sujetar
los tebeos. Al poco rato llegó Luis con la merienda bajo el brazo y
un montón de Merlín y Jorge y Fernando: Java tiene otra pila de
Tarzán, dijo, acaba de conseguirlos a peso de papel, que vayas por
ellos ahora mismo. Parecía muy cansado y respiraba mal, Sarnita
le prestó sus juanolas, luego se fue a la trapería y Luis quedó
vigilando la parada de tebeos, sentado con la espalda contra la
pared. Empezó a toser, abrió la cajita de juanolas y se echó cuatro
a la boca. Vendió un almanaque de Jorge y Fernando por veinte
céntimos y cambió un Flash Gordon viejo por dos novelas de La
Sombra sin cubiertas. La Sombra le gusta a Sarnita, pensó, estará
contento. Algunos sólo se acercaban a curiosear, salían de los
Hermanos y del colegio Divino Maestro. Sentados en un banco de
la plaza, unos hombres con boina conversaban mirándose
obstinadamente los pies, vistos de espaldas parecían no tener
cabeza. Uno de ellos, apretándose el vientre como si acabara de
recibir el impacto de una bala perdida, se dobló repentinamente
sobre sí mismo y cayó de bruces sobre el polvo. Dos Hermanos
que jugaban al fútbol con las sotanas arremangadas lo atendieron.
Veinte iguales para hoy, cantaba el ciego, sale hoy. Cruzó por el
centro de la plaza una mujer con turbante blanco y gafas negras
meneando las caderas. El viento silbaba entre las ruinas de la
fábrica de tintes de la calle Martí y azotaba el laurel asomado a la
tapia de los Salesianos. Rodando entre el polvo, la portada azul de
la revista Signal con aviones Messerschmitt cayendo en picado se
enredó en los pies de Luis, que tosía con la merienda en la mano y
sin haberla probado: media barrita de pan partida y dentro un
taco de membrillo duro y negro como la pez. Cuando se disponía,
suspirando, a hincarle el diente, vio a tres elementos que
avanzaban hacia él con aire de pistonudos. Llegaron y manosearon
los tebeos pero no compraron ninguno. Se juntaron dos más de
Los Luises esgrimiendo raquetas de ping-pong, y luego otro que
Luis reconoció: era del Palacio de la Cultura y llevaba una caja de
zapatos con gusanos de seda y hojas de morera. Desbarataron la
parada y rompieron una cubierta de X-9. Luis dejó a un lado la
merienda. El de los gusanos, de pie, las piernas muy abiertas, le
desafió: ¿Quién le rompió el brazo? ¿Quién de vosotros le dio la
paliza, kabileño de mierda?
¿De qué me estás hablando, capullo?
Lo sabes muy bien.
Vete a la mierda, mamón.
Sois la purria.
Sentado sobre los talones, oscilando, Luis empujó al que tenía
más cerca y le arrebató el tebeo de las manos. Chaval, dijo, se está
rifando una hostia y tienes todos los números.
Acaba de pasar tu madre camino del cine Bosque sonrió el
otro aviesamente. ¿Sabías que trabaja en la última fila del
gallinero?
Esta furcia no es mi madre.
Lo es, y hace pajas y tiene una cicatriz en la teta. Luis
parpadeó sorprendido, olvidando momentáneamente las ganas de
follón del enemigo.
¿Una cicatriz? dijo. ¿Estás seguro? ¿Ésa que acaba de
pasar tiene una cicatriz en el pecho
?
No le escucharon. Le pisotearon la parada. De un manotazo,
Luis tiró al suelo la caja con los gusanos, llévate esa porquería,
mariquita, dijo, largo o te hostio. El otro avanzó un poco más, sus
secuaces le siguieron.
No tienes derecho a hablar, tuberculoso de mierda. Y tu
padre está en la cárcel.
Una sonrisa primaveral afloró en la pálida boca de Luis, su
pecho se infló.
Porque se puede.
Por rojo. Por eso está. Y tu madre hace pajas en el cine por
una pela, todo el mundo lo sabe.
Luis se levantó apretando los puños. Una mueca dolorosa
sustituyó la sonrisa.
Repite eso.
Tu madre es una pajillera.
La tuya, hijoputa.
Se lanzó de cabeza a la bragueta, el otro aulló a las nubes.
Rodaron por el suelo. Los demás se abalanzaron sobre él y le
hicieron soltar la presa, la carne en la que ya clavaba las uñas y los
dientes, y le patearon las costillas, le retorcieron el brazo y lo
acogotaron de morros en la acera. Con el canto de las raquetas le
dieron en la nuca y los flancos. El ciego orientaba su cara de palo
en la dirección de los golpes, sale hoy, decía. En el centro de la
plaza el partido no se interrumpió. Los hombres sentados en el
banco miraban la pelea con húmedos ojos de pólvora, y ninguno
se movió, ninguno fue a separarlos.
Esto por lo que le hicisteis a Miguel decía el que llevaba la
voz cantante, pateándole: Y esto, Y esto.
Cuando lo soltaron quedó a gatas, sorbiéndose el labio partido
con la lengua, tosiendo. Recogió los tebeos destrozados y los
restos de la merienda. Le vino el vómito y se tapó la boca con la
mano, la sangre caliente se escurrió entre los dedos.
Se fue corriendo a la trapería, quería decírselo a Java: la han
visto en el cine Bosque, han tocado su cicatriz, tiene que ser ella.
Antes de llegar, en la fuente de la calle Camelias esquina Escorial,
metió la cabeza bajo el chorro de agua, le volvió la tos y le dolía
tanto el pecho que tuvo que apoyar la espalda contra la pared. Su
respiración era como un fuelle, y pálido, con los ojos desorbitados,
no vio ni pudo responder a alguien que se paró a preguntarle qué
tienes, hijo, por qué no te vas a tu casa. Era una vieja desgreñada
con zapatos de hombre. Una flor de sangre emborronaba los
labios de Luis. Con los ojos cerrados se dejó acariciar la cabeza por
aquellas manos anónimas, se dejó reñir dulcemente, han insultado
a mi madre, dijo, hasta que la vieja lo dejó y siguió su camino
mascullando roncas contrariedades. Luis llegó a la trapería y contó
lo ocurrido en la plaza del Norte a Java y a Sarnita. Estaba también
Amén, al que Java envió corriendo en busca de los demás: primero
ajustaremos cuentas con esos mariquitas, luego veremos si es
verdad que era ella. Media hora más tarde estaban todos en la
plaza del Norte con las bufandas cruzadas sobre el pecho como
dos cananas y los bolsillos llenos de piedras, pero ellos ya se
habían ido al solar de Can Compte en busca de municiones. Allí los
pillaron. Atacaron a pedradas y los vieron huir sin poder coger ni
uno; reaparecieron más tarde con refuerzos de Los Luises y la
batalla se prolongó hasta la noche por las calles Alegre de Dalt,
Balcells, Paseo del Monte y Martí, junto a la clínica del Remedio,
cuyas altas tapias estaban erizadas de afilados cristales de botella.
Los vecinos cerraron ventanas y balcones, fue una de las guerras
de piedras más sangrientas que se recuerdan. Sarnita recibió una
pedrada en la frente y llevó la cabeza vendada durante un mes.
Amén se descarnó una rodilla y Martín se torció un tobillo. El que
salió peor librado fue Mingo: al saltar la tapia de la clínica resbaló,
se le enganchó el pantalón en los vidrios y quedó un instante
colgado, agarrándose donde pudo; pataleó, dio un tirón para
soltarse y le vieron quedar colgado con la muñeca clavada en un
trozo de vidrio como un estilete, que al fin se partió. Brotó tanta
sangre que pensaron que se había cortado las venas. Lo llevaron a
un dispensario y en el taller de joyería donde trabajaba tuvieron
que darle de baja, ahora iba con el brazo en cabestrillo y la frente
vendada: una jeta de chico de película, unos aires de El prisionero
de Zenda herido. Se aburría fuera del taller y por hacer algo
acompañaba a veces a Sarnita en su recorrido por las tabernas
vendiendo sortijas de hueso y postales de artistas de cine.
Por su parte, Java fue varias veces al cine Bosque con la
esperanza de encontrar a Ramona, pero sin resultado. Un
domingo a media mañana, Mingo llegó a la trapería muy excitado:
ayer en el bar Viadé, explicó, un tipo que se conoce a todas las
furcias de todos los cines le había comprado una postalita en
color, aquélla de la rubia alemana con katiuskas y corpiño, dijo
que le hacía gracia que se pareciera tanto a una pajillera del
Bosque que él conocía. Tuve una corazonada, dijo Mingo, y le
pregunté cómo se llama. Ramoneta, dijo, se sentaba siempre en lo
más alto del gallinero pero no vayas que no la encontrarás, chaval,
últimamente se hace las matinales del Roxy. Entonces ocurrió que
en el bar estaba el delegado de Falange, el tuerto, siguió contando
Mingo, y me hizo la cusqui: tuve que devolver la calderilla y él se
quedó con la postal. ¿Quién te dio eso?, dijo, ¿no sabes que no
quiero que andéis por ahí vendiendo postales pornográficas? No
hago nada malo, camarada, le digo yo, son postales de la trapería,
artistas que no enseñan nada, sacamos unas perras para un
boniato. Pero el cabrón del tuerto me dice embustero y me suelta
una hostia que todavía estoy dando vueltas. Así por las buenas.
Me quitó todas las postales y me dijo no quiero verte más
comerciando con esa porquería en las tabernas o te hago encerrar
en el Asilo Durán. Eso fue anoche. Esta mañana voy a la matinal
del Roxy, y ahora viene lo bueno, Java, ¡porque allí está ella, en la
penúltima fila!
¿Seguro?
No la he visto bien la cara y lleva la cabeza liada con un
pañuelo, creo, pero, te lo juro, es ella. Con esta mano acabo de
tocar sus pechos bajo la blusa, la cicatriz.
¿En el izquierdo o en el derecho?
Mingo se quedó pensando, el brazo en cabestrillo, a ver, dijo,
se sentó sobre las revistas como en una butaca, alzó el brazo libre
y movió la mano en el aire sin mirar, como si removiera a ciegas
en un saco de manzanas, a ver, sí, era el izquierdo.
Una pela me ha cobrado añadió. Y lo hace de lo más
bien. Dame el pañuelo, me ha dicho, y al devolvérmelo, ¿cuánto?,
le digo. Una peseta. Y corriendo a avisarte, ni he visto la peli,
acababa de empezar.
Al sumergirse Java en la penumbra plateada vio a Arsenio
Lupin manejando una linterna eléctrica en el salón oscuro de una
lujosa mansión: guantes blancos, pañuelo de seda al cuello,
chistera ladeada sobre una ceja. La gran platea estaba casi vacía;
algunas parejas que se hacían arrumacos con las cabezas juntas y
algunos hombres diseminados, solitarios, envueltos en raídos
chubasqueros y bufandas. Hacía más frío en el cine que en la calle.
Dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad, de pie en lo alto
del pasillo, buscándola. En las últimas filas, varios pares de ojos
brillaban como ojos de gato hambriento, recibiendo el resplandor
intermitente de la pantalla; una que comía un bocadillo le siseó,
otra se había dormido con la cabeza sobre el pecho: el pelo muy
corto, gafas oscuras, una blusa lila con hombreras torcidas, como
mal colgada en una percha. Se sentó a su lado con silenciosos
movimientos de felino y se deslizó la mano en el escote de la
blusa. Ella respiraba pesadamente como en un mal sueño, una
bolsita de caramelos en el regazo. Conservaba bajados los tirantes
del sostén y una ternura caliente entre pecho y pecho. La mano de
Java ciñó el izquierdo, pequeño y tibio, y los dedos buscaron la
cicatriz, aunque no hacía falta: acababa de reconocerla a pesar del
nuevo corte de pelo, el turbante y las gafas.
Qué sueño, hijo murmuró despertando, todavía sin fijarse
en él pero ya depositando en su bragueta una mano que parecía
tener vida independiente de su voluntad y de su cuerpo, ingrávida,
solícita, viendo a Arsenio Lupin inclinarse muy gentil y elegante
ante una dama de luminosos hombros desnudos. Entonces se
volvió y lo miró: un sobresalto. Vaya.
Retiró la mano pero Java se la volvió a coger, atrayéndola.
Ramona se quitó las gafas negras para verle mejor.
Espera miró en torno con ojos de pantera acorralada
mientras su mano permanecía sobre la sensible carne de él, que
ya percibía los golpes de la sangre.
Pasaba por aquí y entré dijo Java, ladeado en la butaca y
besando su cuello. Qué casualidad, ¿no? Me alegro de verte, en
serio, me gustas, pienso en ti desde aquel día
¿Con lo mal que lo pasamos? ¿Me has mirado bien, rico?
¿Qué te gusta de mí?
Pensó confusamente, excitado: aquellos temblores de la
pelvis, aquel entrechocar de dientes, aquel acurrucarte a mi lado
como un perro dócil y asustado.
Tus pechos dijo. Me gustan mucho tus pechos.
Ella se rió suavemente.
¿Qué dijo de mí el mirón? Supongo que se le pasarían las
ganas de volver a ocuparme.
Ya te dije que nunca hablé con él.
Me has seguido. Me buscas para llevarme otra vez allí.
¿De quién te escondes, por qué tienes miedo?
¿Quién, yo? Qué gracia. Ves demasiadas películas, niño.
¿Pues por qué no repetimos, en aquella cama
?
No me acaba de gustar esa clase de trabajo.
Tampoco has vuelto por el bar Continental. ¿Por qué?
Me convenía un cambio de aires estaba rígida, apresada
en sus rápidas deducciones, pero su mano reaccionó en seguida.
Venga, no me entretengas. La película terminará pronto.
Su pensamiento estaba parado y lejos, seguramente mucho
más allá de la pantalla, pero su mano seguía accionando con una
precisión endiablada, movida por un mecanismo distante y a la vez
afectuoso. Java notaba el corazón de Ramona latiendo bajo los
costurones del pecho, y un leve cambio de ritmo en la respiración
de ella, y durante un rato lo olvidó todo: que la perseguían con
saña y odio y que él no sabía por qué, que no era una puta como
las otras, que tenía dos nombres y un miedo antiguo, un sudor de
desgracia inminente en la piel degradada.
En la pantalla unos chillidos de mujer, los faros de un
automóvil en la noche, parado en la carretera, y un hombre
asustado debatiéndose entre sus dos verdugos que lo sujetaban;
un tercero sacando la pistola del bolsillo y la mujer chillando no le
matéis, ése no es Arsenio Lupin, no le matéis. Y los tiros, dos, tres,
cuatro y el pecho agitado de Ramona bajo su mano encendida, el
corazón de la pajillera ahora retumbando. ¿Qué te pasa, mujer?,
no es más que una peli, y sus manos repentinamente en la cara
tapándose los ojos para no ver. Ya pasó todo, dijo él sonriendo,
¿no te gustan las de intriga?, pero ella siguió un buen rato
ocultando la cara en las manos y temblando. Java se quedó
parado, y sólo después, cuando ella reanudó las caricias, le dijo:
De mí no tengas miedo, Ramona, quiero ser tu amigo.
Yo no quiero amigos. Dame tu pañuelo.
Todavía no
Mira, mejor vamos a tu casa, ¿eh?
No tienes bastante dinero para eso.
Por favor. Me gustaría. Desde aquel día sólo pienso en ti, y
mira que he vuelto de veces con otras. No valen nada. Me he
enamorado de ti, Ramona.
Embustero. Que eres un criajo sonrió ella con cierta
dulzura por primera vez, mirándole a los ojos. Con un cuerpo de
hombre, pero un crío.
Me estimas un poco, a que sí. Te di gusto, a que sí.
La besó en los labios y ella cerró los ojos, recostó la cabeza en
el respaldo de la butaca con una mezcla de fatiga y
condescendencia y le dejó hacer. Java le subió la falda, ella abrió
las piernas. La música vibrante anunciaba el final de la película. Se
encendieron las luces: una quincena de espectadores de pie entre
las butacas, saludando la pantalla en blanco mientras sonaba el
himno. Java guardó el pañuelo en el bolsillo.
¿Lo ves, tanto charlar? Ramona mirándole de reojo, el
brazo derecho en alto. Abróchate.
Te acompaño, me voy contigo.
No hace falta.
Mira cómo me dejas. Por favor, quiero ser tu amigo. Te
gusto un poco, Ramona, no lo niegues.
Brazo en alto, con la mano abierta y extendida y formando con
la vertical del cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados. Al
terminar el himno, ella lo miró un segundo a los ojos como si
quisiera decirle algo. Luego se ajustó las gafas y alisó su falda.
No tienes para pagar una habitación.
Contigo no quiero ir a una habitación, quiero ir a tu casa.
Es una pensión, y allí no puede ser.
Entraré sin que me vean.
Que no.
Por favor.
La siguió por el pasillo y en la puerta del cine se juntaron con la
gente, iban apretujados y amodorrados, Java avanzaba tras ella
abrazado a su cintura, arrimado a sus nalgas, enardecido, la boca
pegada a su oreja: ¿verdad que trabajabas en un chalet de la calle
Camelias, hace años? Ella le devolvía el calor, el roce, la necesidad
de compañía: ¿por qué lo preguntas? Fue entonces cuando
Ramona apretó su mano en silencio y se volvió para besarle el
mentón. Eres un buen chico, dijo. Salieron a la plaza Lesseps
bañada por el pálido sol dominguero, Java quiso cogerla del brazo
pero ella no se dejó y estaba triste y contrariada. Repentinamente
el hambre le hizo a Java levantar los ojos al reloj de la iglesia, al
otro lado de la plaza: las doce y media. En la parada del tranvía,
una amiga de Ramona hizo señas con la mano y ella dijo me voy
con ésa.
Java no sabía qué hacer.
¿Por qué no te pasas un día por el Continental?
Porque no dijo ella. Adiós, me esperan.
Deja a tu amiga. Te invito a un vermut.
No seas pesado. Otro día.
¿Vienes cada domingo al Roxy?
Discutiendo aún, ella dejó pasar dos tranvías, pero el siguiente
lo pilló en marcha, se colgó del estribo dejando a Java con la
palabra en la boca. Él siempre creyó que quería deshacerse de su
presencia, peligrosa en algún sentido. No podía sospechar la visión
fugaz que había provocado su rápido y temerario salto al estribo:
una camisa azul junto al quiosco de periódicos. Java no se dio
cuenta hasta que el tranvía desapareció calle Salmerón abajo, con
ella iniciando un tímido saludo con la mano tras el cristal de la
plataforma trasera. Entonces, al volverse, le vio, pero no llegó a
relacionarlo con ella, oscuramente pensó ahí está el tuerto otra
vez reclutando chavales para los campamentos juveniles, y lo
olvidó en seguida: su mandíbula cuadrada y su parche negro en el
ojo, su libretita donde anotaba los nombres y los domicilios de los
chicos que lo rodeaban y lo escuchaban con mal disimulada
impaciencia por reanudar su interrumpido partido de fútbol.
No olvidaría, en cambio, el final de la conversación con
Ramona, poco antes de verla saltar al tranvía: ahorra un poco y
vuelve a buscarme, ahora no puedo permitirme hacer favores. Y
también: comparto la habitación con otra chica y empiezo a estar
harta del barrio chino, alquilan una en la calle Legalidad pero de
momento no me conviene. Y él: ¿no te conviene? ¿De qué tienes
miedo?, haciéndose el longuis, ¿por qué, has hecho algo malo?, y
como ella parecía sorda o se hacía la sorda, Java volvió a lo otro:
qué buena estás, cuándo te veré otra vez y no puedes dejarme así
con esta calentura
Pero me mudaré pronto, aún dijo como si no
hablara con él, y todo cambiará, esto no puede durar, alquilaré
una máquina de coser y probaré a trabajar de nuevo. Podrías
probar, sí, deberías probar, dijo él.
De momento seguía en el barrio chino: eso fue lo que más se
le grabó. La había tenido en las manos y se le había escapado.
Pero ¿no era mejor así, si quería seguir sacándole los cuartos a la
doña, como quería Sarnita? Se tomó su vermut, solo y pensativo, y
de vuelta a la trapería aún seguía mareado por el furtivo olor del
cuerpo de la puta roja en la tiniebla del cine.
En la calle San Salvador se cruzó con el «Taylor» y su novia,
salían riendo de una pastelería, él llevaba orgullosamente su cara
de piedra roída por qué aventuras, su revólver en la sobaquera y
su Margarita bonita con la cabeza apoyada en el hombro.
9
Y sólo avisan cuando no saben arreglárselas falsificando
salvoconductos, por ejemplo, o cuando tienen dificultades con el
plástico y los fulminantes. Envían de mensajero a la sobrina de
Esteban Guillén, una niña llorona que monta una bicicleta de
hombre con las faldas hasta arriba del todo. Sería el «Taylor» el
encargado de visitar a las familias de los compañeros presos o
exiliados, llevar a sus mujeres alguna ayuda. Una chabola del
Guinardó agobiada de mosquitos, ardiendo sus paredes de cinc en
la noche de julio. La mesa bajo la luz azulada del petromax, tazas
de cale con sacarina y una baraja, y alrededor tres mujeres con
sucias batas y zapatillas, rulos en el pelo y las caras embadurnadas
de crema. A ver, Trini, dame el Flit, está esto de bichos que no se
puede. Han interrumpido su partida de siete y medio y miran al
«Taylor», tan pulcro con el pelo engomado y los ojos de hierro, el
alto y duro cuello rayado de la camisa y el pasador de plata bajo el
nudo de la corbata. Suena una radio, ladran los perros en las
huertas cercanas. En la cama turca duerme Ramón con la boina
apretada en el puño y la chaqueta de cuero cubriendo sus largas
piernas. Meneses lo mira casi con envidia.
No lo despiertes se levanta la Trini. Viene cansado del
viaje. ¿Quieres una taza de café? Es lo único que hay en la casa.
Gracias, rubianca animándola el «Taylor», pellizcando su
barbilla. Arriba ese ánimo. Palau dice que mejor estaríamos de
vacaciones forzadas como tu marido. Todos estamos cansados, no
eres tú sola. Pero Luis ya estará libre para cuando vuelva Sendra.
Anímate, mujer, ya falta poco. Traigo más octavillas, pero no las
tiréis en el barrio. Y toma, con eso te arreglarás por unos días.
Desliza unos billetes en el bolsillo de la bata. La rubia se sienta
al revés en una silla paticoja, los desnudos brazos rollizos colgando
por el respaldo. Gracias, Meneses, si no fuera por vosotros. Y
suspirando: ya sé que te has casado, ya, mira cómo presumimos,
mira. Cogiendo su mano, mirando el escorpión colgado en el
nomeolvides. ¿Regalo de bodas? Sí, de Palau, ese bocazas en el
fondo es un sentimental y un pedazo de pan, hasta hizo grabar el
nombre, ¿ves?, Margarita, aquí. El «Taylor» preguntaría luego por
la niña y sobre todo por el chaval: este valiente sigue sacando café
del tostadero, por lo que veo
Siempre le regalan cien gramos, después del trabajo. Ahora
sólo va tres noches a la semana. Si vieras cómo me tose esta
criatura. Quiero que se apunte a los campamentos juveniles, al
menos allí le darán de comer y respirará aire puro. Pero cuando se
entere su padre me mata.
No, mujer, haces bien. Esto va para largo, quién lo habría
dicho hace unos años.
Pobre rubianca, durmiendo con la cabeza sobre una almohada
llena de octavillas. También ella cree que es inútil, que todo está
perdido, habla como en sueños: esos tiros, esas bombas, esos
maquis, para qué. Pasan ante sus ojos adormilados noticias leídas
en los periódicos, oídas en boca de las vecinas, repetidas en las
colas de abastecimiento, letreros ofensivos al régimen en los
muros de Hospitalet, voladuras de postes de alta tensión en el
Llobregat, una bomba en el monumento a la Legión Cóndor.
Asesinato de un policía en la plaza Joanich. Otra bomba en la
catedral, otra en el hotel Ritz. Asesinato del falangista don
Bernardo Nogueras. Dos falangistas acribillados a balazos en la
plaza de la Sagrada Familia al ser confundido su automóvil con el
de un comisario de policía
Ojalá Luis no salga de la Modelo, ojalá no salga nunca
gimotea la Trini. Ojalá me lo traigan baldado a palizas y no
pueda moverse de esta silla en la vida. Todo antes que verle
empezar otra vez
Yo sabría traer a casa dinero para los cuatro.
No llores, rubianca. Parece que ya no le pegan en la cárcel.
Pero sí. Al final de cada sesión le pondrían un cigarrillo
encendido en los labios tumefactos, el preso no podía sostenerlo y
lo dejaba caer. Derrumbado en la silla, bajo el cono de luz vertical
en los sótanos de la quinta galería, se inclina a un lado y con la
mano machacada y ensangrentada tantea el suelo orientándose
hacia el pitillo como un ciego. Un zapato negro aplasta
nuevamente su mano, el puño se estrella contra su rostro.
Presos que se llevan al amanecer en coches celulares, rumor
de olas en la rompiente del Campo de la Bota y el pelotón de
fusilamiento formando sobre la arena, y en la Modelo un hombre
alto y flaco con mono azul paseando por el patio recién regado.
Tendría la cara hinchada y gris de hematomas. Apoyándose en el
muro, se agacha a recoger una colilla. Una voz ronca y autoritaria
en la galería: ¡Lage Correa! ¡Visita!
Entraban a empellones en el locutorio común, clavaban los
dedos como garfios en la reja, en medio de un griterío
ensordecedor la Trini contestando a sus preguntas: el chico mal,
aire puro es lo que necesita, yo como siempre, cosiendo y
fregando, la casita se nos cae de vieja, quién va a reparar el tejado
si tú no estás, amor mío, qué tienes en la cara, qué te han hecho,
nano
No es nada y tendría que evocar la boca sin dientes de su
compañero revolcándose por el suelo, dos hombres en mangas de
camisa pateándole las costillas, y la furgoneta que de madrugada
se lo llevó a la playa, dicen que los mismos civiles tuvieron que
sostenerlo por los sobacos frente al pelotón: allí lo fusilaron, entre
cantos rodados forrados de musgo, algas y cáscaras de mejillones
pudriéndose en la arena manchada de sangre. Tenía que ser muy
cerca de la orilla, pensaba siempre, porque dicen que se sentó en
un charco, dicen que las piernas no le tenían, rediós qué trago,
hasta me parece oír el rumor de las olas, veo la espuma rozando
los pies de los caídos en el primer turno. Yo nada, pronto saldré.
Pero al Artemi ya lo enterraron, díselo al tío Juan, Trini, dile que le
compre a Luisito de mi parte aquel payaso pelirrojo que vimos un
día en el Paralelo, él ya sabe, ya entenderá lo que hay que hacer.
Fue aquel mes tan movido, con bombas en los consulados de
Brasil, Bolivia y Perú. Avanzaba sobre la ciudad desde poniente
una nube como de fósforo, el sol hundiéndose detrás de
Montjuich. La torre-almacén de la baronesa, en Sarria, la sala
empapelada con flores de lis y las contraventanas clavadas con
listones; la doncella caída de espaldas sobre unos sacos de harina,
las faldas en el vientre y José María sobre ella con un fuego en las
ingles. Los ojos de Menchu ven bajar el techo lentamente sobre
ella, con la araña negra y sus cuatro bombillas fundidas. Aún
debían resonar en aquel pavimento los culetazos de fusiles, habría
un eco de chirrido de cerrojos por toda la casa y un redondel de
sombras cercándoles, fantasmas de ayer mismo, figuras
descarnadas y gimientes: una anciana con los pechos quemados
por cigarrillos, un hombre desnudo y con gorro de miliciano
paseando entre ladrillos de canto, un joven colgado a unos palmos
del suelo encharcado, las manos traspasadas con garfios sujetos a
la pared.
¿No te gustaría más pagar sueldos que recibirlos, negra?
el señorito José María y su ansiedad que acababa en tos.
Contesta.
Retenía ella la rabia con los dientes apretados, el salivazo
destinado a la cara del tísico. Reflexiona lo que le conviene más
allá de su asco, cierra los ojos.
Sí. Me haces daño.
Pues entonces despídete de mi madre porque ya tengo un
apartamento en la calle Casanova. Vamos a poner en marcha un
negocio, nena, somos tres socios, nos vamos a forrar.
Me haces daño, me haces daño.
Un automóvil gris estirado como una oruga. Soplando Palau la
brasa del puro, su rostro se ilumina fugazmente en la oscuridad
del asiento posterior. Al volante Navarro y el «Taylor» a su lado,
parados en el Paralelo, a unos treinta metros del teatro Cómico. El
retrovisor ha fijado los gigantescos muslos de cartón de Carmen
de Lirio abriéndose sobre la puerta de entrada, dejando fluir
riadas de gente entre las pantorrillas. El contacto era Ramón y
esperaba un poco más lejos, en la puerta del cine. Ahora, dice
Navarro dándole con el codo al «Taylor», que se apea del coche
pensando: podían haber escogido otro momento y otro lugar más
seguro, con su nuevo traje marengo muy holgado y su torcido y
negligente caminar, que parecía dejarse el trasero atrás. Embestía
al viento de marzo con la cabeza gacha, la mano en el sombrero
gris. De pronto, a su lado, un matrimonio endomingado echa a
correr empujándole, luego una muchacha que chilla y en seguida
la gente huyendo en todas direcciones. Sonó el primer tiro y ve a
los grises saltar de la camioneta, pero no corriendo hacia él sino
en dirección a donde le esperaba el contacto. Retrocede el
«Taylor» mirando por encima del hombro, ve a los inspectores
refugiándose en un portal, sube al coche.
Aguarda le dice a Navarro. No nos han visto. Van por el
grupo del Quico.
¿Llegaron hace nada y la bofia ya se enteró? Palau
chasqueando la lengua. ¿Qué hacemos, tú? Ramón ha
desaparecido.
A través del cristal trasero ve a Pepe retrocediendo junto a la
fila de coches con la metralleta baja, parapetándose en la esquina
del cine. Otro del grupo le cubre, es Larroy. La gente que salía de
la sesión de tarde se había tirado entre los coches con las manos
en la cabeza, dificultando la acción de la policía, que Quico trata
de distraer disparando desde la entrada de una cafetería. El
agente pelirrojo y corpulento que más ha conseguido profundizar
en la zona, se ve repentinamente encañonado por Pepe, que se
escuda en su cuerpo y sigue tirando con la pistola, antes de
descerrajarle un tiro en la cabeza y dejarlo tendido junto al
bordillo. Con el Colt 42 humeando en su mano corre hacia el coche
de su hermano Quico después de quitarle al muerto la placa y el
carnet.
Pero Larroy quedó al descubierto. En la tierra de nadie giró
sobre los talones apuntando al cielo gris y ventoso con un revólver
negro, buscando desesperadamente la recta más corta que lo
llevara hasta la puerta abierta del coche que ya emprendía la
huida. Frenó su carrera al recibir la bala como una imprevista
cachetada en la frente y se dobló violentamente hacia atrás con
una nube roja en las pupilas. Navarro, que lo miraba de lejos con
la mano en la llave del contacto, revivió durante un segundo su
flaco cuerpo desgarbado en mangas de camisa irguiéndose contra
la comida infecta y los malos tratos de los senegaleses, en aquel
verano interminable del 39 que sufrieron juntos agobiados de
pulgas y roña y alambradas de espinos. Con la muerte ya reflejada
en los ojos, Larroy dio tres pasos antes que un abanico de balas le
segara las piernas; saltó y se revolvió en el aire, agarrotado, sus
dedos como garfios soltaron el revólver y cayó de espaldas. Antes
de morir, mientras parpadeaba apoyado en un codo, tuvo tiempo
de ver asomada a la esquina a una peluquera de bonitas piernas y
labios color rosa sujetándose con ambas manos la blanca falda
que le alzaba el viento, indefensa y asustada y preciosa: al menos
se fue de este mundo en buena compañía, pobre Larroy.
Ellos a distancia y sin intervenir, Navarro poniendo el motor en
marcha.
Vámonos el «Taylor» con el sombrero sobre los ojos.
Juraría que el bofia que han picado era el nuestro Navarro
pisando el acelerador. Ése que Ramón tenía que señalarte, ¿no?
Seguro. ¿No viste su maldito pelo de panocha? Nos han
ahorrado el trabajo. Luis se alegrará cuando lo sepa, y sobre todo
Artemi, desde el otro barrio. Pero lo siento por Larroy.
Pronto criará malvas concluye Palau.
10
Antes del atardecer la farmacia ya era un nido de sombras. Tras la
reja del alto ventanuco que daba a la calle, piernas enfundadas en
medias blancas chapoteaban todavía en un sol rasante y desvaído,
pero en torno al celador y la monja, allí dentro, la noche iba
ganando minutos al día según transcurría septiembre. Al
levantarse ella a dar la luz, el celador rellenó furtivamente el
vasito de licor, lo vació de un trago y lo volvió a llenar. Que te veo,
bromeó ella de espaldas, y cuando él pensaba puñeta, tiene ojos
en el cogote, se abrió la puerta y asomó la cabeza de una
enfermera: te llaman en secretaría, parece que llegaron parientes.
Ñito levantándose, no puede ser, de parientes nada, murmuró al
cruzarse con la monja, que le recomendó fijarse en su cara.
El lado izquierdo, ¿te acuerdas? Si es ella llevará la marca.
No la reconoció. Podía ser cualquiera de las mayores que se
quedarían solteras, la Rosa, la Nuri, la Isabel, cualquiera de ellas
con treinta años más. Esperaba sentada en el borde delantero del
banco como a punto de levantarse, la espalda muy tiesa, los
amarillos cabellos recogidos en un moño detrás del sombrerito
negro, las manos cruzadas en el regazo y, entre los dedos, un
impreso y el carnet de identidad. Ya le habían entregado las dos
maletas maltrechas y húmedas, reforzadas con cuerdas, y las tenía
a su lado, a los pies de tres muchachas vestidas de oscuro,
alineadas en la pared con aire desganado, los negros ojos llenos de
nieblas románticas. Ñito se presentó a la mujer y cruzó por su
mente una imagen que Sor Paulina le había pintado durante
alguna conversación: una solterona como ésta empujando la silla
de ruedas del anciano por las calles del barrio, indiferente a las
mofas de la chiquillería, la mirada pantanosa oculta tras las gafas
de sol y la mitad izquierda de la cara convertida en una costra
negra y roja, color de vino. Pero no era ella.
Había mucha afluencia de visitas, las colas de enfermos y
accidentados frente a los consultorios se iban espesando. El
celador se ofreció para acompañarla al depósito, pero ella dijo que
estaba esperando unos trámites, qué complicación, ¿al parecer se
habían perdido todos los documentos? Él no sabía, pero seguro
que sí, en el mar se abrieron las maletas y claro, pero se recuperó
lo que se pudo, en fin, qué importa, ya no necesitan nada de eso.
Se sentó junto a ella: ¿podrá usted sola, señora directora?,
señalando las maletas, ¿quiere que se las enviemos?, pesan
bastante porque llevan lo que antes había en tres o cuatro, las
otras las pudrió el agua. Ella le rectificó: no era la directora de la
Casa, era una de las asistentas, no, ya no estaban en la calle Verdi,
hace más de quince años que se mudaron gracias a la generosidad
del señor Galán, que al morir su madre se convirtió en el protector
de la Parroquia. Su madre había sido la madrina que había
colmado los deseos de las huérfanas meritorias, y él continuaba
esa gran labor. Ñito asintió en silencio, pensativo, y al cabo de un
rato habló de la mujer ahogada con sus dos hijitos y su marido. De
modo que ella, comentó, ¿había pertenecido a la Casa, antes de
casarse? Y después también, respondió la asistenta, siempre,
aunque se marchen para fundar un hogar siempre siguen siendo
de la Casa, la relación se mantiene y las que han tenido suerte en
el matrimonio o en el trabajo nunca se olvidan del primer hogar,
por ejemplo Pilar nos ayudaba con donativos, la pobre, que si no
fue feliz en su matrimonio dinero no le faltaba, eso no, es lo único
que su marido supo hacer, mucho dinero
Se interrumpió para preguntarle al celador si había venido
alguien más, unos señores, ¿joyeros?, sí, dijo él, pero yo no los vi,
creo que han insistido mucho en hacerse cargo de los gastos del
entierro, se ve que le apreciaban mucho en el trabajo, viajante de
joyería, ¿no?, debía valer mucho. La mujer suspiró y se frotó los
párpados enrojecidos. Seguramente, dijo, pero Dios sabe que si
estoy aquí es por ella y por los niños, la hizo sufrir tanto que no
movería un dedo por él, el Señor le haya perdonado.
Entonces, mientras seguía esperando que la llamaran en
secretaría, dejó morir intencionadamente la conversación. Se
obligó a ello, porque la fatalidad de algunas personas, las
desgracias del prójimo en general y los conflictos de familia en
particular disparaban su natural locuacidad. Aquel celador
respetuoso y atento, pero sucio, sin edad, cuya mirada decrépita
parecía escudriñar detrás de las palabras, permaneció en silencio a
su lado, se redujo a una presencia solidaria, pero no con ella y con
su pena, sino más bien con otra oscura pesadumbre que el tiempo
no había destruido ni atenuado. Y más tarde, yendo tras él,
siguiendo sus abruptos andares de simio por los sofocantes
corredores camino del depósito, un viento de la infancia le golpeó
la cara, un olor a pólvora quemada y a madera de plumier, tal vez
irrepetible en la memoria. Al avanzar por los sótanos pútridos de
este vasto hospital, infinitamente se dilataba en derredor algo
mucho peor que el dolor y la vejez y la muerte. Porque cómo
podía este hombre vivir aquí, cómo podía nadie enterrarse en
vida, resignarse a esta mugre y a esta miseria y más solo que un
muerto entre los muertos. Nos conocíamos de chicos, dijo él sin
volverse, caminando encorvado e inestable, diríase sin aprecio
ninguno a su ocupación, como si en ella sólo hubiese buscado
refugio a una lluvia de ultrajes que alguna vez lo dejó calado hasta
el alma. Y cuando le vio escupir laboriosamente en el pañuelo, la
mujer, como si captara la vaga presencia de una degradación sin
nombre capaz de contagiarla, avivó el paso dispuesta a terminar
cuanto antes.
De pie ante los mellizos se santiguó meticulosamente,
evocando un instante sus juegos, sus costumbres y su carácter:
qué extraños eran, dijo, nunca les entendí, tan formalitos por
separado, tan normales y hasta anodinos, y juntos qué malos, qué
embusteros y vengativos. Y al volverse hacia la difunta, sus ojos se
humedecieron de nuevo y la mano, trémula pero decidida, se fue
hasta la fría mejilla a darle unos cachetes al tiempo que
murmuraba Señor, Señor, pobre niña, pobre Pilar. ¿Era necesaria
la autopsia?, ¿y a estas criaturas también? Es lo mandado, señora,
contestó él desde atrás, arrimado a la pared y sin perder detalle.
Se alegró de tenerlos limpios, vestidos y peinados, y que ella los
viera así.
Al salir habría jurado que ella no dirigió ni una mirada al
difunto.
Dejaré las maletas. ¿Se encargarán ustedes de llevarlas al
piso de Pilar? Ya se fue la criada, pero mañana me encontrarán a
mí.
Yo mismo las llevaré dijo Ñito.
Al juntarse con las huérfanas en el pasillo, la mujer les pidió un
lápiz para anotar la dirección, pero el celador dijo no hace falta,
meneando la cabeza con aire chusco, no erraré el camino, no.
¿Pilar?, rumiaba al volver a la farmacia, ¿Pilarín? Podía ser
cualquiera de aquéllas que cada domingo cruzaban el barrio
emparejadas en dirección a Las Ánimas, con sus baratas mantillas
blancas y sus devocionarios, una de tantas en medio de la doble
serpiente de uniformes azules, corbatitas blancas y sandalias de
goma, conducidas por la señorita Moix; cualquiera con trenzas y
lacitos rosa y un frío maligno apretado entre los párpados, una
niña que en la calle sabía sacar la lengua a la conmiseración de la
gente, que formaba corro con sus compañeras en torno al
simpático alfilador en la plaza del Diamante, que bromeaba cada
mañana con el joven basurero, un chaval con cara de viejo y ojos
de gato, o que corría a ver el panel de fotos del cine Verdi, este
sábado veremos La ciudad de los muchachos y Chicago; Pili, en la
tercera fila está el trapero y qué guapo es, espabila, niña, dile
algo
Sí, una del montón, un rostro anónimo, arrebolado y
vivaracho como el de todas; una mosquita muerta que nunca se
hizo notar mucho pero cuyos ojos debieron registrarlo todo,
camuflada entre las demás para espiarlo cuando iba a la Casa de
Familia cada viernes a llenar el saco de papeles: hoy vendrás
conmigo, chaval.
¿Nunca has estado allí, Sarnita, nunca has visto a las
huerfanitas en su salsa? Hoy vendrás conmigo.
Me lo imagino, pillastre. Te veo entrar gritando: ¡Niñas, al
salón!
Frena, no seas bestia decía Java.
Entonces, ¿de pichar nada?
Nada, qué pensabas.
La oscura y empinada escalera de viejos peldaños alabeados,
pensaba, el primer rellano apestando a vagabundos, la puerta
negra con el parche ovalado del Sagrado Corazón, regalo del
alférez Conrado: Detente, bala. Las niñas espían por la mirilla
antes de abrir, oyes las risas, los cuchicheos, las carreras tras la
puerta. Esperas con los tebeos en la mano, el saco al hombro y la
romana al cinto, siempre abre la misma renacuaja de puntillas que
apenas alcanza el cerrojo, ¿traes el Guerrero del Antifaz y Monito
y Fifí?, y escapa corriendo con el botín en las manos. ¡Señorita, el
trapero! Una reverencia medio en broma, buenas tardes,
directora, ¿algo para mí, papeles, trapos, botellas? Alrededor
alborotan las huérfanas, se asoman y ríen: el novio de la Fueguiña,
el Luzbel más guapo de Las Ánimas, una de ellas tenía que ser
Pilar. De beatas nada, chaval, y tanto que las hacen rezar: bailan
agarrao en los dormitorios, esconden novelas y cancioneros
debajo de los colchones, retratos de artistas de cine y de
vocalistas, se saben Bésame mucho y Perfidia de memoria. Desde
el terrado, a oscuras, en las verbenas de San Juan y San Pedro,
aprovechan la música de los terrados vecinos adornados con
farolillos y bailan unas con otras, turnándose para vigilar que no
las descubra la directora.
Son la pera.
En el terrado hay un cuartito con lavaderos, allí guardan trapos
viejos y montones de retales de papel fino y rizado, de colores,
con el que hacen las flores artificiales y las tiras de flecos que
adornan las calles del barrio en las fiestas de septiembre. Siempre
te acompaña una de las huérfanas para que no hagas trampas con
el peso, Virginia o la Fueguiña, y siempre hay un rato para ensayar
la función.
