"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Si te dicen que caí - Juan Marsé

Si te dicen que caí Juan Marsé En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las «aventis», un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana. Juan Marsé Si te dicen que caí ePub r1.0 Hechadelluvia 23.04.14 Juan Marsé, 1972 Editor digital: Hechadelluvia ePub base r1.1 NOTA A LA NUEVA EDICIÓN Escribí esta novela convencido de que no se iba a publicar jamás. Corrían los años 1968-1970, el régimen franquista parecía que iba a ser eterno y una idea obsesiva y fatalista se había apoderado de mí: la de que la Censura, que aún gozaba de muy buena salud, nos iba a sobrevivir a todos, no solamente al régimen fascista que la había engendrado sino incluso a la tan anhelada transición (o ruptura, según el frustrado deseo de muchos), instalándose ya para siempre, como una maldición gitana del Caudillo, en el mismo corazón de la España futura. Tal era de negra y pesimista la perspectiva después de más de treinta años de represión y mordaza. Así pues, sumergido en esa desesperanza oceánica, me lié la manta a la cabeza y por vez primera en mi vida empecé a escribir una novela sin pensar en la reacción de la Censura ni en los editores ni en los lectores, ni mucho menos en conseguir anticipos, premios o halagos. Desembarazado por fin del pálido fantasma de la autocensura, pensaba solamente en los anónimos vecinos de un barrio pobre que ya no existe en Barcelona, en los furiosos muchachos de la posguerra que compartieron conmigo las calles leprosas y los juegos atroces, el miedo, el hambre y el frío; pensaba en cierto compromiso contraído conmigo mismo, con mi propia niñez y mi adolescencia, y en nada más. Jamás he escrito un libro tan ensimismado, tan personal, con esa fiebre interior y ese desdén por lo que el destino pudiera depararle. Una vez concluido, el azar quiso que alguien me hablara de la convocatoria del primer Premio Internacional de Novela «México», convenciéndome para que lo presentara, puesto que la edición española era una quimera. Y entonces todo fue inesperadamente rápido: la novela ganó el concurso y fue impresa en México (Editorial Novaro, S. A., 1973) con una urgencia tan insensata que no se me dio oportunidad de corregir pruebas ni revisar galeradas. Y cuando más adelante fue autorizada la edición española, en septiembre de 1976, casi un año después de la muerte del dictador, tampoco alcancé a revisar el texto, a causa esta vez de mi propia negligencia. Desde entonces me animó el deseo de corregir no solamente las muchas erratas y más de una oración desmañada, sino, sobre todo, el de arrojar un poco más de luz sobre algunas encrucijadas de una estructura narrativa compleja y ensimismada. La novela está hecha de voces diversas, contrapuestas y hasta contradictorias, voces que rondan la impostura y el equívoco, tejiendo y destejiendo una espesa trama de signos y referencias y un ambiguo sistema de ecos y resonancias cuya finalidad es sonambulizar al lector. La penumbra que envuelve muchos pasajes importantes del libro siempre me pareció necesaria: en los labios niños, decía Antonio Machado, las canciones llevan confusa la historia y clara la pena. Pero en otros repliegues del relato, menos decisivos tal vez, no conectados directamente con los nervios secretos de la trama, esa penumbra expositiva no era necesaria y ha sido atenuada o anulada en beneficio de una mayor claridad. Con respecto a ediciones anteriores, ésta presenta dos capítulos menos aunque ninguno ha sido suprimido; simplemente el texto ha sido redistribuido teniendo en cuenta aspectos de orden temático más que formales. Algunos fragmentos han sido desmontados pieza por pieza y vueltos a montar, hay supresiones y añadidos, pero nada que pueda afectar a cuestiones de tono y estilo ha sido alterado. J. M. Barcelona, septiembre 1988. 1 Cuenta que al levantar el borde de la sábana que cubría el rostro del ahogado, en la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos abiertos, revivió un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios atravesado de punta a punta por silbidos de afilador, un aullido azul. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la piel bronceada y los dientes de oro que lucía el cadáver, le reconoció; que todo habían sido espejismos, dijo, en aquel tiempo y en aquellas calles, incluido este trapero que al cabo de treinta años alcanzaba su corrupción final enmascarado de dignidad y dinero. —Aquí dice agua oxigenada, pero no lo es —murmuró Sor Paulina. Escribió con parsimonia en la etiqueta pegada al frasco esgrimiendo firmemente el lápiz rojo, y, sin apenas mover los labios, deletreó lo que anotaba—: De pera. Entendió mal el celador y eso lo animó a seguir: —El barrio era la pera, sí, ya puede usted decirlo —evocando una remota escenografía de cartón piedra, un laberinto de calles estrechas y empinadas, veloces nubes ensombreciendo la colina de las Tres Cruces, pequeñas azoteas donde se remansaba la música de la radio y fachadas despedazadas con sus ventanas como cuencas vacías traspasadas de pájaros, humo negro y sueños desvanecidos. El colosal Dragón Verde de la escalinata del Parque Güell escupe agua envenenada, niña, no bebas. Los pelos verdes que le salen de la oreja izquierda al capitán Blay no son pelos, es la mata de una lenteja que se le metió un día en el oído y brotó, esa oreja es terreno abonado, chaval, el capitán no se lava nunca. El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible. Al verse reconocido, el ahogado volvió desdeñosamente la cabeza en el fondo turbio y sus cabellos ondularon trenzándose con las algas: no bebas agua o morirás podrido como yo, Ñito, dice que le dijo. —Y yo que le respondo: ¿Agua? ¡Ni probarla! —Cómo eres, Ñito —se lamenta la monja—. Parece mentira. —Es broma, Hermana. El muerto era un amigo. Por mi madre. Y que a su madre, viuda y con el vientre siempre más liso que una tabla de planchar, le decían la «Preñada», precisamente, y recuerda: aquellas vecinas deslenguadas y con rulos en la cabeza, enfermas de irrealidad y de rojos sabañones, trajinando baldes de agua en la fuente agobiada de avispas y habladurías; aquel certamen de infamias contra su madre una tarde de invierno que él sintió cómo se rompía bruscamente una burbuja de luz en su cerebro y se dijo: ya soy mayor, ya soy memoria y a partir de hoy no podréis conmigo, brujas. A pesar de ello y durante mucho tiempo, las apariencias seguirían justificando el mote de la madre y el estupor del hijo, que cada noche, en la cama de ella, se despertaba sobresaltado para verla llegar vestida de vieja y bien preñada, una gran barriga puntiaguda y enlutada avanzando en medio de la penumbra del cuarto y su madre detrás de la barriga balanceándose como una muñeca sobre las piernas abiertas, bañada en sudor. Se para, se agarra a los barrotes de la cama y suelta un hondo suspiro. En su asombro, frotándose los ojos, el chaval no sabía si salía del sueño o volvía a ingresar en él; era esa hora en que despuntaba el amanecer y el hambre le pateaba el estómago, lo sentaba en el lecho y entonces podía ver que todo le era desmentido por la luz, cada vez más intensa, que se colaba por las contraventanas: ese pistolero acribillado cayendo como si fuese a atarse el cordón del zapato, y sobre cuya frente resbala un sombrero de ala torcida, volvía a ser la sobada americana de su padre colgada en la silla; esa granada estallando, esa llamarada roja sin estruendo, escupiendo cristales y madera astillada, era el sol colándose por las rendijas de la carcomida ventana; y el máuser colgado en la pared, una mancha de humedad. Pero su madre, que se aferraba con desespero a los barrotes de la cama y gemía de dolor, persistía en su misteriosa condición de viuda embarazada, y él miraba su vientre hinchado pensando ya está, va a parir aquí mismo espatarrada sobre las baldosas y yo qué hago. La vio arremangarse las faldas de luto, congestionada por el esfuerzo y la ansiedad, y entonces vio caer blandamente entre sus piernas un bulto que ella apenas tuvo tiempo de sujetar. De sus muslos blancos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Transpirando un sudor de muerte, una fatiga infinita, se acurrucó en el lecho junto a él, envolviéndole en un denso olor a legumbres secas y a frazadas de viaje, a vagones de tren pudriéndose en vías muertas. El segundo episodio que le haría restregarse los ojos, tuvo lugar horas después en la trapería de Java. Sentados en la acera ya le esperaban Luis y Martín, los demás fueron llegando después. Al entrar en la trapería se dio de morros con una montaña de pajaritas de papel que llegaban hasta el techo, y lanzó un silbido de admiración. Luego se tiró en plancha y se sumergió en la montaña. Jamás había visto tantas pajaritas juntas y de tan diversos tamaños. Observó que la mayoría estaban hechas con páginas arrancadas de viejas revistas republicanas que la abuela de Java no se atrevía a vender, y que guardaba apiladas al fondo de la trapería. El invierno pasado, en días lluviosos y muermos como éste, el Tetas y Amén se la meneaban hojeando la revista Crónica, que venía llena de vicetiples desnudas y bañistas en maillot, anuncios de senos puntiagudos y duros y viciosas cabareteras morfinómanas clavándose la jeringuilla en el muslo por debajo de la mesa. Qué lástima, comentó Sarnita, pero qué gran idea para venderlas, chaval: así nadie verá que son revistas prohibidas y venéreas, ¡a que sí! Tu abuela se las sabe todas, Java, vaya paciencia fabricando pajaritas. Pero Java dijo que no, repentinamente irritado y sin dignarse mirarle, no me vengas con historias tan de mañana, las pajaritas se las he comprado a un paralítico en un piso del Ensanche, y añadió: —Tú siempre rumiando aventis, Sarnita. Acabarás majara. Se metió en la cocina y estuvo lavando bajo el grifo un condón usado que luego infló con la boca para ver si tenía agujeros. Agachada junto a la pared de ladrillo rojo, sin encalar, casi oculta por rimeras de amarillentos periódicos y viejos semanarios llenos de polvo, la abuela recogía del suelo un plato de hojalata con su cuchara. Siempre había por ahí algún plato con restos de un potaje que instantáneamente se erizaba de moho: para el gato, solía decir Java como pillado en falta. Pero no había ningún gato en la trapería, y apenas en ningún lado; en todo el barrio no habría más de media docena, según el último recuento del viejo Mianet. Ver un gato allí habría resultado aún más extraño que ver una goma usada. —Además —dijo Sarnita—, los gatos no comen con cuchara. —Cosas de la abuela —dijo Java, desliando un manojo de cuerdas—. Va, que tengo mucha faena. ¿Estás sordo? ¿No oyes que te llaman de la calle? —Ya voy. Pero todo eso es muy raro. Se juntó con el corro sentado en la acera y le hicieron sitio rápidamente, algunos frotándose las manos de impaciencia: cuenta, Sarnita. ¿Seguimos con la aventi de ayer o inventamos otra? Sigue: la chica sabía demasiado, corría peligro. Una cresta de hierba brota en la acera frente a la bragueta abierta de Luis. Calles sin pavimentar, tapias erizadas de vidrios rotos y aceras despanzurradas donde crecía la hierba, eso era el barrio. El montón de basuras en la esquina Camelias y Secretario Coloma parecía más alto y repleto de sabrosas sorpresas, pero era que el nivel del arroyo, después de la última venida de aguas, había bajado. No era un zapato viejo lo que asomaba entre el fango, sino una rata envenenada. Todavía el cielo figuraba una gran telaraña gris. Pasó la tormenta, pero quedaba una llovizna tenebrosa, una cortina interminable y enmarañada que borraba las fachadas leprosas, portales y ventanas que aún sostenían trozos de vidrio y listones carbonizados. Cuenta, Sarnita, cuenta. A partir de ahora, chavales, el peligro acecha en todas partes y en ninguna, la amenaza será constante e invisible, cada día es una trampa. Lejos, muy lejos, más allá de las trincheras y las alambradas de espinos, dicen que volverá a reír la primavera y también dicen que era una espía que sabía demasiado, y que muchos años después de estallarle en los pies la última granada agazapada entre la hierba, aquella tarde al cruzar el descampado corriendo en compañía de un desconocido, ¿os acordáis?, pues que el polvo que levantó la explosión aún caía sobre las cicatrices de su cuerpo rubio y duro pero magreado y sifilítico, porque era una puta, chavales, una fulana, una furcia de lo más tirado. Entonces, en la esquina de las basuras, apareció de pronto la voluminosa dueña del bar Continental ocultando una barra de pan blanco entre las solapas del negro impermeable. Sus ojos verdes pintarrajeados miran de refilón a la rata que chapotea en el fango girando temblorosa sobre las patas traseras, sin saber qué dirección tomar. Al pie del almendro en flor del solar de Can Compte, cuenta Sarnita, hay unas cartucheras podridas de lluvia y un máuser oxidado y con la culata partida: eso quiere decir que las municiones no andan lejos. La rata cruzó el arroyo en zigzag, chillando, encontró todas las cloacas taponadas por el fango y Java se asomó a la puerta de la trapería y miró a la mujer, entornando los párpados legañosos. En medio del arroyo, la gorda del impermeable giró sobre los altos tacones como una negra peonza encapuchada y siguió con los ojos la última desesperada trayectoria de la rata. Sorteó con agilidad los charcos de agua negruzca y avanzó hacia la trapería. Antes de verla abrir la boca, Java ya había notado su aliento de buitre. —Hola, hijo. Qué. —No puedo —dijo él—. Me gustaría seguir haciéndolo, han sido ustedes muy buenos conmigo y con la abuela, pero no puedo. —Piénsalo bien, no seas tonto. —Hay muchos tísicos, mastresa. —Precisamente. En aquella casa siempre se pesca algo, ya sabes. Mira yo —dejó que asomara entre las solapas el pico tostado del pan—. ¿Quieres un aumento, quieres que se lo diga? —No es sólo eso. Es que no puedo, tan seguido, me se pone una flojera en las piernas que me caigo. ¡Rediós, que no puedo! —Anda ya. No seas comediante. —Ella nunca es la misma y cada vez tengo que enseñarlas lo que hay que hacer. Es muy pesado, en serio, me estoy quedando tísico… —Está bien —dijo la gorda—. Te pagarán más, yo me encargo. Java desvió la mirada soñolienta haciendo una seña a Sarnita, que interrumpió su aventi y se incorporó avisando al corro con la misma voz reverencial, taimada: continuará, despejen la sala. Todos le siguieron, remolones, hacia las basuras amontonadas bajo el yugo y las flechas de tinta aún fresca, la negra araña estampillada en la tapia del campo de fútbol del Europa. Luis y el Tetas, en cuclillas, ya estaban escarbando; sus manos pestilentes sostenían rojos tirabuzones de piel de naranja, cáscaras de huevo y amoratados restos de escarola, lo cual hizo reflexionar a Sarnita: parece que los padres de Susana se han vuelto al chalet, dijo, mirad, se nota que ahora comen bien. Desde el portal de la trapería no se veía el chalet de la calle Camelias, pero Java adivinó la verja del jardín abierta como antes, el aire impregnado del aroma a tilos, la grava limpia de hojarasca y la hamaca otra vez colgada entre la palmera y el eucalipto. La gorda del Continental lo miraba esperando una respuesta. Negros rizos como tizones en la frente, restos del carmín en los gruesos labios cuarteados, labios rojos donde se acumulaban labios, y ribetes de rimel en las bolsas bajo los ojos verdes. Una cara ancha totalmente ocupada por una coquetería calculadora pero afable. —Qué. —Está bien. Pero ella nunca es la misma, y en cambio yo sí — insistió Java—. Qué extraño, ¿no? —Así es como lo quieren —dijo la gorda con su gran boca desdentada—. A mí también me mandan, hijo. —Esto es un merdé, mastresa. A veces la tía no quiere prestarse a todo, o no sabe, o tiene la mala semana. —Yo hago lo que puedo, miro de escoger lo mejor. Bueno, todo se arreglará. Pero hoy no me falles, ¿eh? A las cuatro. Lávate bien antes. Y ya sabes, en boca cerrada no entran moscas. Sobre todo. —Soy más mudo que la abuela, mastresa. —Pues hala, adiós. Una muchacha montada en una bicicleta amarilla de hombre pedaleaba llorando sin alcanzar el sillín, con rabia, desgarbada e inestable. Al pasar ante Java lo miró con ojos furiosos y tiró a sus pies un periódico doblado. Se alejó por la calle encharcada dando bandazos, envuelta en su apolillada bufanda roja y con las rodillas cárdenas de frío. Una americana gris de niño, con las costuras rotas, oprimía sus pechos, y lloraba. Era un día otoñal de alto cielo encapotado que parecía un incendio o el reflejo de un incendio muy lejano. La dueña del bar Continental se paró en la esquina y pellizcó el pico del pan para dárselo a Sarnita, que la había abordado con la mano mendicante y el otro brazo encogido saltando a la pata coja, a lo Cottolengo: un pobre meningítico, cabeza rapada al cero y piernas de alambre, incurable, buena señora, el puta, parecía de verdad. Antes de desaparecer, la gorda se volvió para guiñarle el ojo al trapero: No faltes, rey mío. Y sigue contando que, cuando ella giró en la esquina y ya no podía ver a Java, éste se encogió de hombros y luego hizo butifarra con el brazo que lucía la muñequera de cuero negro, toma y toma, mastresa, y que entonces Sarnita explicó: pero no faltará, chavales, yo sé dónde es la cita y sé cuánto le interesa a Java, no faltará aunque ahora proteste y se haga el duro. Chisporroteando la corteza de pan tierno entre sus dientes podridos, en serio: yo sé cuánto le pagan por ir, qué clase de trabajo es ése, dónde y para qué lo quieren bien lavado. Y el corro cada vez más intrigado, siéntate y cuenta, Sarnita, ¿cuál es la contraseña?, ¿por qué eso de lávate bien antes? Calma, vamos por partes: la dirección la sabe de memoria, no hay ninguna contraseña, miedo no tiene y esta vez ni siquiera lleva la navaja en el bolsillo. Cogerá el tranvía 30 para saltar en marcha desde la plataforma trasera en la calle Bruch esquina Mallorca y caminará un trecho dirección Paseo de Gracia. Liada la bufanda al cuello y con el estómago vacío, temblándole un poco las piernas igual que el primer día, pero no de cangueli sino de debilidad. ¡Miauuuuu! le hacen las tripas. Maldita sea. En menos de dos semanas es la quinta vez que acude a la cita secreta, y de todas ellas recuerda especialmente la primera, aquella tarde que hacía la busca siguiendo un trayecto distinto del habitual, lejos del barrio, por el Ensanche y bajo sus largos balcones forrados de banderas y colchas, ramas de laurel y palmas secas. Llevaba como siempre el saco al hombro y la romana al cinto, pero ya barruntaba que no le requerían precisamente para venderle papel ni trapos viejos ni botellas. Si hubiese sabido para qué, se habría lavado todo él con jabón y restregado la roña de los pies con piedra pómez, de verdad, la abuela me habría expurgado la cabeza, habría quitado ese olor a intemperie de mis ropas y yo no me habría hecho ni una paja desde un mes antes por lo menos. Pero sólo le habían dicho: por tantas pelas, en tal día y a tal hora preséntate en tal dirección. Y se preguntaba para qué, qué sería, ¿una trampa, una cheka de ésas que aún funcionan pero ahora en manos de la bofia, que decía el padre de Mingo? ¿Un asunto de estraperlo, una viudita que necesita consuelo? ¿Alguien que busca noticias de un familiar desaparecido en el frente, o sangre para un tísico…? Java no lo sabía. Un viento húmedo recorría la ciudad, ese día que fue la primera vez. Peatones malafeitados y de mirar torcido surgían de las esquinas igual que apariciones y se alejaban arrimados a la pared como buscando un hueco donde ocultarse, una grieta para escapar, como si las calles amenazaran convertirse en una riada. Tras las acacias deshojadas se alzaban fantasmas de edificios en ruinas. Balcones descarnados mostraban los hierros retorcidos y rojizos de herrumbre, y ventanas como bocas melladas bostezaban al vacío. Delante de una carbonería se agitaba una cola de mujeres con los pies enredados en un rumor de hojarasca, y una brigada de presos amontonaba escombros bajo el esqueleto metálico de un garaje, en medio de un luminoso polvo rojo. El número apuntado correspondía a un altísimo portal, un profundo zaguán de paredes y techo artesonado; la escalera de mármol subía en torno al hueco del ascensor, parado por restricción eléctrica. Vidrieras de cristal esmerilado que las bombas respetaron, segundo piso, primera puerta, que abrió la gorda del Continental comiendo a dos carrillos: Has hecho bien en venir, no te arrepentirás, hijo, llevándole cogido de la mano por un oscuro corredor en cuyas paredes desfilan profundos ejércitos en páramos desolados, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados entre nubes de polvo y espectrales armaduras, escudos y pendones, espadas, pistolones de chispa, puñales repujados. Un piso antiguo y enorme, sumido en una olorosa penumbra, con resonancias de loza en el patio interior. Blancos sudarios cubrían sillas y butacas repitiéndose en los espejos. Abriendo una puerta claveteada con terciopelo vinoso, la bruja del Continental le hizo pasar y la puerta volvió a cerrarse tras él como una trampa. Está solo. Es un dormitorio alumbrado con luz de gas, hay un viejo biombo con podridos querubines y nacaradas nubecillas desconchadas, prendas femeninas tiradas en el diván, pesadas cortinas color miel y, bajo sus pies temblorosos, la gran alfombra con un borroso amanecer en la playa y unos hombres antiguos y lívidos maniatados junto a un fraile capuchino. Los van a fusilar, piensa, y entonces ve la espalda desnuda de una chica sentada al otro lado de la cama. Ella se está quitando las medias muy despacio, las despega de sus piernas con una dolorosa atención, como si estuviera despellejándose. Y se vuelve de pronto y lo mira a Java por encima del hombro como una coneja asustada antes de ser agarrada por el cogote. ¡Grrrr…!, claman de nuevo las tripas de Java. Maldición. Pero esta vez será distinto. Con ganas de orinar pero aguantándose. Hoy Java tiene media hora por delante y entrará en un bar casi vacío, en la barra pedirá una bolsa de patatas fritas y un vasito de sifón, por favor, luego irá al lavabo: los pantalones bajados, a horcajadas en el water, tira de la cadena y con el agua corriente se lava el pito y los huevos, chingándose de ganas de orinar. Mastica lentamente unas patatas como cartón mojado, mientras las ingles húmedas le transmiten vagas aprensiones a las enfermedades venéreas y a la tuberculosis. De nuevo ante el mostrador, mirando un plato de resecas empanadillas, nota los ojos como alfileres clavados en la nuca, y se vuelve, y le ve: no demasiado pulcro ni enfermizo, no tan delgado ni tan joven, tan pavero, con mirada superior y cabrona, con mucho fijapelo en la estrecha cabeza y negro bigotito de galán soñador sobre la boca pálida, no exactamente eso, sino mucho peor; y en una silla de ruedas, las piernas envueltas en un chal de lana azul, la mano esquelética apoyada en el puño marfileño del bastón. Tras la mesa de mármol, llena de fichas de dominó, el petimetre observa a Java a través del vapor de la taza de manzanilla que sopla a la altura de la boca. Java le vuelve la espalda y observa otra vez las empanadillas pensativo: demasiado caras, qué miras, sarasa, no me alcanza, quién eres. Un agudo chillido de pájaro le hace volverse de nuevo: ahora la silla de ruedas es empujada hacia la calle por una muchacha a la que no había prestado atención, una sombra gris en una tosca bata gris de criada o de colegiala pobre. En la esquina, un viejo apoyado en dos muletas aplica enérgicos brochazos de pintura negra a la placa calada que sujeta contra la pared; al retirar la placa queda la araña negra chorreando ribetes de luto, negros crespones como un vómito negro estrellado en el muro. Java se enrolla la bufanda al cuello, el viento lo despeina y tiene la frente olivácea llena de rizos. Pasando delante de la Provincial de Falange, volviéndose, y la silla de ruedas siguiéndole a veinte metros, bajo las acacias. La vuelta a la manzana paseando a un inválido, piensa, vaya cabronada. La chica empuja como una sonámbula, pobres sandalias de goma sobre gruesos calcetines caqui. Nunca vio ningún portero en el amplio zaguán, la garita de madera labrada y solemne como un alto confesionario está sucia de polvo y abandonada, y el ascensor no funciona. Sube las escaleras corriendo y llama a la puerta con los nudillos, saca el peine del bolsillo, lo pasa precipitadamente por el pelo. Antes de que le abran, tres espaciados chillidos de pájaro suben aleteando por el hueco del ascensor. Hostia. —Llegas temprano —la dueña del Continental entorna los párpados maquillados de gris sobre los ojos verdes y le conduce a la salita con muebles que huelen a aceite de linaza y con altos vitrales emplomados que dan al patio. Lo deja sentado muy formal en el diván. Diez minutos después la puerta vuelve a abrirse y la gorda hace pasar a la fulana, un regalito, de verdad: no una rubia oxigenada, flaca y pálida, de ojos inmensos y decaída boca de pez, no una furcia esmirriada con zapatos rojos de putón desorejada y con la falda abierta en un costado, no sólo eso. Vaya cuadro; chaval. Esta vez ni siquiera me la presentaron, la gorda se fue cerrando la puerta y sin decir mu. Hola, dije incorporándome en el diván un poco así. Y ella hola, una voz hueca, miraditas de reojo, pasos nerviosos delante de mí meneando las escurridas ancas, sentándose por fin en el otro extremo del diván. Cruza las piernas, abre el bolso y saca tabaco. —¿Cómo te llamas, chico? —Daniel. —Daniel qué más. —¿Y tú? No contesta. Parece interesada, ahora, en ordenar el contenido del bolso. No una vieja como las otras, por lo menos. Unos kilos más, y estaría buena. Bonitas rodillas, medias zurcidas hasta la desesperación y encima calcetines cortos. Zapatillas de andar por casa, con borlas rosa. Una faldita plisada y una torerita color naranja, y, echada con descuido sobre los hombros, una gabardina marrón. Parecía una vulgar ama de casa que ha bajado un momento al colmado a comprar algo. —Ramona —dijo después de encender el pitillo, como hablando consigo misma, y recostó la espalda en el diván. —¿Te avisó la mastresa? ¿Dónde te pescó, se puede saber? Mirándole a hurtadillas, ella cierra los ojos y frunce la boca como si se tragara una blasfemia: acaba de hacerse una idea de la edad de Java. —No me dijeron que sería con un niño. Mierda. ¿Quién vive aquí? —Sólo conozco a la mastresa. —Pareces un chico listo. —Regular. —¿Has venido otras veces? —Sí. —¿Es verdad que pagan lo que dicen? —Sí. Con una mezcla de curiosidad femenina y de miedo, la fulana mirándole a través del humo azul del Tritón, parpadeando como si no acabara de verle, calculando su edad, el vigor de sus manos grandes y sucias, ¿cuántos años tienes?, una cara de mona famélica rumiando musarañas, ¿cuántos, criatura?, mientras Java sonríe sin decir nada y ella cree ver una pálida rosa abriéndose en su frente. Unos golpes en la puerta y entra la gorda con una bandeja conteniendo dos vasos de leche y dos bocadillos de atún. Java incorporándose con una falsa autoridad en la voz: ¿no hay café-café, mastresa?, echando mano veloz al bocadillo y sin esperar repuesta, a su pareja: come tranquila, tenemos tiempo. Se va la gorda pero no tarda en volver, esta vez con media docena de empanadillas en un plato. Hoy no te quejarás, dice, y Java con el ceño fruncido: vaya, piensa, las resecas empanadillas del bar. Ramona devora su bocadillo dándole la espalda, encorvada en el extremo del diván, agazapada como una bestia hambrienta, sus dedos picoteando las migas en la falda, ni una dejó escapar. Luego dice: —¿Hay que esperar mucho? —Depende. —¿Depende de qué? —Qué sé yo. —¿Quién es él? —No lo sé —Java la mira ahora con recelo—. ¿Ya sabes lo que tienes que hacer? —Sí. —¿Y estás conforme en todo? Luego no me vengas… —Lo único que quiero es terminar cuanto antes. Parloteo de sirvientas y ruido de loza y cubertería en el patio interior, repentinamente. Java se guarda dos empanadillas en el bolsillo cuando ya la gorda abre la puerta y se asoma: ya, dice sin entrar, y ellos la siguen por el corredor en penumbra. Ahora Java nota en su mano la mano helada y sudorosa de Ramona, y se la coge apretándola con fuerza. En el dormitorio, de pie, ella se queda mirando las dos lámparas de gas de amarillas camisetas, una en la mesilla de noche y otra en el velador; emiten un constante silbido, como abejorros de luz. La cobertura central de la cortina color miel deja ver, sumida en sombras, una pequeña puerta de cuarterones, y ahí es donde la mirada de Ramona se queda prendida un rato, después que la gorda se ha ido dejándolos solos. Pero la muchacha recupera en seguida cierta viveza, abre el bolso y deja el tabaco y las cerillas en la mesita, se quita los zapatos, empieza a desnudarse. Java se descalza sentado en la cama y sus ojos legañosos vagan por la alfombra, por las borrosas líneas y desvaídos colores de la alfombra con su dibujo de hombres maniatados frente a un pelotón de fusilamiento: tiene que ser muy cerca de la orilla, pensaba siempre, porque en la arena se ven cantos rodados forrados de musgo, y sangre, y hasta a veces me parece oír el rumor de las olas en la rompiente, la espuma rozando los pies de los caídos en primera línea, hostia, parecen de verdad… Por señas le indica a Ramona que se desnude despacio, se sitúa tras ella y abrazándola le quita la torerita musitando en su oído déjame hacer, yo sé cómo lo quiere el tío, el jersey por encima de la cabeza, la falda resbalando hasta el suelo, luego el sostén y ella muy quieta, respingando el trasero, mirando a un lado, dejándose morder la nuca. Su cuerpo blanco emite un efluvio enfermizo de sudor y jabón malo. Al acariciar sus pechos, moviendo ahora las manos con una exagerada lentitud, una obsequiosidad dedicada ya a una tercera presencia, Java captará en la piel un fino relieve de moneda, unos costurones. Ahora tú, espabila, murmura Java, y ella volviéndose para darle el vientre, para golpearlo torpemente con el hueso de la pelvis y unos rizos como alambres. Todavía de pie, Java con los rápidos dedos recorriendo la piel, tanteando a ratos el costurón pero no sabe dónde, se le escurre bajo las yemas, lo encuentra y lo vuelve a perder: ¿qué es eso?, le dice, ¿una herida? Ella termina de desnudarle con manos frías y ausentes, ¿así?, vale, muérdeme, suspira, grita si hoy quieres comer caliente, nena, así ya vale. Restregándose de frente los dos un buen rato, pero de cintura para arriba cómicamente parados: abrazados como para descansar o reflexionar o permanecer allí de pie un rato, oyendo el rencoroso silbido de serpiente que sueltan las lámparas de gas. Ramona con una pregunta muda en la mirada: —¿Está aquí? —No sé. —Pero tiene que vernos… —Supongo. Baja la voz. —Maldito sea mil veces. —Cállate. —Me cago en sus muertos. —Ahora déjame hacer a mí. A ver, trae acá. Guiar su mano yerta hasta el sexo, empujar suavemente sus hombros hacia abajo, ella arrodillándose despacio para dejar la boca a la altura conveniente, pero