La madre que te matriculó, legañoso, vaya lote te pegas con
esta chavala
Frena, Sarnita, frena.
Qué remanguillé tiene la niña, no digas que no.
Hay otra que también me gusta, pero se hace la estrecha.
Pilarín. ¿Sabes quién digo, la ves? Una seriecita, más formal que
las otras, alta, muy fina. A veces viene ella a vigilarme el peso,
pero no se deja tocar ni un pelo, aunque juraría que es de ésas
que el día que se dejan
Y así debió ser. Una muchacha esbelta, frágil, pero de tobillo
grueso, de grandes y flojas tetas.
Pero bueno, ¿tu novia no es la Fueguiña?
Sí, sí. María es otra cosa. Esos pechitos como limones.
¿Y lo hacéis allí mismo, en el suelo del terrado?
De eso nada, hombre, tú siempre imaginas más de lo que
hay.
Las negras sotanas balanceándose al viento como fúnebres
campanas, los roquetes y los manteles de altar goteando agua
desde los alambres, la colada de Las Ánimas secándose al sol y el
ronroneo del palomar en la azotea vecina. Java sentado de
espaldas contra la balaustrada, a su lado la Fueguiña con el
cuaderno en el regazo.
¿Aún quieres ensayar más? dijo ella. Jolines, si te sabes
de memoria hasta mi papel. Qué aburrido.
Menudas sois, las huerfanitas dijo Java. Dime una cosa.
¿Cómo hacéis tú y Juanita para escaparos y venir al refugio?
Tenemos un truco guiñando ella los ojos al sol. Ven,
levántate. ¿Ves el cestito con la cuerda que va de balcón a balcón,
ahí, sobre la calle? No te arrimes tanto, listo. Es nuestro teleférico.
El balcón de enfrente es de la dueña del colmado de abajo, ¿ves?,
ahí viven los Dondi. Tres hermanos como la peste. Nos pasamos
recados y cartas con la cesta. El mayor está tísico, ¿ves el cristal
agujereado, en el balcón, donde sale el tubo de la estufa?, pues
ahí está, siempre en la cama, y en la estufa hierve día y noche una
olla con agua y eucaliptos, un olor más bueno
Los tebeos que tú
nos traes, cuando todas los hemos leído, se los enviamos allá con
el cestito, pero luego ya no los queremos porque vuelven con
microbios, yo los quemo.
Cuando una quería escaparse escribía su nombre en un papel,
lo metía en el cestito y tiraba de la cuerda hasta hacerlo llegar al
otro balcón; siempre había un Dondi haciendo compañía al
enfermo; recogía el aviso y ya sabía lo que tenía que hacer: bajar
al colmado, cruzar la calle y subir a la Casa para decirle a la
directora: mi madre dice que si puede dejar salir a fulanita para
que venga a hacer la limpieza. A veces eso era verdad, y como
pagaba con comida
¿Y cuando es mentira?
Los Dondi nos dan algo para que la señorita no sospeche,
chocolate, un saquito de harina para hacer buñuelos.
¿A cambio de qué, Fueguiña?
De un beso. De prisa y corriendo, nada, a oscuras, abajo en
el portal.
¿Sólo un beso?
Juanita se deja levantar la falda.
¿Y tú?
Yo hago por escaparme, tonto. ¿Celoso?
¿Yo? Atiza, ni que estuviéramos casados. Anda, ven aquí.
En la trasera del terrado, abajo, había un pequeño huerto del
que subían mariposas blancas que rondaban la ropa tendida: un
pasillo de negras sotanas donde ellos se besaban de pie, sin que
nadie pudiera verles. El vuelo de las palomas era un estruendo
blanco en el azul del cielo, los pechos de la Fueguiña se ponían de
punta. La rodea con los brazos, acaricia su cuerpo repentinamente
redondo y lánguido, extrañamente dócil, vacío de huesos. Su
uniforme azul mil veces restregado en la colada parece una piel
finísima. Java pierde hasta la noción del hambre. En el cuarto de
los lavaderos, ella siempre sostenía el saco mientras él lo llenaba
de papeles. Volvió a abrazarla.
¿Cuándo te casarás conmigo, Fueguiña?
Marrano. Quién sabe con qué intenciones me das carrete.
Hablo en serio.
Díselo a Pilar, a mí con ésas no.
Tú me gustas más, ladrona. Me he enamorado de ti. Estáte
quieta.
¿No me encuentras flaca, traperito?
Deja al inválido y escapemos juntos
¿Cuándo se acabará
eso de pasearle y limpiarle los mocos y la caquita?
Nunca repentinamente seria, librándose de sus manos.
Nunca, por favor no porque sintiese asco del señorito ni mucho
menos por mojigata. Parecía, simplemente, un reflejo nervioso de
aquella tristeza que se asomaba de golpe a su boca mellada,
entreabierta, y a sus ojos entrecerrados: como si ya la estuvieran
besando o dispuesta a dejarse besar en seguida.
Era cuando él se desconcertaba, cuando intuía en esa chica
condescendiente, aunque de reacciones imprevisibles, el mismo
pavor sin fondo, el mismo destino atroz que vio un día en la piel
de Ramona, morena y sucia como un estigma: también en este
cuerpo desmedrado, en estos dientes picados y en estos ojos
muertos se operaba la misteriosa putrefacción de la ciudad,
aquella indiferencia de charco enfangado recibiendo sucesivas
lluvias de humillaciones y engaños. Quizá por eso preguntó Java:
¿Todavía se la tienes que sacar para que mee? sonriendo.
Ella tenía la cara vuelta a un lado: de nuevo el inválido pilló su
mano indecisa en el aire y le dobló el brazo en la espalda,
atrayéndola hacia sí, jugando: ¿Y eso por qué, si sabes que tu
Conrado tiene mucha fuerza en las manos, aunque esté paralítico?
Di, anda. ¿Por qué se la tienes que limpiar insistió Java y
volvérsela a meter, y abrocharle? Qué lata tener que ir cada
mañana tan temprano, ¿no?, qué lata vestirle en la cama, lavarle,
darle masajes en las piernas
En un momento que ella se descuidó, aprisionó sus manos
entre los muslos, riendo como un niño.
Ninguna lata, estoy acostumbrada. Eso no, ahora no, puede
entrar alguien.
Puedes librarte, si quieres, niña, puedes sacar las manos por
arriba. Así. Puedes hacerlo, si quieres
El alférez se lo pasa bomba, había dicho Sarnita, y Java: no
creas. Procura ponerte en su piel: el dolor le despierta puntual,
dice ella, nunca después de las ocho. Le gusta ser manejado sin
miramientos, con energía. De un manotazo ella aparta la sábana y
pone la palangana bajo sus nalgas: frotarle el pecho con la esponja
empapada de jabón, las axilas, las rodillas, la entrepierna. Darle la
vuelta y ahora la espalda, las nalgas, las corvas, los tobillos.
Cortarle las uñas de los pies. Masajes de alcohol en las piernecitas
cada día más flacas y se diría que más cortas. Cuando lo veía
quejarse de fuertes dolores, lo hacía sin que él tuviera que
pedírselo. Ni siquiera la miraba: los ojos cerrados y cara al techo,
medio dormido aún, como en sueños y frotando las yemas de los
dedos en la toalla, todo el rato, como si desmigajara la tupida
mata de hilos. Al subir intentando librarse, las manos de ella
temblaban un poco.
No te dé reparo, caray, ahí noto alivio. Ahí. Y tienes que ser
tú, precisamente: ¿no te da vergüenza, un hombre desnudo?
dijo Java.
Pobre. Ha tenido enfermeras, señoritas de compañía,
practicantes que van a pincharle, criadas de su madre de toda
confianza
Pero no le duraban tres días. Yo sí. Incluso me prefiere
al bueno del señor Justiniano, que para él es como un perro.
¿No bajan del piso de arriba para ayudarte?
No necesito a nadie. Arriba su madre tiene doncella y
cocinera y ahora quiere volver a tener chófer. Pero él no
soportaría a nadie más que a mí y a Justiniano, bien clarito se lo
dijo a la señora. ¿Por qué me prefiere? Yo no lo sé, lista que es
una.Ya estoy en su piel, legañoso: el muñeco roto que se deja
mecer y mimar y calentar por una huérfana lela, el soldadito de
plomo paticojo que ganó la guerra, caprichoso, maniático,
mandón. Ella lo sienta en la cama, acomoda las almohadas en su
espalda, le lleva los trastos de afeitar y vuelve a la cocina a
preparar el desayuno. Luego pasará el trapo por la silla de ruedas,
pondrá una gota de aceite en el eje que chirría. Y a la media hora,
otro timbrazo desde el dormitorio: vestirle, calzarle las botas que
ha escogido, cogerle en brazos, perfumado y peinado, y sentarle
en la silla. Hace un año aún podía hacerlo solo, apoyándose en las
muletas, pero el espinazo ya no le sostiene. Lo tiene podrido, niña,
vaya trabajo duro el tuyo.
No se necesita fuerza, sino maña dijo la Fueguiña. Pesa
menos que una pluma. Las manos quietas, por favor, es tarde. Si
alguien nos ve. Qué pensará usted de una pobre chica como yo
No es bueno excitarse así.
Un día le encontrarás muerto en su cama, como un pajarito.
Esto no puede durar.
Qué va, el señorito vivirá más que nosotros, si no al tiempo.
Por caridad, hoy le he enjabonado dos veces y le he dado tres
masajes, ahí no podría, no, por favor, a veces no me importa pero
hoy no podría suplicaba, pero dejaba conducir su mano,
encendiéndose en la secreta combustión de él. Por qué, por
qué, qué se siente con eso
Luego empujaba la silla y salían al corredor, una sucesión de
puertas de cristal tallado abiertas de par en par, repitiéndose
como en un espejo. Cruzaban el salón y alcanzaban la galería, y
antes de parar su mano se hacía con el periódico sobre el velador.
Le dejará encarado a la gran cristalera de colores encendida por el
sol, frente al desayuno: su café muy fuerte, sus tostadas, su
mermelada y su mantequilla. Y ella otra vez a sus quehaceres,
barrer, vaciar los ceniceros, hacer la cama, sacudir el polvo. Con
los ojos bajos, decidida, sofocada, musitando una tonadilla:
inexplicablemente contenta, Sarnita, como unas castañuelas.
Me gusta esa casa, dijo encandilada, cómo me gusta, chico.
Todo lo que hay. Los armarios llenos de ropa bien dobladita y
oliendo a naftalina, las vitrinas con collares y abanicos, miniaturas,
crucifijos de marfil y de nácar, y las arañas del salón y los globos de
luz en las alcobas. Todo. Incluso aquella foto de Mussolini
montado en una motocicleta infernal con gorra y chaqueta de
cuero y dedicada de su puño y letra «Al señor Galán, con abrazo
romano», que estaba en la mesa del despacho de Conrado y tenía
enquistada en el ángulo del portarretratos otra foto pequeña del
padre. Hasta el pisapapeles con las balas que le sacaron del
espinazo le gustaba, y la bufanda amarilla que llevaba puesta su
padre cuando lo mataron. Y explicaba con voz soñadora cómo era
el cuarto de baño: de baldosines verdes, con una bañera rosa, con
unos grifos dorados en forma de peces de anchas bocas y colas
entrecruzadas. Y la gran alfombra del dormitorio, que es un
cuadro famoso, me explicó riendo el señorito: no restriegues tanto
con la escoba, que las manchas de sangre en la arena no son de
verdad, tontita.
Háblame del dormitorio, decía Java, y ella describiéndolo como
un sueño: la puerta con el terciopelo claveteado, color berenjena,
y la habitación larga y la cama muy baja, y las sábanas de hilo, y la
colcha roja y una sola almohada. En el techo, la deslumbrante
araña de cristal, una explosión de cuellos de cisne, luego el sofá
con flecos y forrado con una tela verde, listada, y el biombo con
querubines y nubes de nácar, la silenciosa alfombra y las oscuras
sillas artesonadas, en una de las cuales colgaba siempre un cordón
morado con borlas y una capa pluvial con cenefas y un misterioso
escudo en la espalda. Varios pares de botas de montar lustradas y
dispuestas en batería al pie del armario, las pesadas cortinas color
miel y los dos balcones siempre cerrados, sin dejar pasar ni un
resquicio de la luz del día.
¿Cómo puedes aguantarle, un día y otro día y otro día?
No se mueve por no molestar, el pobre. Tan serio que
parece en los ensayos, ¿verdad?, tan estirado y antipático. Pues es
como un niño, en casa, como un niño asustado. Tiene miedo de
quedarse solo, de hacerse pipí encima o de coger un resfriado. No
deja que nadie le vea el agujero de la garganta, las feas heridas de
la guerra, sólo yo se las he visto al cambiarle la toalla, le gustan de
colores y no es una manía, tiene alergia a las bufandas de seda,
¿no lo sabías?
Otra llamada y empujar la silla de ruedas hasta la biblioteca:
allí escribe cartas, telefonea al administrador, repasa las cuentas
de su madre, el cobro de alquileres, archiva facturas. Dicen que
casi todas las casas del barrio son de la señora, además de los
terrenos de Las Ánimas y de Can Compte, fincas que le fueron
requisadas cuando la guerra y que ha vuelto a recuperar. Pero
Conradito tiene muchos disgustos, la gente no paga, le oigo
maldecir por teléfono, chillar, amenazar: entonces parece otra
persona.
A media mañana la señora baja a verle. Cómo se encuentra, si
necesita algo, si quiere algo especial para el almuerzo. A veces le
enseña la lista de la compra. Luego se distrae en lo que le gusta,
lee funciones de teatro, copia a máquina el papel de cada
personaje, decide el reparto y el vestuario, a veces me llama para
preguntarme si me gustaría hacer este o aquel papel, ensayar,
probarme un traje. Se inventa argumentos para funciones que
escribirá algún día, se inspira en poesías, en canciones.
Llevas el mantón sin gracia. Quítatelo.
Hagamos otro ensayo.
Apoyada en el quicio de la mancebía miraba encenderse la
noche de mayo. Una mano en la cadera, en la otra el cigarrillo y un
clavel en el pelo, el vestido de lunares y volantes muy ceñido, sin
mangas y escotado. Pasaban los hombres y ella sonreía, hasta que
en su puerta paró el caballo. Serrana, ¿me das candela? Avanza
unos pasos, deja resbalar de tus hombros el mantón verde.
Paséate alrededor mío, con arrogancia, recta la espalda, así, el
cigarrillo no es un lápiz, la cintura es una espiga, párate, un poco
ancha de caderas, junta las piernas, así está bien. Hay que coser el
dobladillo, zurcir esas medias, pintar de verde esos zapatos,
asegurar el tacón, lo demás puede pasar. Lástima que no tengas
los ojos verdes, niña. Ahora ven y yo fuego te daré, no temas
hacerle daño a mis piernas, así, por favor.
Lo hago mejor cuando me sé el papel de memoria
Por
ejemplo, Magnolia.
¿No llevas nada debajo, Magnolia?
Eso no, ahí no, que tengo miedo, traperito.
Tú eres Magnolia y yo el soldado.
Lo que usted diga.
¿Me quieres dejar un beso hasta que cobre, mujer, que sé
que hoy voy a la muerte? cantaba.
¿Y de dónde sacas la ropa? preguntó Java.
Su madre me regala vestidos viejos. Si las piernas no le
duelen mucho, está alegre. Pero ya os dijo la directora que esas
canciones, dijo Java, son pecado. Bueno, y qué, a él le gustan y
dice que no, que no hay que confesarse de eso. Hacia el mediodía
lo lleva al ascensor. Si no hay corriente lo deja sentado en una
butaca y baja la silla de ruedas por la escalera, dejándola en el
portal. Sube otra vez, lo envuelve en el chal, lo coge en brazos, lo
baja y lo sienta en la silla. Si hace sol van a pasear, pero con este
tiempo suelen dar unas vueltas a la manzana arrimados a la pared,
evitando los remolinos de hojas secas, conversando, ensayando:
Salimos ya muy tarde y fuimos paseando por un París antiguo,
manchado por la luna. Ella riéndose.
Magnolia, olvida esa fecha y olvida mi nombre, y búscate un
hombre que puedas amar.
Despacio, despacio.
Perdona, Magnolia, si te ha ilusionado por unos momentos
mi modo de ser. Recuerda tan sólo que soy un soldado y puede
que nunca me vuelvas a ver.
Toman una manzanilla en algún bar y al regresar lo deja con su
madre en el tercer piso, allí come y pasa la tarde, a veces. Ella,
después de comer en la cocina, regresa a la Casa de Familia y a la
mañana siguiente vuelta a empezar.
Los días de lluvia y humedad sí que son tristes. Se le clava la
barbilla en el pecho, se le dobla la espalda como un viejo, la
metralla debe moverse dentro de él y desgarrarle los nervios.
Afiladas esquirlas de metralla que le rondan los pulmones, que le
pinchan el corazón y el estómago. Al principio creía oírla moverse,
a la bala, pero son las tripas, siempre le lloran las tripas, es la falta
de ejercicio. Entonces llama al señor Justiniano, se encierran en la
biblioteca y juegan al ajedrez; el alcalde tiene con él una paciencia
infinita y lo quiere como a un hijo, se desespera cuando lo atenaza
el dolor, le ha visto llorar a escondidas con el único ojo que tiene.
¿Y qué ocurre por la tarde? ¿Nunca vas por la tarde?
A veces. A pasearle después de comer, pero en seguida a
casa a esperar a sus amigos, por eso me hace comprar algo por el
camino. Meriendan juntos.
Java se rió, pasando el brazo por sus hombros y atrayéndola.
¿Y quiénes son sus amigos, qué hacen allí, qué has visto?
Yo nada. Ni entro. Lo dejo en la puerta
¿Del piso de su madre o del suyo?
Del suyo. Me sonríe y dice gracias, Magnolia, ya puedes irte.
¿Te acuerdas de una tarde que te hizo comprar
empanadillas de atún, te acuerdas que yo estaba en el bar?
No.
¿Tú eres tonta o lo haces ver, chavala?
Quita, me haces cosquillas. Y termina de pesar esto, se hace
tarde guardó silencio mientras le miraba prensar con ambas
manos los papeles en el saco, miraba el pañuelo de colores en su
nuca, su pelo negro ensortijado. Añadió: Y no creas que siempre
es así, un inválido digno de lástima, no creas que no se divierte.
Tiene amigos que lo llaman por teléfono y lo visitan con sus novias
o amigas, le cuentan chistes y él se ríe; ¿sabes cómo le llaman en
broma? Ex futuro cadáver, hola, cadáver, lo saludan al llegar, pero
no es un insulto ni mucho menos, me explicó él, en la guerra se
llamaban así. A veces se lo llevan al campo en coche, y tienen una
tertulia en el café El Oro del Rin, y hasta
prepárate que te vas a
caer de culo: hasta una porquería de ésas encontré un día en el
water, una goma. De piedra me quedé pensando no puede ser, él
no, sería alguno de sus amigos, creo que algunas tardes les presta
el piso. También lo visita mucho un amigo íntimo, el hijo del joyero
de la señora, y el administrador. Pero sobre todo el señor
Justiniano, que le hace recados y le cuenta historias divertidas de
un hijo suyo que vive en los campamentos juveniles. Y con ellos se
ríe, se olvida de su desgracia. Yo, cuando mejor me lo paso es los
días que tenemos ensayo en Las Ánimas y vamos en taxi, como los
domingos para ir a misa, con su madre. Es otra persona cuando el
dolor le da un respiro, de verdad.
Mira qué buen peso os hago, para que luego digáis.
Anda que no tiene truco ni nada tu romana, trapero. ¿Crees
que nos chupamos el dedo?
Y tú, Sarnita, que tanto presumes de saberlo todo, de verlo
todo, procura meterte en la piel de la Fueguiña y ver dónde te pica
más, empuja la silla de ruedas, anda, tanto si hace frío como si
hace calor, súbelo y bájalo dos pisos que en realidad son cuatro
con el entresuelo y el principal, anda, verás qué gustito. Pero
piensa también qué ilusión compartir con él las solemnidades de
la Parroquia, la Pascua y el Corpus, cuando conduces la silla bajo
palio, él con su uniforme de gala y sus botas relucientes, a su
derecha el cura y a su izquierda la señora, todos pisando las
alfombras de flores y serrín de colores hechas por los feligreses
arrodillados en la calle toda la víspera, alumbrándose con linternas
y velas, piensa qué bonito ir con él bajo palio y envuelto en el
incienso y los cantos sagrados. O en el Vía Crucis del Viernes
Santo, que cada año sale a recorrer las calles del barrio; incluso él
lleva la pesada cruz en el hombro durante una estación, siempre la
novena: Jesús cae por tercera vez, porque sabe que todos somos
pecadores y así da ejemplo, el madero pesa lo suyo aunque los
portantes le ayudan y la Fueguiña empuja la silla, todo el mundo le
mira, vecinos asomados a los balcones y ventanas donde cuelgan
colchas moradas y negras, impresionados ante su esfuerzo y
viéndole cada año más débil y arrugado pero la novena estación
que no se la quiten; con el uniforme y los correajes y las botas
altas parece más aguerrido bajo la cruz, todo el mundo puede
contemplarle a gusto al hacer la comitiva un alto en cada uno de
los altares improvisados en los portales, y él los conoce a todos,
todos le deben dinero y favores porque las casas donde viven son
de la señora Galán, todos se arrodillan y se golpean el pecho
cuando él pasa. Señor, Señor, perdónanos. Sabe él que todos
están allí y que notan su poder y su fuerza pero ni les mira, pasa
muy tieso de cintura para arriba, los brazos cruzados sobre el
pecho condecorado y los ojos bajos, concentrado en algún íntimo
furor. Y aún más cosas emocionantes debe vivir la Fueguiña
cobijada a su sombra protectora, por eso no es extraño que lo
aprecie, lo compadezca y lo defienda, también tú le defenderías
de nuestras burlas, Sarnita, también tú llegarías quizá a
encariñarte con él y te acostumbrarías a besar la mano que te
ordena y te palpa y te soba y te pega, porque así es una huérfana,
así son todas: unas niñas sin hogar y sin familia suspirando
siempre por un hogar y una familia.
11
Me dicen el Tetas, pero es que me llamo así: Josemari Tetas, para
servir a Dios y a usted. Por lo gordo será, sí señor, un fatibomba,
pero no se ría que no es de comer demasiado, que es una
enfermedad. Voy por el racionamiento de tabaco de Java, él no
podía ir. Esta cartilla era de su hermano que se murió, pero eso la
Tabacalera aún no lo sabe y a quién perjudica, camarada. Todo el
mundo lo hace y además Java no fuma, lo vende al mismo precio y
le da el dinero a su abuela. Tengo prisa, luego he de ir a buscar
hostias para el mosén, lejos, a un convento de monjas detrás de la
catedral, las monjitas tienen allí una maquinita que fabrica hostias,
salen muy redondas y a veces me regalan los retales, yo se los doy
a mi madre, es harina de la buena, sí señor
¿Yo a la comisaría?
¿Por qué, si no he hecho nada malo? ¿Sentarnos a charlar un rato
aquí?, pone recién pintado, pero no, está seco. Yo no he hecho
nada, no me pegue, señor, o como usted mande: camarada, si lo
prefiere, es que no estoy acostumbrado a llamarle así, perdone. A
ella no la conozco, sólo de oídas, lo juro por mi madre. ¿Un golfo
yo, un trinxa, un degenerado que molesta a las chicas del barrio?
¿Jugando a médicos, dice Susana, esa niña pánfila del chalet dice
que hemos hecho cosas feas en los sótanos de Las Ánimas, eso
anda diciendo esta finolis? Si llegó a su casa llorando fue por lo del
gato, se le tiró encima un gato acorralado. ¿Que su madre se ha
quejado, que todo el barrio habla de nosotros, que nos pasamos el
día en los subterráneos de la iglesia arrastrándonos cómo
gusanos, hurgando en las tripas de la ciudad desventrada y
haciendo cochinadas? ¿Tormento a las niñas? ¿El Hierro
Candente? Qué cosas dice usted. ¿La Hostia Envenenada? Yo no sé
nada, nosotros no hemos hecho nada malo con Susana, le digo
que no, camarada, ay, no me dé en el coco que desde pequeñito
tengo pus en el oído. Sí que le oigo, precisamente a mí me gustaría
ir a campamentos juveniles y me haría mucha ilusión tener la
boina roja y el machete con su funda de cuero, es de lo más fermi,
conozco a un chaval que tiene el correaje y cómo presume. ¿Que
si me apunto para ser flecha? Ya me gustaría, ya, pero mi padre no
me deja
Manobra. Sólo que ahora está sin faena y anda con la
malauva, pero rojo no fue, palabra, si hasta lleva como usted la
araña en la solapa porque dice que es mejor para encontrar faena,
ahora quiere sacarse el carnet nacionalsindicalista
En la
carretera del Carmelo. La barraca la ha construido mi padre,
somos siete hermanos, de Cuevas, Almanzora: sí que entiendo el
catalán, pero hablo el lenguaje del Imperio, camarada, como está
mandado. Todavía no voy al cole, mi madre siempre me dice: un
año más de monaguillo, Josemari, ¿dónde vas a estar mejor que
en la Parroquia?, así que de momento a jorobarse tocan, sí señor.
Es muy de misa mi madre, y de confianza, ya lo creo, en casa todos
somos muy amigos del párroco, pregunte usted, pregunte
Que
es de verdad, camarada, no es por decirlo, ay, no me pegue en la
cabeza que tengo un tumor malo, por favor, es de nacimiento.
¿Un boniato puntiagudo? No sé nada de marranadas con chicas,
usted me conoce y sabe que le diría lo que fuese pero es que no sé
nada, en serio. Bueno, sí que estuvimos con Susana, a ella le
gustan las funciones de teatro y a veces ensayamos y nos
disfrazamos en el vestuario de la cripta, no hacemos nada malo
pero ese día teníamos una barrita de pedagolsa de las gordas,
bueno, regaliz, la trajo Sarnita y chupamos todos por turno,
también Susana, o sea que de Hierro Candente nada y de
metérsela por ahí a la niña nada, ¿se cree usted que tenemos una
cheka, camarada? Era una triste pegadolsa para chupar, ¿qué
tiene eso de raro? Pues si ella ha dicho que hicimos porquerías es
que es una lianta y una embustera, y no me extraña porque le
viene de familia: ¿sabía usted que su padre ni siquiera estaba aquí
cuando entraron los nacionales, que estaba en el pueblo
escondido con toda la familia?, es un detalle, camarada, y conste
que a mí no me gusta denunciar a nadie. ¿Si son ricos?, hombre,
¿no se ha fijado usted en Susana?, siempre huele a mandarina y
tiene el pelo rubio rubio y los ojos azules azules como los ricos,
aunque la verdad, ya no son tan ricos: se ve en las basuras que
tiran, cada día peor, camarada, sólo algún pellejo de butifarra que
reciben del pueblo de cuando en cuando, y muchas patatas y
garbanzos, nada, miseria y compañía, en fin, no sé, yo creo que
dinero ahora no tienen pero de todos modos es gente educada en
la cosa de tenerlo y es como si lo tuvieran: quiero decir que
volverán a tenerlo, esto se ve venir, no puede ser de otro modo.
Ay, que me va a salir el pus, no me atice ahí por mi madre que me
duele mucho y me hace llorar, en serio que yo no sé nada de esa
raspa, cosas de Java y los líos que se trae, no sé qué encargo le
hizo la señora Galán en nombre de la Congregación. Sí, ese día en
la cripta Java habló del asunto con Susana, pero yo no vi nada ni
pude oír las preguntas que le hizo, sólo las respuestas de ella,
gritaba mucho, verá: la Fueguiña nos tuvo todo el rato sentados
de cara a la pared, no pudimos ver nada, ella y Sarnita dirigían la
función, Java encendió la vela y Susana al principio protestaba
Sí
que lloriqueaba, sí que debía estar atada al respaldo de la silla, era
su papel de prisionera en la función, sí que oímos unos gemidos,
pero de marcarle el brazo con el Hierro Candente nada, camarada,
al contrario: el martirio de Santa Susana virgen y mártir, una
aventi inventada por Sarnita. ¿Que la llevamos al refugio a la
fuerza, que la raptamos al salir del cole, engañándola? Ni hablar,
ella vino por su gusto, usted no conoce a esas señoritingas,
camarada, muchos remilgos pero les gusta el boniato que no
veas
Espere, no me hostie, todo lo que digo es verdad, ay, ay,
espere y déjeme pensar. ¿Que qué dijo Susanita? Pues que no se
acordaba mucho de ella, que estuvo de criada en su casa y que
tenía un novio que se le murió en el frente y entonces empezó a
salir con soldados, mamá la reñía y quería echarla de casa, dijo
Susana, y ahora ya lo sabéis todo, que por favor la dejáramos
marchar que era tarde y tenía miedo. Vino porque quiso, por ésas
lo juro, señor, ¿vienes a ensayar a Las Ánimas?, le dijo la Fueguiña,
¿te gustaría trabajar en nuestra función?, y ella dijo bueno. Susana
salía del colegio de las Esclavas de la Travesera y nosotros
estábamos allí en la acera de casualidad, lo juro. Antes íbamos
mucho a espiar a las chicas a la salida del cole, pero nunca las
tocamos un pelo, nos escondíamos detrás de los árboles y las
farolas para espiarlas, mirábamos cómo se despedían con besitos
en el jardín cubierto de grava, cómo se colgaban del cuello de sus
mamás que iban a buscarlas, sus arrumacos y sus mimos, por qué
íbamos no lo sé, camarada, mirábamos sus plumiers de color rosa,
sus cuadernos de espiral y sus cajas de pasteles Goya, sus
sombreritos con el lazo azul y sus calcetines tan blancos, no sé por
qué íbamos a espiarlas, no lo sé, una manía, no teníamos ningún
plan
¿Amarrada a un bidet lleno de pólvora, eso ha dicho? Qué
embustera. ¿Se encontró un boniato peludo en su plumier rosa?
Mentira y gorda, cómo se puede calumniar así a los amigos. Si
aquello le gustaba, si se reía con nosotros, si hasta para hacerle
pasar el miedo jugábamos a adivinar nombres de películas: un
fulano que va por la calle y desde un balcón le cae una braga en la
cabeza, luego otra braga y otra hasta que tantas bragas lo matan,
¿cómo se llama la peli, Susana? Bragada criminal, ja, ja. Y otro: se
ve caminar a un tipo cargado de estraperlo, chorizos que se le
caen, los pierde por el camino y el camino se ve cubierto de
chorizos hasta el horizonte, ¿cómo se llama la peli? Chorizontes
perdidos, ja, ja, éste ya lo sabía, dijo Susanita riéndose entre las
lágrimas, se lo pasó pipa con nosotros aunque ahora diga lo
contrario. ¿Que de dónde sacamos la pólvora?, pues fabricación
propia, azufre y carbón machacado y cabezas de mistos, la hace
Mingo, qué más quiere saber, camarada, es la pura verdad. Qué
más, ah sí, un rompecabezas de esos que tanto le gustan a Java y a
Sarnita, algo sobre el tío de esa criada que a veces la visitaba en el
chalet y la reñía por seguir allí de marmota, dijo Susana, y que
cuando sus papás se iban al pueblo y ellas se quedaban solas en el
chalet, al volver se descubría el pastel: traían hombres a dormir,
milicianos, dijo, y mamá se enfadaba mucho con Aurora y le decía
es mejor que te marches de casa, qué confianzas son ésas. Pero
ella lloraba y decía dónde iré, señora, si estoy sola en el mundo, y
la otra raspa se ve que un día quedó embarazada, sí señor, qué
follón. Dice Susana que Aurora siempre fue muy cariñosa con ella;
que aquel invierno, cuando los bombardeos, su mamá las
mandaba a dormir al metro Fontana, y que Aurora la abrazaba
bajo la manta y le decía no llores, mi niña, nadie te hará daño y
pronto vendrán tus papás, pero que era Aurora la que lloraba y
temblaba, decía Susana, y llorando se dormía y sudaba mucho y
tenía pesadillas, gritaba en sueños: ¡no es éste, éste es su padre,
os habéis confundido, no!, y se despertaba temblando y ocultando
la cara entre las manos. Entonces Java va y le pregunta, eso sí que
lo oí, le dice: ¿y lo liquidaron, Susana, sabes si ella lo vio, si fue en
una cuneta, de noche y a la luz de los faros de un coche, como en
una peli?, y Susana: eso no lo sé, eran sus pesadillas, no me
preguntes más. Ahí sí tenía algo de miedo la chavala, camarada,
porque decía: no me gusta esa función, no juego más y dejadme
marchar que es tarde
¿Qué más, qué más?, ah sí, que como los
bombardeos sobre Barcelona no acababan, sus papás decidieron
por fin marcharse al pueblo por tiempo indefinido y cerraron el
chalet, y entonces hubo que despedir a Aurora y a la otra criada.
Para siempre. Y que desde ese día no volvió a saber de ellas. La
pura verdad, camarada, ¿quiere que se lo jure con el brazo en alto
saludando a los luceros? Ay, no tiene que pegarme por eso, que
no me pitorreo, ay, en la cara no, que me sangra la nariz, mi
madre dice que es de debilidad. ¿Muchas barritas de pegadolsa,
eso ha dicho la finolis? Pues no señor, sólo una y chupábamos
todos por turnos, también ella, pero a ratos se echaba a gimotear
y a chillar, era su papel y nosotros no teníamos por qué
extrañarnos. Yo no podía verlo, ya le he dicho que estábamos de
espaldas y lo único que veíamos eran sombras en la pared, la
Fueguiña con una vela en la mano y con la otra, la derecha,
trabajándose a Susana. Ahí hubo discusión: no, chaval, es al revés,
me dijo Luis a mi lado, ¿que no has visto que la Fueguiña es zurda,
que no has visto su mano izquierda manchada de pegadolsa,
cuando nos la trae para que chupemos?, pues fíjate bien la
próxima vez. Callaros y no miréis, gritó la Fueguiña, ya os avisaré
cuándo tenéis que venir a salvarla. Volvió con la pegadolsa, y
entonces me fijé; siempre era después de un chillido de Susana, y
nos metía la barrita en la boca igual de despacio, nos gustaba
pensarlo, que en la de Susana, incluso traía calentito el olor de
ella, que si por fuera es de mandarina por dentro es de polvos
talco y de colonia, como los niños de pecho; y sí que era la mano
izquierda, sí que es zurda esa gallega incendiaria, además de un
poco chalada. No, señor, de eso nada, no sea bruto, ay [abusón de
mierda, cabrón de los luceros, mamón del Imperio], fue Martín
que riendo dijo: mientras no se le escape el pipí a la niña, y todos
nos reímos pero no pasó nada más y al final Mingo no quería
creerlo, el porqué del chiste no lo sé, camarada, Mingo
preguntaba con cara de asco si era verdad y Sarnita que sí,
hombre, yo lo he visto, ¿es que no tenéis paladar? Cáspita, dije yo,
no había caído en eso. Entonces Java mandó soltar a Susana y se
acabó el ensayo, ésa es toda la verdad y nada más que la verdad,
señor
No somos tan golfos como dicen por ahí. Sí, luego ella salió
con nosotros a la calle y tiró a la alcantarilla un pañuelito
manchado de pegadolsa. Al hacerlo saltó sobre su cara un gato
negro que después cazamos a pedradas, y cuando nos
disponíamos a despellejarlo Susana se mareó y se fue corriendo a
su casa, por eso la vieron llegar llorando. Y ya no sé nada más,
¿me puedo ir?, habrá cola en el estanco y Java me hostia si vuelvo
sin las baquetillas
Por cierto, ¿me deja que me marche si le digo
una cosa? Pues que una vez la vi, ahora me acuerdo, hasta hablé
un poco con ella. Fue en un banco del Paseo de San Juan, ella
tomaba el sol y yo no me había fijado, pero al decirme hola guapo,
vi su cara ya de tísica, su boca de viciosa con pupas, el maquillaje
corrido alrededor de sus ojos, como un antifaz, y me asusté. Y
tenía razón Sarnita: era exactamente como él la había imaginado.
De lejos parece muy rubia, pero de cerca no lo es tanto. Era un día
como hoy, yo volvía del estanco por encargo de Java, dejé el
tabaco sobre el banco y ella, por distraer las manos, cogió un
librillo de papel y fue sacando varias hojas, como jugando, ¿tan
pequeño y ya fumas?, me dijo. No señora, no es para mí, y ella con
aire aburrido, al notar mis miradas al librillo: no te preocupes,
volveré a poner las hojas y no se notará. Y era verdad que tenía
maña para eso, porque me fui un momento a mear y al volver ya
estaban otra vez todos los papeles plegados en el librillo y no se
notaba; sí, tuve que ir al urinario que hay allí cerca porque la tía
me miraba mucho y me atoré, porque de pronto empezó a llorar a
la chita callando, mirándome, lloraba como si me sonriera y se le
escurría la pintura de los ojos, daba grima verla así, oírla decir
madre mía, madre mía, nunca había visto a una puta llorar de este
modo y me fui a mear. Al volver se había calmado, aún tenía el
librillo de papel de fumar en las manos, me lo devolvió diciendo
anda, que te estarán esperando. Y recogí lo demás y me fui
corriendo a la trapería, y no he vuelto a verla. ¿Me puedo ir ahora,
camarada? ¿No me llevará a la comisaría? Prometo no llevar a
más chicas al refugio, no quiero que me encierren en el Asilo
Durán, eso no que allí los chicos se vuelven criminales y sifilíticos,
ser flecha sí que me gustaría, pero mi madre necesita lo que me
saco de monaguillo, somos pobres, camarada, regáleme una
camisa azul y unas botas con clavos y no le mentiré nunca, señor,
adiós [vaya tragaderas tienes, tuerto de mierda], que le vaya bien
[así te pudras].
12
Levántese la falda, señorita.
Algo así le dirían, sin acusar ella ni rubor ni vergüenza,
consciente tal vez de inaugurar un ritual de miradas y deseos que
había de llevarla muy lejos.
Vamos, Carmen, no seas tonta. Es lo corriente la animaba
a su lado el joven pianista con traje de dril blanco.
Obedeció Menchu. El ayudante del empresario dijo vale, está
bien, y entre las dioptrías de sus gafas quedaron prendidos los dos
espléndidos muslos.
Venga el lunes al ensayo.
Sobre la tristeza del decorado sin iluminar, fingiendo una
rosada alcoba nupcial con el balcón abierto a una noche de luna,
resbala de pronto la luz de las diablas, azul seguido de rojo y luego
amarillo. Cantaban en ringlera y cogiéndose de las manos por
detrás de la cintura, con plumas y lentejuelas y medias de red,
cuando escucho tu voz melodiosa que invita a soñar, y me dices
cantando muy quedo tu inmenso querer, y tus frases apasionadas
llegan a mí veladas, a mi infancia arrullada en tus brazos quisiera
volver.
Sale en el apoteosis final con todas las coristas, comentan los
maduros bien trajeados de las primeras filas, es la más alta y la
más rubia, a la derecha de la vedette. Mírala, Muñoz, una estatua
griega, duerme duerme mi niño querido, no tiene voz ni sabe
cantar ni menearse, pero es una real hembra, una mujer de
bandera, fíjate bien.
En el verano del cuarenta y cinco sería, poco después que el
mando francés ordenara la disolución de las unidades guerrilleras.
Todas las tardes sentada en la cafetería El Oro del Rin, con las
piernas cruzadas y una revista en las manos, mirando la Gran Vía
con el aire de no esperar nada ni a nadie. Tras ella, una tertulia de
ex futuros cadáveres y hombres de negocio arrellanados en
butacas de cuero miran sus rodillas yodadas, sus zapatos blancos
de suela de corcho, su cabellera platino; saben que ya no exhibe
en la pasarela del teatro Victoria sus muslos de locura y algo han
oído contar a los camareros acerca de su primer amante recluido
en un sanatorio y del siguiente que la ha abandonado, un pianista
de orquesta barata: está pasando una mala época.
Una tarde calurosa de julio, un caballero con chaqueta sport
color vino ribeteada de amarillo le hace llegar por medio del
camarero un sobre abierto. Contiene un talón bancario en blanco
con la firma Muñoz. Carmen observa desdeñosamente el talón,
apaga el cigarrillo y descruza las rodillas, dejándolas irradiar
quietas a la misma altura, un poco demasiado separadas.
Indiferente le pide una pluma al camarero, escribe algo en el
talón, introduce éste en el sobre, ensaliva, cierra y lo entrega para
que sea devuelto al remitente.
Traía tabaco y revistas, velas, churros, algún libro, una botella
de colonia. Suplicaba no salgas ni siquiera de noche, hazme caso
que un día tendrán que recogerte del suelo por esas calles,
podrías caerte de debilidad, espera unos años y todo habrá
pasado. Se echaba desnuda sobre el colchón, sin soplar la vela,
decía es una delicadeza que tengo contigo, ¿te gusta?, con los
otros lo hago a oscuras. ¿O prefieres dormir?
Duerme tú, si puedes.
¿En qué piensas, tantas horas aquí, solo?
En el último atraco al banco Hispano Colonial, lloviendo, el
limpiaparabrisas del Ford marcando la espera y el motor en
marcha, Jaime Viñas sentado al volante con la tartamuda entre las
piernas y el recuerdo caliente de alguna mujer entre ceja y ceja:
hablándome siempre de ellas, de sus arrebatos con mordiscos y
uñas clavadas en la espalda, en los momentos quizá de mayor
peligro. Revisando el largo cargador con las 33 balas. Va de perilla:
ninguna alarma, ningún tiro. Cuatro hombres con chubasqueros
saliendo tranquilamente del banco, el último limpiándose la frente
con un pañuelo. Trescientas cincuenta mil de recaudación y el
Fusam con una brecha en la frente.
Disponiendo de más armas desde que acabó la guerra,
adquiridas a los maquis franceses y en subastas del ejército aliado.
Manteniendo contactos irregulares con los demás grupos,
intercambiándose hombres y armas y alternando períodos de
inactividad para desbaratar el cerco de la policía. Se discutía la
nueva orientación guerrillera de los exiliados en Francia. Las
infiltraciones de pequeños grupos a través de la frontera eran ya
frecuentes desde principios de año.
Al volver Sendra de algún viaje a Toulouse, hablaba de sus
conversaciones con el secretario de defensa de la rue Belford y de
sus visitas a la Colonia Aymerich. Navarro y el Fusam le
preguntaban por la mujer y los hijos.
¿Se ocupan de ellas? ¿Están bien?
La Organización prevé todo
Toma, tu mujer me dio esto, lo
tenía hecho desde el invierno pasado.
Era un jersey de lana. Añadió que Ramón, el contacto en
Barcelona, traería más cosas para todos. Pero Ramón también
trajo la confirmación de aquello que algunos temían: ¿Tu mujer?