sin decidirse del todo, conteniéndose. ¡Grrrr!, maldición. Apartando la boca como una mojigata y una estrecha. El estremecimiento de sus labios, la nerviosa resistencia de la cabeza ladeada, ese empeño en mirar a otra parte: puñeta, piensa Java, otra que me hará sudar, cruzando por su mente la idea de que podría ser no una meuca como las otras, sino una de aquellas viudas de guerra que la miseria y el hambre de los hijos pequeños lanzaba cada día a la calle. ¿Por qué si no esa angustia en los ojos, por qué esos ramalazos de asco y de miedo? El trato era que la función debía durar no menos de una hora, y él ya había adquirido cierta técnica: abandonarse en seguida al primer orgasmo para luego, instalado en un grado inferior de excitación y sin sobresaltos, poder controlar la lenta carrera ascendente de ellas y prolongar su gusto sin dejarlas caer, sin soltarlas nunca pero sin acelerarlas tampoco, llevándolas hasta el final del tiempo acordado. —Eso no —dijo Ramona, simulando aplomo con una risita—. Todo menos eso. —No me digas. —Por favor. —Cierra los ojos, chata. El cuerpo bañado en sudor, reluciente a la luz limón del gas como una nieve sucia, boca abajo y abrazada a la almohada, rechazando a Java por segunda vez con ojos suplicantes. Eso no. Tienes que dejarte, va, no te hagas la estrecha. Jadeando. La carne viva de su miembro, tocada de una sensibilidad que no obedecía a ningún deseo sino que era más bien un triunfo ciego de la voluntad, no conseguía penetrar entre las nalgas contraídas. Va, no irás a decirme que es la primera vez, tonta. De pronto ella esconde la cara en la almohada, que estruja entre sus brazos. Java apoya casualmente la mano en la tela mojada, primero chasquea la lengua, sorprendido y contrariado, luego se entrega a la evidencia. —Ya está, me lo temía. No llores, puñeta. Pero no era por eso que ella lloraba, no por lo que hacía o se dejaba hacer. Aflojando él su brazo, mascullando en voz baja hostia me tocó la china, por qué mierda me tocará siempre apechugar con estas bledas muertas de hambre, se recuesta a su lado y espera a que se le pase la llantina. Enciende un cigarrillo de cara al techo: pues aún queda lo peor, nena, y le iba a preguntar: ¿cuánto tiempo llevas en el oficio?, cuando oye con toda claridad el doble chillido de pájaro detrás de la cortina. La cortina ahora corrida tres palmos, dejando ver la puerta de cuarterones entornada. Ramona se incorpora un poco y ve algo que la acogota nuevamente sobre el cabezal empapado de lágrimas. Un estremecimiento recorre su cuerpo, se acurruca junto a Java, se oculta tras él. Entonces Java vuelve los ojos hacia la cortina y mira a su vez pero con toda tranquilidad, mira el nido bermellón de sombras donde parece flotar una máscara de cera y capta la orden imperiosa agazapada entre dos ruedas niqueladas: fuera cigarrillos, a trabajar, a encajar otra vez las ingles doloridas en las nalgas heladas de ella. El mirón permanecía en una inmovilidad accidental e inhumana, de maniquí roto. El chal había resbalado de sus rodillas y estaba en el suelo. Brillaron en la sombra sus pupilas, un instante, luego se apagaron. Alzó en el aire la barbilla, un gesto que presumía el hábito de mando, y repitió la orden golpeando el suelo con el bastón: otra vez. Tápame que no me vea, susurra Ramona echada sobre el costado al borde del lecho, recibiéndole ahora sin resistencia pero como cayéndose con él en un pozo, gimiendo. Sus ojos habituados al desdén, se cierran al fin. Terminamos en seguida, desliza Java en su oído, ayúdame, bonita, mordisqueando una nuca tensa, por favor. Ella no sólo no volverá a mirar en dirección a la cortina, sino que todo el tiempo procurará ocultar la cara, como si de allí partiera un resol que dañara sus ojos y su memoria. ¿Qué diablos te pasa?, penetrando él a través de concéntricas ternuras que no esperaba, pero sin conseguir tocar el fondo de aquella humillación repentina y aquel miedo tan raros en una furcia. Las manos de Ramona por fin recorriéndole, abandonada a sus acometidas, alzando una pierna temblorosa como un ala y enroscando las suyas, pero todavía escondiéndose de algo. Acostumbrado a captar el fluido de mandatos que parten de la cortina, Java irá indicando lo que conviene hacer, gemir en ciertos momentos y en otros gritar, blasfemar, morder, insultar. En cualquiera de los casos, ella no dejará de ocultar tercamente la cara, incluso al rodar abrazada a él sobre la alfombra arrastrando consigo la suntuosa colcha, o al andar a gatas recibiendo golpes simulados a medias, fingiendo ella a su vez dolerse y protegerse con los brazos pero haciéndolo tan mal que él tiene que ordenarle en voz baja quéjate, insúltame, llora, que se te oiga o tendré que hostiarte de verdad, cabrona. La abofetea tres veces pero los gemidos son débiles y demasiado auténticos, no creíbles, sólo expresan sorpresa y vergüenza, ella acurrucada en el suelo y mirándole como un conejo asustado y él pensando esto no pita, sintiendo casi pena de ella: su rosario de vértebras, su cabecita de pelajos cortos como los de un chico, su triste nuca de piojosa. En otro momento la verá arrodillada en el lecho restregándose la barra de carmín por los labios, ¿qué haces, puta presumida?, quizá para darse un respiro, por supuesto de espaldas a la cortina. Pero al instante suenan tres golpes de bastón en el parquet: fuera pintalabios, y nueva orden: tumbarla y espatarrarla y morderla donde ya sabes hasta hacerla gritar como loca, llevarla a la silla y vestirla la capa pluvial, juntar sus manos tras el respaldo y atarlas con el cordón morado, y chuparle los pechines mientras ella echa la cabeza atrás, pataleando. Esto saldría mejor, pero luego, arrastrándose sobre la alfombra mientras él la azota con el cordón, volvería a inmovilizarse acurrucada junto a los fusilados al amanecer con la cabeza oculta entre los brazos. Sudando, Java tira el cordón y ella clava las rodillas en la arena salpicada de sangre, entre la cabeza destrozada por la descarga y el sombrero de copa caído, ¿a quién se le ocurre ir a la muerte con sombrero de copa?, agachándose despacio con las manos en la nuca hasta tocar sus rodillas con la frente. Oye el rumor pedregoso de las olas en la rompiente, repitiéndose a lo largo de la playa. Entonces, de pie a su lado, abriendo las piernas, Java apunta cuidadosamente y vacía la vejiga sobre la flaca espalda curvada, por fin, qué alivio, sobre la nuca y la cabeza. Ella se estremece al recibir el chorro caliente, lo nota escurriéndose por sus flancos y sus muslos, goteando de sus cabellos, su nariz, su barbilla. Obedeciendo a otra señal, Ramona tenía que incorporarse, dejarse coger de las caderas y resbalar despacio sobre él, hacia abajo, entre sus piernas abiertas. Notaría Java en el sexo la mejilla regada por lágrimas y orines y sudor, y tendría que centrar la cabeza con las manos, obligarla, sujetarla, recordarle de nuevo: si hoy quieres comer, reina, no te pares. Y Ramona resistiéndose hasta oír los bastonazos exigiendo más decisión, más viveza. Ahora, el sexo de Java arde indiferente a unos centímetros de su boca. Arrodillada, ella cede al fin a la fuerza de las manos. Simulando en el acto arrebatos de ternura, Java instalaría un sueño rutilante allí donde la realidad seguía siendo dura y difícil: oía gruñir de aburrimiento o de hambre unos intestinos que ya no sabía si eran suyos o de ella, adivinaba su boca contraída por la náusea y en cierto momento, por casualidad, su mano tropieza con la cicatriz aferrada al hombro de Ramona como un lagarto rosado, cerca del cuello. Es un costurón muy feo, largo, la marca de fuego, piensa Java, la Mujer Marcada, ondia, que se me baja… Entonces, un vacío se apodera repentinamente de su minga en la boca caliente de ella, y se la deja desarbolada. Ramona levanta la cabeza y lo mira con ojos interrogantes, remotos. Java se esfuerza por borrar de su mente la imagen de la cicatriz horrible, la tapa con la mano, pero es inútil. A gatas, resollando, ella remonta su cuerpo lamiéndoselo una y otra vez. Finalmente lo consigue con los dientes, esmerándose más allá de su propio miedo, y Java la voltea, enzarzados los dos como en una pelea, buscándose y rechazándose. De nuevo ordena grita, puñetera, insúltame, chilla, aráñame, pero ella sólo dice en voz muy baja mátame, dos veces al final, mátame mátame, y él nunca supo si lo dijo en serio o fingía. Poco después advierten que están solos. Ramona corre a encerrarse en el lavabo y él se viste. Al volver, ella no quiere mirarle a los ojos, todavía tiembla y tiene prisa. —¿Quién paga? —Vas muy ligera, ahora. Eso antes. Me has hecho sudar la gorda. —Él no, supongo. —No. La mastresa. Vestidos ya, esperan sentados en la cama. Ramona fuma furiosamente, Java saca una empanadilla del bolsillo y come mirando el vacío, absorto como un niño. Oyen golpear la puerta con los nudillos, salen al corredor y la gorda, después de entregarles un sobre cerrado a cada uno, les conduce hasta la puerta. En la calle, antes de separarse, encuentran cerrado el paso frente a la Delegación Provincial de Falange; la acera la ocupan una treintena de hombres con camisa azul que, rápidamente apeados de un camión y alineados en doble fila, cantan. Muchos peatones se paran, recelosos y serviles, y unen sus flacas voces a ellos, el brazo en alto y la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver. Tienen que esperar que el ritual acabe, volverá a reír la primavera, y cuando Java se dispone a atacar la última empanadilla oye una voz a su lado: —Vosotros, ¿no sabéis saludar? —Como saber, sí señor —dice Java. —¡Venga ese brazo, coño! —Sí, señor. —¡Ni señor ni hostias! ¡Arriba el brazo! —Sí, camarada. Ya estaba Java en posición de firmes cuando recibió la bofetada. Ni siquiera llegó a verle la cara, al que se la dio. También Ramona, con la barbilla clavada al pecho, oliendo todavía a orines, temblando, extiende el brazo hacia las desnudas ramas de las acacias que arañan un cielo de plomo; los ojos bajos, más que saludar ella parece rechazar con la mano a alguien que no quiere ver, que no quiere escuchar. Java, ocultando la empanadilla en la espalda, con la boca llena y les ojos húmedos a causa de la cachetada, mirando la nada frente a él, todavía le quedan ánimos para masticar disimuladamente mientras espera los gritos de rigor. El Simca 1200 GLE, blanco, matrícula B-750370, emergía un palmo sobre la superficie del mar. Bañado por la luz rosada del amanecer, su techo de vinilo negro y la brillante pintura de sus formas aún exhibía toda la elegancia que un día pudo hechizar a su comprador. Hundía el morro en el agua, al pie de las rocas, y el oleaje levantaba chorros de espuma por encima de la blanca cola levantada. Una de las puertas estaba abierta y las olas jugaban con ella. En el asiento posterior, dos niños idénticos aplastaban las narices en el único cristal intacto que quedaba y miraban con sus ojos redondos y ya velados la turbia nada del entorno submarino. Sus cuerpos flotaban ingrávidos y ligeramente de costado, como en una cámara vacía de aire o en un acuario, en medio de algas cimbreantes y alguna medusa transparente. Los demás cristales del automóvil parecían hechos de nieve sucia: astillados, con miles de fisuras. Una de las ruedas traseras, con neumáticos radiales de banda blanca, se apoyaba desinflada en una roca sumergida. Sólo asomaban por entero las aletas posteriores de la cola, cuyas luces intermitentes, en los diez segundos inmediatos al accidente, habían estado emitiendo reflejos del alba, guiños inhumanos, frías señales de una supervivencia técnica sobre la catástrofe y la muerte; un parpadeo sereno y confiado, como cuando tragaba kilómetros, como cuando aparcaba en la puerta del club. —Así que ya no era un pelagatos —comentó Ñito. —Y qué, si tampoco lo va a disfrutar —dijo la monja—. Dios mío, Señor mío. El automóvil parecía un animal abrevando tranquilamente al pie del acantilado, veinte metros más abajo de la curva más cerrada de Garraf. Los golpes de mar lo iban ladeando lentamente y en el flanco derecho de la carrocería, un poco más arriba de la improvisada línea de flotación, mostraba una gran abolladura de la que aún saltaba la pintura y varios agujeros por los que asomaba una madera astillada. Dentro del coche, todos los ingenuos requisitos de la opulencia: reloj luminoso, guantera cerrada con llave, encendedor, techo forrado, asientos reclinables. El hombre que yacía de bruces sobre el volante, frente al parabrisas astillado, había hecho instalar un receptor de radio, y su mujer había insistido mucho en poner una moqueta rojo salmón, quizá para impresionar a los vecinos. Ahora estaba acurrucada a su lado, descalza, la falda y los cabellos ondulando hacia el techo según el capricho de las corrientes marinas. Pegada al tablié había una reproducción exacta, en fotografía, de los gemelos que flotaban en el asiento trasero con las caras aplastadas contra el cristal. En la superficie serpenteaba una mancha de aceite estrecha y viscosa. Un poco más lejos, entre las rocas, un cisne de goma medio desinflado picoteaba aquí y allá obedeciendo al oleaje. También flotaba una gran pelota azul junto a una maleta abierta que nadaba entre dos aguas, y, alrededor del coche, esparcidos en un área de quince metros, se veían camisas de seda y vestidos de mujer estampados, pamelas, toallas, sandalias y nikis de niño, dos gorritos de marinero, folletos de turismo y mapas de carreteras. Debajo, en aguas un poco más profundas, un banco de pececillos alargados y de color acerado, con franjas negras, daba vueltas alrededor del automóvil. De vez en cuando, los peces se precipitaban todos a una al interior del coche entrando por las ventanillas y tironeaban las puntas de deshilachados cuajarones de sangre que flotaban como cintas rojas en torno a las cabezas del hombre y la mujer. Y cuenta que, en lo alto del acantilado, los camilleros vieron a una joven rubia tapándose la cara con las manos, de bruces en el volante de su coche sport abollado por detrás. —Este loco, dicen que gritaba la chica, llorando —dijo Ñito—. Quería pasarme, le daba rabia ir detrás y se le metió en la cabeza que tenía que pasarme, chillaba. No pensó en otra cosa desde que se me pegó detrás saliendo de Sitges, pobre loco. —Esta manía de correr y correr —suspiró Sor Paulina—. Dios mío. Cada día, desde las tres de la tarde, aproximadamente, hasta la hora del rosario, durante aquellos sofocantes días de septiembre, el viejo celador permanecía sentado con su guardapolvo azul ante un vaso de licor amarillento en el cuartucho oscuro y sin ventilación que Sor Paulina se empeñaba en llamar farmacia, y que no era sino una especie de maloliente almacén de potingues y frascos. Allí la monja preparaba recetas y dulzones e inofensivos licores sin nombre a base de colorantes y una pizca de alcohol. Había un ventanuco enrejado cerca del techo, al nivel de la calle. A medida que el sol daba de lleno en este costado del Hospital Clínico, cerca del depósito de cadáveres, el calor aumentaba y la gran cara redonda y banal de Sor Paulina, de una viscosa bondad de patata pelada, parecía reafirmarse más y más en su silenciosa cualidad vegetal para dejarle a él hablar y divagar libremente mientras se bebía sus jarabes. La monja parecía no escucharle siquiera, dedicada a anotar pedidos en una libreta, a suspirar yendo y viniendo de los estantes a la mesa arrastrando sus pesados pies, invisibles bajo los faldones del hábito. Ocupaba una silla alta de rígido respaldo en la que sólo apoyaba sus