Pues
en la vendimia. La Organización pasa ahora cantidades
insignificantes, la verdad. Las pobres mujeres tienen que reclamar
lo que es suyo una y otra vez
Indignados pero aguantándose, tragándose las protestas
delante de Sendra, sobre todo Navarro, un anarquista tan
disciplinado que duerme en posición de firmes, a ver quién coño lo
entiende, solía decir Palau. Ja, la Central se ocupa de todo: ja, se
reía, mano, esto no pita. En cambio dicen que el Socorro Rojo
funciona muy bien.
Ese mismo día el carota asaltará por su cuenta una joyería de
la calle Santa Ana, en Gracia, y dos días después, en compañía de
Jaime y sin que el grupo tampoco se enterara, se llevó
cuatrocientas mil pesetas del Banco de Bilbao de la calle Mallorca.
Por medio del contacto y adjuntando una nota que decía «aquí se
vive de realidades», el botín fue a engrosar los fondos de la
Central en Toulouse, menos una parte que se reservaron él y
Jaime y otra que destinaron a las mujeres de Navarro y el Fusam,
en Montpellier, sin que se enterara ni el mismo Ramón, que fue el
portador.
Entra por la gatera una postal pinzada entre dos plátanos,
detrás del plato de lentejas. Un mensaje escrito por el carota,
aquella vieja idea suya de: qué tantos remilgos, si ves a un tío con
chistera en un Haiga pues a él, clávale la Parabellum en los riñones
y ten la conciencia tranquila, que si no es un facha qué otra cosa
puede ser, con la chistera y el cochazo
Y si aún sales alguna
noche a estirar las piernas, acércate el viernes por el Alaska y
hablaremos, en la carretera de la Rabassada hay mucho que
hacer.
El carota siempre con sus bromas: la postal es de la colección
Vencedores de la Patria y propone un experimento entretenido:
Fije usted la vista durante treinta o cuarenta segundos en el
retrato y, volviendo la mirada hacia el techo, verá reflejada la
efigie de nuestro malogrado Fundador. ¡Presente!
¿Piensas ir?
Sí.
Una noche te caerás por ahí
Transpiraba el «Taylor» con su camisa blanca, las sobaqueras
empapadas de sudor y las culatas de las pistolas tan ajustadas a
las axilas que caminaba con los brazos separados del cuerpo como
si tuviera ganglios. Llega a la mesa y envuelve la caja de zapatos
con papel de periódico. En su bocamanga cuelga el pequeño
escorpión y Sendra no le quita ojo, captando los destellos dorados,
el brillante juego de la cola con su picadura venenosa. Ten mucho
cuidado, le dice. Luego clava los ojos en Palau.
Carota, ¿cuándo nos enteraremos de todas tus chorizadas?
¿Es cierto que Marcos te ayuda? ¿Cómo hay que deciros que no
actuéis por cuenta propia?
Palau engrasa la Parabellum: Sólo limpio a los cerdos
germanófilos. Palabra.
Pero qué va. La cara tapada con el pañuelo negro y el
sombrero calado hasta los ojos, obliga a parar el automóvil en una
revuelta de la carretera de la Rabassada. Introduce el brazo por la
ventanilla y clava el cañón del arma en la sien del conductor. Un
hombre gordo y lustroso, bien vestido, con canoso pelo de cepillo
y ojos aterrados. Aligera, tú: la cartera y el reloj y todo lo que
lleves encima, volando. Primero echa el freno de mano y pon los
pies en el asiento. De prisa.
El hombre obedece tembloroso. Mira al carota, después a mí.
Puedo oír el viento silbando entre los pinos. Desde la otra ventana
del coche le arranco la aguja de la corbata.
Tú eres un cerdo alemán le dice Palau. A que sí.
No
Yo soy de aquí, de Sabadell, lo juro.
Arruga Palau el ceño sobre los bordes del pañuelo, se dibuja
bajo la tela apretada por el viento su mueca despectiva. Para
tranquilizar su propia conciencia, insistía: Pero eres germanófilo,
al menos. A que sí.
No, de verdad
Te gustaría que los alemanes ganaran la guerra, a que sí.
Que no sé, que yo no entiendo
¡Pues peor para ti, si no entiendes! ¡Más ligero, collons!
Encogido en el asiento, los pies bajo el trasero, el hombre ha
entregado la cartera con tres mil quinientas pesetas, el reloj de
diez kilates y la estilográfica con capuchón de oro. Se quita los
gemelos obedeciendo a mi señal. Palau ve en el asiento de atrás
un paquete del tamaño de un plumier envuelto en papel seda y
atado con un cordel de purpurina dorada. ¿Un regalito para la
parienta?, dice el carota, y el hombre palidece. Dámelo, rápido. Ya
puedes largarte.
Dejaba Sendra de abroncarle y ya se enganchaba Bundó,
pavoneándose, los brazos en jarras. Palau lo interrumpe en el
acto. Cállate, pinxo. Yo trabajo, por lo menos.
Sí, trabajando con el pico, acabarás tú, o sea: limpiando
carteras en el metro, así acabarás tú.
Tienes órdenes de irte a tomar por el saco, Bundó.
No hay que utilizar la misma base de operaciones mucho
tiempo, había dicho Sendra, así que a finales del verano volvieron
a la fábrica de hielo del Pueblo Nuevo. A la luz polvorienta de la
bombilla, sobre el banco de trabajo, el Fusam empuja las pistolas
hacia mí: andando, anem per feina, mirándome como si viera un
resucitado. Por qué no te jubilas ya, no te necesitamos. Nerviosos
todos menos Palau y el «Taylor». Al ponerse la americana, Bundó
golpea la bombilla desnuda con la mano y las sombras se encogen
en el suelo lleno de serrín y limaduras. Masticando siempre, más
allá de la repentina sequedad de la boca, aquel sabor a metal
dulce o a sangre, aquella cuchilla fría y delgada del peligro
inminente. Se me cae la Browning y un cristal roto recostado en la
pared me devuelve la imagen polvorienta de un fantasma verdoso
agachándose, despechugado y flaco, mirándome tras las gafas
negras.
Mis nervios repercutiendo en los suyos.
Tranquilo, Marcos, puñeta.
¿Lo ves, por vivir como los murciélagos?
No pasa nada, nunca estuve mejor. Comprobando el buen
funcionamiento de las armas, Meneses echa un último vistazo al
contenido de la caja de zapatos, la tapa, la ata con el cordel y
asegura su envoltura de hojas de periódico, sus ojos
interrogándome: ¿seguro que esta vez no hará llufa? Ya puedes
correr cuando lo sueltes, le digo. El «Taylor» se echa la caja al
sobaco y Sendra le palmea la espalda.
¿Quieres que te acompañe?
No. Vosotros a lo vuestro. Salud.
El escorpión se balancea en su muñeca. Con su traje marengo,
sentado en un banco de la estación Cataluña del Ferrocarril de
Sarria, el paquete y el sombrero sobre las rodillas, los negros
cabellos perfectamente engomados y relucientes y el perfil
petrificado olisqueando el peligro: ve al guardia civil paseando por
el andén, y agacha la cabeza y se cubre. Dos mujeres jóvenes con
vestidos estampados admiran al pasar su palidez de hielo bajo el
ala del sombrero. Sus medias forman pliegues en las corvas, como
gusanitos de seda. Mantiene el «Taylor» la cabeza gacha, pero ya
el guardia se dirige a él.
¿Qué lleva usted en ese paquete?
Botellas de licor.
El guardia quiere comprobarlo y rasga el papel de periódico.
Quitándose los guantes, en voz baja: acompáñeme, lo veremos
fuera. El «Taylor» se levanta y camina junto al guardia hacia la
escalera mecánica. Su mano derecha retocando el nudo de la
corbata se desliza de pronto hasta la axila y saca el revólver,
dispara a quemarropa y se aparta para dejar caer el cuerpo.
Velozmente gana la escalera mecánica entre los chillidos de las
mujeres. Se eleva quieto con los pies juntos en el mismo escalón,
como un maniquí en un escaparate, de cara al público y con el
revólver en la mano. Al llegar a la Avenida de la Luz camina con
paso indiferente y lento arrimado a las tiendas, abriéndose paso
entre niños, criadas y soldados. Dos agentes le vienen de cara con
el naranjero bajo el brazo y él se para detrás de una columna.
Recostado de espaldas contra la barra de la cafetería, un niño
vestido de primera comunión se hace lustrar los zapatos. El
vozarrón autoritario del guardia civil alerta a la gente, que se abre
en abanico. Las balas del naranjero salpican la columna haciendo
saltar esquirlas de esmalte junto a su cara. Arrodillado, el
limpiabotas suelta los brazos y aplasta la boca en el zapato de
charol, una mancha de sangre agrandándose en su espalda. El
«Taylor» suelta la caja, cambia el revólver de mano, saca el de la
otra sobaquera y dispara con los dos a la vez corriendo agachado
hacia la siguiente columna. Nota una rabiosa quemadura en la
muñeca, oye el clic del nomeolvides chocando contra las baldosas.
Resbala y cae sobre la cadera al mismo tiempo que los dos
agentes, pero éstos ya no se levantan y él echa a correr a lo largo
del túnel que comunica con el metro. Su imagen prisionera en una
cárcel de espejos repetidos, sin escapatoria posible, mordiéndose
la cola: sintiendo que todo está decidido desde siempre. Tendría
en su pisito de fulana cortinas de cretona, mueble-bar y bidet, una
terracita sobre el Paseo de San Juan con un toldo a listas azules y
blancas y una baranda tubular de metal color naranja. Tendría en
la repisa del salón muchos cisnes de cristal, un galgo de porcelana,
un elefante rojo esmaltado, un portarretratos de vidrio con Tyrone
Power y otro con el fulano: un caballero de pómulos de seda y
sonrisa de dientes de oro. Desnuda ante el espejo se probaría el
nuevo abrigo de astrakán, reviviendo en la piel la caricia lejana de
otras pieles menos suaves, pues el camino fue largo y difícil y nada
había sido olvidado: sus años de criada en tantas casas, el calor de
hogar de su primer pisito en la calle Casanova, la rápida y
enloquecedora prosperidad del trío de la bencina, su acierto al
aprovechar los amigos bien relacionados de la baronesa, los Fiat
1100 y los camiones de la Campsa controlados por José María, las
alegres noches del Rigat, los aperitivos en La Puñalada y en el
Navarra, el primer aborto, el primer impulso irrefrenable con el
camionero de ojos azules, la amistad con el directivo del club de
fútbol, su primer asiento de preferencia en la tribuna de Las Corts,
su negligencia o parte de culpa en la detención de José María, ya
decomisado y devorado por la fiebre, arruinada su salud y su
negocio, el segundo aborto, la mala época, el barrio chino y las
katiuskas, el primer y único intento de cambiar de vida con el
pianista y su orquesta tropical, los vieneses y las revistas del
Paralelo, la pasarela del Victoria y las medias de red, los soleados
mediodías dejándose desear en la terraza del Oro del Rin, el talón
bancario en blanco pero firmado, su acierto al devolverlo no con
una cifra y muchos ceros detrás, sino con una estrofa de «La Bien
Paga», el buen año y pico viviendo en el Ritz con su nuevo pelo
platino y sus pekineses, las alegres madrugadas del bar Marfil, el
reencuentro con el directivo del Fútbol Club Barcelona, su
bronceada sonrisa y sus camiones cargados de wolfram pasando
clandestinamente a Portugal, la recuperación del palco de Las
Corts y del abrigo de astrakán, la fulgurante ascensión hasta el
tercer piso del Liceo con sus famosos hombros desnudos y sus
joyas, el empresario de pómulos de seda siempre a su lado y las
invitaciones al Tívoli, su nuevo apartamento en la Avenida Antonio
María Claret 16 esquina Paseo de San Juan, frente al bar Alaska,
donde algunas noches entraría a tomar la última copa, sola,
dulcemente borracha, arropada en pieles sobre el alto taburete y
alternando con desconocidos fantasmas de medianoche,
derrotados tabernarios, sombras ya de lo que fueron y ahora
mirando sus joyas con codicia. Cualquiera podía invitarla, a esa
hora, no estoy acabada, todavía, y se iría con él por ahí, a pasear o
a beber hasta la madrugada, quizá en el viejo Ford en cuyo asiento
trasero, empuñando un mazo de madera, se sentaría el espectro
derrotado de diez años de resistencia inútil y descabellada, el
muñón sangriento de una ideología corrompida cavando su propia
tumba en el solar ruinoso de Can Compte con una pala, al pie de
cuatro palmeras que sostenían la bóveda estrellada de aquella fría
noche de enero en que había de morir asesinada.
Ahora, desde que era una fulana de lujo, seleccionaba las
fiestas y guateques para no encontrarse con viejas amistades de la
baronesa, que según decían se había refugiado en Portugal a
consecuencia de la denuncia que provocó la caída de un
funcionario de Hacienda, y que nunca había sido baronesa. Sí que
lo era, le dijo el querido, compró la baronía por doscientos
vagones de trigo entregados al gobierno civil, lo sé de buena tinta.
Pensaba no asistir a ese cóctel, pero un policía que años atrás
estuvo de servicio en el hotel Ritz, hoy comisario, le rogó por
teléfono que no faltara, que tenía una grata sorpresa para ella.
Una torre en Sarria atiborrada de muebles Luis XIV, había más
de los que cabían y hasta repetidos, quizá por efecto de tantos
espejos donde también se multiplicaban, junto con los avatares de
su vida y los fantasmas de sus amantes, innumerables jarrones,
tapices y estatuas. Dos pisos y tres terrazas iluminadas llenas de
invitados. En la biblioteca, escudados en el humo azul de los
habanos y en las panzudas copas de coñac, tres hombres hundidos
en butacones hablan de tasas y controles y de una casa de
menores disfrazada de Academia de Corte y Confección.
Damascos rojos en divanes y almohadones. Un hombrecillo
atildado, con botines y corbata blanca, da un respingo en su
butaca. ¿Academia de qué, señores? Me lo ha dicho
confidencialmente esa rubia
En el salón, una señora de rollizas piernas con varices se pasea
entre los invitados con un sombrero-macedonia. Un teniente de
Capitanía vestido de paisano engulle uvas de Almería conversando
con la joven esposa de un vendedor de coches. La anfitriona se
une al grupo de damas que comentan con un jefe de Centuria,
escudado en gafas de luto, la inauguración de un Hogar de Auxilio
Social para huérfanos de republicanos fusilados. Estos niños no
son responsables, y queremos que un día se digan sin rencor: si la
España falangista fusiló a nuestros padres, es que se lo merecían.
El empresario sostiene delicadamente el codo de la joven de
cabellos platino. Ella se vuelve a saludar al comisario, y los
hoyuelos de sus nalgas forradas de seda hacen guiños plateados.
Sonriente, el comisario tiene el gusto de comunicarle que la
Brigada ha recuperado parte de las joyas robadas hace tiempo,
entre ellas un escorpión de oro, y entrega a Carmen una cajita
envuelta en papel seda.
Junto al buffet se desploma un caballero de hirsutas cejas
canosas, arrastrando en su caída una bandeja con copas y el
tirante del vestido de una pelirroja madura. Ríen los comensales,
dos camareros enguantados le ayudan a incorporarse, qué, dice el
invitado borracho buscando a la anfitriona con ojos turbios pero
riéndose, agitando un llavero en la mano, ¿repetimos el juego de
intercambiar las llaves del coche con la mujer dentro
? Dos
mariconas disfrazadas de gitana se persiguen por el corredor con
las faldas sobre las rodillas, estolas de visón y brillantes en las
orejas.
El caballero de pómulos de seda abre su pitillera de oro con la
firma de los jugadores de su club y ofrece un cigarrillo a su pareja.
La rubia, con una mueca de asco, sugiere rematar la noche en la
Parrilla del Ritz.
13
Entonces era una gordita tímida de busto hierático, acartonado,
empaquetado, que ya prefiguraba éste de hoy bajo los hábitos. No
olvidaría nunca la noche que descubrió casualmente el refugio y
su correspondencia secreta con el teatro, un domingo que volvía a
casa después de asistir a un baile particular en el piso de una
amiga: aún traía en la sangre un hormigueo musical y unos
inconfesables deseos de ternura que una vez más se habían
frustrado.
Por timidez, desde el principio pidió ocuparse del tocadiscos y las
bebidas, y cuando quiso dejarlo ya no pudo. Ponte guapa y ven,
Paulina, le habían dicho las amigas, anímale, seguro que hoy pillas
novio. Fue su último baile, ya en la recta final de la soltería, en un
comedor de maltrecho empapelado y agrios olores conyugales
donde habían arrinconado la mesa y subido la lámpara de flecos, y
sólo sirvió para reafirmarla en su íntima y todavía secreta vocación
religiosa. Las amigas ponían copitas de anís en sus manos
sudorosas y flores de trapo en su cintura deforme, conspiraban
juntas para alterar la realidad de una figura sin encanto, un
vestido cursi y la indiferencia burlona que despertaba en todos.
Pero tampoco esta vez encontró pareja y al final tenía los pies
deshechos de no moverse y unas ganas incontenibles de llorar. Un
poco mareada por el anís, no esperó que nadie se ofreciera a
acompañarla y se fue sola por la calle Encarnación enfangada,
sorteando los charcos y zigzagueando de un farol a otro para
evitar la oscuridad.
No había un alma en toda la calle, hasta que apareció un mendigo.
Venía por la misma acera, encorvado y sombrío, sujetándose la
boina a la cabeza con la mano. Nada en él llamaba la atención ni
había de qué asustarse: era simplemente un vagabundo que venía
por la misma acera, sujetándose la boina. Pero veinte metros
antes de cruzarse con él, vio que aflojaban el paso y tendía a
dejarse caer hacia el lado del bordillo, doblándose despacio sobre
el costado. No tendría más de treinta años, era alto y flaco y
llevaba gafas negras de ciego, chaquetón azul y alpargatas rotas,
sin calcetines. Se golpeó el pómulo en el bordillo. Paulina acudió
presurosa, lo ayudó a recostarse de espaldas a la pared y con el
pañuelo le limpió la sangre de la cara. El hombre respiraba como
un fuelle. Sus dedos pálidos lucían cantidad de sortijas de hueso.
No será nada, lo tranquilizó ella, es la debilidad. Él quería
levantarse, llevaba algo asomando entre el pecho y la sucia
camisa: un candelabro de plata. Paulina reconoció el candelabro,
era uno de los cuatro que había en la cripta de Las Ánimas junto
con otros objetos del culto, ella misma los guardó allí después de
Semana Santa.
¿De dónde ha sacado eso, buen hombre?
El desconocido refunfuñó, esquivó sus miradas, se encasquetó la
boina y quería irse, dijo que el candelabro lo había encontrado en
un refugio antiaéreo donde a veces dormía, junto a la iglesia: allí
estaba pudriéndose, alumbrando la calavera de unos chicos, no
era de nadie y por eso lo había cogido, a ver si le daban unas
pesetas por él.
Poco después, cuando el hombre seguía su camino, ella entraba
en el refugio. Así pues han excavado un pasadizo hasta la cripta, se
dijo asombrada, prolongando aquella excitación, ya verán cuando
los pille. Ardía una vela en el recodo de la izquierda; pero no vio la
llama hasta que dejó atrás el fango y el tablón; agonizaba en la
hornacina, sobre la cera derritiéndose que cubría la calavera,
iluminando los reducidos límites de una reciente conspiración
secreta: aún se veían las piedras en semicírculo y encima las
pelucas rojas de diablo, los tres candelabros, la lata con restos de
pólvora. Oyó sus voces desde el pasadizo, pero al empujar el baúl
no vio a nadie en el vestuario. Vaya, tan formalitos en el catecismo
y mira, pues se lo contaré al mosén
Pasó por delante de un
espejo, agua sucia encharcada que su propia figura cruzaba
fantasmal: una mujer bajita y gorda con los zapatos en la mano y
una ridícula flor de trapa en la cintura. Mañana se lo contaré al
mosén, cuando vaya a confesarme. Había luz al otro lado de la
arpillera, en el escenario: Tú vas vestida de hombre, con la
túnica y el cinturón de oro de San Miguel, con la capa, la espada y
el casco. Pero figura que eres una chica, ¿entiendes? Quiero decir
que eres una chica de verdad, pero te haces pasar por hombre. Y
nosotros no lo sabemos.
Y éste lucha contigo y os caéis al suelo, y entonces pierdes el
casco y se te sueltan los cabellos largos de chica, así, mira, como
en La Corona de Hierro, ¿la has visto?
No.
¿Y La Prisionera Desnuda, la has visto, niña?
Tampoco. Amén dice que tus películas son mentira.
¿Cómo?
Sí. Que las películas que cuentas no existen, nadie las ha visto
nunca. Que tú te inventas esas pelis, Sarnita.
Amén tiene una gotera en el coco, chavala. ¿Y Suez, la has visto?
¿Suez?
Sí. Todo el mundo la ha visto. Tú eras Anabella y éste era Tyrone
Power, ¿vale? Hay un ciclón sobre el desierto y tú salvas a éste
atándolo a un poste, mira, aquí tienes la cuerda. Entonces figura
que el ciclón te empieza a arrastrar, él se ha desmayado y se
despierta atado al poste y ve que estás perdida, y te aprieta entre
sus brazos porque además está enamorado de ti, pero el viento es
muy fuerte y todo es inútil, una fuerza invisible te empuja y te
arranca de sus brazos, te levanta del suelo y te lleva lejos
No dijo María. No me gusta el cine, casi nunca voy.
Pues lo que te hicieron los moros, Fueguiña dijo José Mari.
Ensayamos eso, ¿quieres?
¿Otra vez?
Su mirada pasmada penetraba hasta el fondo del escenario, sus
ojos saltaban de un horror a otro: la silla con la cuerda colgada al
respaldo, la Bota Malaya con el torniquete que rompe tobillos, la
Campana Infernal con el martillo y el riel, el bidet con los regueros
de pólvora
Había incluso una vieja radio en forma de capilla que,
si funcionara, habría servido seguramente para ahogar las quejas
de las víctimas, como en una cheka de verdad. Así que yo tenía
razón, mosén, ya se lo dije, le diré: algo extraño ocurre, tienen a
las chicas muertas de miedo y Dios sabe qué se traen entre
manos, ya verá cuando se lo cuente mañana, no me va a creer:
haciendo marranadas en el escenario, con este ojo lo vi, ellas
medio desnudas y temblando de risa y de miedo, la gallega María
Armesto y esa cochina de Virginia con sus trenzas rubias, los espié
por uno de los agujeros de la pared, sentada a caballo en un
tronco de árbol tumbado en el suelo, sin que me vieran. Hace
tiempo que lo sospechaba, mosén, lo veía venir, le diré, se lo dije:
hay que vigilar a esos chicos, ocurren cosas muy raras en la
Parroquia, andan por ahí como los topos y el otro día una niña de
la Casa tenía las muñecas marcadas por unos cordeles
Debería confesarme también del baile, no, es decir, es lo mismo,
va muy junto un pecado con el otro y será como si confesara los
dos a la vez: verá usted, mosén, le diré, yo volvía de la fiesta algo
mareada y así llegué al refugio, en ese estado de pecado lo vi
todo. Era como si ensayaran una función pero no, primero eran
trozos de películas y lo demás inventado, luego aquella tortura
que habrían ensayado cientos de veces con la gallega forzada a
desnudarse a punta de fusil, hasta hacerla reír y llorar a la vez.
Empujándola, agitándola cogida por los hombros, hacían saltar
como de un árbol su risa podrida, su llanto florido y abyecto, qué
vergüenza, mosén. Al ir ella vestida de Arcángel creí que
ensayaban de verdad, pero en seguida me extrañó no ver al
señorito Conrado. Eran cuatro moros harapientos y de cara
renegrida, esgrimían cinturones forrados de monedas de cobre y
tenían a Virginia amarrada a la escalera de mano, abierta de
brazos y piernas como una equis. Vi su espalda desnuda y teñida
de rojo, Dios sabe que no miento, mosén, parecían correazos de
verdad. Entonces oí un ruido en el vestuario y me volví: una
calavera cenicienta, flotando en el vacío y mirándome, ese pobre
enfermo de Luisito vestido de flecha con sus ojos de fiebre en
medio de dos círculos morados como un antifaz, ¿o era un antifaz
de verdad?, y oí un alarido y volví a mirar por el agujero a tiempo
de ver a los moros apretando el cerco, cayendo sobre ella en el
fango negro del corral de la casita de labranza. Ya había perdido
los zuecos y el pañuelo de la cabeza, ya los moros le subían las
faldas, no sé si le habrán contado que los Regulares abusaron de
ella después de fusilar a sus padres, y que a su hermanito que
quiso defenderla le retorcieron las partes y le azotaron la espalda,
parece ser que después se los cortaron y se los pusieron en la
boca, y que a ella los falangistas le raparon la cabeza: pues eso
representaban, mosén, la galleguita se interpretaba a sí misma
con lágrimas de verdad y esa atrevida de Virginia hacía el papel del
hermano amarrado a la escalera con la espalda despellejada, y
ellos con ramajes en los turbantes y negras barbas y fusiles
encañonándolas, tres regulares y un oficial cercando a María
Armesto que pataleaba y chillaba, cuando su hermano se volvió a
escupirles.
Tiniente, terminemos primero con su hermano dijo un
mójame. Que no nos dejará pichar en paz.
Eso. Je, je. Y mientras, que ella nos prepare un té caliente,
tiniente.
Unos pinchitos, paisa.
¡Silencio! dijo el teniente acercándose al azotado con los
brazos en jarras, provocándole: No volverás a escupir. No tienes
huevos.
¿Que no? mirándole por encima del hombro, esa descarada
. Agárrame la bragueta y verás, fascista de mierda, toca:
grandes, duros y agarraditos al culo.
Tú misiano, paisa dijo un moro. Pero no tener hüivos.
Prueba, moranco asqueroso.
Espera y verás dijo el teniente, y le dio una bofetada y luego
: Tú, amárralo mejor. Con esa cuerda.
Cumplió la orden el mójame que se reía. Y otro aún más negroide,
retinto, con barbita de chivo, se acercó y plantó las garras en los
desnudos pechitos amarillo limón, enfangados, mordidos lirios de
luz. Quedó entonces la niña aún más abierta de piernas,
crucificada en la escalera, dando alaridos mientras el oficial
hurgaba en las ingles con su manaza.
Suai-suai decían los moros riendo. ¡Jaudulilá, que pronto se
desmayará!
Se retorcía como una serpiente, gemía y lloraba y se reía, y el
oficial, con los dientes apretados, dio un paso atrás y ordenó al
moro que siguiera él: aprieta, mójame, retuércelos que parecen
de goma, así, apretaditos en el puño y ahora tira fuerte hacia
abajo como si los ordeñaras, así, y él se puso a golpearlo con las
rodillas y con los pies, mientras esa descarada hacía que se
desmayaba de dolor o de risa. Entonces todos se volvieron a mirar
a la gallega caída en el suelo, y en cuyos ojos había el espanto y el
horror de verdad, mosén, el mismo de entonces con toda
seguridad, y una ansiedad vengativa, sanguinaria. Tienes que
pararles, pensaba, levántate y échalos de aquí, pero las piernas no
me obedecían. Volví la cara cuando tres de ellos sujetaban sus
brazos y sus piernas y el otro se sentaba sobre su vientre, busqué
a Luis a mi espalda con ojos de auxilio pero ya no estaba en el
vestuario, y una oleada de calor me envolvió, cuando noté algo
moviéndose debajo de mí, en el tronco de cartonpiedra donde me
sentaba
Pero eso nunca tendría el valor de confesarlo, cómo podría si no
estaba segura de que hubiese ocurrido, si debió soñarlo: que el
niño se había deslizado dentro del tronco como una serpiente, que
estaba enroscado allí desde hacía rato, conteniendo la tos y
ardiendo de fiebre como dicen que arden los tuberculosos junto a
una mujer; soñó incluso su boca morada y su lengua quemante, su
aliento envenenado que traspasaba el cartón buscándola. Sin
poder reaccionar, paralizada por lo que veía en el escenario: la
más sucia porquería que unos moros degenerados pueden hacerle
a una chica en las afueras de un pueblo devastado por la metralla
y el pillaje, le diré, eso sí, pero cómo confesar lo otro si fue una
ilusión de los sentidos, un desvarío, a caballo del tronco áspero y
rugoso, descalza y con los zapatos en la mano, extraviada la
conciencia y el corazón en un puño
Se levantó y escapó del
refugio y de aquella visión atroz y de su propia vergüenza, me fui
corriendo a casa y pensaba decírselo en seguida, mosén, hay que
hacer algo con esos golfos, fue el último baile de su juventud tan
triste y aburrida, castigarlos o expulsarlos de la Parroquia y no
volverá a ocurrir, lo están corrompiendo todo pero mi vocación es
firme, mosén, que el Señor me guíe, unos niños y a mis años, qué
vergüenza.
Y el Tetas y Amén siempre con la torta: vestidos de monaguillo
iban de acá para allá tras de entierros y misas, parando a ratos en
la trapería para enterarse de todo con retraso y mal. Y Mingo ya
era el colmo del despiste, sobre todo los días que se quedaba a
comer en el taller de joyería. Luis iba algunas noches a un
tostadero clandestino de café, allí le daba vueltas a una esfera de
metal sobre unos leños encendidos, y estaba siempre en la luna,
con sueño y el buen olor a café y azúcar tostado en sus ropas;
pero al menos de día era libre igual que Sarnita y Martín y se iba
con ellos a vender postales o al cine. Veían a Java con más
frecuencia y por lo tanto estaban al corriente de todo, no tenían
que andar jodiendo con preguntas como Amén: ¿La encontró
por fin, Sarnita, de verdad? Que no me he enterado, hombre, que
tenía un funeral, cuéntame siguiéndole al trote, pisándole los
talones camino de la plaza Rovira. Venga, ¿qué pasó?
No seas pelma. A Java no le gusta ventilar eso. ¿Cogemos el
treinta? indicó al tranvía que iniciaba la curva frente al cine.
¿Ya viste Sendas Siniestras, de los hermanos Dalton? ¿O vamos al
Delis?
Vale. Pero oye, jolín, a mí nunca me contáis nada. ¿Es verdad
que Java ha ido al barrio chino?
¡Corre!
Se colgaron del enganche trasero cuando el tranvía enfilaba la
recta del Torrente de las Flores. Durante un buen trecho oyeron el
tintineo de la campanilla y los chispazos del trole en el cable, luego
el chirrido de las ruedas en la curva frente al cine Delicias:
abrazados y con los ojos cerrados recibían en la nuca y la cabeza
los puñados de arena que les arrojaba el cobrador, sus insultos y
sus manotazos. Salta cuando te avise, dijo Sarnita, ¡ahora! El
impulso les hizo correr varios metros con el cuerpo doblado hacia
atrás, los brazos como ventiladores y las suelas de las botas
percutiendo en el empedrado como pistones, hasta el mismo
vestíbulo del cine. Martín y Luis ya estaban allí. A ver si hay
tomate, porque si es una de amor yo me las piro al Iberia, que dan
Aventuras de Marco Polo. Nos colamos juntos, ¿eh?, dijo Amén,
no me dejéis el último, siempre me toca a mí.
Disimularon mirando los carteles. El portero leía el periódico
sentado en su silla. Tras la cortina marrón ya se oía la sintonía del
No-Do. Luis compró un cucurucho de altramuces y lo repartió.
Vieron al vagabundo Mianet rastreando colillas entre los pies de
las chicas que miraban las fotos de reclamo del programa doble.
Siempre guipando, el viejo Mianet. ¿Fue aquí, Martín?, preguntó
Amén. Sí, se ve que el Mianet dijo algo mirando las fotos, estaba
ahí mismo igual que ahora y Mingo lo cazó al vuelo y salió pitando
a avisar a Java: ya sé dónde está, legañoso, la han visto. ¿Y fue a
verla llevando mucho dinero, le sacó dinero a la doña?, dijo Amén.
No, pero estuvo a punto, dijo Sarnita, verás: fue Java y le dijo,
doña, esta vez sí que es ella, supe que salía con un policía armada
y al principio me extrañó, luego resultó que el policía es mariquita,
igualito que ella y hasta tiene una cicatriz en el pecho, qué cosas,
doña, hasta se hacía vestiditos con una máquina de coser que le
alquiló a ella. Ya no salen juntos, no ha vuelto a verla pero sabe
dónde para y por decírmelo pide dos duros. Es un pobre sarasa
muerto de hambre, los días que está libre de servicio hace horas
en un taller mecánico. Es pariente lejano de la mujer del dueño del
taller, que era marmota y dicen que tiene un hijo de un cura. Este
cura era el confesor de las huérfanas de la Casa de Familia antes
de la guerra, hasta que la Aurora se enteró que hacía manitas con
las niñas y se lo dijo a un tío suyo anarquista, que echó al cura a
patadas de la Casa, lo vio toda la calle Verdi y todavía lo
recuerdan. Lo he sabido en un bar de furcias que frecuentaba el
gris vestido de andaluza, qué elemento, ya lo expulsaron del
cuerpo, doña, si es que no podía ser
Bueno, dos duros me pide,
doña, son muchos cuartos pero yo que usted se los daría, no
debemos perder la ocasión.
Sarnita se interrumpió, sus ojillos como bellotas reventonas
espiando al portero: doblaba el diario, se levantaba, iba a charlar
con la taquillera. ¿Y qué pasó?, dijo Amén, ¿le dio los cuartos?
Nanay, no salió bien. Sarnita hundió de pronto la cabeza entre los
hombros como si fuera a embestir y empujó a Martín y éste a Luis:
¡Ahora, va, que no nos guipa
! No, esperad, quietos, ordenó
Sarnita. Y los clavó muertos de risa. Pues no lo entiendo,
aprovechó para decir Amén, ¿por qué se inventó al poli mariquita?
Tontolculo, replicó Sarnita, ¿cuándo entenderás de negocios?, el
plan era volver otro día y decir nada, nos engañó, los mariquitas
son traicioneros, doña, se quedó los dos duros y todo mentira, no
era ella, no se puede uno fiar
¡Ahora, adentro!
Se colaron, pero antes de finalizar el No-Do hubo un apagón.
Silbidos y pataleo en el gallinero. El acomodador puso dos velas
encendidas al pie de la pantalla. Martín y Luis tiraban pellejos de
altramuces y cerillas encendidas a la platea, barrida de vez en
cuando por el cono de luz de la linterna del acomodador. Amén
fumaba e incordiaba sin descanso: ¿y dónde dijo el Mianet que vio
a Ramona? No lo sé, pelma. ¿Pero Mingo lo oyó decir y se fue
corriendo a avisar a Java? Sí. ¿Y qué pasó?
¿Dices que la han visto? ¿Quién? dijo Java.
El Mianet.
No hay que fiarse del viejo. ¿Dónde está?
En el Delicias dijo Mingo, mirando cuadros.
Llevaba el sol en sus viejos zapatones de vagabundo, destellos
cegadores. Rondaba los vestíbulos de los cines del barrio con su
mugrienta guerrera sin color y su macuto, arrimándose a las
muchachas que cogidas del brazo leían en voz alta los diálogos
escritos en las fotos color sepia clavadas con chinchetas en el
panel, frases de amor o de risa mecidas por el ruido de la
proyectora en la cabina, que se oía incluso desde la calle.
Destacaba en medio de las muchachas su cabeza de tortuga, calva,
arrugada y negra, que desprendía un metálico olor a conservas, a
lata vacía. Su simpática cara de viejo simio simulaba un franco
interés por la tragedia de guante blanco que expresaban las fotos
y leía en voz alta, porque siempre había alguna chavala que se
quedaba a su lado a escucharle un rato más: la experiencia le
había enseñado que no todas sabían leer. Sólo un observador muy
agudo podía captar la tierna maniobra; primero su cabecita
infectada de miseria oscilaba sobre el largo cuello, y había un
suave y reverendo parpadeo al mirar de reojo a la presa; en
seguida el lento, cauteloso desplazamiento del pie hasta rozar el
de ella; bajaba entonces los ojos con humildad, ladeando un poco
la cabeza, se inclinaba con cierta prevención, como si estuviera al
borde de un precipicio, y el espejito semioculto entre los cordones
flojos del zapato le devolvía desde el fondo de un pozo aquellos
pálidos fulgores blancos, rosados o celestes, en medio de los
muslos.
Entonces una sonrisa beatífica endulzaba la cara de Mianet.
Alternaba la fijación del difícil encuadre con la lectura susurrante y
fervorosa de los diálogos en las fotos del panel, arrastrando a su
joven presa de una escena a otra, de un beso de amor a una
mirada de celos, de un duelo de espadas a un peligro en la jungla,
sin descomponer nunca la figura de espontánea y gentil
deferencia hacia la analfabeta. Y con precisos desplazamientos del
pie, según exigiera el vuelo de la falda o la postura de ella,
mejoraba pacientemente la perspectiva, tanteaba aquella suerte
de claroscuro que alguna vez debió pararle el corazón ante el feliz
hallazgo: alguna vez debió ocurrir.
Cuando Java llegó, ya lo habían pescado dijo Sarnita. Ya lo
estaban vapuleando.
El portero del cine y un espontáneo indignado, un fulano de gran
papada, mandón y colérico. Lo empujaban de malos modos hacia
la calle y él refunfuñaba, medio caído en el suelo, barriéndolo con
la bufanda y el petate. En la pechera abierta de su guerrera
asomaban hojas de periódico que le protegían del frío como una
camisa. Le decían cerdo piojoso, baboso, rojo, aléjate de las niñas,
lo patearon, hicieron añicos sus espejitos mágicos, tiraron lejos sus
zapatos, abollaron su fiambrera y tropezó y cayó con un triste
ruido de quincalla. Viejo indecente, gritaban, que lo encierren,
escupiéndole mientras el portero y aquel fulano lo arrastraban
hacia la calle. Java se interpuso y recibió tal bofetada del gordo
que, encogiéndose en el acto como un felino, la mano se le fue
como el rayo al bolsillo de la navaja. Pero no la sacó, no hizo falta:
algo en sus ojos enfermos de legañas, pelones y rojos, mirando
desde abajo, acojonó al tipo, que reculó y le permitió ayudar a
Mianet, calzarle los zapatos, levantarlo del suelo y llevarlo a una
taberna allí cerca.
Lo sentó y le dijo volviste a las andadas, viejo loco, no
escarmientas y un día te matarán a palos, ¿por qué no vuelves a
pedir por los pueblos, qué esperas de esta cabrona ciudad de
chivatos, que te trinquen? Un día se sabrá todo y acabarás con la
boca llena de arena en el Campo de la Bota, viejo tonto. El Mianet
sacó la fiambrera y se puso a comer, le ofreció a Java un poco de
carne en conserva y masticaba ligero con sus encías sin dientes,
decía ja, ¿los pueblos dices?, ahora los payeses sólo te dan
almendras y avellanas, nadie tiene un real y se pasa más hambre
que aquí, el que crió un cerdo lo mata de noche y a escondidas,
con la radio bien alta para que nadie oiga los chillidos, son unos
agarraos, hijo. Y riéndose, más tranquilo: ¿qué, qué hace tu
abuela, qué hay del marinero
? Nada. ¿Dónde duermes ahora,
Mianet?, le preguntó, ¿ya tiraste el saco, no quieres traernos
papel?, mira que la abuela siempre te daba algo. Y él ja, eso se
acabó, ya tampoco estañaba ollas ni arreglaba paraguas, ahora
hacía algo mucho mejor, vendía nomeolvides en el barrio chino y
le iba bastante bien, tenía una clientela de putas que le
encargaban hacer grabar el nombre y la fecha
Sí, allí la había
visto la semana pasada, en un bar de Escudillers, no le compró
nada porque andaba en las últimas, cómo está la pobre, hijo,
quien la ha visto y quien la ve, claro que tú la conoces de hace
poco, habrás ido de dormida con ella, pillastre, pero está de piojos
y de miseria que da pena, hecha un fideo y tan asustada,
desconocida, una cara todo ojos; pero si ni fuerzas deben quedarle
para aguantar a un fulano encima, si apenas habla, si ni siquiera
visitaba a su tío Artemi por no acercarse a la Modelo, eso me dijo;
yo sí, era un amigo y le llevaba algo de comer cuando podía,
estuvimos juntos con el Chepa en la ofensiva; va listo el pobre
Artemi, no saldrá ni en treinta años. ¿Y qué bar era ése, Mianet?,
dijo Java. Ah, pillastre, podrían ser tantos, éste o el otro a ella le da
igual, mira en Escudillers, y si no acércate por La Maña: está
pasando una mala racha.
Fue un sábado por la noche. El día tiene la desventaja del mucho
trabajo para ellas, pero el mucho trabajo es precisamente la
garantía de encontrarlas. Se pateó todo el barrio chino, todas las
casas de putas, desde La Maña al Jardín y La Carola, y nada, en
todas le decían lo mismo: aquí no queremos enfermas, esto no es
un asilo, tuvimos que echarla porque hasta apestaba, de verdad.
¿Tan mal está, chaval, tan acabada? decía Amén agazapado
en la sombra del cine, apurando con avidez la pestilente colilla.
¿Tuberculosa sin remedio? ¿Un vejestorio con bigotes y tetas
caídas? ¿Ya no la quieren los hombres, Sarnita, ya no les da gusto?
Sarnita achicaba los ojos, rumiaba: no, dijo. ¿Te acuerdas de las
momias que sacaron a la puerta del convento de las Salesas, en el
Paseo de San Juan, que mi padre nos llevó a verlas de niños, te
acuerdas? Pues así, una momia. Atiza. Y ya muy de noche la
encontró por fin en una tasca de mala muerte, y chico, qué
sorpresa: un fideo, sí, un pellejo que hedía a vinagre, una momia
pero muy pintada y teñida, muy puesta y ni hablar de sentirse
perseguida y con miedo: timándose con dos marineros en la barra,
calentándolos aunque luego nada, porque se largaron y ella se
quedó con las ganas. Algo de miedo: retrocedió al verle entrar,
diciendo ¿otra vez, niño? De miedo: apenas si habría hecho dos
chapas en toda la noche y era sábado, se le notaba el fracaso en la
cara. ¿Será por la cicatriz, Sarnita? ¿Por lo aburrida y triste, una
Magdalena? Java salió a esperarla fuera. A través del cristal la vio
pagar un cortadito. Él no había podido sacarle aquellos dos duros
a la doña, sólo tres pelas, más dos que ya tenía
Traigo el dinero dijo parándola en la acera. ¿Subimos,
Ramona?
¿Dónde quieres ir, mocoso, dónde te dejarían entrar?
No tengo los dieciocho, pero se lo creen. ¿Subimos? Ella suspiró
cansada, cerró los ojos. El bolso colgado al hombro, las manos en
los bolsillos de la gabardina, las katiuskas donde bailaban sus
piernas que se le habían quedado como palillos. Déjame tranquila,
por el amor de Dios, no me busques líos y olvídame, rico, no me
hagas esta faena. De pronto él cogió su mano por sorpresa y se la
puso ahí, sonriendo: mira cómo estoy de malito, Ramona, mira
cómo me tienes. Quita, niño. Si quieres aviso a Maruja y subes con
ella, es lo único que puedo hacer.
No. Contigo.
Si estoy para el arrastre, hijo. ¿Ya me has mirado bien? Por mí
no quedaría, no es por falta de ganas, te lo digo francamente y
cerró otra vez los ojos, cerró su mano en la mano que ardía, cerró
las piernas temblonas y acercó la boca abierta rozando la bufanda
de él. Pero es mejor que no. No quiero tratos contigo, así de
clarito. Abur.
¿Por qué? Tengo el dinero ella se iba, pero la retuvo por el
brazo. Espera, oye una cosa
Dile que se vaya a paseo, a ése que te envía. Díselo.
No diré nada, no diré que te he encontrado.
Ramona volvió a subir a la acera, de un tirón se desprendió de su
mano y lo miró fijo. Pero sólo dijo, con una voz desconocida, con
la cara repentinamente de otra, una calavera pintarrajeada:
¿Ah, sí? ¿Y por qué, rico? ¿Por qué habrías de hacer eso por mí?
Java no resistió esa mirada. Pensó ¿qué pasa? Natural: no era ella,
ese esqueleto no podía ser ella, Sarnita, se había equivocado de
furcia; ésa no se escondía de nadie, así que no podía ser, ¿verdad?
Sí que lo era, sí que tenía miedo, ahora, pero también ganas, pues
acuérdate: un par de chapas solamente y tal vez con vejestorios,
piensa lo que debe ser para ellas, tan acostumbradas a hacerlo
cada día, un tormento, chico, iba como una perra, tú no entiendes
de eso todavía pero así es la vida, Amén, así es el vicio. Y ya lo creo
que era, porque en seguida añadió: ¿Y por qué iba yo a creerte?
¿Te crees que me chupo el dedo, que no sé que me denunciarías?
Se lo explicó cogiéndola del brazo, caminando: no me conviene,
tonta, ¿no ves que si hablo te llevan a esas monjas de Gerona para
regenerarte y se acabó el negocio para mí? Es matar la gallina de
los huevos de oro, y no me interesa, ¿está claro?
Entonces dijo ella parándose ¿qué buscas, qué quieres?
Subir contigo. Sólo eso.
Lo pensó ella un momento y dijo: está bien, vamos. Pasaron dos
borrachos alborotando y haciendo sonar palmas. Ya era muy tarde
y cerraban los bares y los letreros luminosos se apagaban. ¿Tienes
para una habitación?, nerviosa ella, dando traspiés: y cómo pasa el
tiempo, chico, el mirón ni me reconoció, decía, fíjate, ¿tanto he
cambiado, tan estropeada estoy?
No hay mucha luz allí, y es de gas.
No es eso. Han pasado ocho años, pero qué son ocho años
Debías ser casi una niña dijo él para complacerla. Ahora
eres rubia y te pintas, y tan flacucha
Eso es, una buena birria.
A mí me gustas.
He estado enferma. Bueno, ¿tienes para la habitación, sí o no?
Sí.
¿Que qué hay, Amén? Pues una cama, un bidet, una mesita de
noche con un cenicero, nada más. Espejos en el techo, sátiros y
ninfas persiguiéndose en las paredes, culos al aire, tetas. Luz roja,
toallas, pomadas para el pito, nada más. Yo nunca he estado pero
agárrate, que viene lo bueno: Java tampoco. No me lo creo,
Sarnita. Como lo oyes, chaval, a lo mejor ni siquiera tenía roto el
frenillo, el legañas. Y el caso es que no pudo hacer nada, no se le
empinó. ¡Atiza!, ¿tan mal está la tía, tan jodida? No, parece un
fideo pero se ve que desnuda está muy buena. Lo que pasa es que
ésas siempre te cuentan su vida, ya sabes, una perra vida con hijos
de padre desconocido y un chulo que las pega, siempre
arrastrándose por los bares y las casas de meucas más tiradas, y
eso te la baja, chaval, te la baja pero hasta los pies, si te descuidas
acabas llorando, yo no he ido nunca con ellas a una habitación
pero es así. ¡Ondia! entonces es mejor no dejarlas hablar. Eso
precisamente haré yo cuando me estrene, Amén, pero depende
de la tía y de todos modos si te tapas las orejas y cierras los ojos
resulta fermi, tal como habías pensado antes de ir: estás tumbado
en la cama con ella, fumando un cigarrito, hablando de la vida en
general, tan a gusto, imagínate, no tienes más que alargar la mano
y aquí está ella, a tu lado, desnudita, calentita como un pan.
¿Te dejan quitarles las medias?
Si están enamoradas, sí. Y el sostén, y las braguitas.
Pero primero las katiuskas. Tumbado cara al techo, puestos los
ojos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, se volvió
un instante a mirarla arrodillada en el colchón, como la primera
vez en el dormitorio del piso del Ensanche, mientras sujetaba sus
cabellos en la nuca con una gomita. Mirando tranquilamente su
cuerpo como una estatua antigua en medio de un jardín
descuidado, en medio de una memoria frondosa que no era
totalmente suya, mirando sus pequeños pechos castigados de
cicatrices y mordiscos y sus ásperas caderas; pensando en el
curioso destino de esta carne y la suya unidas en una cama ajena
no por la casualidad, sino por el hambre o la necesidad: ese
sentimiento de las cosas que ya son irreversibles, como el fracaso
o la muerte.
Y si la tratas con dulzura te acaba cogiendo confianza, chaval, y
entonces puedes preguntarle: ¿cómo te has hecho de la vida,
nena? Y ella te cuenta cómo y cuándo empezó, quién fue el
primero, dónde la desvirgaron, si la hicieron sangre, si le dio gusto,
etcétera. Y es emocionante.
Era mecánico de motores de aviación, trabajaba en Can Elizalde.
Muy guapo, un poco echao palante, revoltoso, de los amigos de
Durruti igual que tío Artemi, él me lo presentó cuando era
capataz.
¿Ya eras directora de la Casa, entonces? dijo Java. ¿Ya
hacías función con las huerfanitas en Las Ánimas?
Eso fue antes, el primer año de la República. Iba a fregar y a
barrer aquel ático pero dormía en la Casa. Cuando vino la guerra y
la directora se las piró dejando a las niñas en la estacada, allí sólo
entraban los cuatro reales que las mayores ganábamos yendo a
fregar por ahí, alguien tenía que hacerse cargo y yo era la mayor.
De hecho nunca fui directora de nada, tío Artemi y algunas
mujeres del partido nos ayudaron mucho, aquello duró hasta que
mataron a Pedro en Aragón.
Se había sentado en la cama y le esperaba. Él andaba ganduleando
cerca del bidet, pensativo, amohinado. La vio levantarse, déjame
que te lave, niño, la vio venir con unos ojos extraviados, una
sonrisa que parecía una mueca, déjame hacer a mí.
¿Y las llevabas a misa, mandando los rojos? ¿Llevabas a las
huérfanas a comulgar a Las Ánimas, a rezar y a cantar con el cura,
en medio de aquel follón de los rojos? dijo Java.
A misa no, claro, no había, la capilla fue saqueada y quemada y
no se abrió al culto hasta dos años después. No creas que era lo
mismo que ahora, no nos pasábamos todo el santo día con el
gorigori, sino jugando, aprendiendo solfeo o ensayando la función
de teatro. Aquel invierno sirvió de alojamiento provisional a unos
milicianos que regalaron varios pares de zapatos a las niñas, y ellas
les ayudaron a instalarse en el jardín, aún me veo alrededor de las
fogatas trajinando manojos de fusiles, haciendo equilibrios sobre
los altos tacones
Todo fue bien hasta que perdí a Pedro.
Siempre dicen lo mismo: que el novio las engañó y abusó de ellas y
después las abandonó. Y si insistes, si caes simpático, te cuentan
cómo fue, llorando como Magdalenas al recordarlo,
desconsoladas, chico, el rimel yéndose a la mierda con las lágrimas
y el carmín también y el colorete; de pronto es otra fulana, es otra
cara: una cara de pobre viciosa sin remedio.
Quién tenía que decirme que me pasaría esto a mí,
precisamente a mí, que ayudé a mi novio a recaudar para el
Socorro Rojo y a pegar por las calles aquellos carteles que pedían a
las putas que abandonaran su oficio, que era la hora de su
libertad. Y mírame ahora.
¿Qué pasó? ¿Cómo fue la primera vez, dónde?
En una cama ajena y sin hacer. Antes de limpiar el piso, porque
Pedro no podía esperar ni un minuto más. Sobre unas sábanas que
aún guardaban el calor de él, el asqueroso. Aprovechábamos
todas las ocasiones que el señorito no estaba. Pero se enteró. Un
día debió descubrirnos y el cerdo no dijo nada, no hizo nada, sólo
mirar: meses y meses mirando, espiándome al desnudarme y al
vestirme, viéndome allí en su cama abierta de piernas, el
miserable, viéndome gemir y llorar de felicidad, hoy lo sé, como sé
que nunca más volveré a ser feliz en esta vida. Yo idolatraba a mi
Pedro, niño, le dejaba hacer conmigo lo que quería, no es como
ahora, ¿entiendes?, era un amor de los grandes. De modo que ese
desgraciado se fue pudriendo por dentro, agazapado detrás de
una cerradura, y así sigue, pudriéndose cada día más y no sólo por
culpa de la metralla que lleva en el espinazo, pudriendo todo lo
que toca, a su pobre madre y a ti y a otros que vendrán detrás de
ti.
¿Y tú no te dabas cuenta? ¿Cuánto tiempo duró?
Desde un día que no pude entrar en el cuarto de baño. Estaba
siempre cerrado por dentro y para fregar tenía que acarrear cubos
de agua de la cocina. Qué extraño, me dije, pero tonta de mí no se
me ocurrió. Y él estaba por aquellos días tan amable, por otra
parte, tan atento conmigo y con las chicas de la Casa: nos regaló
una mesa de ping-pong y por la noche había una muñeca en todas
las camas de las huérfanas, y a mí empezó a regalarme ropa
interior. ¿Entiendes?, prendas monísimas, las más caras y finas,
para poner cachondo a cualquiera. ¿Te das cuenta qué cosa más
rebuscada, venirme con aquellos sostenes calados, aquellas
combinaciones de raso y camisones transparentes, aquellas ligas
con puntilla
? ¿Y las botellas de coñac y de anís que dejaba a
nuestro alcance en la mesilla de noche, para que nos
emborracháramos, para que nos animáramos a hacer todo aquello
que a él más debía gustarle? Hasta el día que se le olvidó echar el
cerrojo.
Fue poco después de irse Pedro, dijo. Ella se había puesto la bata y
empezó a vaciar ceniceros, sacudir la alfombra, barrer y fregar.
Siempre que pasaba con el cubo y el estropajo junto a la puerta
del cuarto de baño, la mano se le iba instintivamente a la
manecilla por efecto de un reflejo condicionante. Y esta vez se
abrió. Sorprendida, sin terminar de abrir del todo, vio luz y oyó las
patas del taburete chirriando al retroceder él, luego un frasco de
cristal estrellándose contra el suelo y la resistencia temblorosa
detrás de la puerta. Abrió del todo, ya con el grito en la garganta.
Y allí estaba, recostado contra la pared con el albornoz echado
sobre los hombros, espatarrado para no caerse del todo, en medio
de un sembrado de colillas y cristales rotos y un charco oloroso
hasta la náusea, el cuartito lleno de humo de tabaco y sudores
irrespirables. Y estrujando, sobando con dedos de maniático la
toalla amarilla
¿Qué hizo cuando se vio descubierto?
Yo me asusté tanto. Quería irme pero él no me dejó, se empeñó
en darme una explicación. Primero suplicó, se arrastró a mis pies
implorando: que era como una enfermedad, dijo, que no lo podía
evitar y que no hacía mal a nadie con eso, que lo perdonara, que
por el amor de Dios no le dijera nada a su madre. Luego se dio
cuenta que yo lloraba aún más que él, que estaba aún más
asustada que él y que era casi una niña, y se calmó. Yo no sabía
qué hacer. Quería irme a la Casa y meterme en la cama y llorar,
recuerdo que esa noche una de las chicas me oyó y vino de
puntillas a acostarse conmigo. Tenía que desahogarme con alguien
y se lo conté todo. Muertas de vergüenza y de rabia, cortamos las
cabezas de todas las muñecas de las huérfanas y al día siguiente se
armó la gorda.
¿Se lo dijiste a tu novio?
Lo habría matado. Pensaba decírselo, pero más adelante,
aquellos días había tiros por las calles y sé que Pedro habría ido a
matarle, a él y a Justiniano, que era el que me traía los regalos.
Justiniano era el chófer de su padre y solía venir con el Hispano a
recoger a Conrado los días que comía con la familia. A veces me lo
encontraba abajo en la calle y al verme me sonreía, no puedo
decir que se portara mal conmigo pero era su confidente y su
cómplice, y creo que sólo por eso me juré joderle algún día.
También solía encontrármelo en el ático, cepillando los trajes del
señorito o lustrando su colección de botas de montar, y yo no sé
por qué pero la gozaba viendo aquel hombrón haciendo esas
faenas, parecía un perro feliz meneando el rabo, hasta habría
jurado que lamía las botas. Aunque debía saberlo todo, nunca se
había metido conmigo ni siquiera en plan de broma. Pero un día
que trajo bebidas al ático por orden del señorito y me encontró
sola, fregando el pasillo, me propuso tomar una copa de coñac.
Fue la primera vez que lo vi con la camisa azul. Yo no acepté y se
puso pesado, estaba muy eufórico y bromeaba, y al disponerse a
descorchar la botella me quiso abrazar y con el forcejeo, sin
querer, me clavó el sacacorchos aquí y aquí, mira. Entonces ya me
urgía hablar con Pedro, pero de pronto no hubo tiempo para nada,
vino la guerra y Pedro se marchó al frente y yo, al ser la mayor de
la Casa y quedarnos sin directora, tuve que ocuparme de las
chicas. El señorito Conrado se pasó a los nacionales con su padre,
que ya estaba en Pamplona, y luego se marchó también la señora,
y las milicias anarquistas confiscaron su piso del Ensanche y dicen,
no sé, que durante un tiempo fue una cheka, yo nunca estuve. De
cualquier modo sé que tío Artemi no permitió nunca que se tocara
nada, ni un cubierto se tocó de aquel piso y mira cómo me lo
agradecen. A ese desgraciado nunca volví a verle, y tampoco a su
madre
Aún no me has besado en la boca, ¿es que te doy asco? Y
tampoco he notado tu lengua, chato mío
Y los abortos que han tenido: también eso te cuentan, chaval. Y el
cuidado que ponen en no correrse, en que no les des mucho
gusto, en distraerse con algo, por ejemplo contando mentalmente
hasta cien. Por no gastarse. ¿No sabes que el nervio del gusto lo
tienen muy fino y acaban estropeándolo de tanto darle gusto?
¿No ves que no podrían aguantar, con lo que trabajan, no ves que
acabarían tísicas de tanto correrse?
Pero a su padre sí dijo Java notando la lengua en las ingles,
cogiendo su cabeza con las manos, quizá con la idea de mitigar un
poco aquella fiebre, aquella ansiedad que la consumía. Espera
Al padre sí que volviste a verle, ¿verdad? Ramona se incorporó
con una tristeza en los ojos, pellizcando con dedos temblorosos un
pelito pegado a la comisura de los labios. Suspirando, se recostó a
su lado.
Sí dijo. Entonces ya otra gente se ocupaba de las niñas y yo
volvía a servir, esta vez en una torre de la barriada de La Salud que
los señores dejaban largas temporadas a mi cuidado. Salía cada
noche y me iba emputeciendo, es la verdad, no sé cómo pudo
ocurrir pero así es. Me desesperaban los bombardeos, y no lo digo
como excusa, me deprimía meterme en el metro y en los refugios.
Balbina y yo frecuentábamos el hotel Falcón, en las Ramblas.
¿En busca de plan?
En busca de compañía. Amigos de Pedro y de mi tío. El hotel
siempre estaba lleno de milicianos con permiso y la paga aún
caliente, y a veces invitábamos algunos a la torre de La Salud y se
quedaban a pasar la noche. Balbina quedó embarazada y la señora
la despidió. Pero yo seguí, me enamoré locamente de uno y
después de otro, y no creas que estaba triste ni amargada, no, no
me daba cuenta de lo que pasaba, pero mi tío se enteró y un día
me dio una paliza. Entonces se lo conté todo: que me gustaba, que
no podía pasarme sin eso, que nunca olvidaría a Pedro pero que
necesitaba a un hombre y que la culpa la tenía el mirón. Mi tío no
dijo nada, no quiso saber los detalles, sólo su nombre. Conrado
Galán, le dije. Dos meses después me vinieron a buscar unos
hombres de las Patrullas de Control y me llevaron al hotel Falcón
en coche, recuerdo que era primavera y había tiros y barricadas en
las calles, se veían ventanas protegidas con sacos terreros y aspas
de papel engomado en los cristales, y los hombres de mi tío iban
preocupados y callados con sus fusiles y granadas, sus pañuelos
rojos y negros anudados al cuello, eran muy jóvenes. En las
Ramblas no se veía un alma. En el hotel, una miliciana con el
gorrito ladeado sobre los rizos fue en busca de tío Artemi. Se oían
risas y canciones de soldados, en el pavimento resonaban
culatazos de fusiles y había mucho trajín de chicas recaudando
fondos para el Socorro Rojo. Mi tío no estaba, había ido al Comité,
que estaba más arriba, junto al café Moka. Fuimos y allí nos
dijeron ha ido a hablar con el inglés en la azotea del edificio de
enfrente, sobre el cine Poliorama, ¿ves esa cúpula?, me dijeron,
¿ves al Paco que asoma la cabeza? Recuerdo el perfil alertado de
un hombre flaco, con el fusil vertical rozándole la nariz, leyendo un
libro. Mi tío apareció a su lado ofreciéndole una botella de cerveza
y palmeando su espalda. Me enteré entonces del asalto a la
Telefónica y me explicaron la situación: se temía un ataque a
nuestros locales, había que defender el hotel. Ahora vendrá tu tío,
me dijeron, pero lo esperamos en vano, ellos decidieron volver al
coche y poco después corríamos por una carretera de las afueras.
Tendrás que identificarlo tú sola, me dijeron. Paramos en una
curva y bajamos, ya era de noche y yo tenía frío aunque
estábamos en mayo. Nos esperaba otro coche y dentro unos
hombres que fumaban, el chófer era jorobado, llevaban cazadoras
de piel y boinas y caras de sueño. Hasta que se volvió no reconocí
su cara detrás del cristal, no iba esposado y los agentes que lo
custodiaban no le prestaban atención. Siempre tan bien peinado y
con su bigotito recortado, me miró con pena, pero todo ocurrió
tan de prisa que no me dieron tiempo a pensar. Le había visto
muchas veces en Las Ánimas, en compañía de la señora, y
entonces le hacía en Burgos o en cualquier otra parte con los
nacionales, no sé cómo lo pescaron pero allí estaba y lo sacaron
del coche a empujones; deslumbrado por los faros, nos miraba de
pie al borde de la cuneta con las manos en los bolsillos de su
abrigo de cuero y la bufanda amarilla colgada al hombro, tan
pálido y demacrado, envejecido de pronto, tan repentinamente
cargado de espaldas y hasta más bajito. Pero no le oímos suplicar.
Ahí le tienes, dijo el Responsable mirándome, y sacó la pistola y
otro de los faieros también, pero una voz dijo espera, cuando lo
ordene Navarro, no antes. Entonces comprendí, y quise decirles
que se habían equivocado pero el miedo me atenazaba la
garganta, no conseguía decir no es éste, éste es el padre, aunque
los muchachos de mi tío debieron notar algo porque pareció que
dudaban un instante. Pero los agentes del SIM tenían prisa,
acabemos, venga, dijo uno de ellos. El señor me miraba esperando
quizá un milagro, no era un mal hombre, él y la señora siempre se
portaron bien conmigo. No protestó, no hizo la menor resistencia.
En el silencio de los preparativos se oía el viento nocturno
silbando entre los pinos. Todavía hoy no sé si conseguí decir, con
una vocecita, qué vais a hacer o algo así, se trata de un error, pero
ellos ni me escuchaban ni parecían dispuestos a echarse atrás,
todos son iguales cuando empuñan una pistola, crueles y
sanguinarios, le ha llegado la hora y basta, decían, y mientras el
señor me miraba seguro ya de morir y yo repetía que no, que no lo
mataran y que al que había que prender era a su hijo, alguien me
empujó diciendo vuelve la cara si no quieres verlo o mejor vete al
coche, y allí me encerré pero lo vi todo a través del cristal. Le
dieron orden de caminar y empezaba a moverse al borde de la
cuneta cuando, el más decidido, alcanzándole de dos zancadas, le
dio dos tiros en la nuca, tan seguidos que pareció uno. Le descargó
la pistola en la cabeza, cuando ya estaba caído, y le quitaron el
abrigo de cuero, el reloj y los zapatos. Con la punta del pie le
movieron la cabeza agujereada. Luego pasaron sobre él con el
coche, el jorobado al volante miró atrás y preguntó ¿cómo ha
quedado el señor?, y otro dijo: bien, planchadito. Y lo dejaron
tirado al borde de la cuneta.
Y todo te lo cuentan, todo, si consigues su confianza y su afecto:
como una novia, pero más triste y necesitada de cariño del
verdadero, ¿entiendes?, más jodida. Son unas sentimentales, te lo
digo yo. Y entonces, en plan de queridos, os veis con frecuencia
como en secreto y podéis ir al cine o a bailar, ella te invita a su
piso calentito y os hacéis la comida compartiendo lo que haya, si
tienes suerte es como una madre para ti. ¿Sabes que desde Can
Compte, subido a la tapia, casi se la puede ver en la cama?
Java se levantó y fue a mirar por la ventana. Apartó los visillos
rojos con lunares verdes y vio el solar ruinoso al otro lado de la
calle Legalidad, una tierra embrionaria otra vez, después de haber
pasado por ella a sangre y fuego. Se volvió con las manos en los
bolsillos, balanceándose: no se atrevía a desnudarse ni a sentarse
ni a tocar nada. Era la primera vez que ella lo invitaba a su casa, y
tenía canguelo.
¿Y cómo te convenció la dueña del Continental para que fueras?
dijo Java. ¿Cómo fuiste capaz de meterte en aquel piso, cómo
no reconociste el portal
?
Ramona se cogió las rodillas con las manos entrelazadas.
Yo nunca había estado en la casa de la calle Mallorca, sólo
conocía su piso de soltero, el ático de la calle Cerdeña.
¿Desde cuándo vives aquí?
Hace un mes quitándose el sostén, sentada en el camastro,
con el pie arrojó la katiuska contra la máquina de coser. Ven.
¿Y por qué no me has traído hasta hoy?
No quería que lo supiera nadie tenía frío en los pies: dejó para
el final los calcetines, las medias, la braguita negra. Lo comparto
con otra que pronto se irá, y entonces me pondré a trabajar.
Corriente, Amén: un cuartito de paredes ocre con mucha
humedad, dos camas turcas, una mesita con hule, tres sillas, un
brasero, un palanganero y tiestos con geranios en esa ventana. Y
la Singer, seguramente alquilada. Para Java mucho mejor que la
mejor habitación de la calle Robadors, aquélla en que estuvieron
la primera vez. Si te fijas bien, aunque la habite la fulana más
pervertida y viciosa, aunque el colchón esté podrido de sifilazos,
siempre rastrearás un calorcito de hogar, un detalle de hermana o
de madre hacendosa.
¿Trabajar has dicho?
Sí. ¿Ves esta máquina de coser? Todavía la estoy pagando. Pero
ven, rey mío, acércate.
Java esquivó sonriendo su reclamo, aquella turbia urgencia en sus
ojos y en sus pechos. Ella se abrazó el vientre: ven, hazme daño.
¿Y si primero comemos algo? Tienen buena pinta estas judías, y
están calentitas. ¿Tienes por ahí unas gotas de aceite?
Luego. Anda, verás qué bien se está en la camita, fuera hace un
frío que pela sonriendo insegura, retorciéndose, apretando los
muslos como si fuera a escapársele el pipí, el vicio es algo que
pone los pelos de punta, chaval. ¿Qué te pasa? tumbada de
espaldas, reclamándolo con los brazos y las piernas abiertas,
viéndole allí de pie, todavía vestido, mirándola con las manos en
los bolsillos. ¿No tenías tantas ganas? ¿No decías que llevas
meses y meses buscándome sólo para eso? No te cobraré nada,
va, te regalo el polvo. Aprovéchate antes de que me arrepienta
No te pongas colorado, hombre, parece mentira. Claro, no es lo
mismo que hacer cuadros para el paralítico, aquí nada de fingir
gusto y ni siquiera llevarás tú la iniciativa
Eso, decía Amén, volvamos a la calle Robadors, a la primera vez.
Va, no me salgas ahora con que tienes vergüenza, no es posible,
hijo.
No es eso
Vaya riéndose casi maravillada. Vaya, vaya. Anda, ven que
te lave.
Ya me lavé, no hace falta.
Por si acaso.
Que no furioso de pronto. Lávate tú, puta, que lo necesitas
más que yo.
Está bien, insúltame cuanto quieras vio que Java bajaba los
ojos, se mordía los labios. Porque te mueres de vergüenza,
mírate, un niño casi y ya tan maleado. Pero yo te ayudaré, chatín,
anda ven con tu Ramona, así, deja que te desnude, así
Su cabeza brillaba, sudaba en la efervescente penumbra del cine
llena de puntas rojas de cigarrillos, y a su lado Amén seguía rígido
y tenso como un ave de presa, escuchándole. Pero se cansaron de
esperar y se fueron, tardaba demasiado en volver la luz.
Salieron del cine armando follón y subieron como una guerrilla por
Escorial hasta Legalidad, saltaron al solar y allí buscaron, una vez
más sin resultado, las balas y las bombas de piña enterradas.
Miraban de vez en cuando la ventanita con visillos rojos de lunares
verdes donde dos sombras inquietas se paseaban. Tenían frío,
hicieron una fogata y esperaron que oscureciera para reunirse con
los demás en la trapería. Desde este mismo sitio, junto a la tapia y
casi a la misma hora, dos años después, traspasando sus ojos el
turbio cristal de la verdad verdadera, les pareció verla desnuda en
la ventana: vestida solamente con un rayo de luna y una sonrisa
enigmática, caminaba con los brazos abiertos hacia alguien que no
alcanzaron a ver. En cuclillas ante el fuego, Amén seguía
preguntando y asombrándose: ¿y la cicatriz? ¿No le preguntó
cómo se la hizo? La marcaría algún chulo. Los ojos fijos en la
lumbre, Sarnita contaba y no acababa, hasta que Martín se acercó
a decirle oye, ¿no ves que es un crío, un monaguillo? Pues por eso,
porque aún es pequeño, ¿qué quieres que le diga, la verdad y toda
la verdad y nada más que la verdad? ¿Que no son tan finas ni
cariñosas, las putas, que se burlan de uno y no tienen vergüenza ni
alma, que la chupan y la rechupan, que le pidió a Java que la diera
gusto por el culo una y otra vez y que llorando le pasó la lengua
desde las uñas de los pies hasta la punta de los cabellos, llorando
como una pobre loca y como muriéndose de pena, llorando y
chupándosela con desespero para retenerle, para no quedarse
sola otra vez, perdiendo el mundo de vista de tal manera que él
llegó a asustarse y se le quedó como un higo en la boca, y
entonces ella abandonó el intento y acurrucada al borde del lecho
fue resbalando hasta dejarse caer en la alfombra, entre los pies de
los que iban a ser fusilados, botas y zapatos negros y las alpargatas
del catalán con barretina, el sombrero de copa y la venda
ensangrentada del joven caído, ella un fardo sacudido por los
sollozos sobre la arena fría al amanecer, confundida con los
maniatados en ringlera, como aguardando ella también la
descarga del pelotón
? ¿Qué quieres, la asquerosa verdad, que es
una viciosa perdida, una degenerada y que está podrida, venérea
hasta las cejas, acostumbrada a todo por delante y por detrás, un
pellejo lleno de pus que ya no encuentra clientes, que apenas
tiene qué comer y que Java por lástima le compra cucuruchos de
judías cocidas
? Y de qué te extrañas, tú también, pues qué te
creías. Has de saber que toda historia de amor, chaval, por
romántica que te la quieran endilgar, no es más que un camelo
para camuflar con bonitas frases algunas marranaditas tipo te
besaré el coño hasta morir, vida mía, o métemela dentro hasta
tocarme el corazón, hasta el fin del mundo: cosas que no pueden
ser, hombre, ganas de desbarrar, y más en el caso de una furcia
asustada que la han vaciado por dentro, que ya no le quedan ni
sentimientos ni ovarios. ¿Y sabes qué te queda al final?, pues un
regusto a bacalao y unos pelitos de recuerdo en la boca, y menos
mal si son rubios. Así es la vida: amor y purgaciones, Amén. ¿Eso
querías que le dijera al chico, esa sucia verdad? No me habría
creído, a mí no me cree nadie y tampoco me creerá el tuerto el día
que me pare en la calle y me interrogue con la excusa de
apuntarme gratis a campamentos, como hizo con el Tetas. Ya
verás cómo viene, ya le estoy esperando
Te preguntará qué hacemos en el refugio dijo Martín.
Alguien se ha chivado.
Yes, hay mar de fondo. Pero es igual. Yo tengo mi mentira
verdadera y pim pam fuera, camarada, le diré, lo coge o lo deja.
Yes, coño, sé cómo tratarle, que venga cuando quiera y pregunte
lo que sea.
14
Ojo que se le marca la Star bajo la americana, camarada, que la
gente se asusta y con razón, luego ustedes se quejan si les llaman
matones, le diré. Yo, Antoñito Faneca, para servir a Dios y a usted,
pero nadie me llama por el nombre, antes me decían el hijo de la
«Preñada» y luego el «Aventis». No el mentiras, sino el aventis, es
otra cosa, usted de eso no entiende, camarada imperial, y no se
extrañe: la política no le deja tiempo para nada, siempre por esas
calles gastando zapatos y tachando nombres en su lista del cobro
de cuotas, ya le veo, ya, siempre sirviendo a la patria amanecida,
reclutando voluntarios para campamentos juveniles y recaudando
impuestos en bares y tiendas, persiguiendo a los acaparadores y a
los revendedores y denunciando la prostitución ilegal, un
sacrificado, un ex cautivo, sí señor, un héroe que dio un ojo por la
causa, le diré, pero el parche negro qué bien le queda, parece
usted el almirante Nelson en Lady Hamilton, ¿no la ha visto?, pues
no se la pierda aunque sea inglesa. Que no me guaseo, en serio, ya
sé que usted hubiese preferido un ojo de cristal pero son muy
caros, esperemos que un día le recompensen sus muchos y
callados servicios, y a lo que iba: así me llamaban pero luego
empezaron con eso de Sarnita, mire mis manos y mi cabeza
rapada, señor, mire qué miseria, en casa somos muy pobres: un
tísico, el abuelo cojo y con el tifus, una hermana puta y un
hermano seminarista. Quedó atontado de las bombas y lo
mandaron al seminario, allí al menos come caliente cada día.
Charnegos, sí, pero honrados, de la provincia de Córdoba pero
vinimos a Cataluña antes de la guerra, a un pueblo con una
giralda, mi padre se hizo alcohólico y luego aquí en Barcelona
siguió mamando y así hasta que ha cascado, usted le conocía,
dicen que era un soplón de la bofia pero no era más que un
hombre que no tuvo suerte en la vida. Y mi madre viuda y
fregando suelos, precisamente ahora iba a verla, los lunes y los
viernes se hace el cine Rovira y a veces le dan entradas gratis
Pues me he parado un momento para ver cómo se quema este
carro de la basura, cuánta gente en los balcones, mire las llamas
qué altas y qué humo más negro, llegan al balcón del segundo piso
y menos mal que esta calle Verdi es bastante ancha, mire, ya
desengancharon el caballo y le echan cubos de agua, vaya
incendio, señor alcalde, alguien que tiró una colilla al carro,
seguro, algún gitano o un pobre de pedir, cualquiera sabe.
Apártese que saltan chispas y vaya pestucio echa este humo
negro, se nota que hoy la gente come mierda. Últimamente hay
bastantes incendios en el barrio, aunque pequeñitos, éste es el
mayor que he visto; el otro día alguien tiró un misto encendido en
la tintorería de la calle Martí y a punto estuvo de haber una
explosión terrible que habría arrasado toda la manzana, eso dicen,
debe tratarse de un maniático
¿Yo qué voy a saber?, le diré, yo voy al cine a ver si le han dado
entradas a mi madre y de paso me hago las tabernas por si vendo
alguna postalita. No son pornográficas, sólo en colores, mire, a
cinco céntimos la media docena y éstas de purpurina y en relieve a
diez, la docena por quince, a elegir, son bonitas para llevar en la
cartera o para clavarlas con chinchetas en la pared. También tengo
de la colección Los Salvadores de España, Mola, Varela, Yagüe,
Queipo, todos, y vea esta del Fundador qué fermi: si la mira
fijamente mucho rato y luego levanta la vista, verá la cara en el
techo, lo dice aquí en las instrucciones. Y tengo un bloc de
fotografías donde el Caudillo está saludando con el brazo en alto,
fíjese, se hacen correr las hojas muy de prisa, así resbalando con el
dedo, y se produce una película en movimiento con el brazo que
sube y baja saludando, mire qué bonito como recuerdo. ¿Le
interesa una Parker auténtica?, el cucurucho es de oro, una ganga,
precio de amigo o mejor déme usted lo que quiera, hoy tengo un
buen día, va, se la regalo, camarada, acéptela como prueba de mi
amistad y mi respeto. Pregunte, le diré, pregunte si quiere, yo no
tengo nada que ocultar. ¿Una chavala en el dispensario con
quemaduras en las uñas y marcas de cinturón en la espalda?, yo
no sé nada. ¿Torturas, la Gota de Agua, la Campana Infernal, la
Bota Malaya, el Péndulo de la Muerte
? Usted ha visto Los
Tambores de Fu-Manchú, camarada, esto sólo se ve en el cine y
aun así es mentira, son dobles, le diré, nosotros somos de verdad
y sólo vamos a Las Ánimas a estudiar catecismo y que nos den
merienda, a veces a ensayar la función, pregunte al señorito
Conrado que es nuestro guía y protector. ¿Que lo va pregonando
esa catequista gorda, que dice que nos vio? Pero si es una
retrasada mental, camarada, si de pequeñita tuvo una embolia,
¿que no sabe usted que no tiene mucho pesquis, pobrecilla, y que
es una solterona amargada que anda por ahí diciendo que todo el
mundo la quiere violar?
¿Trinxes, salvajes, degenerados nosotros, camarada imperial? ¿La
peste del Guinardó, incontrolados, sin colegio, merecedores del
Asilo Durán y del látigo, golfos sin entrañas y con navaja?
Regístreme, señor, ni un cortaplumas llevo, le diré. ¿Que
sembramos el terror en el barrio, que marcamos a las chavalas, las
torturamos y les hacemos marranadas? Mire, si algunas vecinas se
han quejado sepa usted que no es por eso, es por las guerras de
piedras y el jugar con pólvora, balas y botes de carburo. Hemos
roto algún cristal sin querer y hasta alguna señora puede haber
recibido una pedrada que no era para ella, no lo niego, pero eso
de azotar a las niñas con el cinturón, nada, y nadie puede decir
que nos ha visto, eso dicen pero son calumnias inventadas por los
finolis de Los Luises y los Hermanos, mariquitas que no nos
pueden ver del miedo que nos tienen
¿Que todos somos de la
misma ralea, nosotros amigos de esos litris? Ni hablar, camarada,
nunca podremos ser amigos, nosotros jugamos con pólvora y ellos
con gusanitos de seda. ¿Pinzas de tender la ropa en los pezones de
las chicas, un boniato crudo por, que las quemamos los pelitos
del?, pero qué cosas, camarada, le diré, en qué país vivimos, fíjese
si habrá hecho daño la guerra y el comer tantas farinetas que la
gente anda con diarrea cerebral y viendo chekas en todas partes.
Qué desgracia, qué vergüenza.
¿El trapero, dice usted, Java buscando a una meuca y cobrando
sus buenos duros por denunciarla, y que ya sabe dónde está pero
no lo dice para seguir cobrando? No es exactamente eso, señor.
¿Te marcaré, Ramona, aunque te escondas bajo tierra en el último
rincón del mundo te encontraré y te marcaré, eso dicen que
prometió Java solemnemente en el refugio con la mano sobre la
calavera, y que esa catequista nos oyó secundarle en el
juramento? Pues mentira y gorda, vaya, ni que fuéramos chulos
del barrio chino. Yo no sé nada de furcias rojas ni azules,
camarada, yo soy flecha. Pero en secreto, que no me gusta
presumir, hoy día todo el mundo presume y hasta pintan las
arañas en las esquinas los domingos a pleno sol para que todo el
mundo los vea, los fanfarrones, pero a mí me gusta hacerlo de
noche con los luceros porque el Fundador merece otro estilo,
¿verdad, camarada? Yo soy así, le diré, igualmente prefiero ir
siempre a misa primera por no fanfarronear, y comulgo cada
primer miércoles de mes, nada del viernes, te salvas lo mismo y es
menos fachendoso, y además mi tío es de Abastos y portante del
santocristo de Las Ánimas
¡Palabra, no me achuche, no me
pegue que soy hijo de viuda! Y ahora por qué me empuja, adonde
me lleva, por qué me hostia si yo nunca toqué a esas niñas, por
favor no sea abusón, que las chicas de la Casa de Familia nos están
mirando, qué dirán si me pega, mire a la Fueguiña en primera fila
de la terraza para no perder detalle, no se le escapa ningún
incendio, ay, no me atice en la calabaza que me salta el azufre y
después madre me riñe
Está bien, sí, claro que la he visto, le diré si tanto le interesa, pero
solamente una vez y de lejos, no necesita venir marcando con la
Star para que cante: no lo que usted se imagina, porque en
realidad Java la estuvo buscando por otro motivo que nadie sabe,
camarada, le diré una cosa que yo sólo sé. Nunca lo adivinaría, frío
frío, no me guaseo de un ex combatiente mutilado como usted,
faltaría más, caliente caliente, por ahí: no hay nadie escondido en
la trapería, el hermano de Java dicen que ha muerto en Francia,
Era de esos del POUM que escaparon por pelos de una
escabechina durante la guerra. Y ahí va esa cosa que yo sólo sé
pero agárrese bien, camarada, no se me caiga de la sorpresa:
¿sabe usted de verdad por qué Java ha estado removiendo cielo y
tierra para encontrar a una furcia?, no por encargo de nadie, no,
no porque la buena de la señora Galán quiera regenerar a su
antigua criada o porque su hijo esté interesado en vengarse de
algo en lo que ella estuvo implicada, dicen, no, todo eso no es más
que la fachada del asunto, pero ¿qué hay detrás de esa fachada?,
hoy todo son rumores y embustes sobre denuncias y revanchas y
hasta fusilamientos cada nuevo amanecer en la playa, dicen,
patrañas inventadas por los rojos que aún quedan, camarada, ya
sabe, diarrea cerebral de los que rabian impotentes porque lo
perdieron todo en la guerra, la dignidad, la verdad, las agallas, el
entendimiento y hasta la memoria verdadera perdieron. No, le
diré: la buscaba para llevársela a su hermano cuando aún estaba
aquí, señor, para que ella le hiciera compañía de vez en cuando en
aquel escondrijo negro, ¿entiende?, no es fácil encontrar una
fulana dispuesta a trabajar en esas condiciones y de hecho a Java
le daba lo mismo que fuera ésta u otra cualquiera, pero su
hermano se había encaprichado de Ramona y tenía que ser
Ramona, ¿vale? Y ahora escuche con atención y no me
interrumpa, no soy un bocazas, tenga un poco de paciencia, le
diré, ¿vale?
Aquellas noticias que se iban convirtiendo en pajaritas de papel
día tras día y noche tras noche, amontonadas en la trapería, fue lo
primero que me extrañó. Luego, en sucesivas tardes invernales tan
iguales y grises que se confundían en el recuerdo, cuando el frío
invitaba a sumergirse en la montaña de papeles calientes de
sucesos, cuando nuestras aventis nos hacían creer que la trapería
era el ombligo del mundo, entonces, por encima del rumor de la
lluvia y de la llamada lejana de la sirena de un buque, oíamos el
paciente raspar de una lima, pasos sobre cáscaras de almendras,
pasos repetidos e iguales, de enjaulado, una tos tabacosa y
terriblemente solitaria, y, si estaba ella, susurros y jadeos y su risa
nerviosa, de pronto, como un látigo. ¿Cómo pueden trabajar en
esas condiciones y con alegría, cómo puede una puta acostarse
con tanto cadáver? Está bien, dejemos eso. ¿Estuvo alguna vez en
la trapería, usted?, le diré, y puede que diga sí, incluso es posible
que tiempo atrás la hubiese registrado: porque también usted,
cumpliendo órdenes, la está buscando, pero hágame el favor de
atar cabos, le diré, todo el mundo anda tras ella por diversos
motivos, pero usted reflexione, camarada, ate cabos y verá:
parece un complot, a que sí.
Aquellas paredes desconchadas por la humedad y con restos de
mujeres semidesnudas y republicanas, tiras de papel rasgado y
con chinchetas oxidadas y fragmentos de muslos de Margarita
Carvajal o Laura Pinillos arrancados de revistas, con futbolistas y
boxeadores retirados o muertos desde el techo hasta el suelo,
detrás de las pilas de papeles y trapos, aquella acumulación
desesperada y juvenil de ídolos en pleno esfuerzo y chicas guapas
en maillot, una exuberante alegría de vivir fragmentada y dispersa
en las paredes como una memoria estrellada en caótica
expansión, es todo cuanto nos legó aquel hombre al desaparecer
con su pecho dicen que tatuado y sus ojos al parecer azules. Y no
hay forma de borrar este ayer ilusionado, los recortes se adhieren
al muro como una piel. Ni subiéndose a una silla ha conseguido la
abuela arañar las imágenes más altas, casi bajo el techo, ni con el
cuchillo atado a la caña de la escoba, raspando el yeso hasta tocar
el ladrillo: tendrían que derribar la casa y sepultar con ella los
sótanos y ni aun así lograrían destruir esta pobre memoria
personal que seguiría flotando entre el polvo nauseabundo del
derribo, entre las ruinas, la desolación y la muerte del gato y las
ratas aplastadas en su huida, los despojos de una conciencia
acorralada, la injustificable masacre sobre la que se asentaría el
glorioso alzamiento del futuro edificio, camarada.