posaderas, más que sentarlas, frente al celador, que a ratos la ayudaba a clasificar cajitas de inyecciones y de píldoras con la finalidad de quedarse un rato más y seguir bebiendo y parloteando. Aunque en ocasiones ella movía su gran cara de luna de párpados cosidos, ingrávida en medio de la penumbra, y miraba a Ñito sin que él se diera cuenta, generalmente sólo era para recriminarle alguna grosería; sus ojillos grises nunca dejaban ver una luz de interés, una señal que acusara el paso de un recuerdo compartido. —¿Y su mujer? —dijo el celador—. ¿Quién será? Una de aquellas huérfanas de la Casa de Familia, seguro. Había una que le gustaba mucho, cómo se llamaba… Vamos a operarla de apendicitis, a ésta le gusta el tomate, hum, no oigo palpitar su corazón, Luis, dame el boniato. Pegando la oreja a la teta izquierda, sobándola: auscultándola, tartajeaba Amén, niña, te estamos auscultando. Sor Paulina carraspeó ahuyentando malos pensamientos: erais unos marranos. Presionando con los dedos el duro vientre, tanteando los huesos de la pelvis, la cálida hendidura de la ingle. Toque aquí, doctor, decía el ayudante. Hum, hay que abrir en seguida, señorita, ábrete de piernas o vas a morir infectada de pus, y con aladas manos quemantes le subió la falda hasta taparle la cara. Juanita, se llamaba. —Pero no creo —meditó Ñito. —¿Y su familia? ¿No ha venido nadie? —Nadie vendrá a reclamarlos, no tienen a nadie —el celador sonrió con una mueca—. Pero estos matasanos ya me buscan para las disecciones, eso sí. El doctor Malet me encargó una de cada. La monja quiso saber si los niños gemelos también, y el celador dijo también, vaya cuervos. —Cuando uno está muerto —suspiró Sor Paulina—, lo único que importa es el alma. —Si usted lo dice, Hermana. Criaturas inocentes, pensaba ella, angelitos, y su mente apesadumbrada dibujó la caída en el vacío, el automóvil suspendido sobre el mar entre fragmentos de valla, las ruedas girando en el aire y las aterradas caritas de los gemelos pegadas al cristal. El celador aventuró que la madre, de niña, podía ser una que le gustaba mucho jugar a médicos, ser la prisionera de los kabileños del Monte Carmelo y del Guinardó en un viejo refugio antiaéreo de Las Ánimas. La monja dio un respingo y pretextó no acordarse apenas del Centro Parroquial y además no quería oír más salvajadas y embustes, Ñito, parece mentira a tus años, se te caerán los pocos dientes que te quedan, hasta ése de plata. Pero él iba a lo suyo haciéndose el sordo, debería usted volver por allí, Hermana. Iba recordando, con sereno desorden, las aventis y los muchachos en torno a las fogatas, el juramento sobre la calavera y la ciudad misteriosa de los trece años, con sus gatos famélicos escarbando en las basuras y sus palomas decapitadas junto a los raíles del tranvía… Soy demasiado vieja, se lamentó ella. Si tiene tiempo, dijo él, y se cortó. Si antes de morirse va usted un día a pasear por allí, quería decir, si sus viejas piernas pueden devolverla un día a nuestro barrio y se para usted a contemplar la nueva iglesia, entonces no dejará de recordar que este feo templo de ladrillo rojo está asentado sobre las cuevas y el refugio antiaéreo que fueron nuestros dominios. Una ancha faja de terreno partiendo la manzana desde Escorial a Sors, con entrada en ambas calles, un sendero de grava, una capilla blanca con los flancos apretados de geranios y fangosas rinconadas de lirios, y un surtidor sin agua. Esta monja era entonces una bondadosa catequista, una gordita cariñosa y buena como el pan para los niños, ya no muy joven, interesada sobre todo por cosas del culto y por el coro de huerfanitas, así que no sabía gran cosa de los trinxes y sus terribles guerras de piedras. Pero recordará que alrededor de la cripta de la que había de ser nueva iglesia, sólo había los pozos y covachas que años después cobijarían los sólidos cimientos, los fundamentos de la futura gran Parroquia, porque la República o la guerra interrumpió las obras, de modo que la pequeña y primitiva capilla, chamuscada por el incendio y acribillada de balas, aún servía para el culto a pesar del boquete en el techo, del frío y la humedad y la poca gente que cabía, pues incluso, acuérdese, cuando la misa del gallo en Nochebuena usted tenía que dirigir el coro de niños en la misma puerta. Vaya usted un día por allí, Hermana, y verá las calles en pendiente por las que ellos se lanzaban con sus infernales carritos de cojinetes a bolas; aunque hoy estén asfaltadas, aunque se alcen modernas casas de pisos y hay más bares y más tiendas, todo sigue igual. Nunca se fue del todo aquel viejo hedor de vagabundo piojoso, aquel tufo de miseria carcelaria que anidaba en algunos portales oscuros. Y aún verá en alguna esquina la araña negra que las lluvias y las meadas de treinta años no han podido borrar del todo, presidiendo el mismo montón de basuras de entonces pero más grande y variado y suculento, que hambre ya no hay, eso no. Y recordará también las fronteras del barrio, los límites invisibles pero tan reales de los dominios de los kabileños y charnegos, la línea imaginaria y sangrienta que los separaba de los finolis del Palacio de la Cultura y de La Salle, niños de pantalón de golf jugando con gusanitos de seda en sus torres y jardines de la Avenida Virgen de Montserrat. Los peligrosos kabileños del Carmelo merodeaban por los alrededores del campo de fútbol del Europa y los descampados al final de la calle Cerdeña, iban en pandilla, tiñosos y pendencieros, sin escuela y sin nadie que les controlara, muchos de ellos aprendieron solfeo antes de saber leer y escribir, jamás conseguí que no desafinaran, sonrió Sor Paulina, sus roncas y malsanas voces de viejo me asustaban, eran niños peor que la peste, embusteros como el demonio. Sus ropas olían a pólvora quemada y a fogatas de verano, frecuentaban refugios antiaéreos inundados de tierra y agua de lluvia, agujeros negros que aún no era tiempo de tapar o que la gente ya había olvidado, y al principio no querían saber nada de Las Ánimas, del catecismo ni del coro. Sor Paulina cabeceaba sobre sus sedantes, dejando morir la conversación, pero el melancólico celador insistía: quería hablarle de nuestra afición a contar aventis, Hermana, un juego bonito y barato que sin duda propició en el barrio de la escasez de juguetes, pero que era también un reflejo de la memoria del desastre, un eco apagado del fragor de la batalla. Y habló Ñito de frías tardes invernales sumergidos en el tibio mar de tebeos y periódicos de acre olor, en la trapería de Java, alrededor de Sarnita y de su voz agazapada, revieja, abyecta y reverencial contando aventis: una cabeza rapada que lucía costras empolvadas de azufre como rabiosas moscas verdes, unas endiabladas manos tiñosas, una hermosa navaja de mango anacarado. —No sé de qué juego barato me hablas —gruñó la monja. Pero las mejores aventis eran siempre las que contaba Java en días de lluvia, cuando no salía a la busca con su saco y su romana y se quedaba en casa, recordó el celador: fue un día de estos cuando a Java se le ocurrió por vez primera introducir en la aventura inventada un personaje real que todos conocíamos, Juanita la «Trigo», una niña huérfana acogida a la Casa de Familia de la calle Verdi. En este preciso momento, al ver a Juani prisionera de la aventi, contuvimos el aliento y el auditorio se quedó expectante y desconcertado. Con el tiempo, Java perfeccionó el método: se metió él mismo en las historias y acabó por meternos a nosotros, y entonces el juego era emocionante de veras porque estaba siempre pendiente la posibilidad de que, en el momento menos pensado, cualquiera del corro de oyentes se viera aparecer con una actuación decisiva y sonada. Nos sentíamos todo el tiempo como alguien a quien va a sucederle un acontecimiento de gran importancia. Java aumentó el número de personajes reales y redujo cada vez más el de los ficticios, y además introdujo escenarios urbanos de verdad, nuestras calles y nuestras azoteas y nuestros refugios y cloacas, y sucesos que traían los periódicos y hasta los misteriosos rumores que circulaban en el barrio sobre denuncias y registros, detenidos y desaparecidos y fusilados. Era una voz impostada recreando intrigas que todos conocíamos a medias y de oídas: hablar de oídas, eso era contar aventis, Hermana. Las mejores eran aquéllas que no tenían ni pies ni cabeza pero que, a pesar de ello, resultaban creíbles: nada por aquel entonces tenía sentido, Hermana, ¿se acuerda?, todo estaba patas arriba, cada hogar era un drama y había un misterio en cada esquina y la vida no valía un pito, por menos de nada Fu-Manchú te arrojaba al foso de los cocodrilos. «Lo-Ky, los cocodrilos para nuestro amigo», ordenaba el chino perverso y cabrón dando unas palmadas… —Más respeto, celador. —Era un chino de película, Hermana. —Aun así. En realidad, pensó Ñito, aquellas fantásticas aventis se nutrían de un mundo mucho más fantástico que el que unos chavales siempre callejeando podían siquiera llegar a imaginar: historias verdaderas con cocodrilos verdaderos, historias de delación y de muerte escuchadas fragmentariamente y de soslayo en las amargas sobremesas de nuestros padres, cuando se abandonaban al recuerdo, y que, sin embargo, no tenían la misma extraña fuerza de convicción que las aventis inventadas por Java o por Sarnita. Arruinada nuestra capacidad de asombro, sólo captábamos los signos del azar: Amén aseguraba haber visto tres viudas preñadas pariendo chorros de arroz y de harina en la Montaña Pelada, bajo la luna, espatarradas como viejas que mearan de pie; en la misma trapería, ausentes Java y su abuela, Sarnita decía haber oído, detrás de las altas pilas de papel y trapos, el paciente raspar de una lima y golpes de cuchara en un plato; y Luis juraba que en el cine Roxy vio cómo acribillaban a un policía secreto con una escopeta de caza, pero de juguete. A veces, acuclillados en torno a la más increíble aventi contada por el trapero, en invierno, al anochecer, la niebla nos traía la sirena lejana y fantasmal de un buque en la entrada del puerto y era como una sirena oída en sueños, no creíble, una sirena surgida de un mundo infinitamente menos real que el nuestro. —Esto son aspirinas —dijo Sor Paulina, quitándole de las manos un frasco sin etiqueta—. Haz el favor de no mezclarlo todo. Java solía empezar sus historias a tientas, palpando un agarradero cualquiera, por ejemplo un barco misterioso navegando en la noche con las bodegas llenas de pólvora camufladas en sacos de café del Brasil; entonces, si no sabía cómo continuar, si flojeaba su imaginación, se ayudaba un buen rato con un sonoro «¡tuuuuuuut…!», imitando maravillosamente la sirena del buque con el filo de la mano pegada a los labios y soplando «¡tuuuuuut!» mientras rumiaba la trama, la continuación, el despegue hacia una nueva intriga. Y en seguida, agarrándose las rodillas, balanceándose con las piernas cruzadas bajo el trasero, brillando sus pupilas en medio del círculo de oyentes, la intríngulis empezaba a fluir de su boca como el agua rápida de un arroyo, el relato se hacía impetuoso y abrupto, huidizo, dejando aquí y allá pequeños charcos de incongruencias y cabos sueltos que sólo mucho después nos intrigaban. Por ejemplo: ¿cómo podía un inválido en su silla de ruedas, si había restricciones de luz y el ascensor no funcionaba, subir hasta un segundo piso que en realidad era un cuarto? La niña que empujaba la silla, la Fueguiña, ¿hasta dónde lo llevaba? Aparte de la mastresa, que ella nunca llegó a conocer, en aquel piso no había nadie para ayudarla… Pero Java nunca se paraba en estos detalles, tal vez ni él mismo sabía gran cosa más por aquel entonces, y había de pasar mucho tiempo hasta enterarnos que era ella, la Fueguiña, la que al llegar al pie de la escalera, después del paseo de cada tarde, cogía en brazos al señorito y le subía peldaño a peldaño. Él se dejaba llevar como una muñeca, las piernecitas envueltas en el chal, la perfumada cabeza de negros cabellos engomados reclinada en el hombro de ella, los ojos cerrados, el fino bigotito tan bien recortado en la cara blanca como la cera. Nunca se nos ocurrió pensar que la Fueguiña, tan flaca y desmedrada, tuviera fuerzas para cargar con el inválido, ni que tuviera que ocuparse tanto de él: desnudarlo y meterlo en la cama, lavarle el cuerpo con una esponja rosa y ayudarle a hacer sus necesidades. Y eso que en las aventis de Java, según se vería tiempo después, la realidad era una oscura y pesada materia que había de permanecer aún mucho tiempo en el fondo, sin poder aflorar a la superficie. Pero todo acaba por saberse, Hermana… —Vuestro refugio favorito estaba en Las Ánimas —dijo la monja—. Dios mío. —Nadie lo sabía. —Yo sí —dijo ella, y una nube de tristeza cruzó por sus ojos—. Os espié una vez, y era un infierno lo que vi. El sol ya no pegaba en la pared exterior, los cristales ciegos del ventanuco se volvieron color ceniza. El celador, después de apurar su vasito de licor de pera, se levantó del taburete metálico frotándose los labios con la bocamanga ensangrentada del mono. Gracias, Hermana, dijo, ahora tengo que ir a pinchar a los perros y darles de comer. La monja lo vio salir, anda con Dios, Ñito, lo miraba empujar los batientes de la puerta pero no parecía verle, pórtate bien. Se cruzó con el doctor Albiol en el pasillo y desenfundó rápido y disparó, ligeramente inclinado sobre el costado derecho. El doctor se reía y lo paró, tú siempre de broma, Ñito, qué haríamos sin ti en este hospital, ofreciéndole un cigarrillo. Preguntó ¿qué, alguna novedad?, y el celador contestó escuetamente: esta mañana ingresaron cuatro, accidente de coche, un matrimonio y dos hijos. —¿Y los parientes…? —No tienen. —¿Y tú cómo lo sabes? El celador empezó a toser, tosió un rato apoyando una mano en la pared estucada. Ya sé a lo que vienes, pensó, todos sois igual. Con su pañuelo azul se limpió los labios, las cejas y la frente, y se volvió a medias de cara a la pared y congestionado para gruñir no vendrá nadie, si quiere una disección dígalo ahora, coño, qué más da otro pedazo. El doctor Albiol preguntó quién hará la autopsia, y en seguida, sin esperar respuesta, con media sonrisa crispada: pero bueno, ¿estás llorando? El celador se alejaba: ¿quién llora aquí, coño? —Doctor, decía, acérquese, toque. Presionando con los dedos la tensa piel del vientre, bajando, tanteando el hueso debajo de la pelvis. Hay que abrir en seguida, dijo el otro, y en sus manos Juanita notó más delicadeza, más calor y como un cariño al subirle la falda hasta la cintura. De pronto le oyó rugir: ¡Tijeras! Echada de espaldas sobre una dura superficie que olía a madera quemada, vio la cara del doctor bajando hasta la suya con un destello de plata en los dientes. Sonrió tranquila, aunque con el pecho muy agitado, viéndole esgrimir las tijeras y mascullar las frías recomendaciones: calma, Juani, ni te vas a enterar, es como un afeitado en seco pero en seguida vuelve a crecer. ¿Quién está asustada, yo?, ella con una sonrisa que era un desafío: no me veréis llorar, jolines, no os daré ese gusto. Notó las puercas manos separando sus muslos con fuerza, los dedos demorándose en las zonas más tiernas, arriba, cerca de las ingles, el frío contacto de las tijeras y el cric-cric decapitando los rizos duros del color de la miel. Oyó decir: peluda la niña, mientras contenía la respiración, y sonrió resignada a la alta noche del verano, a las estrellas. Cayeron los últimos rizos y las manos seguían porfiando, explorando. Avisa cuando te duela, grita