Y entre aquellas imágenes todavía a salvo de las uñas del miedo
había una que nos obsesionaba, una foto hecha después de tomar
al asalto una propiedad privada, con personajes desenfocados,
amarillos, en actitudes remotas: milicianos de borrosa sonrisa
famélica, con sus monos azules y sus fusiles y alpargatas,
recostados en colchonetas, y él casi irreconocible, señalado con
una cruz de tinta sobre la cabeza, con las cuencas de los ojos y las
mejillas devoradas por una tiniebla, sin afeitar y despeinado,
espatarrado como un gandul en el sofá de tela listada y con flecos,
empuñando una pistola y con el gorro ladeado chulescamente.
Sonriéndose burlón en medio del lujo, vengativo, una expresión
como si fuera a escupir sobre algo: la gran alfombra que
reproduce un cuadro famoso, la araña de cristal con cegadores
cuellos de cisne o las cortinas color miel, le da lo mismo porque
odia por igual todo eso que no es suyo y que no podrá serlo jamás.
Un palacio, tal parece, convertido en campamento de gitanos: una
sucia camisa cuelga del biombo anacarado, un par de calcetines
harapientos se secan en las alas de un ángel de mármol y un
pañuelo rojo en el alto respaldo historiado de una silla. Allí se ven,
sobre la alfombra, en revuelto amontonamiento, los grandes
cuadros al óleo y los dorados marcos y cornucopias, tallas de
madera policromada y vajillas de plata, el botín que la patrulla
tenía que llevarse pero que al final no se llevó, dicho por la abuela:
en el último momento llegó un tal Nin, el jefe de patrulla, y dijo
dejadlo todo como está, servirá de cebo para pescar a alguien que
me interesa. Es una foto desdibujada, roída por la humedad, en la
que las sombras ganan terreno a la luz día tras día y lanzan a las
fosas nasales un olor a misterio y a ultratumba. Es el palacio del
obispo saqueado, dice siempre Amén, al mirarla encaramado en lo
alto de la pila de periódicos; el piso de la viuda en la calle
Mallorca, dice el Tetas; no, el histórico Palacete de la Moncloa,
afirma Mingo, y nunca nos ponemos de acuerdo, camarada, pero
es lo mismo: una foto de compañerismo revolucionario, un
recuerdo de la juventud impulsiva y libertaria, eso es todo, señor,
a fin de cuentas él no era más que un pobre miliciano que cumplía
órdenes. Dicho por Java con palabras o gestos de la abuela: que un
día del mes de junio del treinta y siete, cuando la escabechina de
los pañuelos rojos estaba en marcha, su hermano desapareció del
mapa y ahí quedó la foto y esa hoja del calendario acumulando
polvo, y que la abuela no ha querido arrancar.
Una mañana temprano Martín y el Tetas cazaron un gato y lo
ahorcaron en la portería del campo de fútbol del Martinense, yo
llegué cuando lo despellejaban y propuse llevarlo a la abuela
Javaloyes: le sale de bueno con cebolla y papas tostaditas, parece
conejo si le pone unas hojitas de laurel, ánimo, abuela, que hoy
nos vamos a chupar los dedos, le dije. La vieja nunca se ríe ni suele
hacernos caso ni mucho menos oírnos, pero ese día nos dijo por
señas que la comida sería mañana domingo a la una. Martín y el
Tetas no pudieron ir pero yo sí, toda la mañana estuve en mi
parada de tebeos de la plaza del Norte y a la una me acerqué a la
trapería, no estaba Java y el gato había desaparecido; sólo
quedaban los huesos muy peladitos en dos platos con restos de
papas que la abuela vaciaba en el cajón de la basura. Abuela, ¿se
lo han zampado usted y Java solitos, sin esperarme?, que le digo, y
pareció sorprendida, no me esperaba tan pronto. Qué mala
jugada, abuela, yo no me merecía esto, ni la cola me habéis
dejado. Entonces me fijé en el tenedor manchado de carmín, y
también en el vaso, soy muy observador, camarada, no dije nada
pero de pronto se me hizo todo claro: aquellas sortijas de hueso
que Java vendía y las pequeñas limas de joyero que Mingo le traía
del taller, tantos crucigramas y tantas pajaritas de papel por los
rincones, el crujido de la mecedora y el tararí de la radio en las
puntuales horas del diario hablado
Gruñendo y con peor malauva que de costumbre, la abuela
trajinaba en la cocina y al final me echó a la calle casi a patadas al
tiempo que deslizaba una mandarina en mi bolsillo, la pobre. Esa
tarde estuve en la Parroquia jugando al ping-pong después del
catecismo y al salir ya de noche me dejé caer de nuevo por la
trapería. Iba rumiando toda clase de soluciones al misterio,
camarada, y recuerdo que me perdí. A mí me pasa una cosa rara,
señor: conozco bien la ciudad pero en el barrio a veces me pierdo,
confundo las calles. Por fin, al doblar la esquina del campo del
Europa, vi el taxi parado ante la puerta y pensé que era la viuda
con el alférez; pero en seguida vi a Java saltando del taxi para
meterse rápido en la trapería. El taxi tenía la puerta abierta y ni
siquiera paró el motor. Ella estaba preparada porque apareció en
el acto y Java la ayudó a subir, fue la única vez que la vi en
persona, camarada. No sabría decirle qué cara tiene, no pude
fijarme; unos pelajos rubios y una boina, una gabardina gris, un
bolso de larga correa colgando al hombro y una pierna con
katiuska metiéndose velozmente en el coche. Java cerró la puerta
y se quedó un rato allí viendo al taxi alejarse. Escondido en un
portal, yo dejé pasar unos minutos y después entré a verle: Java
estaba arrimando a la pared las pilas de diarios y revistas. Qué
hay, dijo sorprendido al verme, y yo bromeando: ¿sabían que
comían gato, legañoso, se lo ha dicho la abuela, o creían de verdad
que era conejo? Pero contestó con una evasiva, el puta: cómo
quieres que la abuela diga nada si es muda, animal, y yo: por
señas, hombre. Y nos echamos a reír. Sabes andar solo por el
mundo, Sarnita, me dijo, pero en el barrio te pierdes y en esta
trapería ves visiones.
Así que era por eso, le diré, por eso la persiguió hasta encontrarla,
ya le había traído otras pero ésa es la que más le gustaba, ¿qué
tiene de raro?, imagínese lo que debe ser meses y años encerrado
a oscuras y solo, ¿cuánto tiempo puede aguantar un rojo sin
chingar, camarada, y perdone la expresión? Se veían pues para
eso, a veces compartían un potaje de lentejas y un plátano, y
luego fornicaban, señor, fornicaban.
Sus largas piernas forradas con medias negras se prolongaban más
allá de las ligas, magníficas y escandalosas. En una época en la que
escaseaban los grandes idilios y las pasiones devastadoras, porque
lo primero era sobrevivir, él supo colocar a su puta sifilítica en el
centro de sus sueños, de sus pesadillas y sus delirios de libertad:
ella será su espía y su aventurera, su rubia platino, su mujer fatal,
su triste marmota, su meuca barata y todo lo que podía permitirle
una imaginación extraviada y resentida, insomne. No se acostaba
jamás porque ya no conseguía dormir, tenía el colchón listado de
rojo y blanco pero no lo usaba, se reclinaba en la mecedora y
estaba horas meciéndose, golpeando el suelo con la punta
herrada del bastón, reclamando la presencia de una nueva furcia
siempre con la esperanza de que fuese ella o al menos se le
pareciese un poco, ordenando que satisficieran sus urgentes
necesidades, nuevas posturas, nuevos masajes en las piernas
deformadas por la inmovilidad, etcétera. Su vida era una vida
contemplada en un retrovisor que se aleja, que se hunde en la
noche, despegada de él, como si no fuera la suya. Parece que se
conocían de mucho antes, le diré que dicen, que él y otros
milicianos ya la habían tratado cuando estaban de permiso y hasta
quizá fueron novios, ésa tuvo muchos, a los quince años empezó a
putear bajo la manta de un patrullero, dicen. Así que ya lo tiene
usted aclarado: una vez al mes Java le traía a una furcia, no, no
creo que ella le cobrara nada, ya le digo: era una cosa más bien
romántica. Sí que es extraño, sí, ya no quedan putas así, tan
generosas, ¡ay, por la salud de mi madre se lo juro, camarada
imperial, es la pura verdad; ay, que me hace saltar las pupas de la
closca!
Está bien, espere, sé más cosas pero conste que le he dicho la
verdad. ¿Cómo si no pueden explicarse las visitas a la trapería que
hacía la dueña del bar Continental, esa zorra que trafica con
meucas? Pero hay más. Por si no me cree voy a contarle otra
versión del asunto, otra historia del escondido y la raspa
perseguida, un rumor que circula por ahí y que coincide con mi
historia verdadera en casi todo y además trae lo de la cicatriz.
¿Sabía usted que tiene una cicatriz en el pecho izquierdo,
camarada, sobre el corazón? ¿Sabe usted cómo y quién se la hizo?
Pues dicen que su tío, cuando aún era jefe de patrulla, le concedió
un día permiso para ir al frente a visitar a su novio, y que decidió
aprovechar el viaje de la chica para hacer llegar un mensaje
secreto muy importante, un trocito de microfilm. Ante el temor de
que ella cayera en manos del enemigo hizo que un médico le
cosiera la película bajo la piel, unos dicen que en el hombro muy
cerca de la nuca y otros en el pecho izquierdo, esto no ha podido
saberse de seguro pero es igual, ya verá, porque ella nunca pudo
entregar el mensaje a Durruti, que dicen que por eso lo
asesinaron. Cuando llegó al frente, su novio había muerto y los
nacionales habían reconquistado Fuendetodos, avanzaban
ustedes arrolladores y salvadores y ella no pudo conectar con otra
persona para entregar el documento, esta persona dicen que era
el hermano de Java con el cual Ramona ya había follado en vida
del novio, así que sola y asustada regresó a Barcelona pero tardó
un año en ver a su tío, y cuando quisieron extraerle el trocito de
película ya no lo encontraron. Le abrieron las carnes pero el
celuloide había estado todo este tiempo viajando por su cuerpo
bajo la piel, deslizándose sin hacer daño ni ruido hacia nadie podía
saber dónde, y hasta le dijeron: quizá cerca del corazón y si es así
vas lista, un día te lo pincha y adiós, al cementerio. Igual que lo del
alférez Conrado, camarada, usted le conoce bien: también dentro
de su cuerpo la metralla viaja, ya le ha paralizado las piernas y le
ha torcido el espinazo y poco a poco le va destruyendo las células
y los tejidos, pobrecillo héroe, el tiempo trabaja contra él y lo
devorará en poco más de treinta años, qué tragedia para un
vencedor del bolchevismo ir pudriéndose día tras día en su trono
de ruedas, y bajo palio, qué putada, no somos nada.
Así que por fin un día Java encontró a la criada convertida en una
cualquiera. El escondido preparaba su escapada a Francia en un
buque de carga y había decidido llevarse aquel documento, nunca
es tarde y puede serme útil, pensó, y fue ese día que vimos a la
abuela tirando a la basura algodón y gasas manchadas de sangre,
toda ella oliendo a alcohol: le quitaron el celuloide del hombro o
del pecho, eso no se sabe de cierto; y debió ser allí mismo, en el
cuartito tapiado, al abrazarle él tocaría casualmente con los dedos
el bultito bajo la piel y decidió abrir cuanto antes, así le quedó una
nueva cicatriz. Eso dicen pero yo no acabo de creerme la historia,
camarada, yo creo que sólo buscaba compañía y acostarse con ella
y que el trocito de celuloide sigue debajo de su piel, en alguna
parte de su magreado cuerpo de fulana, quizás ha corrido tanto
que ya está en su pierna o en el otro pecho, vaya usted a saber,
puede que esté dando vueltas en su cintura y siga así
eternamente. Siempre que la imagino trabajando debajo de algún
tío, veo manos y manos recorriendo su blanca piel y palpándola
despacio en busca del bultito, la costura, la señal, como si todos
sus folladores fuesen espías o polis o falangistas, porque vamos a
ver, ¿tanta importancia tiene esta furcia que todo el mundo anda
tras ella?, le diré, todo esto parece un complot remoto e
incomprensible, señor, una venganza viejísima cuyos motivos
todos los complotados ya olvidaron.
En fin, que el marinero decidió un día abandonar su escondrijo,
dicen, y embarcó para Marsella y fue a morir a Argeles en un
campo de concentración, ahora se ha sabido: un atracón de
garbanzos y de harina cruda, el pobre, vio unos sacos de reparto y
no se pudo contener de hambre que llevaba, a puñados se lo
zampó y allí mismo cayó con el estómago perforado. No, señor, no
es de mentir que se me caen los dientes, ya no soy ningún crío; es
por falta de cal, es de debilidad y del vino que mi padre llevaba en
las venas. Pero mire, tengo un diente de plata que nunca se me
caerá. Y si me hostia como al Tetas, pues espere, le diré, hombre,
encima que le regalo una Parker auténtica, si averiguo algo más
prometo decírselo, yo siempre estoy alerta. ¡Ay! déjeme ir con mi
madre que me está esperando, juro que me portaré bien y no
haré cochinadas con las niñas, lo juro, señor, adiós, le diré, vaya
mierda de pluma que te llevas, desgraciado, que eres un lacayo de
la cruzada y así se te pudra el ojo de cristal si es que algún día te lo
conceden por los servicios prestados, que lo dudo, tuerto de
mierda y en fin, camarada, sólo una cosa quería pedirle antes de
irme: ¿me deja ver la Star, empuñarla un momentito? Pam pam,
quién tuviera una igual.
15
Asoman el tabaco y el librillo y poco después el vino y el ranchillo,
patatas con lentejas o un tazón de malta con pan migado, a veces
la sorpresa de un plátano, dos si hay visita. La boca se hace agua
cuando oyes apartar los papeles que tapan la gatera. Dos plátanos
pinzando el periódico, por fin, a ver qué embustes lleva hoy.
Leyendo cuatro elementos subversivos que habían cruzado
clandestinamente la frontera muertos a tiros en las cercanías de
Sant Llorenç de Munt por fuerzas de la guardia civil. Durante el
tiroteo una bala perdida hirió de gravedad a un muchacho del
campamento del Frente de Juventudes instalado en las
proximidades. Iban seis
Y entre las páginas de información
gráfica extranjera, un mensaje de Palau citándole donde siempre
pasada la medianoche.
Iban seis, Marcos, y sólo dos consiguieron escapar Palau en el
bar Alaska. Fue al día siguiente de cruzar la frontera, en un
camino poco conocido que bordea el monte. Se lo dije a Sendra,
se lo repetí: no lleves a tanta gente que toparás con los civiles
Y
mira. Vaya panorama, ahora. Meneses con la muñeca agujereada
desde hace dos meses, Navarro enfermo, Lage todavía en la
Modelo, Sendra liquidado y seguimos sin noticias de Ramón.
Hostia, le dije. Hago bien en cuidarme. Tranquila, come cuando
quieras pero no te hagas ilusiones, nena: conejo no es. Pásame el
vino.
Y así estamos, esperando Palau hurgando sus dientazos con el
palillo, los labios floridos de cerveza. Algunos se han dedicado
exclusivamente a pasar aviadores ingleses y polacos.
¿Lo pagan bien?
Tengo buenos amigos en el consulado inglés.
¿Cuánto?
Trescientas por cabeza. Pero eso también se acaba. ¿Viste que
han desembarcado en Normandía?
Pero entonces Juan Sendra aún estaba vivo, ¿no?, aún no se
veía el fin de la guerra, ni siquiera te habían avisado para
participar en lo del meublé, ¿de qué estás hablando? ¿De cuándo?
No recuerdo, nena, debió ser antes pero le dije: ¿Tú crees que
vendrán, Palau, vale la pena resistir?
Yo no espero nada ni creo nada, yo no sé nada, dijo.
Estaba el carota muy excitado y con ganas de darle al gatillo, de
modo que tienes razón, debió ser antes del atraco al meublé, una
de aquellas noches mías con ganas de estirar las piernas, de paseo
nostálgico por el puerto o por el barrio, asustando a niños sin
querer, para recalar en el bar a última hora: que no se diga que
estoy enterrado, que me olvido de los amigos. Pero ya no había
nadie en el Alaska, sólo una borracha encaramada al taburete con
su abrigo de pieles, esa rubia que no tardaría en hacerse tan amiga
de Viñas jugando a los dados, trompa perdida, tan sola y aburrida
y buscando siempre conversación, sorda a las súplicas del
camarero que no veía la hora de cerrar, que ya bajaba con
estruendo la puerta metálica pero ella ni caso: bromeando con el
tatuaje y las sortijas de hueso, te las compro todas, marinero, le
hizo tanta gracia que se empeñó en invitarme a pipermints hasta
pasada la madrugada, a puerta cerrada y sacándose billetes hasta
de las orejas, habría organizado un escándalo si no acepto. Y
estuvo contando su vida interminablemente, desde los catorce
años que se la tiró un soldado debajo de una manta, dice, hasta yo
qué sé, la biblia en pasta, hasta los treinta cumplidos en el lujo y el
fulaneo y aún hasta más allá, hasta que habría de diñarla de
aquella insospechada mala manera, una noche de invierno de
principios del cuarenta y nueve: la cabeza machacada por un mazo
de madera en el fondo de un automóvil y enterrada medio palmo
bajo tierra en un solar ruinoso, seguramente con este mismo
abrigo que resbala de sus hombros desnudos y roza las patas del
taburete, con esta misma boca sensual de color violeta y estas
rodillas de seda irradiando a la misma altura y un poco
excesivamente separadas, quién lo hubiera dicho.
Se quedó en que el Alaska era un sitio bastante seguro para
cambiar impresiones jugando al dominó, o haciéndolo ver,
siempre de noche. Envuelto en el chaquetón azul, la cara lívida
entre las solapas alzadas y la boina y las gafas negras, cambia de
silla y ponte de espaldas a la puerta, don musarañas, creí que no
vendrías esta noche.
¿Qué me quieres ahora, Palau?
Tranquilo. Hoy vamos toda la plana mayor, estarás bien cubierto
Palau consulta su reloj, se levanta, apura la cerveza y se limpia
los labios con el dorso de la mano. Vámonos.
¿Adónde?
Al meublé. Es la hora de los tortolitos.
En el vestíbulo alfombrado, cuatro camareros con los brazos
levantados al techo y encañonados de cerca por Bundó y el
Fusam. El reloj de pared en conserjería señala las cuatro y media
de la madrugada. Mientras el «Taylor» se embolsa el dinero de la
caja, Viñas vigila en la puerta de entrada y Palau bloquea el
ascensor. El Fusam golpea los riñones de los camareros con la
metralleta empujándoles hacia la salita de espera, pequeña como
una bombonera, y entra con ellos. Los demás se juntan al pie de la
escalera, suben corriendo y nos dividimos.
A la voz de ¡policía, abran! el cliente de la 110 daría un brinco en la
cama soltando las caderas de la pelirroja ajamonada. Tanteando
los pantalones, la puerta abriéndose le golpea la cara y lo arroja
violentamente al suelo. Navarro tendría tiempo de ver las nalgas
de la fulana trotando hacia el cuarto de baño y corre tras ella
mientras Bundó encañona al tipo, quieto y no te pasará nada,
aparta la cortina de la ducha y la ve acurrucada, cubriéndose la
cara con las manos. Arranca de su cuello la cadena y la medalla de
oro, luego vuelve a la habitación para vaciar la cartera de él y se
embolsa dos sortijas, un broche, los pendientes y el reloj de
pulsera. El cliente está de pie junto al radiador de la calefacción,
por no moverse no se ha puesto ni los pantalones y en sus hirsutas
cejas canosas se acumulan las gotas de sudor.
La puerta 206 entreabierta con sigilo, ¿quién?, el «Taylor»
introduce el pie y empuja, mete por delante la mano y el revólver.
Algo golpea sordamente la alfombra detrás de la puerta y al entrar
Pepe como una tromba sus pies tropiezan con un hombre grueso y
bronceado en calzoncillos, arrodillado, temblando. En la cama,
cubriéndose con la sábana, hay una muchacha con pelo de
caramelo y labios lívidos, casi azules, y a su lado una caja de
bombones abierta. Que nadie se mueva o lo mando al otro barrio.
Registrando las ropas, el «Taylor» descubre dos americanas, dos
camisas, dos pantalones
Cambia una fulminante mirada con su
compañero en el instante que un frasco se hace añicos en el
cuarto de baño. Pepe se vuelve cambiando el revólver de mano y
sacando otro de la sobaquera. En la puerta del baño asoma la
cabeza arrugada y los ojos desorbitados de un viejo, luego su
cuerpo totalmente enjabonado. Tiene manchas rojas en la
pelambrera del sexo y unos hilos de agua rosada corren por sus
flacas piernas. Apartándole de su camino, Pepe entra en el lavabo.
En la bañera hay otra muchacha acurrucada, cubierta a medias por
el agua levemente teñida de rojo, gimiendo asustada con los
brazos cruzados sobre los ojos. Pepe clava el revólver en la
espalda enjabonada del fulano y lo obliga a sentarse en el bidet
con las manos en la cabeza. En el suelo hay una botella de
champán y cuatro copas, y dentro del lavabo un ramo de
gardenias con los tallos envueltos en papel de plata. El atracador
corta una gardenia, la huele y la prende en el ojal.
La puerta 333 no tiene el seguro echado y Palau sólo precisa girar
la manecilla. La luz azulada cayendo como polvo del techo baña a
una rubia que yace desnuda en la cama. A la altura de su sexo se
agita y porfía la negra y rizada cabeza de un joven, en el lecho hay
un espejo y en las paredes sátiros persiguiendo a ninfas. Las
piernas de ella se cierran bruscamente, el joven endereza la
espalda como sí le hubiesen pinchado y balbucea qué pasa, los
brazos en alto. Su amiga tiende la mano hacia la colcha. Quieta
como estás, hija mía, ordena Jaime, y con un gesto de la cabeza
me indica la ropa colgada en la percha. Palau echa un vistazo al
cuarto de baño, vuelve y vacía el bolso, luego los bolsillos del
abrigo de astrakán. Lanza un silbido mostrando las pieles a Jaime,
que dice déjalo, qué haríamos con esto.
Registrando la ropa del fulano, tiro lejos unos sobados pantalones,
una maltrecha gabardina y una chaqueta de camarero de la
Parrilla del Ritz. Este macarra no lleva ni cartera, digo mirando al
muchacho. Mientras, sentada en la cabecera de la cama, sin
cubrirse y aparentando serenidad, ella no aparta los ojos de la
pistola que Jaime empuñaba unos centímetros de su frente. Jaime
impaciente, ansioso: rápido, marinero, estamos perdiendo el
tiempo, pero su mirada recorriendo despacio los senos, el tenso
vientre con el ombligo, los muslos. Arrodillado en la cama, el mozo
ha bajado las manos poco a poco. Al cruzarlas pudorosamente
sobre el sexo, Jaime descubre la pulsera en su muñeca. Se la
arrebata de un manotazo y observa el escorpión de oro. Palau se
lo quita, mira por dónde sale esto, dice y se lo embolsa. Jaime
golpea al tipo con el arma, tú quieto, obligándole a levantar las
manos otra vez.
¿Quién te lo ha regalado, chato?
Dile: alguien más amable que tú dice ella.
También puedo serlo, guapa Jaime sonríe y empuja al chico
con la pistola. Y tú no tengas miedo, ricura.
Di no tenemos miedo ella otra vez. Díselo. Jaime la mira
hosco, fingiendo desprecio.
Pareces muy valiente. ¿Cómo te llamas?
Adivínalo.
¿Y ese camarero?
Un amigo.
Palau ve la sortija en la mesita de noche, el camarero se da cuenta
e intenta cogerla anticipándose a él, pero el cañón de la
Parabellum le golpea la mano. Suelta, mocoso, dice Palau. El chico
se duele cabizbajo y ella lo mira con pena, pasa la mano por su
pelo rizado. ¿Tanto te gusta?, susurra Jaime sentándose en la
cama, bajando el arma. Pero ya Palau y yo alcanzamos la puerta.
Va, caliente, dice Palau abriendo, déjalo para otro día.
Bajando las escaleras de cuatro en cuatro, Jaime reclama el
escorpión. No, que te veo venir, dice Palau, quieres devolvérselo a
la tía ésa. Y Jaime: tú quédate con el broche y reparte con Marcos.
Bien, dice Palau, pero ni una palabra al «Taylor» y procura
desprenderte del escorpión en seguida, trae mala suerte. Abajo en
el vestíbulo, el «Taylor» y Jesús apuntando a los camareros, que
ahora son cinco, y delante de la puerta el Wanderer con el motor
en marcha y el Fusam al volante. El último en subir sería Pepe, y
poco antes de cerrar la puerta le ciegan los faros de un coche
bloqueando la salida. Conduce un hombre elegante, a su lado una
mujer oculta la cara entre las solapas del abrigo.
Pepe ha saltado del estribo desabrochándose la gabardina, el
hombre avanza hacia él con cara de qué pasa aquí, súbitamente
comprende, retrocede, corre hasta su coche y metiendo la mano
por la ventanilla toca el claxon, una y otra vez. Luego se vuelve,
pero sólo tiene tiempo de ver a Pepe abriendo la gabardina.
Disparando a pie firme con la metralleta, parecía un epiléptico. El
otro cayó como un abrigo desprendido de una percha.
16
Deslizarse Escorial abajo en los carritos de cojinetes rebosantes de
ginesta, era llevar alegría a las clases de catecismo de la señorita
Paulina. Caída la flor del almendro, sus ramas reverdecidas
asomaban aún más por encima de la tapia. Braseros inservibles
aparecían tirados en las basuras de las esquinas. Los chavalines del
Carmelo hacían serpientes de agua taponando con la mano el
caño de las fuentes, y ponían en los raíles del tranvía vainas de
bala y chapas de botellines que las ruedas laminaban. La flor de
nieve vistió de blanco los senderos del parque Güell, y en la
hondonada junto al Cottolengo, en las diminutas huertas de la
tierra de nadie, los domingos se veían hombres cavando con
chaqueta de tranviario y un clavel en la oreja. Nunca volvió a reír
la primavera como entonces, nunca.
Y dale con tu canción bromeaban las mujeres de la limpieza,
entonando: Vamos a contar mentiras tra-la-rá. Dale, Ñito, dale.
Pasó entre ellas y sus baldes de agua con el hatillo de ropas y los
frascos de formol en el capazo, abrió la jaula de la perrera y entró.
Los ladridos se trocaron en gemidos casi humanos, en un resollar
penoso. Dejó todo en el suelo, repartió las raciones y los perros se
lanzaron a comer meneando los rabos pelados. Animalitos, dijo la
más joven, mejor sería que los mataran de una vez en lugar de
inyectarles microbios. Pasaron dentro frotando el piso con
escobas empapadas en salfumán. Cuando el celador deshizo el
hatillo y vieron las prendas de vestir, palmearon admiradas. Ñito
acariciaba a los perros.
Oye, a ver si te buscas un lío por hacernos un favor dijo la
mujer sobando las prendas. ¿Lo saben las monjas, seguro?
En las maletas se estaba pudriendo. Mejor que la aprovechéis.
Pues sí. ¿Por qué no traes más?
Inmóvil, los ojos entornados, como si durmiera de pie, se pasaba
largos minutos observando a los perros. Sucios, flacos, callejeros,
sin edad y sin raza, tensos sobre sus patas despellejadas y llenas
de pupas, las fauces entreabiertas y rezumando mucosidades.
Veía sus golpes de cuello al engullir, los lengüetazos, el ojo que no
gira, vigilando, esperando ver caer de lo alto otra ración o quizá un
golpe. Más allá de las rejas, de la vibración de alambres que
repercutía en el amplio local, ya veía mañana a Sor Paulina
preguntando qué pasó, celador del demonio, y por qué. Ellas, las
fregonas, habrían de contestar por él: que fue por hacerles un
favor, que no era tan mala pieza después de todo; que estaba
tranquilamente viendo comer a los chuchos mientras ellas
revolvían blusas y faldas palpando admiradas la calidad, distraídas;
que habrían llegado a olvidarse de que estaba allí, un poco más
bebido que de costumbre pero sin que se le notara mucho, de no
ser porque en cierto momento pidió un cubo de agua clara para
dar de beber a los perros; recordarían también, si querían ser
imparciales, que en ese momento ya había recogido el capazo del
suelo por si acaso; y que ni siquiera luego, cuando quiso cerrar la
puerta con una sola mano y no consiguió ni moverla, atascada en
el desnivel del piso de cemento, consintió en desprenderse de su
carga, el testarudo. Y entonces los perros se lanzaron a sus pies,
casi le hicieron caer, y volcaron el capazo con los frascos de formol
conteniendo las disecciones.
Qué horror. Qué espanto dijo Sor Paulina. Hijo mío, hijo
mío.
No pude evitarlo, Hermana.
Pues aquella primavera que el padre de Luis Lage salió de la cárcel
y corrimos a decírselo al chaval, que estaba haciendo cola en la
panadería de la plaza Sanllehy y no quería creernos, que sí, Luisito,
corre que ya está en casa abrazando a tu hermanita y a tu madre,
ese día estaban Java y el tuerto sentados en un banco y charlando
amistosamente, como haciéndose confidencias. Que se chivata,
Sarnita, que nos quedamos sin pólvora y sin refugio. Que no, Java
no puede hacernos eso, no es un soplón. Y salió Luis disparado de
la cola, le reían los ojos corriendo loco de contento y todos le
seguimos, incluso le pasamos porque el pobre a los cien metros ya
estaba con la lengua fuera y tosiendo, este chico un día se nos
muere.
Al doblar la esquina vio a su padre fanfarroneando en medio de
los vecinos que acudían a saludarle, se exhibía con los brazos en
jarras, provocador y violento, la cabeza pelona, los anchos
pantalones del mono azul sujetos a la cintura con una cuerda. Luis
corrió hacia él con los brazos abiertos, pero cuando le faltaban
unos diez metros, su padre, sin duda para impresionar a su
público, para consolidar aquel prestigio de tipo con agallas que
siempre tuvo, clavó de pronto la rodilla en tierra con estilo
impecable, contrajo fugazmente la cara empuñando una
imaginaria metralleta y vació el cargador sobre Luis haciendo tata-
ta-ta-ta. Con sonrisas medrosas, los vecinos se echaron hacia
atrás. Luisito se paró en seco, retrocedió y pegó la espalda contra
el muro con los brazos en cruz. Quizá por seguir la broma, quizá
porque las piernas realmente no le tenían, se dejó resbalar poco a
poco hasta el suelo cerrando los ojitos en blanco, doblando la
cabeza sobre el pecho, la cara blanca como el papel. Tan bien lo
fingió, si es que lo fingió, que irritó a su padre: si es una broma,
coño, dijo, caguetas, pero hablando más bien de cara a la galería, a
los vecinos: ya verás cuando cambie la tortilla lo que haremos con
algunos que conozco, ya verás, todos están en la lista. Luisito lo
miraba fijo con sus ojos de fiebre. Riéndose, su padre lo alzó en
vilo contra el cielo azul y lo besó, pero él había empezado a llorar
silenciosamente y le echó los brazos al cuello diciendo no te vayas,
padre, no vuelvas a irte. Ya debía estar muy enfermo.
Fue este mes o el siguiente que Luisito se apuntó a la lista del
delegado para ir a campamentos juveniles, juraba que ya tenía la
boina roja y el machete con su funda, pero nunca nos lo enseñó. El
Tetas, los domingos, bajo el roquete de monaguillo, decían que
también llevaba la camisa azul con la araña bordada. Y poco a
poco todo estaba cambiando.
Te ha crecido mucho el pelo, Sarnita, ya casi no se ven las
costras.
El tiempo lo cura todo, hasta la sarna.
Oye, ¿tú eras de los alemanes o de los otros?
¿Lo dices porque han perdido, chaval?
Son traicioneros y cobardes.
Eso los japoneses, atacan siempre por la espalda con la
bayoneta calada, ¿no habéis visto Guadalcanal?
Tengo hambre.
Martín preguntó qué estarán tramando Java y Flecha Negra tan
juntitos en ese banco, y el Tetas dijo ya no es el mismo, está
encoñado de la Fueguiña y pasan las tardes juntos en el terrado de
la Casa, haciendo manitas. Van a pasear al parque Güell y se dan el
lote, añadió Amén, y también les han visto en los autos de choque
de la plaza Joanich y en el Delis. Está enfigado, quién lo hubiera
dicho.
Habían notado que Java empezaba a aislarse, a rondar los billares
con los ganapias, a tumbarse en la hierba y a mirar el cielo, solo.
Habían visto su misteriosa sortija nueva, una calavera de plata con
llamas azules en los ojos, y conocían sus pretensiones de colocarse
de dependiente en una tienda de joyería. Entrecerrados los ojos
con exagerada malignidad, apurando los últimos vestigios de una
percepción que se resistía a dejar de ser infantil, Sarnita escrutaba
sus movimientos a través del sol que inundaba la plaza: Java
recostado en el banco con su aire perezoso y felino, sin dejar de
hablar, y a su lado el alcalde con los brazos cruzados y un poco
inclinado hacia él, el ojo bueno entornado, amodorrado.
Están fumando la pipa de la paz dijo. Las cosas que hay que
ver: Flecha Negra y Caballo Loco tan amigos.
Conozco a un legionario dijo Martín que a esa distancia
podría leer lo que dicen por el movimiento de los labios. Mejor
que la abuela Javaloyes.
Yo también dijo Sarnita. Eso está tirado. Fíjate, me
concentro en sus bocas y ya está. Silencio
Ahora se muerde el
labio, se relame y dice más o menos: el túnel, camarada, el túnel
largo y negro donde mi hermano se perdió un día huyendo bajo la
lluvia
¿Y eso qué quiere decir?
Entonces, ¿qué año era ya?, habían mejorado mucho las basuras
que la nueva criada del chalet de Susana tiraba en la esquina, ya
se encontraban huesos de pollo y cabezas de pescado, latas de
mermelada y hasta alguna botella de champán. Un día apareció el
plumier rosa de Susana entre diminutas mandarinas podridas. De
los servicios de beneficencia de Las Ánimas o de la propia viuda,
Java seguía recibiendo de vez en cuando algún lote de comida y
medicinas para él y la abuela, pero dinero ya no le sacaba a la
doña desde hacía tiempo. La última vez que la visitó, ella le dio las
gracias por todo y dijo que ya no le necesitaba, que la
Congregación había resuelto no ocuparse más de esas pobres
descarriadas; que otros organismos ya las controlaban y gracias a
Dios la moral y la decencia volvían al país. Java se iría confundido y
despechado, y seguramente decidido a contar la verdad en la
próxima ocasión: comprendería que ya no eran rentables los
tapujos, y que no tenía sentido mantener en secreto el domicilio
de la antigua criada de la doña, suponiendo que la doña aún
estuviera interesada en ello; ni siquiera estaría seguro que fuese
un secreto para nadie o que lo hubiera sido alguna vez; además,
tenía proyectos más urgentes, en función de los cuales sin duda
pensaría que lo mejor era liquidar honradamente el asunto
dejando buena impresión, diciendo la verdad verdadera.
Tres días más tarde, sin haber cumplido aún aquel propósito, llegó
con retraso a la cita del segundo piso de la calle Mallorca. Al igual
que los desechos tirados en la esquina, las meriendas en el
saloncito verde mejoraban de día en día: ya no eran resecas
empanadillas y vasitos de leche fría, sino humeantes tazas de
espeso chocolate y rebanadas de pan blanco, mantequilla de la
buena y mermelada. Pero ese día no recaló en el saloncito para
ser presentado a la que había de ser su compañera, sino que fue
introducido directamente al dormitorio. Pensó que era por llegar
tarde, pero ya en el pasillo, flanqueado por el sordo fragor de
espadas chocando y caballos encabritados, una sospecha se
apoderó de él.
Hoy no sé quién es, hijo dijo la mastresa. A última hora me
han avisado que no viniera con la Beni. Que tenían a otra. Parece
que ya está aquí.
¿Quién es?
No lo sé. Lo único que puedo decirte es que cobrarás el triple.
¿Y eso por qué, mastresa?
Tú cobra y calla, tonto.
Lo primero que vio, al cerrarse tras él la puerta del dormitorio,
fueron las joyas emitiendo cariñosos destellos sobre el velador: un
nomeolvides de oro, una medalla de pulido bisel y una sortija con
una calavera de plata y dos aguamarinas por ojos. Luego, sobre la
cabeza canosa de Torrijos en la alfombra, sus zapatos color trigo,
lustrosos, elegantes, con los calcetines rojo cereza al lado. En el
respaldo de la butaca colgaba la camisa de seda azul, el traje
marrón a rayas blancas, cruzado, y la corbata amarilla. Y al
volverse le vio en la cama con la sábana hasta la cintura, brillando
a la luz de gas su torso lampiño, una mano bajo la nuca y la otra en
alto con el cigarrillo, mirándole con una indiferente complicidad.
Era su vivo retrato: la misma piel morena y sedosa, el mismo pelo
ensortijado y los mismos ojos estirados hacia las sienes como los
de un gato, además de aquella otra relación felina que establecían
los hombros con la nuca: cuando se inclinaba un poco hacia
adelante, una cualidad de pantera al acecho.
Java escrutó de reojo la cortina, que se movió un poco. No rehuyó
esta nueva e imprevista situación ni lo que se esperaba de él,
fuese lo que fuese. Lo único que hizo fue desnudarse detrás del
biombo de querubines anacarados, y dejarle al desconocido la
iniciativa.
La cabeza colgando fuera de la cama, mordiéndose el labio a un
palmo de la alfombra, debió entonces pensar en los kabileños del
barrio y la negra distancia en que quedaban, tal vez insalvable,
muchachos tan dispuestos que nunca conocerían incidentes como
aquél, que nunca tendrían una oportunidad. Así, sentiría más
hondamente el vértigo del despegue, la emoción anticipada del
adiós a tantas cosas. Sobre la luz de gas derramada en la playa
ficticia de la alfombra, intentaría concentrarse en el caprichoso
poder del que dispuso la espectral escena y en el rumor
expectante del mar, en la arrogante aceptación de la derrota
mirando más allá de la muerte, en la crispación de los puños
maniatados y de las lívidas caras donde asomaba la sequedad del
hueso, una carne yerta que mucho antes de sonar la descarga ya
había dejado de recibir el flujo de la sangre. Uno de los
condenados parecía que no se tenía en pie. La playa se repetía en
sus ojos como una desolación sin nombre. Cantos rodados
forrados de musgo, cáscaras tal vez de mejillones pudriéndose y
manchas de sangre desvaída en la arena. No era capaz de
mantenerse en pie ni a la de tres, las piernas se le doblaban y
acabaría por sentarse en un charco de agua espumosa que las
olas, en su vaivén, renovaba constantemente. Viejo de años o
envejecido de golpe, alelado, hablando solo, una ruina coronada
por la nieve de los cabellos y el sombrero de copa del cual no
quería desprenderse, quién sabe por qué. Por todos los medios
tratarían los civiles de mantenerlo erguido, pero él se dejaba caer.
El pelotón se puso nervioso. El oficial ordenó que lo sostuvieran
por los sobacos. Pero al soltarlo, en el último momento, volvía a
caer, y el oficial desistió. La primera descarga lo pilló sentado, la
cabeza sobre el pecho, las manos atadas chapoteando en el
charco, como un niño jugando a la orilla del mar.
Una hora después, mientras el desconocido aún se vestía, Java ya
estaba en el pasillo recibiendo el sobre de manos de la mastresa.
El triple, en efecto. ¿Qué tal?, preguntó ella. Bien.
¿Quieres comer algo, hijo?, no tienes muy buena cara. No, estoy
bien. Al comentar que el precio era justo, ella dijo que sí, pero que
la otra había cobrado el doble que él: me ordenaron echarle el
sobre por debajo de la puerta, dijo, pero antes de hacerlo conté el
dinero. Java guardó silencio un rato, luego dijo: ¿Cómo se llama,
mastresa?, y ella: ¿No se lo has preguntado? En el sobre ponía
Ado, Adoración será.
Tuvo una corazonada que al anochecer le llevó al café Oro del Rin,
a la tertulia del alférez. Y entre aquel rumor de conversaciones y
tintineo de cucharillas en gruesas copas, ahí estaba Ado, sentado
ante un batido de chocolate y junto al pagano, un joven de tez
pálida y cabellos planchados, leyendo el periódico. Vio también, a
su derecha, al alférez inválido charlando con unos amigos.
Evolucionaba entre las mesas un enjambre de camareros flacos
serviles y socarrones. Le hizo una seña sin que lo vieran los demás,
y el chico se levantó, llegó hasta él y lo acompañó a la barra. Que
no se entere Alberto, por favor, dijo, que no nos vea. Pues vamos
abajo, dijo Java, tenemos que aclarar algo. Y en los urinarios
añadió, chaval, has cobrado el doble que yo y no es justo, así que a
repartir ahora mismo o sales de aquí en globo. ¿El doble? ¿Y quién
me asegura que es verdad?, empezó a sonreír, pero Java lo agarró
por las solapas del traje cruzado alzándolo a un palmo del suelo y
lo arrinconó, tenía prisa: clavó la rodilla en su bragueta, pero no
vio esfumarse la sonrisa hasta que le disparó el salivazo entre ceja
y ceja, certero y compacto, que yo no bromeo, sarasa, dijo,
tendrás que creerme. Ado farfulló una excusa, pálido,
pestañeando conmovido: no nos conviene armar follón, aquí no, si
se entera Alberto verás la que se forma. Explicó que su Alberto era
joyero y gran amigo de Conradito, por lo que éste no quería que se
supiera lo de esta tarde en el piso de la calle Mallorca; que cuando
el alférez le dijo, Ado, por qué no vienes un día a tomar una copa
en casa, pero no se lo digas a Alberto, él no sabía que sería para
eso; que él nunca había engañado al joyero, es la primera vez y me
matará si
Te mataré yo si no repartes ahora mismo, cortó Java.
Otro rodillazo y Ado se estremeció, balbuceando espera, te regalo
esta sortija, ¿te gusta? Java la guardó en el bolsillo sin mirarla pero
no cedió en su acoso.
Oyó una tosecilla a sus espaldas: el joyero estaba de pie en el
último escalón, doblando el periódico cuidadosamente. Java soltó
al chico, que se acercó a su amigo con ojos mohínos. Éste ni le
miró y Ado se escabulló escaleras arriba. Muy despacio, el joyero
bajó el último escalón y avanzó desbotonándose. Lo que pides es
justo, dijo, ven mañana por la tarde que todo se arreglará.
Acércate, ¿no tienes pipí?, yo me moría de ganas.
Cuando al día siguiente volvió al café, pudo comprobar que allí la
vida seguía como si tal cosa; apacibles tertulias de señorones y
policías, parejas de nuevos ricos y maduras fulanas calentándose
al sol tras los cristales que daban a la Gran Vía. Sin embargo,
mientras esperaba, tuvo ocasión de ver cómo la palmaba un
respetable cliente a causa de un fulminante ataque al corazón;
parecía imposible estirar la pata en aquellos divanes de cuero, una
clara tarde de abril, rodeado de putas caras y de serviles
camareros, en aquel mundo tan sosegado y regalado. En medio de
la confusión que se originó, llegó el joyero y le hizo tomar un
coñac en la barra para que se le pasara la impresión, y luego lo
llevó a su tienda de las Ramblas para discutir una posibilidad de
trabajo.