si quieres, nadie te va a oír. Ella se debatió furiosamente bajo la presión de las correas y pensó qué guarros, se me comen con los ojos, lo que sea que sea pronto. El doctor hablaba de úlceras y tumores malignos, y alguien dijo: Anastasia, y otro respondió anestesia, burro, y entonces ella vio caer sobre su nariz una plasta negruzca que olía a mocos. El pañuelo del Tetas mojado con agua de regaliz. Respira, tonta, te estamos anestesiando. Juanita pataleó hasta que pudo respirar de nuevo. Quieta, chavala, y las cinco caras colgantes apretaban el cerco. Hay que explorar más, dijo el doctor, y ella cochinos, me habíais dicho que sería con guantes, protestó juntando los muslos, pero en seguida cuatro manos ansiosas volvieron a separarlos, mientras se paseaba ante sus ojos la centelleante navaja. Juanita ahogó un grito en el pecho al sentir el dedo rondando las cercanías, separando los labios, hurgando, atornillando, resbalando por las húmedas paredes. Se concentró probando a imaginar aquello, incluso cerró los ojos y soñó un peso dulce oprimiendo sus senos, sus labios, soñó un cariño por su pelo, pero no sintió nada. Al otro lado de las lágrimas, arriba en lo alto de su rabia, más allá de las ramas del almendro y de las palmeras mecidas por la brisa, el parpadeo de las estrellas enloqueció de pronto, la luz se descompuso. No te quedará señal, decía el más sobón, quieta, si no te portas bien vendrá a operarte el doctor Java y verás lo que es bueno. Juanita consiguió levantar la cabeza y clavó sus pupilas en él. —¡Cochino! —lanzó juntamente con el salivazo—. ¡Sarnoso de mierda! —Ya estás avisada —dijo Sarnita con calma, limpiándose la cara con el dorso de la mano—. Así que habla, maldita, canta de plano o probarás el Hierro Candente. —Te marcaremos como a la Mujer Marcada —amenazó el Tetas. —¿O prefieres el boniato? – dijo Luis. —A ésta le gusta el tomate —deslizó Martín al oído de Sarnita, los dos sujetándola por las piernas—. Vomitará todo lo que sabe, pero antes quiere probar el boniato. La puntita nada más. —No te hagas la estrecha, Juani —decía el Tetas, mojando de nuevo el pañuelo en el líquido negro de un botellín de vermut—. Canta y te soltaremos, no seas boba. —¿Esto es jugar a médicos? —protestó ella—. ¿Esto? No me enredaréis más. ¿Y tú quieres ser médico cuando seas grande? —Seré médico —dijo Sarnita—. Operador. —Ja, ja. ¡Animal! —¿De qué te ríes, mamona? ¡Luis, el boniato! —ordenó Sarnita, abriendo la palma de la mano con la fulminante autoridad de un cirujano en el quirófano—. ¡Rápido! Se acercó Luis y ella notó el olor a café tostado que desprendían sus ropas. Cerró los muslos y clausuró una vez más el dulce ensueño de aquello. Con sus rugosidades y sus pelajos, crudo y frío, puntiagudo y al mismo tiempo sobado por el roce de tantas manos y bolsillos: así lo imaginaba ahora abriéndose paso. Todas las manos no tenían sin embargo bastante fuerza para separar sus piernas, toda la diabólica habilidad de Sarnita no alcanzaba a introducir siquiera la puntita nada más. Huy, huy, hablaré, dijo Juanita con una urgencia fingida, pero soltadme, dejadme respirar… Luis encendió una colilla de rubio en la llama del cirio. Se oía en la noche el chinchín de las orquestas lejanas, una mezcla de briosos bailables que llegaban de varias calles: Legalidad, Providencia, Encarnación y Argentona. Aullaban las sirenas en las atracciones de la plaza Joanich. Dentro del amplio solar de Can Compte, cuya tapia mellada se recortaba negra contra el cielo estrellado, ellos miraban con malignos ojos a la huerfanita sujeta con cinturones de piel de serpiente a la puerta chamuscada y apoyada horizontalmente sobre pilas de ladrillos, en medio del sembrado de escombros: un páramo desolado y yermo, viejos árboles medio carbonizados por rayos o bombas, una tierra que a trechos parecía castigada por dientes y garras. A ratos el viento levantaba del suelo una efusión de cenizas y humo. Colgaba la enredadera de la tapia como un encaje antiguo y polvoriento, y cobijaba a la niña prisionera y semidesnuda el ramaje de un viejo almendro cuyo tronco habían mordido las balas; alrededor de cada impacto, un corazón y un nombre grabados a punta de navaja, Susana, Menchu, Fueguiña, Rosita, Virginia y Trini. Acuclillado junto a Juanita, Martín jugaba con la navaja entre las manos. En voz baja casi de enamorado le decía no tengas miedo, chavala. Java sigue durmiendo en el coche, a lo mejor ni se acerca por aquí. El Tetas y Amén se sentaron junto a Luis, que repartía pastillas juanola. Mingo, acodado a la improvisada mesa de operaciones, miraba las braguitas blancas de la prisionera bajadas hasta las rodillas sucias de polvo de reclinatorio. En todas las caras bailaba la luz amarilla del cirio que ardía en medio del bidet, clavado en su propia cera derretida. Hosti, Juanita, eres fermi, dijo Mingo, no creí que aguantaras tanto. —Un respiro, trinxes —dijo ella—. Tápame un poco, tú. Mingo le bajó la falda hasta la mitad de los muslos. Cerca se oía el canto de los grillos y lejos la música de la Fiesta Mayor. Martín se incorporó rascándose con las uñas el flaco pecho, allí donde se balanceaba el cordel con la bolita de alcanfor, y lanzó una torva mirada a través de la noche clara, al ras de los hierbajos y la tierra blanquecina y sepulcral que iba desde Legalidad hasta Encarnación, hasta las ruinas de la masía inmemorial custodiada por cuatro palmeras. Más allá de las zanjas y rastrojos se veían empalizadas rotas y alambradas abatidas, arrasadas como por un huracán. Desde la calle Escorial, asomando por encima de la tapia, una farola bañaba de azul el chasis oxidado del Ford tipo Sedán sin ruedas ni puertas, un cascarón abandonado, podrido por la lluvia. Dentro yacía una sombra inmóvil sobre arpilleras deshilachadas, Java alumbrando el dorso de su mano con una linterna de pilas, mirándolo como si leyera en la piel. Martín tocó su hombro: Java, dijo, vienes o qué. Voy, incorporándose pensativo, el pulgar engarfiado en la gran hebilla de latón del cinto. Al llegar junto a ellos apoyó el pie en el borde esmaltado del bidet, el codo en la rodilla, miró un buen rato la llama temblorosa de la vela y luego a la prisionera, de pies a cabeza: su tosco uniforme azul, la corbatita blanca, el moño de beata, las braguitas bajadas, el sucio escapulario cruzado en la cara. Sobre todo, su sonrisa torva y descarada. Juanita miraba al trapero con ansiedad y malicia, las orejas encendidas como ascuas: —Ya tenía ganas de verte, fanfarrón. ¿Qué quieres saber? Venga, pregunta. ¿Qué buscas? Java no dijo nada, todavía. Fue Martín: —¿Es verdad que tú y tus amiguitas habéis encontrado municiones enterradas aquí? —Mierda —dijo Juanita. —¿Así es como os enseñan a hablar en la Casa de Familia? – dijo Amén. Martín limpiaba la hoja de la navaja en el borde de la falda de la prisionera. —Este territorio es nuestro —dijo—. Habla, o te operamos la pendiz. —Márcala, Martín —sugirió el Tetas. —Primero le pondremos mistos encendidos en las uñas. Luis sacó la caja de fósforos. El miedo asomó a los ojos de Juanita, fijos siempre en Java. Parpadeó. —Algo oí decir en Las Ánimas, pero no me acuerdo —masculló. —Vomita, chavala —Sarnita esgrimiendo el boniato peludo, esperando una señal de Java—. ¿Qué fue lo que oíste? —Que uno de Los Luises había encontrado algo por aquí. —¿El qué? —Una bomba de mano. —¿Dónde? —Yo qué sé, por aquí —Juanita empezó a culear furiosamente sobre las tablas desencajadas de la puerta—. Desátame, tú, que me sangran las muñecas. —Oye, ¿tú vas mucho a Las Ánimas? —le preguntó Sarnita. —Sí, qué pasa. —Más alto, no te oímos —dijo Luis rascándose el ojete con el dedo—. Canta o te hacemos la vaca. ¿Quién encontró las municiones? —¿Qué te rascas, gorrino? —Súbitamente puso cara de pena —. ¿Tienes cucs? Huy, qué mal lo vas a pasar. ¿Quieres saber cómo se curan en seguida? Luis asintió. Ella volvió a mirar a Java, pero el trapero seguía inmóvil y silencioso. —Las preguntas las hacemos nosotros —dijo Sarnita—. Y no intentes desviar la conversación, muñeca. —Pues no me sacaréis nada —dijo ella—. Trinxes. Kabileños estropajosos. Indecentes gorrinos. Sarnita reflexionó, paseó en torno al descascarillado bidet donde Java apoyaba el pie, y leyó en la cara de Java, en su extraño silencio: las oscuras manos colgando inertes, cruzadas sobre la rodilla, el pañuelo de colores anudado al cuello, la pescadora azul, el rostro impasible sobre la luz inquieta de la vela. ¿Qué esperaba el legañoso, por qué no la interrogaba él, si había sido suya la idea de hacerla prisionera? —Vamos a ver —dijo Sarnita volviendo junto a ella—. ¿Quién de vosotros ha estado en Las Ánimas, aparte de Amén y el Tetas? —Yo fui una vez —dijo Mingo. —Nada. Beatas y gorigori. —Tú qué sabes —dijo el Tetas—. Tienen mesas de ping-pong y equipo de fútbol, con un balón de reglamento, y botas y camisetas y todo. Y además hacen funciones de teatro. —Sí, pero a cambio te hacen tragar hostias y pasar el rosario todo el puto día —insistió Mingo—. Y te enseñan el catecismo, esas beatorras. —Son muy buenas —dijo Juanita—. Pregúntale a Amén, que es monaguillo. Y dan merienda… ¡Las manos quietas, tú! —Pero bueno, ¿quién habló de ir a Las Ánimas? – dijo Sarnita furioso. —Java. —¿Y por qué? —Así podrá currelar a las huerfanitas, ¿no lo entiendes, tarugo? —dijo Martín—. Podrá interrogarlas. Investigarlas. —Ya. Java no metía baza en la discusión. Se había sentado en un pedrusco bajo el almendro y miraba a Juanita. Resonó lejano en la noche un estallido de voces y aplausos desde una calle en fiestas, pero los músicos debían estar ya cansados y la melodía se perdía en el camino: llegaba sólo un monótono pulso de bombo y contrabajo, un sordo latido que más parecía pertenecer a la noche que a la orquesta. —A mi madre le gustaría que yo fuera a Las Ánimas —dijo Luis —. Dice que así estaría menos en la calle. Liberada de la puerta-camilla, con las manos ahora atadas a la espalda, la prisionera era empujada por Sarnita hasta el centro del corro fantasmal, junto al bidet con la vela. El último empujón dio con ella en el suelo. Java hacía rodar en sus manos la linterna de pilas. Sarnita se acuclilló ante Juanita y la llama relumbró en su cabeza rapada, llena de costras curándose con polvo de azufre. ¿Quién encontró las municiones?, dijo. Habla, desgraciada. Java se incorporó. Martín rugió: Nos ha tomado por el pito del sereno. Se abalanzó sobre ella y rodaron los dos en medio de un polvillo de yeso. Juanita quedó a gatas y a él se le vio un instante fugaz pegado a sus nalgas y agitándose frenéticamente, golpeándola con la pelvis como un perro. Pataleando, ella se dio la vuelta y mordía el aire, hasta que se vio aplastada bajo el peso y el ansia de Martín y se inmovilizó. Ladeó la cabeza lentamente y escupió en el polvo, y levantó despacio las rodillas, y luego, más despacio todavía, buscó a Java con los ojos y desde su ambiguo sometimiento le dedicó aquella sonrisa como una mueca. Acercándose, Java la cegó con la luz de la linterna, pero ella siguió retándole con los ojos y la boca torcida, emborronada por el polvo y una saliva sanguinolenta. Me ha mordido, el bestia, dijo con una extraña indiferencia, lamiéndose el labio, escupiendo. —Suéltala —ordenó Java. Martín se hizo a un lado, de rodillas, y sacudió el polvo de la falda y de las piernas de Juanita, que ya se incorporaba. Animal, murmuró ella, bestia. —Ven aquí, acércate a la luz —dijo Java—. ¿Cómo te llamas? —Lo sabes muy bien, trapero. —Cómo te llamas. —Juanita. Tú, quítame esta porquería del pelo ¡Con cuidado, bruto! Martín le expurgaba la cabeza, tironeando briznas de hierba. Luis dijo: —La «Trigo». Juanita la «Trigo», así la llaman. —¿Por qué? —Por el color del pelo, tonto —Juanita sacudió la melena airosamente—. ¿Que no lo ves? ¡Ay…! ¡Manazas! Y acabemos, venga, que tengo que volver a la calle Sors, la señorita ya me habrá echado en falta. Vaya jaleo por dos zarrapastrosos almanaques de Merlín, y sin tapas. Se apresuró el Tetas a precisar: un almanaque y vas que ardes, chata, y ella protestó indignada, me habíais dicho dos, jolín, un trato es un trato. Sarnita intervino diciendo que sí, bueno, pero tienes que dejarte pichar. —Nanay, listo. Qué te has creído. —Pues todas os dejáis tocar por los Dondi en el portal de la Casa de Familia… —Mentira —dijo Juanita—. Quiero irme. Ojalá me hubiese quedado en la Fiesta Mayor. Cochinos. Java, que se paseaba cabizbajo en torno a Juanita y la vela, dijo sin mirarla: —Tendrás lo prometido, más otro tebeo de Monito y Fifí de propina. ¿Contenta? —se paró ante ella, sonriendo—. ¿Te gusta la Fiesta Mayor del barrio? Algo en su sonrisa hizo pensar a Juanita: ahora sí, ahora me podría dar el verdadero miedo, podría sentirlo sobre mí, y nadie me oiría gritar, nadie acudiría si me desangrara. —Si una pudiera quedarse toda la noche y bailar con quien le gustara… —dijo—. Pero la señorita, se lo decía a éste mientras me traía aquí, la señorita sólo nos deja un rato. Un paseo para ver las calles adornadas, las orquestas, los vestidos de las chicas… De todos modos, que se había divertido mucho, añadió, primero fueron todas a la Parroquia y desde allí, en compañía del mosén y algunas catequistas, a recorrer calles; que en la calle Sors el mosén había subido al tablado de la orquesta para inaugurar las fiestas, y también subieron Pilar, Virginia y Rosita, y el mosén había hecho un bonito sermón, bueno, un discurso, dijo que era el primer año que la junta de vecinos lo invitaba a la inauguración y que esto satisfacía mucho a la Parroquia y a Dios también, que así la iglesia volvía a participar de la sana alegría del pueblo, después de tantas desgracias y penalidades con la guerra, y al recordar a los caídos algunas mujeres lloraron, pero entonces el mosén cogió la trompeta de uno de los músicos y tocó, todo el mundo se rió mucho y decían qué campechano es este cura, y lo dijo uno que dicen que era rojo, fíjate. —¿Tampoco tú tienes padre? – dijo Java. Juanita se encogió de hombros, los labios prietos. —Como todas las de la Casa —gruñó contrariada, escupiendo las palabras—. Los nacionales lo fusilaron, por si te interesa. Bueno, qué más quieres saber, presumido. Para qué me quieres. Martín me ha dicho que es por las municiones… ¿O no es por eso? Java se quitaba el pañuelo del cuello y ella dijo intrigada: ¿me vas a vendar los ojos? Mientras él se lo anudaba en la nuca, cuando ya no veía nada, pudo oler la misma colonia que usaba el alférez Conrado y que a veces gastaba la Fueguiña. La voltearon como una peonza y notó bajo la falda la rápida mano, adivina quién es, ella se revolvió pataleando, se desequilibró, las manos de Java la sostuvieron por la cintura: tranquila, Juanita. Y la voz ansiosa de Sarnita: ¿es verdad que un moro te pichó en tu pueblo, golfanta, y delante de tu padre? Y las risitas del Tetas y de Amén. —Callaros, coño —dijo Java, pero ella notó que no ponía autoridad en la voz—. Juanita, no tengas miedo. Ahora te quito el pañuelo y podrás volver al baile. Confía en mí. Sólo quiero que me digas una cosa. —Si la señorita se entera que me he escapado, me mata. —Dime, ¿quién es ahora la directora de la Casa? —La señorita Moix. Ya es vieja y no guipa nada, pero se entera de todo. La Fueguiña y yo siempre nos escapamos. Claro que la Fueguiña tiene la suerte de trabajar fuera de Casa… —¿Trabajáis? —¡Que si trabajamos! Coser, bordar, lavar y planchar y fregar. Casi nada. Todo el santo día. Y fabricamos flores de papel, ésas que adornan las calles para el baile. Y también hacemos encaje de bolillos, y