Pues todo eso, que es tan fácil de suponer y no le cuento, porque
no es para contarlo, no se supo hasta mucho después. Se volvió
astuto y reservado, Hermana. No nos contaba nada, no era para
contarlo.
Tendría usted que haber visto en las maletas sus camisas
entalladas y sus zapatos de ante añadió, sus gemelos de oro,
sus corbatas de seda. Seguro que no se iba a casa con menos de
setenta mil al mes
Trabajaría duro y honradamente dijo la monja. Se ganaría la
confianza de sus superiores, ahorraría. Escogió una buena chica,
se casó, y supo conservar y aumentar esos dones de Dios. Que tú
hayas arruinado tu vida, no te da derecho a malpensar de los
demás y brillaron sus mejillas de marfil al ampliar una sonrisa o
mueca, añadiendo: Que el que ha querido prosperar y gozar de
buena salud, lo ha hecho, en tantos años de paz y penicilina.
Sí pero no, Hermana. Usted es demasiado buena.
¿Yo buena? Si supieras.
Lo sé todo, chavales, desde aquí leo sus labios. Le dice: yo
buscarte, Flecha Negra, yo fumar contigo la pipa de la paz, yo decir
toda la verdad.
Cuenta, Sarnita, cuenta
17
Que lo vieron entrar en el túnel, pero no salir; que fue la última
noticia que se tuvo de él, palabra. Sin pitorreo lo digo, camarada,
al contrario, con todo mi respeto por usted, yo admiro a los que
triunfan en la vida. Cuando era chófer particular usted perdió un
ojo, pero ha ganado una alcaldía de distrito, no está mal, si me
permite opinar. Exactamente: Javaloyes, pero casi nadie me
conoce por el apellido. Estoy molido, todo el día con el saco al
hombro, tengo el Haiga escacharrado y la abuela con reuma. Lo
veía a usted parando a los chicos por la calle y siempre me decía
qué espera para preguntarme si también me gustaría ser flecha
No, no hemos vuelto a saber de mi hermano y es mejor así, la
tierra o el mar se lo tragó hace años, palabra, y en cuanto a la
pandilla, pregunte lo que quiera, pero sepa que no puedo
apuntarme a campamentos, no puedo dejar sola a la abuela y
además ahora tengo otros proyectos. ¿Ve esta sortija de plata? Es
de fundición, repujada. No, ya no vendo aquellas porquerías de
hueso. No señor, no estaban hechas por nadie escondido en
ninguna parte, eran trabajos de artesanía que hacía el marido de
la Trini cuando estaba en la Modelo, ella me pasaba el género y yo
lo vendía, más que nada por hacerle un favor. Miseria, camarada,
miseria y compañía. El trabajo de ahora es otra cosa, está al caer:
en una joyería, pero no en plan como Mingo Palau, no jodiéndome
en un sucio taller, sino a base de tienda de lujo y clientela de
postín, en Las Ramblas, de momento haciendo recados pero con el
tiempo seré viajante o encargado, por ésas, alcalde, lo juro.
Deséeme suerte, la voy a necesitar; yo siempre he sido cumplidor
pero esta vez voy a necesitar toda la suerte del mundo. Escuche
esto, camarada: he de abrirme camino como sea, quiero
sacudirme los piojos y la mugre de la trapería y perder de vista
este saco y esta romana, olvidarme para siempre del barrio y las
denuncias, las revanchas y los abusos, la intolerancia de unos y la
sumisión de otros y el canguelo de todos, usted me entiende. Un
día apilaré toda mi ropa harapienta en medio de la calle y le
echaré alcohol y la quemaré y después tiraré las cenizas a la
cloaca, para que no quede ni el recuerdo. Por la memoria de mi
madre que lo haré, camarada. Y arrancaré las legañas de mis ojos
enfermos y me largaré de aquí y me pondré camisas de seda y
chalecos azul celeste y zapatos de gamuza y gemelos de oro. Es
una promesa y que usted lo vea, señor, deséeme suerte.
Ya veo que habló con Sarnita, ese bocazas. Qué quiere que le diga,
camarada. Películas. ¿Qué se puede decir de una aventi de Sarnita
que empieza diciendo qué se puede decir de una puta roja que
empieza diciendo qué decir del hombre que amo y vive oculto
varios metros bajo tierra con su mecedora y sus crucigramas y que
dice no volveré a ver el sol, Aurora, mi hermano nos traicionará?
¿Qué decir de un rosario de embustes que el roce de tantos dedos
y labios acaba convirtiendo en un rosario de verdades, o al revés?
¿Qué puñeta tienen esas mentiras de Sarnita que en su boca se
hacen más verdaderas que la verdad verdadera? ¿Qué decir de
esos cuentos de miedo que hacen reír a los mayores, y de esas
historias del malo que empieza a volverse bueno y del bueno que
acaba siendo malo? ¿Acaso no se podría decir lo mismo de todo el
mundo en el barrio, camarada, acaso usted mismo no empezó
siendo un revolucionario de los luceros y no está ahora de criado y
recadero y apechugando por conveniencia, acaso no se han
rendido todos a la evidencia menos esos insensatos de los
maquis?
Sí señor, estuvo en casa pero una noche se largó quién sabe
adonde. Quitó unos cuantos ladrillos agrandando la gatera en la
pared que él mismo levantó años atrás, y se echó a la calle con su
boina, su chaquetón de marinero que nunca había visto el mar y
aquellas gafas negras de ciego que camuflaban sus famosos ojos
azules. Adiós, hermano, buen viento. Estaba allí como una rata
asustada no desde que entraron ustedes, qué va, de mucho antes
y por culpa de los bolcheviques y la misma República, ya conoce
usted la historia: el otro, Artemi Nin, aún se estará pudriendo en la
Modelo si es que no lo han fusilado ya; los que lo querían vivo sólo
encontrarían un esqueleto, un hombre consumido y deambulando
por la playa sin saber que va a morir, perdido el juicio, emperrado
en caer con sombrero de copa; un anciano roído por la
arteriosclerosis y la desmemoria que ni siquiera podría tenerse en
pie frente al pelotón y que ya no valdría ni para el matadero
No
tengo pelos en la lengua, no señor, y nada que ocultar, nada que
no haya dicho ya.
En efecto, allí estuvo: qué lata, qué rollo, camarada. De espaldas
sobre el colchón días y noches enteras, los ojos en el techo,
puestos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta,
reconstruía las ruinas de este barrio piedra por piedra, olfateaba
con la memoria el hambre y la miseria de estas calles, los sueños
de los amigos que duermen bajo tierra preñados de engaños y de
metralla, la esperanza de libertad todavía insepulta. Al revés que
yo, él quería aún recuperar de algún modo la mugre y las
barricadas, la sarna y el odio, quería nuevamente quemar los
púlpitos y los altares, saquear las villas y los profundos pisos de los
ricos y disponer por última vez de la pólvora y el fuego que había
de salvarnos. Aquello no era mi hermano, señor, nunca pensé que
podía ser mi hermano aquel sucio guiñapo: una voz hablando sola,
una memoria en continua expansión, vasta y negra como la noche,
retrocediendo en el recuerdo y también anticipándose a él,
adelantándolo para verlo llegar desfigurado, desmentido,
devorado por las musarañas del olvido y de la mentira en la
medrosa memoria de la gente. Como el calendario de la abuela
que repite la misma fecha día tras día, manipulaba un tiempo que
no fluía desde el pasado, sino desde el futuro, un tiempo sepulcral
que él veía venir y echársele encima como una losa de silencio.
Quién sabe lo que será de esa voz el día de mañana, camarada,
ojalá se pudra y mis hijos no tengan que oírla nunca, ojalá no
quede ni rastro ni eco de ella para nunca jamás.
Sí señor, la vida vista por un agujero. Imagínese un cuartucho
subterráneo alumbrado con una vela, las paredes rezumando un
sudor lívido y el suelo cubierto de limaduras de hueso,
crucigramas a medio hacer y pajaritas de papel; un colchón
apestoso y toallas, montones de revistas y periódicos, colillas, una
navaja y limas. ¿Se lo imagina, lo ve usted a oscuras y solo,
tosiendo por sentirse, estrellando botellas contra el suelo por
oírse, es usted capaz de imaginarlo envenenándose de imágenes
reales y soñadas, día tras día y noche tras noche, rumiando qué?:
silbidos de metralla, gemidos de amor, deseos quemantes
acariciando la toalla con dedos de fiebre y envueltos los dos en el
incendio de su propia impotencia y de sus ansias de venganza,
olfateando el masaje derramado del frasco que siempre, cada vez,
tenía que romper contra el suelo para que en su ratonera se
conjugara la mezcla de pavor y deseo de ser descubierto, y que
necesitaba para vaciarse en cualquier rincón oscuro, como un
perro. ¿Compasión de él, dice? ¿Mala conciencia? Sí, cuando en
sus noches de insomnio debía ver tantos muertos bocabajo en el
fango, tantas trincheras igual que pozos de carne corrompida en el
llano del Turia y tantas mujeres y niños aplastados bajo las
bombas o ametrallados en las afueras de los pueblos, tantos
amaneceres de fuego y esmeralda, campesinos asesinados con los
testículos en la boca, muchachas con la cabeza rapada y un tiro en
la nuca, cráneos chafados de aristócratas, curas acribillados en las
cunetas y columnas de hombres harapientos cruzando la frontera,
arrastrándose en la nieve, corriendo entre la alta hierba hacia la
bomba que estallaría muchos años después; espiando sus cuerpos
desnudos abrazados sobre la playa al amanecer, entre los
fusilados, o afanándose todavía en la cama, sus bocas chocando y
él agazapado detrás del agujero, siempre a salvo y seguro sobre
ruedas: un repugnante futuro bajo palio-refugio envuelto en los
tufos del incienso y los espejismos, la mentira y el terror, el hedor
de sus propios orines y de su caca que al final ya no era capaz de
controlar, una vida de triste párpado y de silencioso pus en la
pupila y un agujero para mirar, para acaudillar las alegrías y las
penas de los demás. Cada día pareciéndose más a ese retrato suyo
que le reserva la memoria por venir, cada día más y más y sin
remedio viendo su imagen conformarse a esta miserable imagen
de mañana: un anciano pálido y abotargado entre dos ruedas, una
momia, un artrítico parpadeando como una muñeca y
balbuceando, empujado por una dama enlutada, enguantada
hasta los codos y con la cara quemada. Una derrota sin fin, sin
remedio, porque la metralla viaja inexorablemente por su cuerpo
y aunque viva cuarenta años más vivirá podrido, despreciado,
maldecido por la mayoría.
Llevarle una furcia de vez en cuando, cuanto más tirada mejor, yo
sé los sudores que me ha costado, camarada. A veces las invitaba
a comer allí dentro, a la luz de una vela, y por ganas de hablar les
contaba su vida y sus pasadas proezas. ¿Que por qué esos deseos
locos de volver a verla, por qué a Ramona precisamente? Nunca
me lo dijo, alcalde, pero puede figurárselo: debía ser como una
necesidad, porque le gustan así de tiradas y sifilíticas, por vicio,
quizá para ajustar cuentas con ella, como usted por lo del ojo
ciego; quizá sólo por recuperar aquella falsa libertad de
movimientos del ayer, verla desnudarse otra vez para su novio al
pie del lecho. No sé. Yo siempre he sido un mandao, pero creo que
de eso nada: esta fulana qué iba a ser del pum ni del pam, si fue
una pobre raspa que ni siquiera sabe explicar lo que le ha pasado,
una infeliz que perdió a su hombre en la guerra y se emputeció y
hoy se siente sola y enferma. ¿Dónde vive?, cerca de aquí, pero
qué le van a hacer, no la maltraten, no se ensañen ustedes con
ella. ¿Citarla para un simple interrogatorio, un examen médico y
luego la doña se ocupará de ella, la ingresarán en un centro de
regeneración?, eso está bien, sí señor, no tengo nada que oponer.
¿Que qué me figuraba yo?, nada, confío en usted, camarada.
¿Cómo la conocí?, déjeme que recuerde: fue en la comisaría de
policía de la Travesera, el día que me llamaron a declarar por lo de
mi hermano, también ella estaba allí por lo mismo pero en su
cabeza él ya sólo era un recuerdo borroso, un amor de juventud o
cosa así, la encontré sentada en el banco de una salita y muerta de
miedo, en medio de unos tipos malcarados, soplones de la bofia
capaces de vender a su propia madre. Entre ellos creí ver al padre
de Sarnita, que en paz descanse. Ninguno la reconoció, se
marcharon y nos quedamos solos, ella tenía las rodillas cruzadas y
me miraba recelosa, le dije es para un careo, ¿se dice así?, y
sonrió, entonces todavía estaba muy buena, me dijo: no creí que
sería con un niño, y sacó del bolso unas ricas empanadillas de atún
y me invitó. Al principio nada me hizo pensar que fuese una
meuca, llevaba zapatillas con borla de color rosa y la gabardina
echada sobre los hombros y parecía una vulgar ama de casa que
ha bajado un momento al colmado a comprar algo. Propuso qué
habláramos en voz baja porque seguro que había micrófonos
ocultos en algún agujero por donde nos espiaba un mirón. Su idea
era: quieren saber si nos conocemos de antes, así que disimula
porque aunque tú no te acuerdes de mí yo sí me acuerdo de ti,
creo, te pareces a alguien que un día amé mucho. ¿Ah, sí?, dije en
un susurro, porque ella tenía los dedos en mis labios para que
bajara la voz
Eso me excitó. Sus dedos olían a mandarina. Me
avergüenza decirlo, señor, pero con usted quiero ser franco: nos
hicieron esperar tanto, estábamos tan solos en aquella salita, con
tanto miedo a que nos pegaran, y obligados a hablar en un susurro
tan excitante, que nos arrimamos para oírnos mejor y ella empezó
a ponerme cachondo con su faldita plisada y sus medias zurcidas,
y venga a frotarnos, a sobarnos, y acabó haciéndome una cosa por
simpatía, gratis, aunque luego le ofrecí una peseta porque me dio
lástima. Sin chulería: creo que yo le gustaba un poco. Un día,
tiempo después, me cogió la cabeza con ambas manos y me dijo:
ay si pudieras irte y volver diez años antes, ay, creo que pensando
no sólo en mí, sino también en el otro. Desde aquel día en
comisaría, ya para siempre le quedó la impresión de que nos
habían estado mirando por una cerradura, sería su manía. Pasó la
primera a declarar. Ignoro si le dieron de hostias y patadas como a
mí, no volví a verla. Tiempo después me la encontré una matinal
en el cine Roxy, en las últimas filas y en plan de pajillera
camuflada, no decidida aún, siempre con aquel miedo, aquella
obsesión de la espionitis. Me pareció muy desmejorada, iba de
mal en peor, no acababa de decidirse por el oficio y seguro que
pasaba mucha más hambre que yo. Volvió a decirme que yo le
recordaba a alguien a quien ella había amado mucho. Ese día me
dio aún más lástima y quise invitarla a un vermut, pero no aceptó
y volví a perderla de vista. Ya entonces la Congregación de la doña
estaba interesada en saber su paradero y ella misma me había
contado su historia de criada, de cuando usted era chófer de la
casa y de su fidelidad a la familia Galán, que había de costarle el
ojo en aquel chalet de San Gervasio convertido en cheka, cuando
lo torturaron, camarada, se portó usted como un jabato: los Galán
se habían pasado a la zona nacional y dejaron los pisos a su
cuidado, una noche la Patrulla de Control de Artemi lo pilló a
usted cargando cuadros y objetos de valor en el Hispano, seguro
que intentaba usted reunirse con sus señores aunque en el barrio
se dice otra cosa, que lo estaba robando, ya sabe: envidias y
rencores. De cualquier forma se lo confiscaron todo y le
detuvieron y luego los milicianos ocuparon el tercer piso y
profanaron la capilla particular, hasta se hicieron una foto en el
gran salón. Ya usted era falangista, ¿verdad?, ya era un jabato y en
la cheka aguantó la tortura y hasta pudo escapar. Y en la retina del
ojo que salvó de puro milagro se le quedó grabada la imagen
teñida de sangre: Aurora Nin identificándolo, insultándole,
escupiéndole a la cara y llamándole perro del señorito Conrado,
lacayo de mierda azul, repugnante cómplice, recordándole no sé
qué humillaciones, malos tratos y burlas. Pero yo sé que usted es
bueno, generoso y sacrificado, y por cierto, camarada, aún no le
han recompensado tantos servicios, tanta fidelidad a los luceros,
con pérdida de ojo incluida, no es justo, si bien la alcaldía del
barrio no está mal
Un juicio sumarísimo y cruel al que Aurora
asistió junto con otros anarquistas, uno de los cuales podía muy
bien ser mi hermano, ya ve usted que no lo niego. No sé; ¿por
quién está usted interesado, en realidad, a quién persigue hace
años, alcalde, a él o a ella? Bueno, qué más da, no me interesa el
complot, aquí tiene su dirección pero no creo que sirva de nada
interrogarla: está acabada, la pobre. No le hagan ningún daño, lo
que necesita es que le den trabajo y confianza, deje usted que la
señora Galán la ponga en manos de esas monjitas del patronato
de Redención, señor, por favor, le juro que no es una roja
¿Pena yo de denunciarla?, no es una denuncia, no se ría, es una
obra de caridad, camarada. Es lo mejor para ella, podrá curarse, le
quitarán el miedo, los recuerdos, podrá dormir al fin. Le extirparán
esa voz maldita, esa cantinela vengativa de algo que fue suyo y
perdió un día, esa voz escondida que a mí, en cambio, si no me
sonríe la fortuna, me acompañará hasta que muera. Ya ve que no
lo hago por dinero, no quiero recompensas, pero recuérdeselo al
señorito Conrado y a su madre, son amigos del dueño de la joyería
donde iré a trabajar y mi ayuda desinteresada de ahora podría ser
un aval, ¿no?, debemos hacernos favores en estos tiempos que
corren
No señor, no me la quito de encima porque ya no valga
nada y esté podrida de sifilazos, tampoco es eso: peores pendejos
me he tirado. No, es que estoy harto de lágrimas, señor, de miedo
y de miseria. No soporto a la gente derrotada y apaleada, a la
gente que ha perdido en la vida, que ha caído y no es capaz de
levantarse, de adaptarse al paso de la paz y ocupar el puesto que
todos tenemos aquí: que la paz les resulte peor que la guerra,
¿cómo puede entenderse, camarada? Así que no me recuerde más
a mi hermano, no nos parecemos en nada, señor, él siempre
llevaba un pañuelo rojo y negro anudado al cuello y hasta en eso
soy diferente, mire el mío, señor, de muchos colores, soy la
mismísima primavera que vuelve a sonreír, camarada, míreme
18
Seguían entrando huesos de cerdo, tan pulidos después de nadar
durante un mes en la olla de la abuela, pero ya para qué, si él no
quería vender más sortijas: decía tener otros planes. También
asomaba su voz indignada y el ojo vengativo que sólo podía ver
unos pies desnudos impulsando una mecedora: hasta cuándo, rata
de cloaca, decía Java, qué esperas sentado ahí, pensando en las
musarañas, estorbando: quiero llevar a la abuela a un asilo, y
hablaba incluso de una novia. Cuándo te decides, hermano, va, de
qué tienes miedo, quién va a acordarse de ti después de tanto
tiempo
Y el encerrado le veía crecer en su impaciencia, en su voz
de adulto y en la furia de su ojo, veía cómo el tiempo le iba
creciendo las uñas de la ambición y la traición, le adivinaba cada
día un poco mejor vestido y obstinado, luciendo una macabra
sortija de plata y un chaleco celeste y floreado de chulito,
ilusionado con su próximo trabajo y hasta hablando de casarse y
de que esto no puede durar, tiene que reventar por algún lado.
En vísperas del primero de abril colgaban colchas y banderas de
los balcones. Se encaramaban los golfos a las acacias de la Avenida
Virgen de Montserrat, como en un ensayo general. En la plaza
Sanllehy, ante las rendidas miradas de transeúntes y de viejos
desocupados tomando el sol, un joven flecha remoza con pintura
negra la araña estampillada en el muro mientras cuatro
compañeros le guardan las espaldas en actitud centinela, dos por
banda y cruzados de brazos, arrogantes, provocadores y
despechugados, dando la cara a los mirones: circulen, coño,
circulen.
Prohibida a última hora la audición de sardanas en el parque
Güell, desde la colina de las Tres Cruces se veía la plaza como un
hormiguero de boinas rojas.
Yo que pensaba ir a bailar Margarita en el patio de su casa,
acariciando los cabellos de su marido. Me había comprado unas
alpargatas.
El año pasado, en la plaza del Ayuntamiento el «Taylor»
barajando las cartas, se presentaron quince o veinte falangistas
y empezaron a repartir leña, los muy
Tragándose el insulto: siempre que Margarita estaba cerca,
notaba un asombro y un retroceso en la sangre y la maldición se
quedaba en la garganta. Domingos soleados bajo la parra del patio
de paredes rosadas, aquella casa del Torrente de las Flores donde
Margarita vivía realquilada con derecho a cocina. Para llegar al
patio había que cruzar el comedor donde un anciano con uniforme
de sereno liaba cigarrillos de picadura con una maquinilla. Vermut
con olivas y anchoas y mejillones con mahonesa bajo el fresco de
la parra, la baraja en las cuidadas manos del «Taylor» y en la
cocina Palau preparando la paella. ¿Palau no juró ese día que a
una joven sardanista le marcaron las cuatro barras en el brazo con
un machete, y que el falangista que lo hizo era un mocoso que no
tendría quince años? ¿Y Guillén no habló de aquel otro loco que se
paseaba por la Diagonal con la camisa azul abierta y exhibiendo en
el pecho tres hileras de medallas prendidas en la piel, a lo vivo?
Los chorros de sifón helado y los gruesos vasos verdes sobre el
mármol de la mesa, los destellos tornasolados de la nueva corbata
de Jaime, el rojo carmín de la boca de Margarita y la radio del
vecino: parecían domingos de otros tiempos, cuando ellos no
tenían que esconderse de nadie. Las noches de verano con baile
en la calle, Navarro traía una sandía y litros y litros de horchata, el
barrio entero era una orquesta que bullía de locos bailables y de
olvido. Pero Margarita aconsejaba precaución: aquel año, por
ejemplo, que se quemó el tablado de los músicos, no dejó que
nadie saliera a verlo, ni asomarnos siquiera a la puerta de la calle.
Viniendo para acá he visto al alcalde hablando con el chico de
Luis.
Parece que la antigua cheka de San Gervasio vuelve a funcionar
Palau comiéndose un arenque asado sobre una gran rebanada
de pan con tomate. En plan de consulado de no sé dónde y
como intercediendo en favor de los exiliados, ya puedes figurarte
el truco.
No lo puedo creer.
Habría que acabar con ese cabrón.
Conozco a una mantenida que lo ha tratado Jaime Viñas
recordando. Podríamos prepararle una trampa.
Margarita aconseja no te fíes de ella, todas son confidentes, y
Jaime qué va, la pobre las pasó canutas al principio de éstos, ahora
la tratan bien pero Carmen no es de las que olvidan. Además, ella
confía en mí, y de lo nuestro no sabe nada.
Entonces Viñas ya había traído al grupo a su cuñado el cerrajero,
un hombre taciturno y de pocas luces que apenas hizo amistad
con nadie, y preparaban juntos una nueva estafa. La noche que el
carota pidió que lo acompañara a otra velada de boxeo y no fui,
abajo en fila de ring vieron a Jaime con ella, que iba de incógnito
con el turbante y las gafas negras y el abrigo de astrakán que
llevaba cuando la conocimos en lo alto del taburete del bar Alaska,
el mismo abrigo con que habían de enterrarla. Seguro que ya lo
invita a su casa, seguro que él ya se la ha tirado pero que no se
enteren los faieros, musarañas, que se aproveche ahora que
puede, uno tiene derecho a divertirse y la tía está más buena que
el pan, te lo dice Palau.
Pavoneándose por ahí con una fulana de lujo, abandonándose
poco a poco a su antigua vocación de macarra, quién lo hubiera
dicho, Jaimito. Aunque nunca perdiste el sentido de la realidad, la
ocasión de sacar partido de ella en favor de todos, cierto: gracias a
sus amistados conseguiste que la situación de Lage en la Modelo
mejorase algo, y mucho más conseguiste: Carmen, guapa,
¿cuándo volverás a ver al cónsul de Siam? ¿Le hablaste de esa
Academia que te dije? Tengo un amigo que se ganaría unos duros
de comisión
¿El sitio es de confianza?
Del todo. Niñas de trece años.
No creo que le interese. Justiniano es muy íntegro, a su modo.
Camisa vieja. Al que tengo casi convencido es a don Joaquín, ése sí
que corta el bacalao.
En el recibidor, junto al paragüero de caoba, el nuevo cliente
besaba la mano gordezuela de doña Rita, el dedo estrangulado por
la sortija de brillantes. En la placa de la puerta se leía Academia de
Corte y Confección. Un piso profundo y oscuro de la calle Bailén
con resonancias de máquinas de coser y risas de muchachas, piar
de pájaros en jaulas y un resol de púrpura de ensueño en la galería
de cristales ciegos. Las trenzas de las alumnas, sus leves uniformes
grises, los alfileres entre los dientes, chicas revoloteando en
cuclillas alrededor de un traje de novia embutido en un maniquí,
otras pedaleando en las Singer con las faldas a medio muslo o
abocadas al banco de trabajo con retales y patrones.
Le harían esperar en una salita, era un hombrecillo atildado con
botines y corbata blanca que había oído decir, me han dado la
dirección confidencialmente, me han contado que esas niñas, esta
morenita con trenzas sentada en sus rodillas, ¿cómo te llamas,
monina?, esta carita lívida y estos ojitos de rata, estos pechines,
solos en la antesala del dormitorio. Al levantarse la niña de sus
rodillas para cerrar la puerta, ya tenía el uniforme desabrochado
por detrás y don Joaquín pudo ver la deliciosa hendidura de su
columna vertebral penetrando entre las nalgas pequeñas y altas.
Mientras volvía despacio a su lado, sonriendo, en alguna parte del
piso el compinche de Viñas aguardaría la ocasión, un padre
presentándose inoportunamente en busca de su hija para llevarla
a casa, un obrero indignado, vociferando en la puerta qué hace
este cerdo con mi hija, lo mato, qué pasa aquí, qué significa esto y
lo voy a denunciar por corruptor, miserable, y la directora detrás
sujetándole, pidiendo disculpas al cliente, nunca había ocurrido
una cosa semejante, caballero, la niña se escabulle rápidamente
mientras el cliente se abrocha el pantalón con dedos temblorosos,
todo podría arreglarse sin necesidad de escándalo, y el falso
padre: no, de aquí nos vamos todos a la comisaría, encolerizado y
agarrando al cliente por las solapas, llamándole cerdo asqueroso
te denunciaré, la directora rogando calma y veamos por favor
llévese usted a su hija y déjeme hablar con este caballero, entre
los dos veremos de compensarle de algún modo.
Me pregunto cómo puede ser: ¿así has de verles siempre,
estafando, robando, matando y al final peleándose entre ellos,
destruyéndose a sí mismos? Así se mueven en esta cabeza mía,
siempre, así viven y así mueren cada día conmigo y sin escapatoria
posible, en un espacio aún más reducido y más negro que esta
oscura ratonera. Y si supieras la de chorizadas que llegaron a
inventarse. Otros camaradas eran más limpios. Luis Lage, por
ejemplo: había luchado hasta el fin en Asturias, peleó como
voluntario en el frente de Aragón y cayó herido en la retaguardia
de Lérida, trabajó en una fábrica de material de guerra en Anglés y
finalmente acabó con los huesos en la cárcel Modelo, hasta hoy
que lo han soltado.
Y estoy dispuesto a empezar otra vez. Entérate, puta.
¿Para eso has vuelto, para insultarme?
Su mujer sentada en la silla paticoja, gruñendo has asustado a la
niña, no cambiarás nunca; su blanco pedazo de muslo y la liga
negra, la radio en el aparador diciendo hoy termina el vergonzoso
proceso de Nuremberg y ella llorando se levanta, echa la grasa en
la sartén y pincha con el tenedor un cacho de pan, lo moja en la
grasa fundiéndose y le pega dos mordiscos, los ojos en el vacío,
masticando como alelada, llorando sin ninguna expresión. Lage
con los puños crispados de pie en el centro de la barraca mira a la
rubianca con una furia contenida, ella le dice cómo puedes hacer
caso de habladurías, contradiciéndose: cómo traerles un poco de
carne a tus hijos trabajando honradamente, cómo lo habrías
hecho tú, dime, sollozando.
Sentado a la mesa, el «Taylor» reclama la atención de Lage y
señala la radio: ¿Has oído? De ésos ya no se puede esperar nada
insistió en la idea tal vez para cambiar de tema, para cortar la
pelea conyugal. Nada. No han venido al terminar su guerra ni
vendrán nunca.
Volviendo la espalda a su mujer, aplazando la bronca, Lage se
sienta a la mesa frente al «Taylor».
Qué esperabais. Yo siempre lo dije: van a dejar que nos
pudramos. A ellos qué. Pero no hay que achicarse por eso,
Meneses. Os encuentro acoquinados, coño.
Y qué quieres. Qué se podía hacer. Cómo extirpar aquel cáncer,
aquella gangrena, cómo parar el tiempo: desde la muerte de
Sendra ya no habrá quien los controle ni sujete, el Quico aún
tardaría en coger las riendas y ya todos empezaban a campar por
sus respetos, al margen de las consignas del grupo, dedicados a
sus trapisondas: el gran Navarro y Jaime metidos en un asunto de
menores, el Fusam asustando a los panaderos desaprensivos, el
mismo Ramón no tardaría en distraer varios miles de sus entregas
a la Central, vaya con el curita de manos blancas, y el carota de
Palau recuerda, éste sí que ya había entrado en barrena, ni
siquiera se tomaba la molestia de ir a esperarlos a la Rabassada:
colándose en los coches cuando van a arrancar, en cualquier calle,
clava la pistola en las costillas del conductor y lo obliga a meterse
en algún callejón desierto, a veces ni eso.
¿Sabes que su mujer lo ha puesto de patitas en la calle? el
«Taylor» no ocultando por vez primera un cansancio vital en la
mirada de terciopelo negro, una pesadez invencible en los
párpados: su perfil pedroso, repelente y bello descomponiéndose
tras el humo del cigarrillo, tras los vapores ya enervantes de
aquella clandestinidad sin fin. Sí. Parece que uno de sus golpes
preferidos era seguir a su hijo al salir del taller, cuando iba a
recados; al pobre chico le ha costado el empleo y seguramente
una temporada en el correccional
Al final, el único razonable y
sensato resultará ser Marcos; cada vez entiendo más el porqué de
su miedo.
Por todos los que liquidó en las cunetas.
Por uno solo. Uno que se llamaba Conrado Galán. Pero no es lo
mismo. Lo nuestro de ahora de verdad que es una vergüenza
Ahora el «Taylor» se paseaba inquieto en torno a la mesa con las
manos hundidas en los bolsillos de su fresco traje milrayas y
repitiendo de verdad que esto es el acabóse, Luis, te lo digo yo,
han olvidado por qué luchan, ya nadie quiere saber nada y, en fin,
cada país tiene el gobierno que se merece, empiezo a creer que es
verdad.
Calma, muchacho. Todo se arreglará. ¿Qué hay de Ramón, no ha
escrito, sigue en Francia?
Estará al llegar, no sé.
Pero bueno, aquí nadie sabe nada.
Para qué.
Verás cuando vuelva el Quico. ¿Y su hermano?
Tiene a los suyos. Sólo nos llama de vez en cuando, y no a todos.
Natural: ¿quién va a fiarse de unos carteristas y chorizos? Si vieras
qué dos nuevos elementos ha traído Viñas, su cuñado y su hijo,
qué par de animales.
Si los vieras a todos. Ya no parecen los mismos, endomingados y
bebiendo coñac en la barra del Bolero con las furcias, el carota
palmeando la espalda del Navarro muerto de la risa, o el trasero
de las chicas que pasan por su lado. Si pudieras oírles hablando de
los compañeros, burlándose de nosotros, llamándome rata y
caguetas, no esperaba eso del carota: Ya no vale ni para robar
candelabros en las iglesias, de noche. Esa raspa lo tiene atado de
pies y manos, Navarrete, en serio, el chico me ha decepcionado.
Navarro clava los codos en la barra y pide otro coñac. Se pone
repentinamente serio y busca los ojos de Palau. Dice: ¿Vendrás
a la reunión de mañana, Palau? Las fulanas rondan la barra
meneando frenéticamente las caderas dentro de sus ajados
vestidos tobilleros, y Palau esquiva la mirada de Navarro diciendo
para qué, no me fío mucho del Quico, es un romántico y el horno
ya no está para bollos anarquistas. Y no te enfades, ¿eh, faiero?,
ya sé que lo admiras y por qué.
Porque los tenía cuadrados, eso sí. Utilizaba taxis para circular por
el centro de la ciudad con la mayor sangre fría, llevaba un clavel
rojo en el ojal y una resolución infantil en sus ojitos de pájaro,
tranquilamente se hacía llevar al Banco Central del Borne
bromeando con el taxista: espérame en la puerta, compañero.
Dése usted prisa que aquí no me puedo parar.
Descuida, lo que se tarda en decir manos arriba. Lleva el
impermeable colgado del brazo y una cesta con berenjenas. Entra
en el Banco, saca la metralleta oculta bajo el impermeable y
encañona al cajero. Media docena de clientes lanzan los brazos al
techo. A una verdulera gorda le dice usted puede bajarlos, señora,
tiene los sobacos sudados. Guarda los fajos de billetes en la cesta
y los tapa con las berenjenas, retrocede de espaldas a la puerta,
deja en el suelo un petardo inofensivo con la mecha encendida y
sale a la calle. Sube al taxi y media hora después, al apearse, se
encara con el taxista.
Sólo te doy cincuenta pesetas, lo que marca. Te daría más, pero
una vez le di siete mil a un taxista y le faltó tiempo para ir a
chivarse a la bofia.
Como lo oyes, auténtico. Mira en cambio Jaime: presumiendo con
su nuevo gabán y el sombrero en la nuca, cada noche bebiendo
pipermint y jugando a los dados en la barra del Alaska. ¿Vienes?,
le digo, ¿te espero en el coche? El Fusam está que trina y los
demás en Hospitalet
Antes toma una copa con nosotros, marinero. Hoy no tengo
ganas de trabajar dice Jaime, y a ella: Carmen, éste es Marcos,
un amigo. Tú juegas.
Le conozco, dijo ella tirando los dados, una noche me hizo
compañía hasta que cerraron, me contó su vida y yo le conté la
mía llorando en su hombro, desde que empecé de marmota hasta
llegar aquello pasando por lo otro y lo de más allá, etcétera.
Buen chico. Sólo sale de noche, como la luna Jaime siempre
bromeando, tan campante, sin oír el frenazo del coche, sin ver a
los grises apostándose en portales oscuros con los naranjeros bajo
el brazo y racimos de granadas lacrimógenas en el cinto, sin
sospechar que la tierra ya se abría bajo sus pies. Tampoco el
Fusam vería nada, jorobado por los años y por la misma joroba
que le dolía con la humedad, entrando en una panadería de Gracia
girando rápido con los dedos la solapa: ni siquiera es una placa de
policía, sino la suya de cuando era o se hacía pasar por agente de
la Generalitat. Receloso el panadero, limpiándose las manos con el
mandil, y él: denuncia por estraperlar con harina, detenido y
multa a menos que
Una radio dirá desde el interior que este año
será el año del trigo argentino, el trigo de Evita.
Y al salir para reunirse horas después con los demás, esa misma
noche que Jaime no quería despegarse de la barra del Alaska, dos
polis le seguirán a distancia, en la plaza del Norte el viento arrastra
las páginas sueltas de un tebeo, un chaval corre tras ellas
extendiendo los brazos, y el ciego arrimado a la pared de Los
Luises vocea iguales para hoy como ayer y como mañana, todo
sigue igual en el barrio. Todo ha concluido hace ya muchos años y
hoy sigue igual de concluido.
19
Llovió durante tres días, el refugio se inundó y estuvieron una
semana sin poder entrar en él. El cielo de nubes grises y panzudas
colgando al fondo de la calle parecía una cueva de relámpagos,
pero en realidad eran los chispazos rojos del trole del tranvía
frotando el cable eléctrico. Frente a la churrería de la plaza Rovira,
el Tetas juntaba calderilla para comprar una bolsita de patatas
fritas y Martín recogía la parada de tebeos. Mingo bajaba
corriendo por el Torrente de las Flores, se paró, jadeando, y dijo:
chicos, ¿sabéis la noticia?, Luisito se ha muerto. El Tetas acabó de
repartir las patatas, sopló la bolsa de papel y la explotó de un
puñetazo. Hostia, dijo, hostia.
El viejo Mianet también se murió un día de primavera, lo
encontraron caído bocarriba delante de la covacha que habitaba
en la falda de la Montaña Pelada, rodeado de mariposas y de
ginesta, un mar amarillo donde centelleaban al sol los espejitos de
sus zapatos.
Al entierro de Luis fue mucha gente. Por una vez el Tetas y Amén
se portaron como monaguillos formales, con los ojos chispeando
lagrimitas. Todos entramos a verle estirado en el somier, tenía los
labios prietos y sin color y los ojos disparejamente entrecerrados,
la cara blanca y un rosario blanco enredado en las manos juntas.
Lo habían vestido de flecha, con el machete y la boina roja, y
parecía dormido. Ante él, de pie, Java tocaba casi el techo con la
cabeza repeinada y untada con brillantina. La chabola olía a
eucalipto hervido. Ni flores ni coronas, sólo nuestras brazadas de
ginesta. Nos costaba creer que Luis estaba muerto, todavía ayer
dábamos por seguro que seguía en un campamento invitado por
Flecha Negra. Su madre, la rubianca guapa toda vestida de negro,
lloraba sentada en la silla y enseñaba sin querer su trocito de
muslo blanco como la nieve. La hermana de Luis jugaba en el
portal. A su padre no le veíamos desde el año pasado, decían que
se había peleado otra vez con la rubianca. Arrodillados delante del
muerto y con las manos juntas, haciendo como si rezáramos al
lado de la señorita Paulina, Mingo murmuró qué lástima de
machete, a él ya no le servirá de nada, y Sarnita se arrastró de
rodillas hasta Martín para llamarle la atención sobre las señales en
el cuello de Luis, tres manchitas rojas debajo de la oreja, parecían
picaduras de mosquito. Se la han chupado bien, deslizó al oído de
Martín, y éste: el qué, y Sarnita con su aire de misterio: la sangre,
chaval, ¿por qué crees que estaba tísico?
Los tísicos vampiros. Pero no se explicó con claridad hasta que el
acompañamiento se puso en marcha detrás del carro de muertos.
Ya eran las diez de la mañana pero aún no tenían hambre. Vieron
un instante, confundido entre los hombres a la cabeza del duelo,
la negra figura del «Taylor». Porque ésa fue la última vez que
vieron vivo al pistolero, no olvidarían nunca aquella borrascosa
expresión de ensueños y de peligros que les dedicó al volver la
cabeza: sus implacables ojos de alquitrán, sus dientes
blanquísimos y sonoros, su boca delgada y antigua de cantante de
tangos. Iba sin hablar con nadie y parsimonioso, los brazos sueltos
y separados del cuerpo, la cabeza y el trasero algo ladeados.
Decían que la rubianca aún se sacaba un sobresueldo en las
sesiones de tarde de los cines de barrio, en plan de paji. Nunca
creímos esa mentira asquerosa inventada por la gente y nunca le
hablamos de ello a Luisito, que quería tanto a su madre; pero
cuando los mamones de los Hermanos o de Los Luises querían
hacer rabiar al chico contaban esta chafardería: de cuando un día
Luis se sentó al lado de una pajillera en la oscuridad del cine,
dicen, y le cogió la mano, y que madre e hijo se reconocieron por
el tacto cuando él ya tenía la bragueta abierta. Dicen estos
miserables que su madre le soltó una lluvia de tortas allí mismo, y
que lo sacó a la calle a patadas y no paró de zurrarle hasta llegar a
casa. Contada por Sarnita, esta aventi nos había hecho partir de
risa muchas veces, pero en el entierro de Luis, cuando unos
vecinos lo comentaban riéndose bajito, Sarnita los llamó
embusteros, cabrones y mamones a grito pelado, y fue tal el
escándalo que el empleado de la funeraria lo quería echar.
Después recordamos lo bueno que era, un chaval fermi dentro de
su enfermedad, cojonudo, preocupado siempre por no parecer el
más débil: por eso, dijo Sarnita, se hacía el valiente cuando el viejo
Mianet, al volver de sus correrías por los pueblos, contaba
aquellas historias de niños que eran raptados para chuparles la
sangre y dársela a los tísicos, ¿os acordáis? Los vampiros tísicos.
Cuando su padre desapareció por segunda vez, al poco de salir de
la cárcel, su madre recibió una citación por escrito del consulado
de Siam, se la trajo en mano un mecánico de la calle Industria:
debía presentarse tal día a tal hora de la noche, que le darían
noticias de un hermano suyo desaparecido en la guerra. La gente
decía que este consulado mantenía contactos extraoficiales con
un organismo republicano en el exilio encargado de notificar el
paradero o la suerte de muchos de los nuestros a sus familiares. La
rubianca quería ir, pero algún amigo, seguramente el «Taylor», la
advirtió que de ninguna manera, que era una burda encerrona de
la policía franquista, y rompió la papeleta. Luisito recogió los
trozos y los pegó, se armó de valor y se presentó en el consulado
de Siam.
Era noche cerrada cuando empujó la verja: un chalet en San
Gervasio, con dos torres de cucurucho iluminadas y una música
exótica y suave, nada hacía sospechar nada. Había unas altas
sombras blanquecinas en el jardín, estatuas que parecían nevadas
pero sólo eran cagadas de paloma. Abrió el secretario y Luis le
entregó la citación explicando que venía en lugar de su madre,
que estaba enferma. En una salita encontró hombres y mujeres
que estaban allí por lo mismo; se miraban recelosos y repitiendo
que no había nada que temer, que ya todo ha pasado, que los
nacionales también saben perdonar y esto es un centro oficial
extranjero y goza de inmunidad diplomática, podemos hablar sin
miedo. Debían utilizar otra salida, porque las visitas que iban
siendo introducidas al despacho del cónsul no volvían a salir por
allí. Media hora después se quedó solo y entonces temió que se
habían olvidado de él, creyó oír chirridos de cerrojos y gemidos, y
los nervios le provocaron un ataque de tos que acabó en un
vómito de sangre. Acudió presuroso el secretario, se asustó, trajo
una toalla y un vaso de agua, le hizo tenderse en el diván y se fue.