la Biblia en pasta, hijo. Otras tienen más suerte y trabajan fuera, de criadas o de asistentas, como la Fueguiña. Lolita va a una academia de corte y confección… Alguien que no era Java la cogió por los hombros y de nuevo le hizo dar vueltas, y una voz carrasposa para darle miedo: ¿ves algo, niña? Pero la voz del trapero, tan cerca de su oído, era la única que le causaba escalofríos: —La directora que había antes, ¿cómo se llamaba? Juanita se estremeció. Su cabeza, con los ojos vendados, se irguió un momento como si hubiese captado una señal en la noche, más allá de la música de grillos y orquestas. Los altavoces de la calle más próxima soltaban una voz nasal de vocalista: el mar, espejo de mi corazón. —¿Cómo se llamaba? – insistió Java. —Yo no sé nada. Yo llegué a la Casa hace cuatro años, ya habían entrado los moros en mi pueblo —las veces que me ha visto llorar—. Yo, cuando me trajeron aquí a Barcelona, ella ya no estaba de directora, ya había la señorita Moix —la perfidia de tu amor. —Pero has oído hablar de ella —dijo Java—. A las otras huérfanas. Juanita oyó una voz que subía irritada desde el suelo, la de Sarnita: serás cabrito, ¿qué cuento es ése de la otra directora? ¿Qué buscas, Java, qué investigas en realidad, qué tiene eso que ver con nuestras municiones? Pero el trapero no le hizo ningún caso, y dirigiéndose a Juanita, en el mismo tono afable pero frío de antes, repitió: —Habrás oído algún comentario sobre ella, a que sí. —La señorita Moix no quiere que hablemos de ésa… Alguna chica habrá que la haya conocido, supongo, entre las mayores. Pero está prohibido nombrarla. Yo ni siquiera sé cómo se llamaba. —¿Por qué está prohibido? Juanita suspiró. Adivinaba una tensión en todos menos en el trapero. Ellos no entendían las preguntas de Java. Este interrogatorio es una tifa, dijo Sarnita. Se oyó el clic de la navaja. —Habla o te marco la cara —dijo Java—. Yo no bromeo, chavala. —Por algo malo que hizo una vez —susurró Juanita—. Dicen que una noche cortó las cabezas de todas las muñecas de las chicas de la Casa. Y además ahora hace la mala vida, dicen, igual que Menchu. —Una furcia. —Eso. Notó los dedos de Java en la nuca, el pañuelo resbaló por su cara y lo primero que vio fue a Sarnita sentado a sus pies, mirando al trapero con impaciencia y fastidio. Por fin, dijo Juanita, ahora las muñecas, creo que tengo sangre. ¿Me puedo ir ya? Luis ofreciéndole una pastilla en la palma tiñosa de la mano: ¿quieres una juanola?, con la otra hurgándose el trasero. Pónmela en la boca, así. Oye, ¿de verdad tienes cucs? —¿Habéis tenido noticias de ella? —dijo Java—. ¿Sabéis dónde vive ahora? —Pregunta a la Fueguiña. Ella la conocía, creo. Java le dio la espalda, alejándose hacia el chasis del Ford. Sarnita protestó de nuevo: esto es muy aburrido, y empujó a la prisionera hasta obligarla a sentarse en el bidet. El cirio ardía entre sus rodillas. Java se había recostado en el interior del automóvil y desde allí contemplaba la escena, sin mucho interés. Luis y el Tetas la sujetaban por los tobillos, Mingo le juntaba las muñecas a la espalda y Sarnita le cerraba los muslos en torno a la llama. Verás ahora si cantas o no, verás si le dices a Java dónde vive esa meuca. Y volviendo la cabeza hacia el Ford: ¿es importante, Java? El trapero frunció la boca y Sarnita añadió: ¿lo ves, perra? Vomita. —Pero si yo no sé nada, si nunca la he conocido. Qué vergüenza, virgen, qué vergüenza. —Se está poniendo cabrona, Sarnita —dijo el Tetas—. ¿Le bajamos otra vez las bragas? —Te vamos a quemar el conejo, chavala —dijo Mingo cortándole el paso a Martín—: Tú quieto, no te acojones, que no pasa nada. —Se va a quemar. Con ojos desorbitados ella miraba la llama de la vela a unos centímetros de los muslos polvorientos y rasguñados. Debatiéndose consiguió liberar una mano y arañar la cara del Tetas, que rodó por el suelo exagerando un aullido. —Juani la intrépida —dijo Sarnita. —Canta, mala zorra. —Te vamos a meter el boniato por el ojete. —¡No sé nada, os digo que no sé nada! —A ver una cosa —intervino Java alumbrándoles con la linterna. Ellos cejaron en su empeño, pero no le quitaron las manos de encima. La respiración entrecortada de Juanita aplastaba la llama de la vela—. A ver, si me dices la verdad te soltamos. ¿Sabes si tenía una marca especial, alguna vez oíste decir a las huérfanas si tenía una señal en la piel, una cicatriz? —¿Una cicatriz en la piel? —Sí. Unos costurones… —No. Y te lo repito: pregunta a la Fueguiña. Yo no sé nada. Java se quedó pensando y todos protestaron de nuevo: cabrón de legañoso, ¿qué misterio se trae? Cuéntanos de una vez qué buscas, quién es la meuca de la cicatriz. Java sólo dijo: —Soltadla, y que se vaya a bailar. Juanita sonrió entre las lágrimas, frotándose las doloridas muñecas. Luego sacudió su falda y su pelo. —Con esta facha —dijo Mingo— nadie te sacará a bailar. —¡Y a mí qué! Yo bailo con la Trini. —Luis, acompáñala —ordenó Java, y a ella—: Ya sabes, si hablas de esto, si se lo cuentas a alguien, entonces sí, entonces te rajo esta bonita cara de un tajo y además te pelo al rape. —No me digas —canturreó Juanita—. ¿Nada más? ¿No queríais nada más de mí, esta noche? Os creéis muy listos, ¿no? Lo único que sois unos cochinos. Y dando media vuelta se alejó en dirección al boquete de la tapia que daba a la calle Legalidad, tropezando con matorrales y escombros pero decidida y ágil. Rascándose el ojete, Luis se precipitó tras ella y al ir a cogerla de la mano ella le esquivó furiosa. Pero le dijo en voz baja, casi dulce: conozco un remedio para los cucs que no falla, un collar de ajos. Te regalaré uno, aunque no te lo mereces, no, guarro. Y fue esa misma noche cuando Java empezaría a interrogar a todas las huerfanitas, buscando alguna pista que le llevara a la puta roja. El verano del cuarenta, debía ser. Calle por calle, custodiado por los kabileños de bolsillos repletos de pólvora y pellejos de serpiente por cinturón, durante cerca de dos horas recorrió inútilmente el barrio en fiestas. Encontró a varias muchachas de la Casa, pero no a la Fueguiña. El Tetas y Amén le abrían paso penetrando en las riadas de gente con violencia, a codazos y levantando las faldas de las chicas y tirándolas del pelo. Volaban serpentinas de balcón a balcón y de una acera a otra, por encima de parejas y mirones que transitaban apretujados en ambas direcciones. La pandilla permaneció un rato frente al tablado de la calle Sors, admirando una frenética exhibición del batería de la orquesta Melody. En la esquina de la calle Laurel, en medio de un corro de excitadas muchachas que lamían polos de limón y naranja, un artista joven y vestido pobremente pintaba bonitos paisajes al pastel con asombrosa rapidez y los vendía allí mismo a perra chica la media docena. Un anciano barquillero que había instalado su ruleta con cigarrillos de anís, boquillas de papel y botellines de vermut, fue expulsado de mala manera por un guardia civil vestido de paisano, vecino de la calle Argentona. Casi nadie se fijó en el joven perdulario con macuto y cabeza rapada que se inclinaba muy despacio sobre el bordillo de la acera; parecía agacharse a recoger algo, pero en realidad se estaba cayendo de debilidad. Lo incorporaron a medias y lo sentaron recostado en la pared, y tenía una brecha en la frente y la hija de una vecina, una muchacha con un ceñido vestido verde, trajo un vaso de leche que el joven vagabundo no quiso beber. Al final de la calle se oían aplausos. Con los negros cabellos engomados y la chupada cara de tuberculoso, un fino bailarín de entoldado evolucionaba elegantemente con su rubia pareja en medio de un círculo de mirones. Frente al portal de la Parroquia, las huérfanas de la Casa de Familia bailaban entre sí empuñando monederos de plexiglás verde. Al preguntarles Martín, dijeron no saber dónde estaba la Fueguiña, riendo como tontas, ¿pues qué le queréis a ésa?, aquí tenéis a la Pili… En un callejón oscuro y desierto se besaba una pareja y ellos se pararon a escudriñar las sombras con sus vertiginosas pupilas, habituadas a cazar gatos en la tiniebla más densa. Las campanas de Las Ánimas dieron las doce. La sombra silenciosa que en este momento se cruzó con ellos era el novio pistolero de Margarita: pasaba sin verles con su rostro terrible picado por la viruela, blanco y duro como el hielo. Sarnita se agachó como si oyera silbar un obús. —El «Taylor» —dijo. El «Taylor» caminaba con los brazos separados como si tuviera ganglios en las axilas, amargado, lento y abstraído y con su pelo negro acharolado, y pasó tan cerca que ellos captaron el sudor de los sobacos oliendo a cuero. Pasada la medianoche, Java propuso formar dos grupos y volver a encontrarse más tarde. Excepto él y Mingo, todos se juntaron media hora después en las atracciones de la plaza Joanich. En las casetas de tiro pidieron una escopeta y por un real le tiraron a una botella de anís hasta que la dueña descubrió que utilizaban balines que Amén llevaba en el bolsillo, y les quitó la escopeta. Subiendo por Escorial, al romper a pedradas el solitario farol de la esquina con San Luis, un viento repentino que surgió de la oscuridad tumbó de espaldas a Sarnita; fue como una aparición fantasmal, explicaría después, un hombre alto y pálido que avanzaba encorvado contra la noche; pudo ver un instante el brillo acerado de sus ojos, su abierto chaquetón azul de marinero y su alto pecho desnudo y tatuado; asomaban rizos de oro bajo su boina y su barba era rubia como la miel. Que se le vino encima al doblar la esquina, dijo, y que luego se alejó a grandes zancadas con sus andrajosas alpargatas azules. Quiso añadir, aunque no pudo o no supo, que aquel hombre parecía venir no de la noche más remota, sino de un naufragio, una tormenta o una taberna del puerto con su manchado mostrador. —Es él —dijo—. Es el marinero. —Yo no he tenido tiempo de verle —dijo Amén—. ¡Vaya susto! —No puede ser. Está en Francia —dijo Martín—, se fue en un buque de carga. —Pues ha vuelto. —¿Será el que trae café de estraperlo al tostadero clandestino donde trabajas tú, Luis? —dijo el Tetas—. Seguro, seguro. —Sí que lo trae un marinero —dijo Luis—, pero no es éste. Éste es un maquis, chaval, ¿qué te juegas? Seguro que lleva un carnet de AFARE, mi padre tiene uno… Nanay, lo interrumpió Sarnita echando a caminar, os digo que es él y viene de Marsella, siempre quiso ser marinero. Pensaban contárselo a Java, pero esa noche ya no le vieron. Y cuando Mingo se juntó con ellos, les contó lo ocurrido con la Fueguiña: él y Java la habían encontrado por fin en la calle Torrente de las Flores, y Java estuvo con ella más enigmático que con Juanita, ni siquiera le preguntó por las municiones. Al parecer no la reconoció en seguida, era muy distinta a aquella chavala que vio por primera vez, aquella sombra gris en una tosca bata gris y con sandalias de goma. Bailaba, dijo, con uno que llevaba pantalón bombacho, un tal Sergio, que Java conocía de venderle novelas de Doc Savage de segunda mano. La apretaba mucho pero ella no quería darse cuenta o le gustaba. Por encima de su avispada cabeza, de sus negros cabellos partidos sobre la frente y recogidos en dos gruesas trenzas, se extendía hasta el final de la calle el techo de guirnaldas y tiras de papel de seda desflecado y bombillas de colores. Párvulos y voraces, los ojos del trapero vagaban por la pobre faldita floreada y el mísero pullover rojo, mordisqueado en las mangas y erizado de una pelusilla luminosa, mientras se dejaba sobar por su pareja. Aprovechando una pausa de la orquesta, se interpuso entre la pareja y la invitó a bailar el siguiente bolero, pero ella le rechazó. Mingo no sabía cómo se deshizo Java de su rival, sólo vio que le daba un recado a la oreja, que entraron juntos en un portal oscuro y que al poco rato volvían a salir para reunirse de nuevo con ella. Cojeando un poco, Sergio todavía la sacó a bailar, pero no terminó el bolero. Fue como si de pronto le diera un calambre terrible o como si hubiese recibido una patada en los huevos, dijo Mingo: rojo como un tomate, ahogando un alarido, soltó a la chica y se fue renqueando hacia su casa, arrimado a las paredes como un perro herido. Ella no se quedó sorprendida ni nada, sólo un poco fastidiada. Pensó que al pobre le había dado rampa en la pierna. Al primer baile ya se dejó apretar igual que con Sergio, a lo bobo, como si no tuviera conciencia de su cuerpo o como si no le importara. Su voz era como su mirada: turbia, fija, de una indiferencia destrempadora. —¿Cómo te llamas? Tardó un poco en contestar. —María. —Pero te llaman la Fueguiña. ¿Por qué? —No sé. —¿No te acuerdas de mí? Ella se encogió de hombros. Sus ojos de ceniza asomaban por encima del hombro de Java como detrás de un parapeto. —No. —¿Has comido alguna vez empanadillas de atún? —apretando un poco más su cintura, Java añadió—: Te estuve buscando toda la noche. —Embustero. —¿Por qué no llevas el uniforme como las otras? Las que trabajan fuera de la Casa, explicó ella, las que iban a coser a casas particulares o a hacer faenas por horas, podían llevar vestidos de calle. Quién sabe por dónde andarás, entonó entre dientes siguiendo los compases de la orquesta, quién sabe qué aventura tendrás… Sí, cuidaba a un inválido, un herido de guerra, durante unas horas al día. Qué lejos estás de mí. La directora de la Casa era buena, las trataba bien, ahora estaría con las otras chicas recorriendo las calles en fiestas, quizá buscándola, ya era muy tarde. —¿Cómo se llamaba la otra directora? —¿Qué otra directora? —La que había en la Casa antes que ésta, y que tenía cicatrices y dicen que era muy roja. —La señorita Aurora —dijo la Fueguiña. —¿No la has vuelto a ver? —No. —¿Y no sabes dónde vive? —No. —Dicen que ahora hace de fulana. La Fueguiña se encogió de hombros. —Dicen. Lo pisó sin querer y sonrió a modo de disculpa, separándose un poco. Entonces Java pudo ver su extraña sonrisa mellada, sus dientes rotos y enfermos. Ella lo miraba con recelo y él sostenía esa mirada. Todo fue muy rápido: se apagaron las luces y la huérfana se encontró con un farolillo en las manos, dijo voy por cerillas y Java todavía la está esperando. Ni rastro de ella por ninguna parte. Después del baile del farolillo, cuando ya se había retirado la vocalista y la orquesta tocaba los últimos tangos, las mujeres empezaron a chillar y las parejas a correr en todas direcciones. Cruzando una cortina de humo negro y espeso, los músicos saltaron al arroyo desde el tablado con sus instrumentos. En cuestión de segundos la gente quedó apiñada en las aceras y el tablado desierto, soltando humo por debajo, resplandores intermitentes y explosiones: se quemaba la traca del día siguiente, los sacos de confeti del fin de fiesta y algunas sillas plegables. Una centelleante lengua de fuego devoró los faldones rojos del tablado, visto y no visto. Los gritos de fuego no se oyeron hasta que las llamas brotaron enormes por un costado, doblándose y lamiendo el piano. A las caras llegaba el calor como las exhalaciones de un animal herido. Echaban cubos de agua y el humo subía ahora denso y blanco hacia la noche estrellada. Java se debatía entre una doble muralla de hombres que exhalaban un vaho enervante y pegajoso, una crispación muscular que les hermanaba extrañamente a cada explosión de los petardos. Al subirse a la acera para esquivar el reguero de agua que bajaba por la calle, distinguió un momento su grave cabeza constelada por el incendio, girando, despeinada, y luego su cara: iluminada por las llamas, entre el apiñado grupo de vecinas, la Fueguiña miraba el fuego de una forma ritual, con sus ojos antiguos, helados, registrando cada detalle, cada pavesa que volaba hacia lo alto como un murciélago. El resplandor azotaba su cara y ella lo recibía boqueando como si le faltara aire. Dos hombres no pudieron impedir que Java se soltara y echara a correr hacia el otro lado del tablado, mientras explotaban los últimos petardos de la traca. Cuando llegó a la otra acera, la Fueguiña ya no estaba. 