Poco después asomó la cabeza, comprobó que Luis estaba mejor,
desapareció y volvió a aparecer con un cubo y un estropajo: ten la
bondad de limpiar eso mientras tanto, muchacho, el señor cónsul
te recibirá en seguida, mira, el lavabo está al final del pasillo a la
derecha. Por encima del techo resonaban culatazos de fusiles, y en
el lavabo, mientras vaciaba el cubo, oyó el primer alarido: no
exactamente de dolor ni de terror, sino de algo que se muere de
abandono o desesperanza, algo que ni siquiera parecía humano.
Luego fueron creciendo los gemidos, los llantos. Él no se arredró.
Salió del lavabo y abrió otra puerta: otro pasillo pero casi sin luz,
con habitaciones-celda a derecha e izquierda, puertas reforzadas
con tablas y listones, contraventanas clavadas y con rejas. El hedor
era insoportable. El suelo estaba tan encharcado que casi se
podían hacer olas con la mano. Algunos cuartos estaban tan
herméticamente cerrados que no permitían ver nada; otros tenían
mirilla: un anciano desnudo y con un gorro de papel en la cabeza,
haciendo el saludo militar, y ante él una sombra golpeándole con
vergajos; un joven cubierto de sudor y de vómitos, desmayado de
pie entre cuatro paredes tan juntas que no podía tumbarse; un
hombre colgado en la pared con los brazos abiertos, los pulgares
traspasados por garfios; una mujer sentada sobre ladrillos
clavados de canto en el pavimento y sin saber qué hacer con los
pies descalzos, hinchados, sin uñas, recibiendo una bofetada que
hizo brotar sangre de su nariz como de una cañería rota,
salpicando la pared empapelada. Al fondo del pasillo, un cerrajero
instalaba mirillas de hierro en las puertas, era el mismo individuo
que fue a entregar la citación a su madre.
Retrocedió y echó a correr, pero al llegar a la puerta de la calle no
supo abrir. Salió el secretario y le hizo pasar al despacho: no era
tal, sino una sala grande y empapelada con flores de lis, con
muebles arrinconados y enfundados y las contraventanas también
clavadas. Del techo pendía una lámpara de hierro, como una araña
negra. La música venía de una radio en forma de capilla y sonaba
fuerte para ahogar los gritos de las víctimas. Un escribiente calvo y
con gafas aporreaba la negra Erika de ovaladas teclas. Y detrás de
la gran mesa rectangular y encerada, no delante ni temblando
como cinco años antes, sino detrás y recostado en la pared con el
respaldo de la silla, el señor Justiniano mirando pensativamente a
Luis como si se mirara a sí mismo a través del tiempo, porque Luis
estaba de pie y temblando sobre la misma baldosa que él pisó
cuando Marcos Javaloyes y Aurora Nin le escupieron el ojo sano
que milagrosamente había salvado. Hoy tiene usted mejor
aspecto, le había dicho Artemi, y después que su sobrina lo
identificó se quedó a solas con él: sigamos, chófer, ¿de quién
recibió usted la orden de incautarse de los bienes de la familia
Galán? ¿O pensaba pasarlo todo a zona nacional? ¿Cómo supo
usted que cuatro buques extranjeros descargaban material de
guerra en el puerto de Vallcarca, aquella madrugada?
Lo vieron y lo dijeron muchos, además de yo. Sólo quise decir
que en aquella ocasión los aviadores de Mallorca se habían
dormido.
Ingenioso, pero no convence. Y cuando el Canarias cañoneó e
incendió la Campsa de Tarragona, ¿cómo supo que las baterías de
la costa habían descarrilado al intentar abrir fuego contra el barco,
cayendo hasta las huertas de avellanos?
Porque fue muy comentado, incluso por los mismos milicianos.
Y no era cosa de andarse con los oídos tapados.
Y el número de piezas, y su posición, fortificaciones, etcétera,
¿también lo supo por los milicianos?
También.
Y de los túneles con material de guerra, ¿quién le informó,
Justiniano?
Cualquiera podía verlo. El tren nunca pasaba por ellos, y sus
bocas estaban custodiadas por centinelas.
No le falta a usted valor, y lo ha demostrado. Pero qué puedo
hacer. Admita que es usted jefe militar de una Centuria y que se
disponía a pasar a Burgos y reunirse con su amo. Confiese que es
un espía franquista y tendrá un juicio justo. De lo contrario no
saldrá de aquí y puede perder el otro ojo.
El camarada Valdés me conoce. Déjeme telefonearle
Aquí no telefonea ni Dios. Desnúdese.
Flecha Negra dejó de mirarse en el pasado y se levantó, rodeó la
mesa larga y encerada chasqueando la lengua, contrariado, y miró
a Luis. Como entonces frente a Artemi Nin, tampoco ahora su
único ojo parpadeaba; brillaba siempre en la retina una luz
vidriosa, un fulgor apagado y obsesivo. Él hacía las preguntas
ahora, él decidía quién se podía ir y quién se quedaba. Sus
ayudantes esperaban las órdenes. Eran siete en total y todos
vestidos de negro, sólo uno llevaba boina roja y machete al cinto y
correaje, pero Luis ni siquiera pensó que podían ser lo que
parecían, vestían así para despistar, y en seguida comprendió lo
que eran: vampiros, chavales, vampiros disfrazados de falangistas
y de polis, tísicos perdidos, chupadores de sangre rematados, sin
remedio: o te la chupan o se mueren, no tienen escapatoria. Así
que es verdad eso que cuentan, esos raptos de niños, esas
desapariciones misteriosas, se los llevan para sacarles la sangre y
dársela a los tuberculosos, es la pura verdad, no es un camelo.
Uno de ellos parecía un caso desesperado, estaba allí echado en
un diván con el capote encima y tiritaba, pálido como un muerto:
para él sería la sangre que sacaran esta noche, seguro. A su lado
había un brasero y encima una olla hirviendo con eucaliptos.
Durante un rato nadie se ocupó de Luis. Tuvo tiempo de ver cómo
interrogaban a un hombre alto y flaco en mangas de camisa que
negaba haber sido sacerdote, negaba con todas sus fuerzas haber
sido aquel cura rojo que ellos decían. Y pudo ver con qué astucia
era desenmascarado por Flecha Negra: Está bien dijo
Justiniano paseando su gran mandíbula erguida, y ajustándose el
parche sobre el ojo vacío. Si no es la persona que buscamos,
puede usted irse. Aquí no nos comemos a nadie, todo eso es en
bien de ustedes y sus familias. Pero tenga la bondad de dejar las
huellas digitales, por aquí, venga.
El hombre obedeció. Dejó sus huellas en el papel y ya se ponía la
americana cuando el tuerto le dijo: si quiere lavarse las manos,
allí, y señaló la pileta del rincón. El infeliz se remangó
cuidadosamente, metió las manos en el agua y entonces lo
pillaron, fijaos qué astucia, lo descubrieron por eso, por la manera
tan fina que tienen los curas de lavarse las manos: tan
delicadamente, las puntitas de los dedos nada más, como si
temieran infectarse, y con esa humildad y recogimiento, como si
nunca hubiesen roto un plato. Y el señor Justiniano, que estaba a
su lado con la toalla igual que hacen Amén y el Tetas en la misa, se
echó a reír y dijo ya te tengo, curita, es inútil que lo niegues. No lo
negó el hombre, pero aún intentó salvarse: Soy amigo de Luys
dijo y colaboro en la Prensa del Movimiento, pregunte usted
¿Qué Luys?
Luys con igriega.
Peor. Si fuese con irromana
¿Y Ramona, dice? se le escapó.
El fulgor inquisitivo se acentuó con el único ojo del falangista.
Vaya, vaya. También esta pájara me interesa. Y mucho. Has
dicho Luis y Ramona, ¿no? O sea Luis Lage
El detenido se puso pálido.
Quiero decir Marcos y Ramona
Una desgraciada. Sé que eran
novios, pero yo no los conocía, palabra, no conozco a nadie.
Balbuceaba, se contradecía, liándose cada vez más hasta que lo
metieron en la Campana Infernal y venga a darle a la Campana con
un martillo y un trozo de raíl, y al rato enloqueció de chillar y
quedó como sordo, y confesó. Ramón Ginés, dijo llamarse, y dio
todos los nombres mientras se taponaba los tímpanos reventados.
Pero se negó a escribir una postal de Toulouse, como ellos
querían, y entonces le hicieron la Estrella de Cinco Puntas.
Desnúdese y como no reaccionaba tironearon su camisa y sus
pantalones. Lazos corredizos en el cuello, en las muñecas y en los
tobillos; cinco cuerdas sujetas a unos caballetes de madera
formando una estrella y el infeliz en medio, en posición horizontal
y espatarrado. La soga del cuello más floja, si no dejaba caer la
cabeza. Y debajo, a sólo unos centímetros de su cuerpo desnudo,
rozando sus tristes nalgas, una mullida cama turca con
almohadones de plumas y colcha de seda roja, un jarrón con flores
en la mesilla de noche, comida y un retrato de Ginger Rogers
vestida de lame y recostada en un sofá. Para que pensara: qué
bien comería y dormiría aquí. Dos veces el cerrajero aflojó las
cuerdas, pero al segundo de descansar el cuerpo en la cama el
verdugo lo volvía a izar. Gemía. Finalmente dijo que sí, que lo
soltaran por el amor de Dios, y accedió a escribir la postal de
Toulouse maldiciendo, llorando.
A él, en cambio, dice que lo trataron amablemente: también la
memoria le vaciaron, el pobre nunca más llegó a acordarse de
nada: que le invitaron a sentarse aclarando que no era con él con
quien querían hablar, sino con su madre, que le acercaron un
crucifijo y él pensó ahora, ahora me la chuparán, debe ser como si
te vaciaran por dentro y a lo mejor no duele nada. Pero ya que
estaban allí querían preguntarle algo: ¿Era el hijo mayor de
Trinidad Sánchez Carmona, conocida también como la
«Rubianca», natural de Málaga, de profesión taquillera del metro,
con domicilio en el Carmelo
? Sí, señor. ¿Por qué no ha venido
ella? ¿Estás enfermo, hijo, te encuentras mal? Yo no, señor.
¿Quieres un poco de leche? No, señor. No te asustes que aquí no
nos comemos a nadie. ¿Es cierto que tu madre frecuenta ciertos
cines buscando, digámoslo así, tocar a los chicos? Qué va, un
camelo, señor, envidia de las vecinas porque es más guapa que
todas. ¿Tiene amigas del oficio, sabes si conoce a una tal Ramona
o Aurora o Carmen, has oído hablar de ella, la has visto alguna
vez? No, señor. ¿Y tu padre, dónde está ahora tu padre? No lo sé,
se peleó con madre por culpa de estas chafarderas y se fue de
casa. Tu tío Francisco, ¿no fue comisario político en el Perchel?,
¿no se vino con vosotros a vivir aquí?, ¿no estuvo escondido en tu
casa
? La barraca donde vivimos es tan pequeña que no puede
esconderse en ella ni una rata, camarada vampiro, ni una hormiga.
Decía que pusieron a hervir en la olla una cabeza de ajos y que
sacaron agua con una pera de goma y se la metieron por el culo,
pero el agua hirviendo le perforó los intestinos. Era un buen
remedio contra los cucs. Y que oyó como un ruido de motor
poniéndose en marcha y vio horrorizado que el techo bajaba muy
despacio sobre su cabeza y que lo iba a aplastar con la araña negra
iluminada, estaba cerca, cada vez más cerca y entonces lo
durmieron con una inyección, dijo, creía estar en el hospital y
dormido notó más picaduras, más chupadas, eran como
inyecciones pero al revés: no que le entraran líquido, sino que se
lo sacaban. Lo vaciaron, chavales, lo chuparon y desde entonces ya
no hizo nada bueno, se ha muerto por falta de sangre, tenía que
acabar así, pobre Luis, todos acabaremos así.
Policías con pesados abrigos oscuros descienden de un automóvil
que echa humo por el radiador. Y tan cerca, casi tropiezas con
ellos: bigotes recortados y pestañas de luto, dientes sucios que
trituran palillos manchados de nicotina y de café. Y tú sin ver nada,
Jaime: un gris con el naranjero asomándose en aquel portal,
juraría que sí, ya es la segunda vez esta noche.
Lo habrás soñado, Marcos con el motor del Wanderer en
marcha esperando a los demás frente al Banco Hispano Colonial
de Hospitalet. No se ve ni un alma.
Pues ten los ojos bien abiertos.
¡Bah! Ojalá me hubiese quedado jugando a los dados
No
terminó de decirlo, cegado por la explosión luminosa de los faros y
gritándome ¡salta! Las balas pulverizaban los cristales cuando
abrió la puerta para escapar, pero no hizo pie y cayó, se hundió en
el suelo como si el Wanderer estuviera parado realmente al borde
de un precipicio, y desapareció en la oscuridad con un grito de
sorpresa y de dolor.
Luis Lage venía corriendo con el maletín, tras él Pepe y el Fusam
agachados y detrás Bundó disparando a ciegas, diciéndose
interiormente por tu culpa, jorobado asqueroso, te han seguido.
Ya el «Taylor» suplía a Jaime al volante y acelerando me agarró del
brazo diciendo adónde vas, déjale, no le encontrarán. Jaime había
rodado por un terraplén de basuras y zarzales, le oímos gemir allá
al fondo antes de irnos, se rompería un pie.
Pepe fue el último en subir al coche, ya con la bala en el hombro,
ayudado por Palau. Al maniobrar en redondo, dos policías cayeron
de bruces sobre la acera. Después, cerca de la base, en la barriada
de La Torrasa, Bundó, que había estado disparando a través del
cristal trasero, resbaló silenciosamente en el asiento junto a Lage.
Corre, dijo, ayúdame, y sintió como una burbuja caliente
reventando en su pecho.
Se está muriendo, tú dice Lage a Palau. Separa los dedos de
Bundó uno a uno para quitarle la pistola y le susurra al oído:
Miguel, Miguel.
Qué.
No te muevas.
Da igual
Por las Ramblas subían hombres-anuncio en fila india, con paso
cansino. El último vuelve la cabeza y mira con ojos de un azul
apagado la fachada cenicienta de lo que fue hotel Falcón.
Tres meses después de la muerte de Bundó aparece Lage en la
base con una postal de Toulouse: acaba de recibirla la Trini pero es
para ti, Pepe, de Ramón, por fin, pide un contacto en la parada de
tranvías de la calle Trafalgar el martes a las seis. Pepe coge la
postal, mira detenidamente el matasellos, la letra temblorosa del
cura, la firma. Eso es que viene mi hermano, dijo, ya era hora.
Pero Palau refunfuña desconfiando mientras engrasa su pistola:
no vayas, me silba el oído izquierdo.
Te haces viejo, Palau le respondió Pepe. No hay nada que
temer.
Pero apenas le darían tiempo para considerar que el carota tenía
razón y que la postal era efectivamente una encerrona. Aquel
martes le dolía la herida del hombro y entró en la farmacia cerca
de la parada de tranvías en Trafalgar. Al salir troceaba la aspirina
con los dientes, dicen, y su mano guardaba el tubo en el bolsillo
con un gesto que seguramente sería interpretado como el de
sacar la pistola. La ráfaga de los naranjeros alcanzó primero el
tronco del árbol, y luego, levantando esquirlas de la acera, avanzó
como un soplo de polvo hacia sus zapatos. Cayó para atrás con la
gabardina abierta y la mano todavía en el bolsillo.
Y a partir de ahí, el vértigo del tiempo y la descomposición del
sueño, la muerte y el silencio: cayendo en mitad de la calle una
metralleta Stern y su cargador con los cartuchos a tope, rebotando
despacio y sin ruido sobre el asfalto, como en sueños. El «Taylor»
desangrado sobre el volante de una camioneta «rubia» con un tiro
en la cabeza y otro en la espalda. El día anterior habían atracado
una fábrica en las afueras: un golpe económico, aún les gustaba
llamarlo así, creyendo sin duda que el grupo podría recuperar su
antigua moral política gracias a la influencia del nuevo jefe, aquel
hombre de ojos mongólicos y cabellos ungidos de noche que por
fin llegó soñando con vengar a su hermano Pepe. Verás ahora,
Jaime, todo va a cambiar, ya no volverás a escoñarte el tobillo por
falta de entreno, éste es de los buenos, dicen que un día escapó
del cerco de los civiles en una masía cabalgando a lomos de una
vaca en medio del polvo y los tiros
¿Qué no habrán contado de
él? Al día siguiente del atraco tenían que reunirse en la plaza
Molina, pero al llegar notaron algo raro en el ambiente y
decidieron utilizar el siguiente punto de contacto, en la calle
Arenys. Poco después llegó el Quico pero no conduciendo el Ford,
sino un Renault 4-4 robado en la misma plaza Molina, donde
efectivamente les habían preparado una encerrona.
Adentro todos echándose a un lado, dejando el volante al
«Taylor». Y largo de aquí, volando pero detrás apenas caben,
un brusco bandazo lanza a Palau y a Lage contra la puerta mal
cerrada, y de todos modos ya no irán muy lejos: el Quico creía que
no les seguían, quizá es el único error que se le recuerda. La
primera bala rompió el cristal trasero y, antes de hacer añicos el
retrovisor, peinó al «Taylor». La segunda bala le destrozó la oreja.
Algo en la luz intensa que de pronto entró por sus ojos e inundó su
cabeza le dijo vas a morir. Detrás venía un coche negro y pronto
llegarían dos camionetas de la policía armada. Navarro y el Fusam
disparan entre los vidrios rotos. El «Taylor» cabecea y suelta el
volante llevándose las manos a la cabeza. El coche, alcanzado en
las ruedas traseras, se estrella de morros contra el farol
abriéndose de golpe todas las puertas. Una acera desierta y un
muro de ladrillo interminable, una calle sin un árbol, sin una
puerta. ¡Fuera!, grita Navarro. El tableteo de las metralletas le
crispa los nervios y salta a la acera con un impulso irreflexivo.
Siente la primera descarga a un centímetro de la frente, la
segunda le da de lleno en la cara y en el pecho y lo tira de
espaldas. Cargándose el «Taylor» al hombro, Jaime corre hacia la
«rubia» aparcada a unos quince metros mientras Palau dispara a
resguardo del coche estrellado. Nota un estremecimiento del
«Taylor» al recibir éste otra bala en la espalda y lo deja caer en el
asiento junto al Quico, que ya pisa el acelerador. No se veía el
Fusam por ninguna parte, y Lage y Palau tenían escasas
posibilidades de pillar el coche en marcha. Lage lo consiguió,
aprovechando que recogían a un policía herido en la pierna, y
Palau, más distanciado, les hizo seña de que no pararan. Tuvieron
tiempo de ver su metralleta rebotando sobre el asfalto mientras él
se lanzaba corriendo hacia la esquina, hacia no sabía dónde, lejos
de aquel mal sueño, de aquella definitiva derrota.
No habían de parar hasta la carretera de Cerdanyola, en pleno
bosque. Luis Lage se apeó el primero y se fue sin decir palabra, no
soportaba ver agonizar a un hombre así: doblado en el asiento,
con la oreja izquierda llena de sangre hasta los bordes y la espalda
empapada. Le pesaban los párpados, pero no tuvo tiempo de
cerrar los ojos. Como si bruscamente Margarita estuviese a su
lado, el «Taylor» notó un asombro y un dulce retroceso en la
sangre. Cuando Jaime lo incorporó ya estaba muerto, y allí lo
dejaron de bruces sobre el volante igual que si durmiera.
Luego, renunciando definitivamente a salir, años sin saber de
nadie. A principios del sesenta los diarios traerán la muerte del
Quico, cercado por la guardia civil en un pueblo. De Luis Lage y de
Palau nunca más se supo. Si aún vivían, en su día pudieron leer la
detención del Fusam mientras cavaba en su mísera huerta junto a
la vía del tren, un domingo por la mañana. Sospechoso por
haberse fingido inspector de policía utilizando una vieja placa de
agente de la Generalitat, fue detenido Andrés Soler Perarnau, alias
«el Fusam», de 63 años, vecino de Hospitalet. La noche anterior
provocó un altercado en un bar de camareras, donde declaró,
borracho, esa falsa identidad e intimidó a dos clientes alemanes
con una pistola de plástico. Al parecer tiene perturbadas sus
facultades mentales
En cuanto a Jaime, acabaría refugiándose en casa de su hermano y
su cuñado. Acumulando canas y arrugas, pero ganando en
atractivo y autoridad sobre las mujeres. Una vida compacta y
segura de barriada laboriosa, llevando las cuentas del taller del
cerrajero en la calle Industria. Su único contacto con el pasado, la
rubia Carmen, seguía frecuentando el bar Alaska a la medianoche,
siempre que estaba libre del fulano. Bebiendo adormilada en el
alto taburete, envuelta en su viejo abrigo de pieles, decía haber
cumplido los treinta en las frías navidades del cuarenta y nueve, y
tal vez era verdad.
Los que sólo la conocían de verla allí, siempre ocupando el mismo
taburete en el mismo extremo de la barra, se preguntarían cómo
podía conservar las joyas con la vida que llevaba. Y sería por eso.
Serían unos ojos dióptricos de perturbado fijos en las joyas, noche
tras noche, los que decidieron que no podía fallar: siempre llega
medio trompa y el querido nunca nos ha visto con ella. Nadie se
preocupará mucho de una mantenida, pensaron, fue muy
conocida pero ya no tiene veinte años, está muy cascada, qué
esperamos, igual una noche la asaltan otros por ahí y la dejan
desnuda con su borrachera, qué esperamos. La mar de sencillo,
dirían: se la espera en el Alaska esa noche que volvía del cine
Metropol con su amante, se la invita a beber cuanto quiera para
celebrar su cumpleaños, luego se la propone ir por ahí en coche
para seguir la juerga y más tarde, en cualquier calle oscura, dentro
del Ford, quién empuñaría el mazo de madera que ya tenían
preparado en el asiento de atrás, quién. Ella apoyaría la rubia
cabeza en el hombro del conductor, canturreando feliz, bastante
borracha, como de costumbre. Parece que aún tuvo fuerzas para
revolverse y arañarles y abrir la puerta. Gritaría hasta perder la
voz. Tendrían que parar el coche y consiguió salir, con la cabeza
aturdida y ensangrentada, cuando ya acudía un vigilante al verla
tambalearse, pero perdió el sentido y ellos la alcanzaron, la
cogieron en brazos y simularon que se había golpeado en el
parabrisas, que había bebido demasiado y que la llevaban al
Clínico. Encogida en el asiento y desangrándose, muriéndose,
cruzaría media ciudad bajo la noche para luego ser arrastrada al
solar donde el otro ya les esperaba cavando un hoyo al pie de las
palmeras. Sería necesario rematarla con la pala antes de
enterrarla, y con las prisas se olvidarían de quitarle el brazalete
con el escorpión.
Dejaron el coche manchado de sangre allí mismo y se descubrió en
seguida. La policía la sacó del hoyo con el abrigo puesto y el
turbante. Tenía la boca y los ojos terrosos, y los pómulos inflados
de furor y de pasmo.
20
Los últimos vestigios de aquella percepción intrépida que se
negaba a claudicar, a limitar su campo de acción a lo
estrictamente palpable, aún le sirvieron para advertir que el
fuego, intencionado o no, llevaba su marca de fábrica: un fueguito
de mierda y además subterráneo, en la cripta; es decir, en los pies
del templo aún no edificado, en los macabros cimientos de la
iglesia futura dedicada a la Expiación de las Almas.
Bueno, y qué dijo Martín. Tienes goteras en el coco, Sarnita.
Tú siempre has visto no sé qué, en las intenciones de la Fueguiña.
Para mí no es más que una lela.
De todos modos dijo Mingo ella no ha sido. Ha estado a
punto de diñarla. ¿Cómo se iba a quemar en su propio fuego?
¿Y Java qué dice? gruñó Sarnita. ¿Lo habéis visto?
Casi nunca está en la trapería. Pero ya ves que estamos
enterados.
¿De qué, bocazas? Sarnita sin alzar la vista, ceñudo, sonso.
¿Quién os ha hecho creer este camelo?
No es un camelo.
Vives con retraso, Sarnita dijo Martín, estás en la luna.
Ya no carburas, chaval, te la pelas demasiado.
La mirada en el suelo, vagando sobre una lava negra que aún
parecía hervir, oía sus voces pero esquivaba sus ojos llenos de
curiosidad, sus jetas decepcionadas y sus reproches. Por vez
primera no le creían, no aceptaban su versión de los hechos, no
acataban su autoridad: estás ciego, Sarnita, tienes la paja en el
ojo, ¿cómo puedes negarlo si lo hemos visto? Todo empezó, le
explicaron, estando Martín y Mingo en la puerta del cine Rovira:
Margarita subía a un taxi con un ramo de flores para el
cementerio, iba toda enlutada y ellos miraban sus bonitas piernas
enfundadas en medias negras, dejándose marear por aquel negro
perfume de tragedia que rondaba sus rodillas bonitas desde la
muerte del «Taylor», cuando repentinamente oyeron gritos de
fuego, fuego en Las Ánimas. Y fueron corriendo
¿Oyes, Sarnita?
¿O no quieres enterarte?
Sentado en el bidet, los codos en las rodillas y el mentón en las
manos, Sarnita parecía una araña negra escrutando fijamente los
jirones chamuscados del saco y el tablado hundido, carbonizado
junto con los bancos de madera que lo habían sostenido; mirando
lo que quedaba del telón y de la concha del apuntador, docenas
de palmas convertidas en ceniza, la bóveda ennegrecida por el
humo. Entre bastidores, los decorados enrollados también eran
ceniza, pero el telón de fondo desplegado, aquel esplendoroso
cielo azul con nubecillas blancas durmiendo sobre lejanas
montañas grises y nevadas, aquel horizonte imposible sobre la
hondonada de los gorriones que sobrevuelan la niebla mañanera y
el trigal, que a veces cruzaba mi madre con brazadas de espigas y
que fulgía dorado siempre más allá de la memoria, las llamas no lo
tocaron. En el vestuario todo seguía también intacto, pero con un
palmo de agua y serrín en el suelo.
Amén y el Tetas venían por la platea saltando de banco en banco
con las sotanas remangadas, ¿has visto, Sarnita?, aprovechando
media hora libre entre un bautizo y el rosario, ¿has visto qué
catástrofe? Se sentaron junto a Mingo y Martín en los baúles y
formaron corro. Lo que te has perdido, chaval. Mingo partió unos
cigarrillos Ideales y sacó papel de fumar, distribuyó las raciones y
dijo: el Tetas y Amén también lo vieron, que digan si miento;
estaba yo regando con la manguera delante de la sacristía
mientras Java y la Fueguiña paseaban por el jardín cogidos de la
mano, un noviazgo formal, Sarnita, qué buena pareja, decían las
beatas rodeando a la directora, pero la chavala qué jeta, qué
malauva en los ojos al notar que la miraban embobadas, ya sabes,
las beatas se ponen como flanes cuando una huerfanita pesca
novio, echan las campanas al vuelo y cantan tedeums. Por eso a
Java le permitieron volver a hacer las paces con todo el mundo,
por camelarse a la gallega, sin ella no se habría atrevido a volver a
Las Ánimas y aún estaría expulsado como nosotros, que hemos
pagado el pato, ya verás cómo ahora dicen que el fuego ha sido
culpa nuestra, que dejamos una vela encendida o que si la
pólvora
Estás majara, dijo Sarnita, tienes purgaciones mentales,
chaval, pero Mingo ensalivando el cigarrillo sonreía burlón bajo la
nariz, seguro de intrigarle: y los festejaban, también estaban el
mosén y la doña platicando junto al surtidor, comiéndose con los
ojos a la parejita, qué monos, qué formalitos, él se había puesto
una camisa de nylon transparente y ella un clavel en el pelo pero
torcido y machacado, lo manoseaba, se veía que lo estaba
pasando mal, que de novio oficial nada, que su plan no era ése,
verás por qué
Ya lo veo dijo Sarnita, recuperando súbitamente cierta
autoridad. En el terrado de la Casa con las mariposas blancas y
las sotanas colgadas, allí debió planearlo todo, quemar el teatro
con el alférez Conrado dentro y luego irse lejos con su trapero, en
ella siempre fue una manía
Que no te aclaras, Sarnita dijo Mingo.
No das una.
Estás con la torta.
Llevas tiempo sin venir por aquí dijo Martín y las cosas han
cambiado mucho. Ya no puedes saberlo todo.
Tú calla y que hable él protestó Amén. Sigue, yo te escucho,
Sarnita.
Que esto no es una aventi, chaval advirtió Mingo. Así que
menos merdé.
Aquí no hay Dios que se aclare dijo Amén desolado. Yo te
esperaba para saber, yo te creo, Sarnita, yo sí. Cuenta.
Sí, te esperábamos el Tetas palmeándole la espalda, luego
volviéndose a los demás. Dejadle hablar.
Pero él siguió pensativo, los ojos bajos, soportando la risa burlona
de Mingo: tienes goteras en el terrado, ya no entiendes nada de lo
que pasa en la Parroquia, pero nosotros sí, les hemos visto besarse
en el cine, con Juanita de carabina, y paseando solos por el parque
Güell, y todo el mundo lo sabía, era un secreto a voces.
Y qué.
Mingo sonrió triunfal: pues que a pesar de eso, la Fueguiña nanay,
porque el que le hace tilín no es Java, ¿comprendes? Ayer se vio
claro, que te cuente éste. Pues sí, dijo el Tetas, estaban paseando
por el jardín de la Parroquia tan acaramelados, festejados por las
beatas y las huérfanas, cuando ella va y pregunta ¿dónde está el
señorito?, así empezó todo, dijo aquí falta el señorito Conrado, y
parecía que iba a llorar de pena o no sé qué. Y una de las
huérfanas que me ayudaba con la manguera dijo está en el
escenario esperando la luz, y la Fueguiña furiosa de pronto: ¿quién
lo llevó, tú, que no sabes manejar la silla y podías tirarlo, burra?,
no vuelvas a hacerlo, burra. Pero con una leche. Una cosa extraña.
Y qué.
Nada, que aquí hay tomate, pensé.
Piensas tú mucho, chaval.
Sarnita simulaba un cabreo y un desinterés. Amén tomó la palabra
relevando al Tetas: habían estado ensayando un poco en el
escenario, explicó, la Fueguiña sostenía un gran candelabro
mientras los demás evolucionaban a su alrededor con palmas y
ramos de laurel, pero se fue la luz y decidieron salir y esperar en el
jardín. Al poco rato, y sin que hubiera vuelto la luz, el alférez pidió
que lo llevaran de nuevo al escenario. Y se ve que se quedó allí
traspuesto mientras leía la función junto al candelabro que ella
había dejado en el suelo, demasiado cerca de las cortinas; que sí,
que últimamente el inválido se duerme en cualquier sitio, no
pongas esa cara de chunga, se ha vuelto una marmota, dicen que
es la mala circulación y que se está pudriendo por dentro, fíjate
que ya casi no mueve la mano derecha, fíjate cuando saluda a
alguien, es el Parkinson, chaval, todo el mundo lo dice
Calumnias, dijo Sarnita enfurruñado, ganas de que la palme.
Martín cortó la discusión y prosiguió: no venía la luz en el
escenario y la Fueguiña y Java paseaban por el jardín, esperando,
él en plan de novio formal bien peinado y con camisa nueva, y
entonces
Sois unos mamones, dijo Sarnita, ¿no comprendéis que
ella dejó el candelabro allí expresamente? Que no, Sarnita, estás
meando fuera del tiesto, espera y verás, calla y escucha.
Tengo hambre se oyó decir a Amén con la voz aflautada.
¿Vamos a la sacristía por unas hostias, Tetas?
Pero el Tetas, acuclillado sobre el baúl, déjate ahora de hostias,
Amén. Escuchaba a Sarnita, todos le escuchaban: sus dedos
manchados de cera, decía, ¿podéis verlo?, y aquellas mariposas
blancas rondando su cuerpo desnudo en el terrado de la Casa,
tomando el sol con su enamorado, Vámonos trapero mío, llévame
lejos en tu carrito, le decía, lejos de las huérfanas, de Las Ánimas y
del barrio, ¿no podéis entender eso, tanto os cuesta? Sí, pera ¿y
él, qué pasa con Java? Pues Java con su rollo: cerraré la trapería,
ingresaré a la abuela en un asilo y ya me tienes en esa joyería
vendiendo anillos y pulseras, tendré un coche y seré viajante, y tú
esperándome en casita con el delantal y los niños, galleguita,
cocinando los canalones. El rollo, vaya, unos tortolitos.
Pues por eso dijo Mingo. Por eso te cuesta tanto
entenderlo.
Sí, por eso excitado ahora el Tetas, los ojos como platos.
Porque, ¿cómo puede ser, si está tan chalada por él, que le
entrara aquel terror de pronto, aquellos sudores al ver el
resplandor tras la ventanita de la cripta, ésa de ahí, y soltara la
mano de Java para echar a correr como una loca gritando
Conrado, señorito Conrado? ¿Cómo se entiende el ataque de
nervios, la pataleta que le dio allí mismo en la puerta que echaba
humo, cayendo al suelo y revolcándose? Todo el mundo lo vio.
Lanzaba unos alaridos de animal, como si fuera ella la que se
quemaba, y se ahogaba de espanto y tenía los ojos blancos y
grandes como pelotas de ping-pong y las manos como garras, y
fíjate qué fina de oído tratándose de su señorito: fue la única que
oyó el grito de auxilio, quizás incluso oyó el chirrido de la silla de
ruedas cercada por el fuego, sin poder bajar del escenario. Gritaba
Conrado Conrado de un modo que helaba la sangre, el mismo Java
se quedó clavado sin saber qué hacer y cuando quiso sujetarla ella
se lanzó a la puerta de la cripta. Amén ya venía con la manguera
de agua abriéndose paso entre las beatas asustadas. Al pararse
ella ante el humo que la cegó, Java pudo sujetarla. Entonces se
revolvió, sus ojos glaucos cayeron sobre él como dos rachas de
viento helado, le arañó la cara, no me toques, dijo, apártate, y lo
mordió y lo pateó y a las señoras también, una fiera, Sarnita, que
te diga éste que lo vio: no podíamos creerlo, siguió Amén, con los
ojos teñidos de sangre y la boca mellada echaba insultos y
escupitajos al rostro de Java y de las beatas, hasta que se lanzó
dentro y el humo se la tragó. A nosotros nos mandaron a buscar
ayuda, pero aún la vimos desde la puerta saltar por encima de los
bancos hasta llegar al escenario protegiéndose el pelo con los
brazos, él estaba caído junto a la silla de ruedas y el humo les
envolvió a los dos. Sobre los decorados con crepúsculos rojos y
noches de luna se alzaban las llamas del tablado. Sí, dijo Sarnita,
pero era un fueguito de mierda, típico de ella, todo eso ardió por
viejo y podrido. ¿De mierda?, dijo Amén, pues la sacaron medio
ahogada y abrazada al inválido y costó tanto separarla de él que le
despellejaron las manos, y este lado de la cara, una llaga. Está en
el hospital. Él nada, porque ella lo envolvió con ropas, fíjate que
detalle, lo arropó como a un hijo, qué detalle, ¿eh?
Qué chorrada.
Dicen que era su propio vestido, que se quitó el vestido para
protegerlo a él de las llamas dijo Martín.
Mentira.
Raro dijo Amén desilusionado que Sarnita no lo crea, ¿no?
¿Por qué, Sarnita, qué te pasa?
Y el Tetas, igualmente preocupado: haz un esfuerzo, hombre,
piensa en eso: ¿por qué ponerse tan histérica, por qué ese
desespero, si el fuego no la asusta, si el fuego es lo suyo? ¿Y por
qué había de empelotarse por él? Ni que fuera su madre, su
mujer, su
¿Su qué, chaval, qué has dicho?, exclamó Mingo,
chócala, Tetas, tú acabas de decirlo, su fulana, y si todavía no lo es
lo será, no tiene otra salida. Y conste que hace tiempo que yo
venía diciendo aquí hay tomate, que la Fueguiña está más buena
que el pan y si no que lo digan éstos que le vieron los pechos
quemados cuando la ponían en la camilla, unos pezones de punta
y como uvas negras, madre mía, y no le quedó ni un palmo de
combinación, sólo un trocito de braga y unos retales de la falda,
explícaselo, Tetas: cómo se ha puesto la tía, sí, y pensar que cada
día se la saca para que él pueda mear, y se la lava y se la vuelve a
meter
Y Mingo remachando el clavo: elemental, querido Tetas, a
los paralíticos también se les levanta, chócala, cuánto has
aprendido en poco tiempo, niño.
Que no dijo Sarnita, pero era la voz de la derrota y de la
impotencia. Parecía una araña encogida con aquellos pantalones
largos que ellos nunca le habían visto, negros y ajustados a las
piernas repentinamente largas y flacas, una araña pensativa
devorando el cigarrillo, echando humo y más humo en torno para
protegerse, rumiando qué pasa, ya sólo hablan de follamenta y
sólo ven lo buena que está, desde que van al billar con los
ganapias ya sólo ven eso, todo lo simplifican y falsean, qué
joderse, ya ni mis juanolas quieren: Chaval, eso de que son
buenas para la tos es un camelo. Déjame fumar tranquilo.
Y hablaban de él como si ya no estuviera allí: Sarnita está en orsai.
Como su madre ahora friega el Clínico, y las monjas le dan comida
y ropas, lo tienen atontado. Quieren que el año que viene se
quede allí dé aprendiz de enfermero. No, si éste acabará lavando
traseros y mingas como la Fueguiña, seguro. Y lo que había que oír
acerca de ella: que ésa ya no es virgen, Sarnita, te lo digo yo, ¿te
has fijado en la venda que lleva en el tobillo?, es por la mala
semana, ya es una mujer y está pirrada por él, la mosquita muerta,
siempre lo estuvo, loca por su uniforme con la estrella dorada y
por sus botas de montar y por su bigote negro, rendida a sus pies,
dispuesta a todo, a llevarle en brazos de la silla de ruedas a la
cama y a lavarle el culo y hasta a pasarle la lengua si él se lo pide
Lo hemos visto, lo hemos visto.
Sarnita sonreía burlonamente por debajo de la nariz. Tiró el
cigarrillo y se incorporó: Mamones. Sólo creéis en lo que veis.
Pues de aventi, nada dijo Mingo. Lo que es verdad es
verdad, aunque a ti no te guste. Y estás cabreado, se te nota, te
jode la sorpresa que te hemos dado. Mira, la prueba se inclinó y
sacó del agua un candelabro roto y negro, casi irreconocible.
¿Sabes qué es eso?
Pollas en vinagre.
Te revienta no haberlo visto tú dijo Martín.
Yo he visto cosas que vosotros nunca veréis aunque viváis cien
años. Tontarras. Envidia, eso tenéis, envidia de Java porque se
entendía con ella. Se abrió paso a patadas. Dejadme pasar,
esclavos. Abur.
Había notado que le fallaba un poco la voz. Remangándose la
sotana, Amén miraba con tristeza su espalda alejándose, el
escenario hundido, el agua y las cenizas.
¿Y ahora qué hacemos, Sarnita? se lamentó pensativo.
¿Sabes que esto lo cierran, que no habrá más funciones? Menos
mal que aún nos queda el refugio
Pronto lo van a tapiar dijo Sarnita desde la puerta. Burros.
Capullos. No nos queda nada. Nada.
Al volver la cabeza antes de salir definitivamente del teatro, aún
les vio deambulando cabizbajos entre los restos carbonizados de
tablas y candilejas, de bosques pintados y encendidos crepúsculos.
Removían escombros y cenizas buscando su lata de pólvora.
Nunca volverían a encontrarla.
Si has pasado tu infancia en el campo, toda la vida llevarás un
almendro en flor en el corazón: eso quería expresar Ñito, sin
conseguirlo, al defenderse de Sor Paulina, que una vez más le
había llamado viejo tramposo y liante. La gente mayor, había
dicho la monja, veíamos las cosas tal como eran y nos
preguntábamos ¿por qué? Vosotros rumiabais cosas que nunca
fueron y os decíais ¿por qué no? Ésta era la diferencia. Te gustaba
aquel demonio de chiquilla, ¿verdad? Hum, hizo el celador, y sus
ojos, que habían estado sonriendo burlones, se posaron en el
vacío: ¡Ay Fueguiña! dijo de pronto en un tono achacoso, falso
y estudiado. ¡Ay Fueguiña de mi alma!
¿Y por qué? replicó Sor Paulina sin hacerle caso. ¿Por qué
tanta maldad, qué sentido tenía hacer eso?
Se le cayó el capazo de las manos. Hermana, no fue
intencionadamente salió en su defensa la fregona. ¿Verdad,
Ñito? Anda, súbete ahí, que hoy la llevas buena.
Le conozco muy bien, a éste la monja se volvió escrutando los
ojos del celador, ya encaramado en el taburete. A ver, mírame.
Fue sin querer, nosotras lo vimos era la tonadilla de la mujer,
indiferente, echando salfumán al suelo y frotando con la escoba.
Al cerrar la puerta de la perrera. Cuidado con los pies, Hermana,
siéntese aquí que en seguida terminamos.
Sí que fue un descuido insistió la otra, no le riña que el
pobre no tiene la culpa. ¿Cómo sujetar a esos animales? En un
santiamén se lo tragaron todo.
Dios mío, Dios mío dijo Sor Paulina. Tambaleándose un poco,
el celador sonrió avergonzado: Se me fue el santo al cielo.
Sor Paulina gruñó algo, colgó los pies en el travesaño de la silla y
parecía un elefantito blanco haciendo equilibrios, asediada por las
veloces escobas. El suelo pringoso hervía de burbujitas.
Mentira sobre mentira, un rosario de mentiras, Ñito, eso eres
tú. ¿Qué dirá el doctor Malet, qué vas a hacer ahora?
El resol amarillo de la mañana inundaba el sótano. El celador se
sonaba con un pañuelo. Las mujeres avanzaban hacia él con sus
faldones podridos de agua y su trapería en las rodillas hinchadas.
Quita de ahí, cantamañanas, en voz baja y cómplice. Sor Paulina
no daba por concluida la regañina, esperaba que ellas terminaran
de fregar y se fueran, y de momento cambió de tema: ¿Y
adónde vas tan elegante?
A llevar las maletas.
El celador esquivó sus ojos. Lanzó una rápida mirada al botellón de
licor rosado que traslucía como un gran caramelo al sol. Después
miró el reloj de pared y los puños raídos de su camisa recién
lavada. Encogió los brazos, se palpó el torcido nudo de la corbata y
sacó el pañuelo limpio. El salfumán le cosquilleaba la nariz. No
eran las diez y hacía mucho calor.
Ayer dijo Sor Paulina me fijé en todas las que vinieron al
entierro y tampoco la vi.
Con los años se habrá curado, quién sabe, los tejidos se
renuevan.
Qué va. Si hubieras visto su cara, cuando salió del hospital.
Esta noche he vuelto a soñar en la hondonada de los gorriones
que sobrevuelan la niebla mañanera, pensó, a la derecha
conforme se mira desde el tren viajando hacia LArboç del
Penedés. Pero dijo: No la vi. Aquel verano mi madre me envió al
pueblo y trabajé como un negro por vez primera. Trabajé con mi
tío en las obras de derribo de la estación. Las bombas sólo habían
dejado el esqueleto metálico. Había unos vagones ametrallados en
vías muertas donde crecía la hierba
Gané casi quince duros en
dos meses.
¿Y no añoraste a tus amigos, aquellas fieras?
Qué sé yo. Lo que tengo muy presente es el regreso a
Barcelona, en pleno agosto, porque una señorita se desmayó de
calor en el tren; se echó sobre mí con los ojos en blanco,
sosteniendo una jaula con un periquito. De esto sí que me acuerdo
y de mi vuelta aquí, con mi madre, a estos sótanos de mierda para
no salir nunca más.
De todos modos ya no tenías adonde ir suspiró Sor Paulina.
Ya os habían echado a todos de Las Ánimas.
Menos al Tetas y Amén.
Porque son monaguillos y los necesitan, dijo Sarnita cruzando el
jardín parroquial por última vez, hacia la calle, detrás de Mingo y
Martín, remolones, cuando todavía el sacristán y las indignadas
señoras les increpaban desde la puerta de la sacristía, fuera,
desvergonzados, fuera de aquí. Parecía haber sonado la hora de la
verdad verdadera para todos: habían descubierto el refugio y la
pólvora, las torturas y los ensayos secretos con las niñas, las
cochinadas que le habéis hecho a Susana, todo, sois la piel de
Barrabás, marranos, fuera, volved a vuestras chabolas, no hay
nada que hacer con vosotros, es perder el tiempo. Porque son del
gorigori, decía Martín. Pero ¿quién se habrá chivado? La doña,
seguro.
Ella no ha sido dijo Mingo. Ella dice que alguien nos guipó, y
yo lo creo.
Sí dijo Sarnita. Hace mucho tiempo, alguien descubrió el
refugio y nos espió desde el vestuario. Seguramente una
catequista, la almeja le cantaba a incienso, la tuve sentada en mis
narices.
Lo habían echado atado de pies y manos bajo el tronco para que
no interrumpiera más el ensayo, ¿se acordaban?: la Fueguiña y
Virginia hacían el papel de hermanos pichados por los moros.
Sarnita había querido impedir el tormento alegando que era
peligroso, esta noche no, dijo, se ha corrido la voz y todo el mundo
sabe lo de Susana, dejémoslo correr por algún tiempo. Se puso tan
pesado que tuvieron que amarrarlo con una cuerda y dejarlo en el
vestuario debajo de un corcho que imitaba el tronco de un árbol, y
así pudieron ensayar en paz. Insistió Sarnita en los detalles:
primero oyó sus pasos y en seguida vio sus pies descalzos a través
de la ranura entre el tronco y el suelo, luego sus zapatos blancos
de tacón alto que dejó a un lado y los bordes de la falda
acampanada, olía como si viniera de un baile, y se sentó sobre el
tronco a espiar el escenario a través del agujero en la pared. Él,
echado boca arriba, a oscuras y sin poderse mover, sabía que ella
espiaba, jadeando, lo que vosotros hacíais con las chicas, los
moros dando correazos a Virginia, eso debió excitarla, eso y lo que
se dejaba hacer la Fueguiña en el corral, y aunque llevaba
braguitas era como si no llevara de fina que era la tela y tan
pegada al conejo, que fue deslizando sobre el tronco hasta
colocarlo sobre el agujero que yo tenía para respirar. No había
más que sacarla: primero fue como probar el sabor de un pastel, la
puntita que vuelve a la boca con unos granitos de azúcar o una
pizca de crema, luego los primeros y prudentes lengüetazos,
humedeciendo la gasa hasta empaparla, hasta confundirla con la
piel, así se hace, chicos, entonces notas que se abre más y más y
luego oyes las uñas arañando el tronco, ella no sabía lo que le
pasaba, los suspiros y los gemidos, no sabía qué podía ser aquello
pero se dejó, se abandonó, se derritió cuando el moro gritaba
suaisuai y la Fueguiña se desmayaba brazos en cruz.
Dios mío
Estás loco de remate, Sarnita dijo Mingo.
Por la memoria de mi padre borracho que es verdad.
Jesús, Jesús.
Anda ya, déjate de aventis que ya eres mayorcito para eso.
No sé quién era insistió él, no le vi la cara, pero aquellos
ojos que lo guiparon todo nos denunciaron al mosén y a las
beatas, seguro.
Estás chaveta, Sarnita, estás mochales. Basta. Basta.
Jesús, Dios mío la monja se encogió ante él como si le doliera
el vientre y contrajo la cara blanca como el papel. Jesús mío,
Jesús.
Hermana bajó precipitadamente del taburete, se le dobló la
rodilla y casi cayó. Hermana, es una broma. Lo inventé, todo es
mentira
Ella blandió un instante el lívido puño entre los pliegues del
hábito, con el otro se apretaba el vientre, se apretaba las
entrañas. Dios nos ha castigado, dijo pálida como un muerto,
humillada y casi sin voz, fuera de aquí, desgraciado, fuera.
21
Aquel verano las cigarras chirriaban enloquecidas entre los
polvorientos rastrojos de Can Compte. Nunca el pestucio de
basuras y charcas fue allí tan intenso. Las cuatro palmeras
mordidas por las balas dejaban caer dátiles podridos y amargos.
Las ruinas se poblaron de lagartijas amodorradas que se dejaban
atrapar con la mano. Un sol de castigo se apoderó del barrio
entero y en las calles parecía oírse un crepitar de papeles
grasientos y a ratos una suave trituración de huesecillos, como si
un gato deshiciera el espinazo de un pajarito. No había agua en las
casas, las colas en las fuentes públicas eran interminables y no se
sabía si eran humanos o de rata los ojos que desde las cloacas
espiaban a los niños que jugaban descalzos en la calle.
Al atardecer de uno de estos días agobiantes del mes de agosto se
oyeron tres explosiones seguidas en el solar de Can Compte.
Fue el mismo día que se llevaron a Mingo al Asilo Durán. Hacía una
semana que el Tetas ya no era monaguillo y exigía que se le
llamara José Mari, y Martín estaba a punto de irse a vivir a
Sabadell con su madre. Anochecido ya, subían Escorial arriba hacia
los billares, donde esperaban encontrar a Sarnita.
Tengo hambre de chavala dijo José Mari. ¿Cuándo iremos a
La Paloma, Martín?
Bah, es un baile de raspas dijo Amén. Lo que yo tengo es
hambre de hambre, de jalar. ¿Habrá traído Sarnita butifarra del
pueblo?
Tres muchachas enlutadas les rozaron al pasar, corriendo
alborotadas. Despacio, sintiéndose por vez primera extrañamente
pesados y torpes, derrotados de antemano, fueron tras ellas, tras
el vuelo fúnebre e intocable de sus faldas, y al llegar a la calle
Legalidad vieron la aglomeración de vecinos al borde del solar y
oyeron comentar la desgracia, palabras sueltas: fulana muerta,
cabeza destrozada, rubia platino. Las madres retenían a sus niños
pegados al regazo y un guardia las empujaba hacia la acera. Había
un coche de la policía y una ambulancia con los faros encendidos
alumbrando el sector más ruinoso de la tapia, el que utilizaba el
vecindario para tirar basuras. Vieron a Sarnita entre el corro de
mirones que rodeaba al Ford, cuyos cristales y asientos estaban
salpicados de sangre. Pegado al manillar se veía un mechón de
rubios cabellos.
En el solar, la luz de las linternas rasgaba la noche. De golpe
supieron que era ella y recordaron aquel domingo que se
encaramaron a la tapia y la vieron por última vez: una figura
borrosa paseando inquieta tras la ventana de visillos rojos y
verdes, una sombra que no permitía precisar si lo que llevaba en la
cabeza era un turbante o un vendaje, si ya la habían rapado al cero
después de interrogarla. Sarnita había insistido en eso: la han
atrapado, les dijo, de momento le han dado una paliza y la han
soltado, pero ella sabe que volverán, sabe que está perdida,
acorralada, recordándoles que Java y Flecha Negra estuvieron
dándose el pico en un banco de la plaza Sanllehy, y hablaron de
ella.
¿Qué ha pasado? dijo Martín.
Acabo de llegar dijo Sarnita. Pero lo sé todo. Venid.
Se miraron entre sí cambiando muecas escépticas, pero le
escucharon: se había enterado, dijo, pegando la oreja a los corros
de vecinos, parece que un hombre lo ha visto todo desde el
terrado, mismamente encima de la ventana de Ramona. Cuando el
señor Justiniano apareció en la esquina acompañado de dos
agentes, hacía escasos segundos que ella había salido del portal de
la casa, corriendo con un desconocido que tiraba de su mano y
con el cual saltó la tapia. Se habían internado juntos en el solar y
corrían hacia el otro extremo, desapareciendo a ratos entre las
matas altas cerca de la empalizada, hundiéndose en las zanjas y
reapareciendo sobre montones de cascotes y ladrillos,
tropezando, corriendo siempre cogidos de la mano contra el fondo
de fachadas bombardeadas y arañas negras de la calle
Encarnación, y que estuvieron a punto de conseguirlo; ya habían
dejado atrás las alambradas y el almendro, ya llegaban a las
palmeras pero entonces, de pronto, saltaron en el aire, debieron
mover una piedra que hizo estallar las granadas, se levantaron
varios palmos del suelo sin soltarse de la mano y pareció que
seguían huyendo juntos pero en el aire, dijo, en medio de un
abanico rojo y verde de llamaradas y hierba.
Hostia.
Seguidme dijo Sarnita.
Rodearon la manzana para burlar a los guardias y corrieron en la
oscuridad y silenciosamente hacia el hoyo. La estaban
desenterrando y pudieron verla antes de que les echaran: boca
arriba y con los ojos abiertos llenos de tierra, fulminada entre
círculos de polvo como ondas de agua, la cicatriz abierta en el
cuello y la rodilla un poco alzada, la cara interna del muslo aún con
un temblor, una carne más pálida que el resto, casi luminosa. El
turbante desgarrado y manchado de sangre, los zapatos tirados a
dos metros, la mano enterrada hasta la muñeca y casi también el
brazalete con el escorpión de oro articulado. Había quedado igual,
mientras que él no tenía literalmente ni pies ni cabeza, era el
guiñapo ensangrentado de un desconocido sin documentación y
nunca se sabría quién era. Quizá su querido de turno, quizá un
amigo que quiso ayudarla en el último momento.
Los camilleros la llevaron hasta la ambulancia. Las vecinas se
persignaban y los hombres iban de un lado a otro, excitados,
masticando una atmósfera calcinada, un familiar sabor a bomba.
Cuando se llevaron el cuerpo del desconocido, Sarnita se acercó
tanto a la camilla que el empujón del guardia casi lo tiró al suelo.
Los faros amarillos de la ambulancia, al maniobrar ésta,
estamparon su flaca silueta en la tapia, deformándola
grotescamente mientras, cegado por la luz, explicaba a sus
amigos: es él, no puede ser más que él. Debían llevar bastante
tiempo sin verse y por culpa suya, que no de Ramona. Por alguna
razón, tal vez porque se había cansado de ella, porque le
deprimían a más no poder su miedo y su miseria, o porque a su
lado el peligro aumentaba día tras día, decidió mantenerla
apartada de su madriguera y de sus noches blancas; y no es que la
sustituyera por otra más complaciente y más guapa, que no era
nada fácil encontrar fulanas de confianza para este trabajo, y
además su hermano se negaba a llevárselas; precisamente podría
ser que la hubiese repudiado obligado por Java, al que ya le urgía
liquidar aquel asunto y limpiar de ratas la trapería que
provisionalmente habría de ser su hogar de casado. De cualquier
forma, y aun sabiendo que el cerco se cerraba cada vez más en
torno a ella, la puta perseguida lograría hacer llegar su beso de
plata al marinero. Un día, al disponerse él a liar un pitillo después
de comer a la luz de la vela, se encontró con la llamada urgente en
las manos. No en el papel de fumar que sacó, sino en la mitad
visible del siguiente prendido aún en el librillo, una hojita rasgada
más por la impaciencia que por la punta del lápiz, una caligrafía
rota por la desesperación, el terror y la soledad. Un mensaje
improvisado, aprovechando quién sabe qué oportunidad. Por
miedo es capaz de todo, piensa él, capaz de perderse y perderme.
Sólo eran cinco palabras: si me abandonas me mataré, y firmado
Aurora. Marcos echó la picadura en el papel, lió el pitillo, lo
ensalivó cuidadosamente y lo prendió en la llama de la vela
cuando ya sus ojos azules rebosaban de lágrimas por ella y por él,
por los dos unidos en su destino de ratas acorraladas, por su amor
imposible.
Al día siguiente su hermano se asomó un momento con su chaleco
floreado y el pelo lamido de brillantina y le dijo: tu amiguita te
espera, que vayas que es muy urgente, ayer estuvo en comisaría y
teme que vuelvan por ella y le obliguen a decir lo que no quiere
Entonces se decidió, tuvo pena de ella y al anochecer apartó con la
mano la montaña de papeles y se echó a la calle con sus gafas de
ciego, su barba de miel y su boina que no conseguía retener los
rizos rubios. Ella se había encerrado en su cuarto con la Singer y
los nervios rotos, temblorosa, devorada por la fiebre y los
presagios; le mostró la cabeza rapada, los golpes en las costillas,
las patadas en el vientre, las quemaduras de cigarrillos en los
pezones y las señales de puñetazos en los ojos que el maquillaje
azul como un antifaz disimulaba un poco. No puedo más, dijo, qué
vamos a hacer. Él había corrido a su lado de una manera tan
irreflexiva, que sólo entonces debió pararse a considerar que
podían haberla soltado para juntarles y matar dos pájaros de un
tiro. Estaban junto a la ventana, mirando a la calle: debes irte lejos
en seguida, Aurora, dijo, a cualquier parte, menos mal que esta
vez el cabrón de mi hermanito se ha portado bien pasándome tu
recado
¿Qué recado, dijo ella, si no le he visto hace dos meses?,
y él: ¿cómo qué recado
? Pero demasiado tarde comprendió,
desde la ventana ya les veía doblar la esquina: el tuerto y detrás
dos de la Social, sin contar el otro que se apostaba al final de la
calle. Decidió rápido, y cogiéndola de la mano casi la levantó del
suelo al echar a correr escalones abajo. Salieron a la calle, saltaron
la tapia y pasaron volando bajo el almendro en flor sin verlo
siquiera, no vieron el cascarón del Ford varado entre la hierba ni la
mesa de operaciones, no vieron nada. Corrieron cogidos de la
mano por esta tierra devastada y sepulcral, dejaron atrás las
ruinas y las cenizas y alcanzaron las palmeras, desapareciendo
luego tras los altos zarzales y los terraplenes, por un momento lo
lograron, trágame tierra, su sueño se hizo realidad y fue como si se
fundieran en el ocaso rojo del cielo y el mundo los olvidara por
fin
Pues no sé dijo José Mari, distraído, siguiendo con los ojos a
una de las muchachas enlutadas. Podría ser, pero
La aventi ya era solamente una verdad como cualquier otra, oída
demasiadas veces. Perfectamente posible y espantosa,
aburridamente cotidiana y atroz. Historia reconstruida también
con desechos, aventurada por los intrépidos hijos de la memoria.
Bueno dijo Martín chasqueando la lengua, palmeando la
espalda de Sarnita con cierta conmiseración. Vámonos, aquí ya
no hay nada que ver.
Se habían ido la ambulancia y la policía, la gente desfilaba y
Sarnita fue a sentarse con parsimonia bajo el almendro, abrazado
a sus rodillas y con aire pensativo. Amén y José Mari intentaron
congraciarse con él, reanimarle clavando por sorpresa el dedopistola
en su espalda y diciendo ¡manos!, pero él ni pestañeó.
Marchaos, dijo, largo, si no queréis escucharme, y allí se quedó,
acurrucado bajo el almendro florido, no hubo forma de sacarlo.
Nunca hubo ningún almendro en flor en aquel solar inmundo,
gruñó la monja con una mueca persistente y resentida: nunca, que
yo sepa. Le ocurría al celador, explicó, algo así como si hubiese
llovido mucho en su memoria y sufriera corrimientos de tierra:
este famoso almendro que cobijó tu infancia desamparada sería
de la comarca del Penedés, pero tu memoria siempre atrafagada
lo ha trasplantado, y lo mismo haces con las personas y con lo que
dicen. Hay más desorden en tu cabezota que en este almacén, que
ya es decir.
No se enfade conmigo, Hermana.
Casi tres semanas tardó Sor Paulina en hacer las paces con él,
obligada no tanto por la mansedumbre de la edad o la fuerza de la
costumbre como por imperativos de la curiosidad, por saber si ya
cumplió el encargo de entregar las maletas y qué pasó, cómo es el
piso, quién le abrió la puerta, ¿la misma asistenta que vino con las
huérfanas? La misma, pero mucho más dispuesta a contar cosas;
que le hizo pasar al recibidor, pero que no dejara allí las maletas,
le dijo por favor sígame, las abriré en el dormitorio de los niños,
perdone la molestia.
Para servirla, señora. Qué piso tan grande.
Por aquí, tenga cuidado, todo está un poco revuelto.
Con una maleta en cada mano el celador sorteaba los cestos de la
mudanza, siguiéndola por el pasillo de techo y paredes
artesonadas, todavía con alguna cornucopia, dos espadas
cruzadas, un busto de mármol y varias antiguallas, pero sin
cuadros ni armaduras, sin aquel sordo fragor de batalla. La mujer
iba con las mangas arremangadas y el negro sombrerito puesto,
como un familiar que está de visita y aprovecha para ayudar un
poco en las tareas del hogar, dispuesta a irse en seguida.
Ya estamos terminando. Venga, por aquí pasaron por delante
de la salita, donde tres muchachas envolvían la vajilla en hojas de
diario, llegaron a la puerta ya no forrada de terciopelo color vino,
entraron. Todo lo tenía muy ordenado, pobre Pilar. Pase,
póngalas aquí en la litera, la de abajo.
¿Éste era el cuarto de los niños? Qué bonito, ¿verdad, señora?
Empapelado con caballitos blancos empenachados, rosados
elefantes en equilibrio sobre pelotas multicolores, jirafas, ositos,
payasos y palomas, el mundo de la inocencia cubriendo de arriba
abajo unas paredes que habían visto cuánta humillación, cuánta
ignominia. Colgaba del techo la lámpara de cristal abriéndose en
docenas de cuellos de cisne, pero ni rastro de las cortinas, del
biombo con los querubines, de la gran alfombra cuyo dibujo
reproducía un cuadro famoso ni de la cama con la colcha roja. En
el ambiente flotaba un desasosiego, las alas de la muerte. Ahora,
el recuerdo triste de las personas que un día se afanaron en esta
habitación se mezclaba con el de los niños ahogados en el mar.
¿Las cuerdas son suyas? dijo ella. Pues desate las maletas y
lléveselas.
Estos pisos viejos, qué grandes, ¿no? comentó Ñito.
¿Siempre vivieron aquí?
Desde que murió la propietaria, la señora Galán. Su hijo se
mudó arriba y vendió este piso a un joyero amigo suyo, que lo
alquiló al marido de Pilar. El primer hogar decente que disfrutó
ella, imagínese, primero la tuvo en una trapería. Era un mal
hombre, y nunca la quiso.
¿Usted lo trató mucho?
Gracias a Dios, apenas le veía. La hizo muy desdichada, mucho,
el Señor lo haya perdonado. Muy trabajador, muy apreciado en el
trabajo, eso sí, pero una mala pieza.
¿Pero por qué, pensó Ñito, por qué se casaría con ella, una
desgraciada huérfana de todo, una marmota ignorante e
indefensa, por qué si él buscaba todo lo contrario, si incluso habría
dejado a la Fueguiña quizá antes de que ella misma le rechazara al
desfigurarse la cara, si por hacer carrera parecía dispuesto a todo,
por qué si ya estaba en el camino más directo y fácil?
¿Por qué se casó con ella, si no la quería? dijo Ñito enrollando
con parsimonia las cuerdas en la palma de la mano.
Por qué iba a ser suspiró la mujer, vaciando la primera maleta
. La embarazó. El señorito Conrado le obligó a dar la cara y él se
asustó, en el fondo era un desgraciado. Debió pensar que de todos
modos Pilar era buena, muy sufrida y obediente, y que una esposa
así le servía, si no para otra cosa, al menos para cubrir las
apariencias, no sé si me entiende
Y no quiero hablar más que
diría un disparate, vaya.
En el camino del buen enchufe, casado de prisa y corriendo con
una pánfila que no preguntaría, que preferiría no saber. Viviendo
provisionalmente en la trapería pero ya no era trapero y ni hablar
de volver a serlo, ni hablar de la abuela Javaloyes que se apagaba
poco a poco en el Asilo de ancianos de la calle San Salvador.
Empleado en la joyería de las Ramblas y primeros tanteos como
corredor, primeros viajes por la provincia y primeras ventas,
primeros frutos después de cinco años de bajarse los pantalones.
Fue un mariquita de medio pelo, en efecto, nunca se lanzó a
fondo, nunca consintió por placer o debilidad, sino por abrirse
camino. Sólo quería asegurar su porvenir y prosperar en el trabajo,
porque había heredado un terror casi físico a la miseria y al
hambre: en seguida empezó a lucir aparatosos trajes de anchas
hombreras, una enfurecida cabeza de cabellos repeinados con
brillantina y finas cadenitas de oro que se enredaban en la
pelambre del pecho, y que en verano exhibía con la camisa blanca
desabotonada. Los que entonces aún le trataban en el barrio le
vieron convertirse en un hombre de gran atractivo y de verbo
copioso, contradictorio y agitado, adiestrado alegremente en el
hábito de disimular que no quería o no tenía nada que decir.
Y un buen día levantó el vuelo, cerró la trapería y se marchó
definitivamente sin mirar atrás; sin despedirse de los vecinos, sin
acordarse de nadie, sin dirigir ni una mirada a las basuras que aún
se amontonaban en la esquina ni a los vidrios rotos y negros de
humo que aún quedaban en las ventanas de tantas casas. Volvió
un año después conduciendo un Renault 4-4, era la noche de San
Juan; abrió la trapería, que ya sólo era un nido de telarañas y de
polvo, y estuvo allí dentro más de dos horas. Cuando la fogata que
los chicos habían hecho en la calle se reducía a un montón de
rescoldos, le vieron acercarse empujando el carrito lleno a rebosar
de objetos de desecho: rimeros de amarillentos diarios y viejas
revistas, un bastón de puño marfileño, una boina roja y un
machete con su funda, un astillado biombo con querubines y
nubecillas de nácar, un cordón morado con borlas, un somier, una
mecedora, un colchón y un orinal, remendados sacos llenos de
ropa piojosa y polvorientas botas de racionamiento, unas
cartucheras podridas, bufandas apolilladas, un brasero, docenas
de rabos de cirio, sortijas nupciales de hueso y muñecas sin
cabeza, una capa pluvial con cenefas bordadas y un misterioso
escudo en la espalda, una pescadora azul, una muñequera de
cuero negro, un pañuelo de colores y una romana. Los gritos
infantiles de «¡todo lo viejo al fuego!» se repetían como un eco al
fondo de las calles como cada año mientras él se quitaba con
parsimonia la americana, que dio a guardar a un chico. Y en
mangas de camisa, sujetos los puños por gemelos de oro, luciendo
un chaleco azul celeste y sin que se alterase ni uno solo de sus
cabellos planchados con abundante fijador, procedió a descargar y
a arrojarlo todo a la hoguera, incluido el carrito, y luego
permaneció allí de pie, contemplando las llamas con las manos en
los bolsillos. Subió hacia la noche el humo espeso y negro como un
manto de estrellas furiosas, el aire se llenó de pavesas, de olor a
madera de plumier y a barniz de lápiz y las llamas sobrepasaron
las ramas de las acacias. Y él se mantuvo quieto delante del
resplandor, los ojos trabados en el fuego, hasta que, moviendo
apenas la mano, chasqueó los dedos reclamando su americana. Se
la puso, sacó un peine del bolsillo, lo pasó por el pelo, dio media
vuelta y se fue. Acudieron chavales de otras calles, y pasada la
medianoche, cuando ya hacía rato que él se había ido para no
volver y el fuego menguaba, saltaron uno tras otro por encima de
las llamas lanzando gritos de guerra.
A Ñito se le enredaban las cuerdas en las manos, se mostraba
lento en las preguntas y como escasamente interesado en las
respuestas, los ojos en el suelo: pero ¿y ella? Una santa,
suspirando la mujer, sólo pensó en el hijo que iba a nacer, en que
no le faltara un padre como a ella. Por eso se casó. Pero lo que son
las cosas, la criatura nació muerta. Después, casi veinte años sin
hijos, la pena más grande que ella podía esperar, peor que la otra.
Y mira, el médico se equivocó cuando le dijo que no volvería a
tener hijos. Fueron una bendición de Dios, los gemelos, y ahora
que ya los tenía criados, después de tantas penalidades, mira
Señor, Señor.
Seguía ordenando el contenido de las maletas en la litera, cuando
se tapó los ojos con la mano. Sostenía en la otra, junto con una
descolorida edición del Espíritu que Anda, la foto de los gemelos
desprendida del tablié del Simca, una cartulina igualmente roída
por el mar. A pesar del «No Corras Papá», pensó él acercando
precipitadamente una silla a la compungida mujer, no llore por
favor, seguías empeñado en correr, legañoso, no dejaste de correr
y correr desde que arrojaste al fuego todo el maldito pasado,
cálmese señora, siéntese un ratito, qué le vamos a hacer, pobres
de nosotros, miserias de la vida
No, no reponiéndose ella, escogiendo unas prendas de ropa
. Con el trabajo que tengo. Perdone. ¿Sólo esto se pudo salvar,
todas las maletas se abrieron? Hay que lavar esta ropa en seguida
o se pudrirá. ¡Rosita!
Acudió una de las muchachas, sí, señorita, escuchó atenta, cargó
con la ropa y salió mirando al celador de reojo, casi con chunga. Él
guardó en el bolsillo las cuerdas enrolladas. Qué traviesas son, dijo
al despedirse, igual que las de antes. La mujer hurgaba en su
bolso, le dijo espere buen hombre, contó una a una como una
docena o más de rubias y luego: Ah, se me olvidaba. De hoy en
ocho días habrá un funeral en la Parroquia, y como usted dice que
se conocían de chicos
Tenga, y gracias por ayudarme.
No hay de qué tomando la propina, por qué se molesta.
Gracias, conozco el camino.
Y que a la semana siguiente la vio por fin, saliendo del funeral, y
que, en efecto, no la habría reconocido. En aquel momento ni
siquiera pensaba en ella, confesó a la monja: cegado por el sol
bajaba las escaleras de la iglesia, mezclado entre las muchachas de
la Casa que plegaban sus mantillas blancas, y se alejó calle Escorial
abajo a la sombra de las viejas acacias, secándose el sudor del
cuello con el pañuelo. Se paró un momento y se quedó quieto,
mirando la calle en pendiente. Podía reconstruir la calle Escorial
de memoria, casa por casa, esquina por esquina. Se volvió para
mirar tras él la sombría mole del templo firmemente asentado,
aculado en su ayer miserable y violento. Fue como si una sombra
de ese ayer, desplazándose con sigilo, pasara por su lado y le
rozara, dejando prendido en alguna parte de su cuerpo un jirón
sedoso, una telaraña negra. Se volvió otra vez, y, unos metros más
allá, ella había dejado de empujar la silla y le miraba esperando
algo. Pero el celador no entendía esa mirada. Ninguna palabra,
ninguna expresión vino a sustituir aquel sentido que a él se le
escapaba, hasta que su mano tropezó con la mantilla y
comprendió. La mantilla se había enganchado en su hombro al
pasar ella y colgaba de una crin que traspasaba la guata.
Cabizbajo, con líquido en los ojos y en las palabras, devolvió la
prenda disculpándose, ella murmuró gracias y siguió su camino
empujando la silla de ruedas.
Una señora enguantada hasta los codos a pesar del calor, alta, de
una severa elegancia, con gafas oscuras y un pañuelo lila anudado
bajo la barbilla. Tan pegada a la silla de ruedas, empujándola con
el amplio regazo de apretadas formas aún juveniles, y sin servirse
de las manos, que más que conducir al inválido parecía dejarse
llevar por él, sin capacidad de maniobra ni voluntad de reacción.
Confusamente unida a la parálisis orgánica que la precedía y la
arrastraba, sin perder su vientre en ningún instante el contacto
con el respaldo de la silla, su turbia dependencia o su inconsciente
entrega, mal encubierta la cárdena ruina de su cara, la gran
mancha rugosa que asomaba bajo el pañuelo lila y ponía un rictus
amargo en la boca, había sin embargo en la inercia diabólica de
sus manos enguantadas y atroces, yertas junto a las caderas, un
resto de enfurecida sumisión, de crispada aceptación de la
derrota. Ella, que fue la sal de nuestras aventuras, el tibio sol de
nuestras esquinas.
En cuanto a él, era un anciano calvo y lívido, con derramadas
mejillas sanguíneas y un lento parpadeo de muñeca. Su mano de
artrítico, al indicar la terraza del bar donde probablemente le
apetecía tomar un refresco, repitió como en sueños aquel firme
ademán que en su juventud ostentó la fusta y el poder, y aún
levantó sobre el cuello de tortuga su rostro ultrajado por los años,
los insomnios y la memoria. Qué párpado triste, qué silencioso pus
en la pupila. La metralla lo había acompañado durante casi
cuarenta años y por supuesto lo había corroído con más
meticulosa perfección que no lo hizo con Aurora Nin en un
segundo. Todo se reducía, en definitiva, a una supervivencia
vejatoria de la corrupción y el dolor, a una macabra pérdida de
tiempo.
Inclinada sobre él, su compañera le susurró algo, nada de
refrescos, le convenció que era mejor seguir paseando o irse a
casa, arropó sus piernas y alisó con el guante de manopla negro
sus escasos cabellos de la nuca, y él asintió rindiendo la cabeza.
22
Se reconocieron y se palmearon los hombros bajo un paraguas
maltrecho, una tarde emborronada de llovizna, arrimados al muro
de la iglesia de Pompeya donde los letreros raspados y la araña
desdibujada por el tiempo parecían mensajes prehistóricos.
Intercambiaron su júbilo y sus puños ancianos fingiendo fogosidad
y golpes bajos, cuántos años, carota, te hacía muerto o en la
Modelo, lo mismo te digo, ya ves, mala hierba nunca muere.
Casualmente los dos iban a coger el metro y cruzaron la Diagonal,
Lage mirando en profundidad la amplia avenida gris donde la
doble hilera de plátanos se juntaba al final, entre una espesa
neblina de monóxido de carbono, allá lejos en el tiempo: ¿Te
acuerdas dijo cuando nos hicimos los amos de esta calle?
Palau ahogó un amago de tos o de risa en la nariz, la envolvió en
mocos, carraspeó y escupió al suelo.
No para de llover dijo, no para.
Bajaron al andén. Sentados en un banco, dejaron pasar vagones
que soltaban bocanadas de gente mientras intercambiaban
preguntas, nombres y fechas, poniendo orden en aquel túnel de
veinticinco años que dejaron atrás: no fue la niña que se les murió
en el cuarenta y seis, decía Lage, fue el chico, ¿no te acuerdas?, la
Trini bien, la niña ya nos hizo abuelos, ¿y sabías que Esteban
Guillén murió del tifus hará unos quince años?, dejé de verle
cuando volvió a su antiguo trabajo de viajante, pobre, al final
estaba hecho un gorrón y un perdulario
Lage apretaba al costado
una sobada cartera de piel marrón, esgrimía en la otra mano el
paraguas cerrado y con la contera trazaba líneas en el suelo
mojado. Cabeceaba pensativo, entornaba los ojos frente al resol
de la memoria, maldiciendo como si le hubiesen robado algo: lo
que más sintió entonces fue no poder asistir al entierro de su
propio hijo, sólo eso. Después de la muerte del «Taylor» y de
Navarro, añadió, se fue a Bilbao, donde Guillén tenía familia,
estuvo un tiempo escondido y luego trabajó cinco años en los
astilleros, y cuando volvió aquí la rubianca ya no le esperaba pero
hicieron las paces, se empleó en las cocheras de tranvías hasta
que los cambiaron por autobuses y me jubilaron, ahora cobro
letras a domicilio, nada, caca de la vaca, para ir tirando, ¿y tú?
Yo, pues ya me conoces bajo una gorra de payés le
observaban unos ojos lacrimosos y amarillos. Yo no trabajo para
ésos, coño, no me da la gana. El carota no se rinde, collons.
No me digas que aún vives del cuento riendo Lage. Mira lo
que le pasó al marinero: apuró tanto la cosa que no se enteró que
la trapería fue destinada al derribo y dicen que un día encontraron
un esqueleto aplastado con el gato y las ratas, quizá llevaba veinte
años allí
Dejó de reír añadiendo oye, puedes creerme, hablo en serio: no es
bueno vivir de recuerdos, carota. Palau parpadeó sobándose la
pelambre canosa de las mejillas, respirando con dificultad,
golpeándose el pechugón asmático lleno de silbidos y resonancias:
¿Marcos Javaloyes?, dijo, éste se unió al otro grupo, en el
cincuenta y nueve calculo que sería, y los trincaron a todos. Que
no, hombre, replicó Lage, que acabó de mala manera mucho
antes, parece que iba por ahí recogiendo colillas con una ninfa, se
sentaron un rato en un descampado y volaron por los aires, ni se
enteró, el pobre, sería una Laffite de la guerra que quedó sin
explotar. Meneó Palau la cabeza, la sonrisa renegrida y llena
todavía de dientes en su cara de caballo: hace años, una pila de
años, un domingo que mi chico fue a la playa con los amigos
vieron a un pobre de pedir metiéndose como una rata en el túnel
de Montgat. Por mi parte juraría que un día le vi haciendo de
hombre-anuncio en las Ramblas, pero
Se encogió de hombros y
añadió: no sé, a veces me gusta creer que aún puede estar
escondido en alguna parte, pensando en las musarañas.
No sería el único, no.
Ya ves, tanto bregar y para qué.
Hablarían de armas que nunca llegaron y de oscuros desalientos,
de aquel desamparo y aquella obstinada soledad del escondido
tejiendo laberintos en la memoria, de amigos torturados y
baleados hasta los huesos; hablarían de la noble causa que
acabaría sepultada bajo un sucio código de atracadores y
estafadores, de un hermoso ideal cuyo origen ya casi no podían
precisar, de una ilusión que los años corrompieron. Evocarían
hombres como torres que se fueron desmoronando, compañeros
que no regresarían nunca de su sueño, y que no quedaría de ellos
ni el recuerdo, ni una imagen: ni la postura en que cayeron
acribillados, quedaría.
Y repasando una larga lista de fantasmas, se pararon en la rubia
asesinada, salió en los diarios, quién iba a decirnos que Jaimito
acabaría así: le calentaron los cascos el cuñado y su hijo, que al
final también se entendía con ella a espaldas del querido y del
mismo Jaime Viñas, ¿no lo leíste, Palau?, el crimen de la calle
Legalidad, en aquel solar donde luego edificaron pisos de la Caja
de Ahorros, hoy está muy cambiado, sólo quedan las cuatro
palmeras. Y qué pronto los pescaron, a Jaime en la cama de un
meublé, se envenenó con cianuro y dejó un papel que decía no se
culpe a nadie de mi muerte, la vida es sueño, qué gansada,
¿tampoco leíste eso? No, dijo Palau, yo no leo los diarios que
escriben ésos, collons, todo es propaganda del régimen, mentiras,
cuentos de la mariasalamientos
Y sin embargo, aún veía tan vivas y cimbreantes las palmeras con
nombres de muchacha escritos a punta de navaja, veía las
alambradas y el chasis del automóvil pudriéndose entre la alta
hierba, veía la tierra abierta y la rubia cabellera flotando, como los
cabellos de una ahogada, en el torbellino de un cuarto de siglo.
Nunca se sabrá lo que pasó verdaderamente, dijo, como en tantas
cosas. Observaba sus viejas manos quietas sobre las rodillas, y sus
ojos líquidos parpadearon lentamente: unos aficionados, añadió,
unos desgraciados, gentuza pagada por alguien de arriba, ya
conocemos el paño. Eso creo yo, dijo Luis Lage, un ajuste de
cuentas. Porque si era por las joyas, ¿cómo se iban a olvidar del
brazalete? El cerrajero resultó ser un viejo amigo del alcalde de
barrio, aquel desgraciado cabrón con el parche en el ojo, y esa
mujer sabía demasiado, seguro, fue una furcia de lo más tirado
que llegó a fulana de postín
Ni tanto ni tan poco dijo Palau. No exageremos. Ni fue tan
rubia platino, ni fue una pobre meuca que no tenía donde caerse
muerta. Fue una de tantas.
Suspiró Lage, luego sonrió con aire nostálgico.
Y hablando de aquellas meucas, ¿sabes que a veces aún pienso
en ellas?
¿Verdad, tú? Palau cabeceando cachazudo, con una repentina
luz en los ojos. Lo mejor era cuando te la lavaban con jabón en
el bidet. Aquel jabón malo de entonces, que escocía
Volvería a ir
sólo por eso.
Tosiendo entre la risa encoge las piernas para dejar pasar a una
señora vestida de morado y, aprovechando la inercia del
movimiento, se incorpora. Lage va a las Ramblas, a Palau le da lo
mismo, y no me mires como si fuera un carterista, coño, al fin y al
cabo ¿quién nos ha enseñado a vivir del cuento?, esos que
mandan. Antes sí que movía bastante el pico en los tranvías, y si
no fuera por el asma volvería a coger la vieja Parabellum, esto no
puede durar, ya no saben qué hacer, pero me ahogo, Lage, me
falta el aire, cualquier día reventaré en este metro y mierda para
los que queden, bueno, adiós, recuerdos a la rubianca
Tosía apretándose la hernia con la mano y viendo llegar los
vagones llenos hasta los topes, van como borregos, dijo, ni más ni
menos lo que son. Palmeando Lage su espalda agitada por la tos,
sintiendo de repente una pena de él y de sí mismo, lo acompañó
hasta la puerta del vagón, oye una cosa, carota, no es por nada, y
con el tiempo que ha pasado te vas a reír, pero dime, ¿tú oíste
decir de la rubianca aquello de que iba al cine sola y en las últimas
filas
? Y Palau carraspeando, mira éste ahora con qué sale,
todavía preocupado por eso y a tus años, qué quieres, se decían
tantas cosas, anda anda, adéu, salud.
La puerta automática se cierra entre los dos y Lage con la mano
dice adiós a la cara que se aleja pegada al cristal, que parpadea,
que abre la boca como si le faltara el aire. Palau aplastado por la
gente sin poder revolverse, aquel pesado corpachón rodeado de
espaldas y nucas sin poderse acomodar ni imponer, quién lo
hubiera dicho de él hace tiempo, cuando aún nos bullía la sangre
joven y todo se había perdido menos la esperanza, entonces todos
pensábamos esto no puede durar y ahí están todavía los que hoy
siguen pensando todavía esto no puede durar, algún día tiene que
acabarse, no aguantará, sin saber que estas palabras llegarían con
la vacuidad del eco hasta los sordos oídos de sus hijos y sus nietos:
estaban tan ciegos, tan irremediablemente vencidos, tan lejos de
verse empuñando las armas otra vez, de hecho ya ni siquiera
podían imaginarse así, ya ni arrestos mentales tenían para verse
con la cara tapada por el pasamontañas y pistola en mano
empujando la puerta giratoria de un Banco o colocando un
explosivo.
Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como
niños.
JUAN MARSÉ (Barcelona, 1933). Nació en Barcelona el 8 de enero
de 1933, como Juan Faneca Roca. Su madre murió en el parto y
fue adoptado a las pocas semanas de su nacimiento por el
matrimonio Marsé.
Asistió al Colegio del Divino Maestro, hasta 1946. A los trece años
empezó a trabajar como aprendiz de joyero, oficio que
desempeñó hasta 1959.
Entre 1957 y 1959 aparecieron sus primeros relatos en la revista
Ínsula, gracias a las recomendaciones de su amiga Paulina Crusat y
obtuvo el premio Sésamo de cuentos en 1959.
Durante el servicio militar en Ceuta, a los 22 años, comenzó a
elaborar su primera novela, Encerrados con un solo juguete; que
años después, en 1960, presentó al Premio Biblioteca Breve de
Seix Barral, y quedó finalista. Aconsejado por Gil de Biedma viajó a
París este mismo año. Allí trabajó de mozo de laboratorio en el
Departamento de Bioquímica Celular del Institut Pasteur.
Regresó a Barcelona y en 1962 publicó Esta cara de la luna, hoy
repudiada por el autor y desterrada del catálogo de sus obras
completas. En 1965 apareció Últimas tardes con Teresa, su
primera gran novela, que le valió finalmente el Premio Biblioteca
Breve de Seix Barral.
Se casó en 1966 con Joaquina Hoyas, con la que tuvo dos hijos,
Alejandro y Berta. En 1970, publicó la excelente novela La oscura
historia de la prima Montse.
Entre 1970 y 1972, respaldado ya por un gran éxito, en plena
madurez creadora, escribió su novela más valorada y una de las
más brillantes de toda la narrativa castellana de la posguerra: Si te
dicen que caí. A través de un fabuloso recorrido por su infancia,
Marsé, recrea la realidad histórica que le interesa rescatar la
etapa de la posguerra española, con el fin de desvelar esa
actitud crítica frente a la realidad sociológica, que constituye la
clave interpretativa de toda su obra. Inmediatamente censurada
en España, se vio obligado a publicarla en México, en 1974, donde
recibió el Premio Internacional de Novela.
En 1978 obtuvo el Premio Planeta con La muchacha de las bragas
de oro. Su universo literario se asentó con Un día volveré (1982),
Ronda del Guinardó (1984) y su volumen de cuentos Teniente
Bravo (1987).
La década de los noventa supone la consagración definitiva del
escritor barcelonés. En 1990 recibió el Ateneo de Sevilla por El
amante bilingüe; en 1994 le concedieron, por El embrujo de
Shangai, el Premio de la Crítica y el Aristeion. Escritor autodidacta,
se define a sí mismo como novelista catalán que escribe en
castellano.
Ha obtenido el Premio de la Crítica, el Premio Nacional de
Narrativa y el Premio Cervantes en 2008.
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