2 Pero que no se diga: ya no puedo más, Marcos, esto es el fin, no tenemos salida. Inclinándose para encender el cigarrillo que el marinero sostenía con labios temblorosos llenos de pupas, acurrucado en un rincón del bar Alaska. Y pensar que al principio todos decían esto no puede durar, esto no aguantará, sin sospechar que el eco de sus palabras llegaría arrastrándose a través de treinta años hasta los sordos oídos de sus nietos. Estaban en babia, ciegos, sin esperanza, estaban muy lejos de verse empuñando las armas otra vez, de hecho ni siquiera podían imaginarse así: la cara tapada con el pasamontañas y pistola en mano empujando la puerta giratoria del Banco Central, o colocando una bomba en el monumento a la Legión Cóndor, o desplegando una bandera en la falda de una colina. Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, llorando por los rincones de las tabernas como niños. Palau era el único que ya entonces debía entrever, entre las lágrimas quemantes que aún le nublaban una visión de tropas victoriosas desfilando Salmerón abajo, a la rubia platino esperándole echada en la cama del Ritz y cubierta de joyas, o el coche del tío con chistera, parado a punta de revólver en la carretera de la Rabassada. Que no se diga, hombre, hay mil formas de joderles. Cuanto más cierras los ojos, más claro lo ves: no era la realidad exigiendo formar un grupo de resistencia lo que volvió a juntarles en el piso junto al metro Fontana el mismo día que entraron éstos, los nacionales, sino el deseo obsesivo y suicida de repetirse unos a otros en voz baja esto no aguantará, no puede durar, este régimen ha de caer. Basta una escopeta de caza con los cañones recortados, arrestos y un poco de suerte; Bundó dispone de un Ford tipo Sedán y Palau recuperará su Parabellum enterrada al pie del limonero del jardín de los Climent, hay que localizar a Esteban y que venga, Meneses no volverá nunca a ser maestro de escuela en su pueblo y también está disponible, y tiene una Browning, y Marcos, si se decide a salir alguna noche de su escondrijo, que sea para algo más que para estirar las piernas o robar candelabros en las iglesias; hay que resistir, hay que aguantar como sea porque ya veis que esto no durará mucho y de todos modos acabarán viniendo los aliados. —Hay que contar también con Luis Lage, cuando salga de la Modelo, y con Jaime Viñas —muy animado Palau. El Ford girando en la plaza Calvo Sotelo dirección Pedralbes, un día de esa primavera que llegó riente y perfumada y empolvada de sol como una puta barata. Desfilan cegadores los plátanos reverdecidos, el fantasma del bar Mery y sus aperitivos esmeralda, las fachadas con cristales nuevos, las colchas de seda y las banderas rojo y gualda colgadas en los balcones, adheriéndose como una piel joven y lustrosa a las palmas secas del Domingo de Ramos. Pasando ante el portalón chamuscado de una iglesia abarrotada de fieles postrados de rodillas: el himno parece darle alas a la hostia, allá al fondo, por encima del mar de cabezas rendidas. Frescos despojos de la iglesia derruida, es decir, edificada al fin según la profecía bíblica: el ábside quebrado, el carbón de la viga y la vidriera rota justificaban finalmente todos los salmos. Fueron a la comarca del Penedés a rescatar a Meneses del odio y la venganza de un pueblo enlutado, y a la vuelta enfilaron la Diagonal muy despacio por deseo de Bundó: tengo un plan, a ver qué os parece. Frente al Palacio Real una nube de polvo envuelve a una Centuria de flechas famélicos desfilando con la cabeza rapada, negros correajes, boina roja y machete al cinto: ahí van nuestros hijos, ríe Palau, vivir para ver esto. Bundó obsesionándose con su idea del atentado, ahora o nunca, coño, su dedo negro de mecánico apuntando más allá del parabrisas: la verja del parque. ¿Llegó a proponer en serio minar el Palacio cavando una galería subterránea durante noches y noches, y hacerlo volar con dinamita después que entrara el coche blindado? No vendrá, no le esperéis, diría Palau, pensar en liquidar a este cabrón son ganas de hacerse una paja porque sí. —Tienes razón, hay otras formas de joderles —Esteban Guillén a su lado, tan pulcro y elegante pero con maullidos en las tripas—. Limpiar sus Bancos, sus fábricas, sus oficinas de Abastos. Sus propios bolsillos, sus carteras. —Eso lo primero —Palau—. Sin pela no haremos nada. —Que no somos atracadores, tú —Meneses el «Taylor» con la blanca cara picada de viruela y las negras cejas casi femeninas, el maletín en las rodillas y dos maletas llenas de libros en el portaequipajes. Y en el recuerdo, una pizarra escolar y en ella «vete rojo» escrito con tiza, el pueblo con la giralda y las jóvenes viudas de guerra, una mujer bonita mirándole llorosa y asustada, la espalda contra un muro cubierto de lilas. Salvado del odio por los amigos, casi llorando él también en el momento de la partida, hundido al fondo del automóvil con los ojos bajos que sólo alzó un instante para mirar por última vez el corro de niños rodeando el coche, la blanca escuela y el camino blanco. Los cables del tendido eléctrico dejaban oír un zumbido de lejanías y de futuro. A un kilómetro del pueblo, la joven enlutada, ceñida la cabeza con un pañuelo negro, esperaba de pie junto a la tapia encalada del cementerio. Entre el son de las chicharras, igual que si la vida se hubiese paralizado en torno, un abrazo interminable, unas palabras de despedida, volveré a buscarte, el viento peinando los altos cipreses. Muchos no aprobaban que Bundó tuviera contactos con Toulouse, pero él argumentaba: —Ahora todos somos iguales. —Iguales nunca, faieros, les dije —Palau sentado frente a mí en el bar Alaska, tanteando con la llama mi cigarrillo tembloroso —. Menos el «Taylor» y Guillén, que tienen estudios, ya sabes lo que han sido y lo que son. Unos fanfarrones. Tú eres distinto, musarañas, a ti también te enredaron, eras bueno en el frente pero aquí en la retaguardia ellos te pudrieron. El niño bonito de los faieros. Y mira cómo has de verte ahora. Cagado de miedo. —Quieren que me una al grupo… —Bien clarito se lo dije a todos. Y que de octavillas y petarditos y todo eso yo nada, no estoy para perder el tiempo con mariconadas. Yo al grano, tú. Nuestra primera obligación es limpiarles el billetero, no me cansaré de repetirlo. Anarquistas de mierda, le dije. —Qué importa ya eso, Palau, hasta cuándo vamos a discutir de lo mismo. —A ver si nos metemos la lengua en el culo, ¿eh, Palau? —me dijeron Bundó y el Fusam encabronados, tenías que verles—. Cantamañanas. Capullo. Que mientras muchos de los vuestros se escondían aquí, bajo las faldas de las viejas, los nuestros organizaban la resistencia en los campos de concentración de los boches, gente del POUM que acabaría en las cámaras de gas de Matthausen y Dachau, ¿lo sabías? ¿Qué dices a eso, carota, había huevos o no? Así que a ver si nos guardamos las ideas, que ahora todos somos iguales. Yo no soy un hombre de ideas, pavero, le dije. —Tú lo que eres un carota —riéndose el Fusam—. Cuando consigues cinco duros ya estás en el Bolero con una furcia. Tarambana. —¿Y pues? ¿De dónde quieres sacar la información, ignorante? ¿Adónde crees que van las palomitas de los fabricantes, a misa, gamarús? Siguiendo al aprendiz del taller de joyería Munté sin dejarse ver. La fachada del hotel Ritz recibiendo la lluvia. El ascensor que huele a piso de ricos. Por la puerta entornada de la habitación 333 verás a la rubia platino poniéndose la bata y echándose de bruces en la cama, pidiendo el desayuno por teléfono y sin pensar: hay un hombre oculto en el pasillo, sin pensar: será un viejo cenetista, un socialista, un comunista, un simple separatista. Qué más da, carota, qué nos distingue ahora, qué nos separa después de haberlo perdido todo. —Que no, que todavía hay clases, faieros. —Está bien, Palau, cómo quieras, dejémoslo ya. —Póngame con recepción —riéndose la fulana, sacudiendo la rubia cabellera hacia atrás, descubriendo una garganta de nieve. Se revuelca en la cama y queda cara al techo. Bata de seda abierta, medias transparentes hasta medio muslo, labios y uñas de un rojo sanguíneo. Dos pekineses trotando sobre la colcha lamen sus rosados tobillos y sus zapatillas de raso. —¿Aló, recepción? Vendrá el aprendiz de la joyería, que suba en seguida. Se levanta y mira por la ventana el asfalto acharolado de la Gran Vía. Qué piensa una querida de lujo mientras ve caer la lluvia desde una ventana del Ritz, una fría mañana de invierno, calentita ella con su calefacción, sus pekineses, sus estolas de visón, sus turbantes de colores. Sencillamente piensa en lo que era siete años atrás, una muchacha pelirroja tambaleándose sobre unos altos zapatos verdes que le han regalado unos soldados envueltos en mantas; el camión erizado de fusiles parado ante el jardín de Las Ánimas, la joven miliciana de pie en el estribo, su pañuelo rojo al viento, su cabellera rizada y negra; las huérfanas repartiendo café caliente y cigarrillos. La más pequeña, una niña de siete años, mira con ojos hipnotizados la fogata que languidece. Alrededor, los milicianos discuten roncamente, por qué se ha perdido el Norte, maldita sea, mueran los curas, ¡tú, imaginaria, chúpamela! Detrás de las llamas ven a la niña inmóvil, terrible, alimentando el fuego con su extraña mirada de ceniza, ve, niña, le dice el soldado piojoso y sonriente que hace girar con el dedo índice la cadenita de oro con la cruz de rubíes, sin duda robada, ve y dile a la pelirroja ésa que si quiere venir a calentarse, que en mi manta caben dos… Y se veía acudiendo a él, ya cuando todos dormían, para dejarse abrazar bajo la manta y colgarse al cuello la cruz roja, se veía a sí misma desfalleciendo en medio de un intenso olor a sobaco y a vino, y a la pequeña plantarse de nuevo ante el fuego mirándolo con sus ojos glaucos y decir si vosotros dejáis que se apague, soldados, yo lo encenderé otra vez. Así se habla, niña. ¿No fue esa noche que vinieron por ti, Marcos, y escapaste de milagro aprovechando la confusión al descubrirse el pastel debajo de tu manta? ¿No se había ya creado entre los compañeros del hotel Falcón aquella horrible atmósfera de sospechas y espionitis, y todos iban cuchicheando y vigilándose? ¿No andaba ya tras de ti aquel agente ruso que decía que todo era un complot anarquista fraguado en el hotel, no quieres aún reconocer que el origen de tu miedo es agua pasada, marinero, que esto se acabó, que ya podrías salir de tu agujero y ver de cruzar la frontera…? Seguía al aprendiz sin dejarse ver, ocultos los ojos bajo el ala del sombrero. Entraba siempre el carota muy decidido en los lugares más concurridos, con el Lucky apagado manchado de café colgando de sus labios, con su largo gabán azul de cinturón ceñido y en la cara de caballo una falsa expresión agria y mandona de funcionario del régimen. Incluso, si era preciso, dejaba entrever su vieja placa de agente de la Generalitat. Simulaba atarse el zapato detrás de la gran planta de hojas como garfios, al final del pasillo alfombrado del tercer piso del Ritz. Esperando. El chico sabía el camino de memoria. Sonando una música bailable detrás de alguna puerta, una risa loca de mujer, un clinc de copas de champaña. El aprendiz, avanzando por el pasillo, se estremeció: debía haber una rubia detrás de cada puerta, semidesnuda, con medias altísimas de seda negra y ligas con brocados. Llamaba el chico en la puerta 333 y el carota no le quitaba ojo. Fachada gris de la Delegación de Falange del distrito VIII, plaza Lesseps, cayendo la tarde, olor a castañas asadas. Chirrido de tranvías y chispazos azules del trole al rozar los cables. Una bomba estalla tras una ventana de la delegación, la llamarada roja escupe cristales y fragmentos de mampostería. La acera del cine Roxy sembrada de octavillas. En el vestíbulo del cine, asomando la cabeza entre las cortinas para ver la platea, un agente de policía husmea algo sospechoso. Entra. Le siguen dos hombres con las manos en los bolsillos y el ticket de entrada en los labios, uno de ellos se vería pálido, alto y encorvado, con este chaquetón azul y esta boina de la que escapan rizos rubios, me veo raro en el cristal, extranjero y fuerte, llevo apretada al sobaco la automática con silenciador. El compañero viste una gabardina clara que oculta una escopeta de cañones aserrados. En la última fila de butacas, el policía ve a una mujer de cortos y poderosos muslos con la falda arremangada y abofeteando a un niño sentado a su derecha. Cuando se dispone a intervenir, estos putones de cine se atreven hasta con niños de pecho, oye el clic a su espalda. Se vuelve rápido. Percibo el brillo desesperado de sus ojos, cegados aún por el reflejo de la pantalla, al ver la gabardina abierta y la escopeta empuñada. La ráfaga de perdigones le golpea el pecho como el chorro de una manguera. La meuca y el niño chillan tirándose al suelo, entre las butacas. Cubriendo la salida del compañero, corriendo luego tras él. Poco después, agarrándose a la cortina, el agente saldría al vestíbulo con el rostro contraído, los labios intensamente negros y las mejillas como el papel. El joven flecha gordo y sonrosado que venía con la orden de recoger las octavillas, contempla boquiabierto cómo el policía suelta la cortina y se encoge hasta quedar de rodillas, tendiendo los brazos hacia él con el vientre empapado de sangre. El gordo falangista recula. El policía abate la cabeza y eructa dos veces, un hilo de sangre cuelga de su boca, se desploma. Mirando de reojo el fondo del pasillo, el aprendiz le silba el oído izquierdo. La puerta abriéndose, la silueta vaporosa de la rubia con la bata abierta, la piel sedosa del muslo. —De parte del taller. —Ah, por fin —ajustándose la bata—. Espera un momento, guapo —dando media vuelta con el paquete en la mano, le da la espalda. Desde la puerta el aprendiz observa el vigor de las nalgas bajo la seda, los hoyuelos que hacen guiños al andar, los tobillos de fresa y alrededor los perritos. Frente al espejo ella se prueba los pendientes, se mira complacida y sorprendida, casi extrañada: aquellas rojas cerezas que fueron sus primeros pendientes en el colmado de los Dondi, aquella gracia que tenía cuando paseaba con su blusa transparente y su faldita plisada entre los olorosos sacos de garbanzos y lentejas, una atractiva chica de barriada, una pelirroja bebiendo horchata con los muchachos de la calle Verdi. El lazo rosa en el pelo, la blusita abierta, la rebeca de punto. Y las rodillas soleadas clandestinamente en el terrado de la Casa pero siempre con polvo de reclinatorio, como un estigma, y las bromas de los charnegos kabileños: estás cantúa, chavala. —¿Todavía vas a confesarte a Las Ánimas, Menchu? ¿Es verdad que durmiendo una noche en el metro con el Dondi, debajo de una manta, cuando los bombardeos, te pillaron con las bragas en los pies? —Mentira podrida. —¿Ya sabe la directora que te pintas los labios? —Dicen que el mayor de los Dondi está tísico por tu culpa. —Chafarderos. Nunca fuimos novios. —Lástima que se haya acabado, ¿eh, chicos?, ya no volverán los aviones, ya no iremos más al refugio con Menchu, no volveremos a oír las sirenas. —Ni ganas, hijo —la niña se estremece—. ¡Qué miedo! —Qué buena estás, Menchu. —En el refugio nos moríamos de amor por ti, chavala. —Nos tienes locos. —Toma cerezas. Come. Pegados a ella como moscas a la miel, tirándole cerezas al escote, invitándola a horchata, haciéndose la ilusión de emborracharla. —Bebe, una huerfanita también tiene derecho a la vida. —¿Ya no estás de aprendiza en la peluquería? —El lunes empezaré a trabajar en casa de unos señores que tienen teléfono en el cuarto de baño, figúrate, y dos coches —uno de los muchachos intenta frotar sus rodillas sucias de polvo de reclinatorio, ella le esquiva, sus ojos violeta parpadean y habla como en sueños mirando al vacío, muchacha soñadora con cerezas dentro de la blusa—: Un día de estos me sacudiré para siempre el polvo de las rodillas y me escaparé de la ratonera de las huérfanas para no volver jamás. Pensamos sí. Decimos no. Pensamos esto no durará, aguantemos, esperemos un poco más. No volverán a oírse las sirenas de alarma, es cierto, no volverán a caer bombas. El himno nacional acompaña ahora la elevación de la hostia, la gente arrodillada se golpea el pecho. Ya no hay bocas de refugios vomitando a la noche aullidos de madre, ya no volverán por el cielo a matar niños: a partir de ahora, chavales, el peligro acechará en todas partes y en ninguna, la amenaza será invisible y constante… Quien así habla es un muchacho del Carmelo. No hay mucho de verdad en sus historias mientras el tiempo no demuestre lo contrario, pues este chico cuenta aventis basándose no sólo en los sangrientos hechos pasados sino también en los terribles acontecimientos por venir. Habla de bombas agazapadas en la hierba y en los escombros de la ciudad que estallarán muchos años después, de venenosos escorpiones que sobrevivirán a estas ruinas y de imborrables tatuajes y cicatrices en la piel de la memoria. En un pequeño desván apenas alumbrado por una vela, dice, alguien sentado en una mecedora hace pajaritas de papel rompiendo viejas revistas, de día y de noche, pensando siempre en una novia bonita con katiuskas que no ha vuelto a ver, en los camaradas valientes y fieles hasta la muerte, en lo que pudo haber sido y no fue, pensando en las musarañas. 3 Qué diablos andaba buscando Java tras las huerfanitas de la Casa, le preguntaban todos a Sarnita, qué investigaba acerca de esa fulana, quién era ella, quién le pidió encontrarla y para qué: parecía jugar a detectives, tanto preguntar a mendigos recogepapeles, mutilados de guerra sin trabajo y pajilleras de cine de barrio. En alguna parte de su mente olvidadiza Sor Paulina murmuró los nombres de Jesús, María y José mientras el celador seguía desgranando sílabas siempre en el mismo tono: no había inflexión en las preguntas, no había ironía ni pena ni emoción alguna. Y cuándo y cómo empezó la persecución de la puta roja, quién lo sabe, quién tuvo la culpa, quién se chivó: después del incendio del tablado en el Torrente de las Flores, Java no volvió a ver a la Fueguiña hasta un día que ella salía de la Casa camino de Las Ánimas, donde tenía ensayo de la función. No, dijo la monja, que fue en la iglesia antigua, en la capillita quemada: tiritando con aquel frío que caía del techo ella me ayudaba a cambiar las flores y los cirios del altar mayor y de pronto no la vi a mi lado, estaba en uno de los altares laterales mirando fijamente una imagen de la Virgen, rezando tal vez. Una imagen de la Purísima mutilada y maltrecha por la lluvia, sí, aún no habían reparado el techo. Pero no rezaba. Llevaba siempre consigo el cuadernito de la Galería Dramática Salesiana y aprovechaba cualquier momento para repasar su papel en la función, como hacían todas; sin embargo, aunque ahora abría el cuaderno, tampoco era eso lo que ocupaba su memoria. Él se le acercó en silencio por la espalda, adivinando, dijo, ahora me acuerdo, lo que ardía otra vez en sus ojos: los muros chamuscados, negros, el altar devastado, aquella viga carbonizada sosteniendo el cielo gris, la gran huella del humo por todas partes. Parecía hipnotizada, dijo él que pensó, allí de pie bajo la sombra tumultuosa de un incendio que jamás pudo ver, y le susurró al oído: Todavía buscan al loco que quemó el tablado. Ella ni siquiera se volvió a mirarlo y él añadió: Quiero decir la loca, todavía no saben que fuiste tú, pero yo te denunciaré. Entonces ella se volvió, el cuaderno prendido en el cinturón, un cirio en cada mano y en medio de sus ojos de agua de pantano, ni asustados ni nada, muertos. ¿Me has entendido, Fueguiña?, dijo él, y ella entornó los ojos por el frío punzante que caía desde el boquete del techo. Pero seré mudo si me ayudas, añadió él, te juro que no diré nada; sé que esta semana tenéis ensayo de la función y yo necesito un papel en esa función. Te explicaré lo que debes hacer. (Yo la llamé, Ñito, quise evitar aquello fuese lo que fuese, y la mandé cambiar el agua de los floreros, pensé que aprovecharía para escapar pero no tenía mucho pesquis, esta chica, y lo esperó afuera y allí debieron planearlo juntos. Aunque rezara era un mal bicho). Era un mal bicho la Fueguiña aunque rezara, sí. ¿Quién hace de Demonio, cómo se llama?, le preguntó Java, sosteniendo los floreros que ella iba llenando en la pila de la sacristía. Miguel, Miguel no sé qué más. Le conozco, dijo él. Y se fue a por el chico, lo esperó cuando salía del Palacio de la Cultura en la Travesera, no eran las seis y ya parecía de noche, buena hora para una emboscada y repartir hostias, para deshacerse de un enemigo. —Todo el mundo busca a alguien —decía Sarnita—, fijaos bien, todo el mundo espera o busca a alguien. Cartas o noticias de algún pariente desaparecido, o escondido, o muerto. Siempre veréis a alguien que llorando busca a alguien que sabe algo malo de alguien. Y cuánto le pagaban por ello, por husmear en tabernas y casas de putas, por preguntar a las vendedoras de barretas y tabaco, a sus amigos los gitanos, los afiladores y los paragüeros, por si la conocían o la habían visto, por fisgar en las pensiones baratas donde compraba papel y trapos viejos. —No hay ningún secreto, chavales —les repetía Sarnita—. Ningún misterio. Aquí ahora todo son denuncias y chivatazos, redadas y registros. Qué tiene de raro. El padre de fulano ha resultado ser un rojo de armas tomar, te dicen de pronto, y mengano, ¿no lo sabías?, oye, pues todo lo que tiene en casa es robado, el cabrón dice que es confiscado, pero es robado. O bien: ¿sabes la noticia?, la hermana mayor de tal se ha metido a puta, fíjate, una chica tan fina, o el tío de cual lleva dos años escondido en una barrica de vino, hace crucigramas día y noche y le dan comida por un agujero… Mirad los diarios, leed esos anuncios pidiendo noticias de hijos y maridos desaparecidos. Aquí mismo, en la trapería, hay gato encerrado, chicos, estoy seguro. ¿No oís a veces el crujido de una mecedora y el raspar de una lima? ¿Os habéis fijado en las sortijas de hueso que vende Java? No están hechas por los presos de la Modelo, eso dice Java, pero no es verdad. ¿Y qué me decís de las pajaritas de papel de periódico y de revistas que de pronto aparecen a miles, como llovidas del cielo? ¿Vais a hacerme creer que las trae Java en su saco, que todo el barrio se ha puesto de repente a hacer pajaritas? Nunca he visto a la abuela Javaloyes hacer una pajarita de papel. ¿Y sabéis lo que dicen, nunca habéis leído ninguna? Pues coge una del montón, Tetas, esta misma, desdobla el papel y lee: Miguel Bundó Tomás, reemplazo 41, Ejército Rojo, 42 División, 227 Brigada, 907 Batallón, 2.ª Compañía (chófer). Gratificaré a quien pueda proporcionar noticias ciertas sobre su paradero. Coge otra, cualquiera, tú, Amén, una de las grandes, ésta: Pavoroso incendio en Santander. Por facilitar medios para huir al extranjero han sido detenidos Jaime Viñas Pallares y Luis Lage Correa. Y esta otra, mira: Recuperación de muebles y alhajas expoliados por el marxismo. Y ésta: Robo a mano armada en el hotel Ritz. ¿Y ese orinal lleno de caca y orines que la abuela vacía en el water a escondidas, creyendo que no la vemos? En el otoño, Sarnita y su madre se fueron por unos días al pueblo, repentinamente vestidos de luto los dos: el padre había aparecido una mañana colgado en la portería del campo de fútbol del Europa. Durante dos horas un perro callejero estuvo ladrando a las viejas alpargatas que apestaban a vómito, hasta que abrieron el portalón de madera de la calle Cerdeña. Lo descolgaron: un pellejo hinchado de vino y envuelto en nubes de moscas, una lengua negra que había causado más muertos que la misma guerra, eso decían en el barrio. Dijo Sarnita que cuando le aflojaron la cuerda del cuello, eructó, como si estuviera vivo. Y que volvió a ver, revoloteando sobre sus párpados cerrados, aquellas cosas que había visto años atrás cuando su padre lo llevaba al refugio cogido de la mano, y que nunca podría olvidar: mujeres y soldados envueltos en mantas y calentándose en torno a una fogata, muchachas con zapatos de altos tacones arrastrando manojos de fusiles… Sufría alucinaciones, el tal Sarnita, Hermana, estaba atontado de las bombas. En su casa del Cottolengo habían pasado cuatro días sin saber nada del padre. El hombre parecía muy viejo pero no lo era tanto, iba mucho de burilla al barrio chino y no tenía trabajo, se decía que era un confidente de la bofia; últimamente se dormía en las tabernas junto a la radio, de madrugada no se atrevía a entrar en casa y se echaba en el rellano de la escalera, y sus hijos solían tropezar con él al bajar a la calle. Una noche que nos sentamos en el portal oímos de pronto un estrépito de muerte y el borracho se nos vino encima rodando por la escalera como un fardo. Esta vez y otras muchas le limpiamos la sangre de la cara, le abrochamos la bragueta y la camisa, lo agarramos por los sobacos y las piernas y lo subimos sin hacer ruido, dejándole tendido en la entrada de aquel pisito de paredes rajadas y con manchas. Al entierro fueron desastrados fantasmas de sus noches, soplones y derrotados tabernarios, una extraña fauna silenciosa y sin afeitar, caras color ceniza y ojos que apenas soportaban el sol. Algunas pajilleras del cine Iberia, vecinas cargadas de críos y de sueño, se acercaron por la casa a dar el pésame: era bueno, nadie es un inútil, en estos tiempos. Fue cuando Java, al verlas allí sin pintarrajear, con niños en brazos, tan atentas y como de la familia, les preguntó una por una y por separado, en voz baja, si conocían a una tal Ramona, meuca barata como ellas. Ninguna supo decirle. Y entonces preguntó a Sarnita: ¿sabes si tu padre que en gloria esté conocía a una tal Ramona, le oíste hablar de ella alguna vez? No, no hablaba nunca de su cochino trabajo ni de su amistad con las furcias, ¿Ramona dices, de modo que así es como se llama?, pues no, ¿por qué, quién es? Sarnita no lloró la muerte de su padre, nadie lloró en aquella casa y después del entierro él y su madre estuvieron un par de semanas en el pueblo de la giralda, y cuando Sarnita volvió encontró muchas cosas cambiadas. En la trapería le dijeron: — Agárrate: ahora Java se pasa al día en Las Ánimas. —No puede ser —con la mano tiñosa rascándose la cabeza pelona, todo vestido con ropas mal teñidas de negro, parecía salir de no sé qué enfermedad o peligro venéreo. Introdujo lentamente la mano en el cálido montón de pajaritas de papel y añadió—: No me lo creo. —Te lo juro por mi madre —insistió Mingo—. Y va a misa. —¿Java a misa? —Gorigori habemus, Sarnita. —Tú reparte la pegadolsa y calla, Tetas —dijo Mingo—. En serio, va casi cada día. —¿Y vosotros? —También, pero menos —dijo Luis. —¿Y qué puñeta hace allí Java? —Juega al ping-pong, canta en el coro, chafardea con las niñas, pregunta, mira y calla —dijo Martín—. Quiere ser artista de teatro, dice. —Le chifla, va a espiar los ensayos sin que le vean —dijo Amén —. Se sienta en el último banco, en lo oscuro, más callado que un muerto. Algo está tramando. —Haría cualquier cosa por conseguir un papel en la función. —Ya lo ha hecho —dijo Martín—. Tenía su plan. Seguro. —¡Pues claro! —Sarnita se dio una fuerte cachetada en la frente—. Ahora lo entiendo. —¿El qué, Sarnita? —dijo Amén—. ¡Cuenta! Eran las seis de la tarde y corría por las calles heladas con los puños prietos en los sobacos, pero no era el hambre ni el frío que lo apuraban. Le cortó el paso cuando el otro salía del Palacio de la Cultura con su cartera y su álbum de campeones de boxeo, y le dijo: ¿tú eres Miguel, el que hace de Demonio en la función de la Parroquia? Sí, qué pasa. Ven, y sacó la navaja pero no la abrió, lo acorraló en lo más oscuro de la calle Larrad y le dio un rodillazo en los huevos. Cuando lo tuvo en el suelo le pateó los riñones y las costillas dejándole casi sin respiración, que no pudiera gritar. ¿Eres tú el que anda por ahí diciendo que la madre de Luis hace pajas en el Roxy?, pues toma. Sentado sobre su pecho, le golpeó cuidadosamente los ojos con los nudillos, toma y toma: cegato no podría hacer de Luzbel. Sin malicia, Hermana: sólo quería dejarlo inútil por un tiempo, no tenía nada personal contra el chico y por eso inventó vengar a la madre de un amigo. ¿No sabes que la madre es sagrada, chaval? Toma y toma. Reflexionó, se quedó mirando atentamente aquellos ojos hinchados, las cejas partidas, la cara tumefacta, temiendo la posibilidad de que se recuperase en unos días. Así que decidió asegurarse: le tenía de bruces en la hierba, lloriqueando junto al álbum abierto y los cromos repes sin pegar, esparcidos en torno suyo, y primero se los recogió uno por uno y los guardó en el álbum, y el álbum en la cartera, que dejó al alcance de su mano; ya le he dicho que no tenía nada personal contra el pobre chico. Luego le estiró el brazo en tierra, puso el pie sobre el codo y pisó fuerte al tiempo que lo doblaba hacia arriba, un tirón, se oyó el crac: esta vez sí gritó, pero dice que tardó un poco, Java ya había soltado el brazo y al soltarlo cayó doblándose al revés, como si fuera de trapo. Escapó corriendo calle abajo, por la acera de las farolas ciegas, hacía mucho frío, una noche de perros. —Es por la calientabraguetas de la Fueguiña —dijo Martín—. Todo lo hace por ella. —No es por eso —dijo gravemente Sarnita, pensativo. Miraba a la abuela Javaloyes envuelta en su gran bufanda, al fondo de la trapería. Expurgaba el trapo de una pila de papeles, sentada debajo del calendario petrificado en mayo del treinta y siete, el mes que amarilleaba un poco más cada año. Las sarmentosas manos ocupadas, sostenía con los dientes dos ejemplares de la revista Crónica. Sarnita le preguntó por señas si quería que la ayudaran un rato, y ella respondió golpeándose el antebrazo con la mano: largaros de una vez, quería decir. Sarnita se volvió a los otros: —No es por eso, no. Busca estar cerca de las huérfanas, donde sea, incluso en Las Ánimas. Por eso hace Java lo que hace. Vámonos, la abuela está cabreada. Antes de levantarse miró el portal en lo alto de los escalones: la calle y la noche, el frío invencible. Luego miró al Tetas y Amén enterrados hasta el cuello en la montaña de pajaritas, y dijo qué tristeza el pueblo, chavales, qué aburrimiento con tantos muertos y funerales y viudas, ya tenía ganas de volver, ¿dónde estará Java, vendrá hoy o qué? —Ya no vendrá. Vámonos —dijo Martín. Por señas le dijeron adiós a la abuela, que ni les vio—. Tú aún no conoces el sitio, te gustará. —Yo lo que no entiendo es cómo Java se ha apuntado al pingpong, que siempre dijo que era un juego de maricas —dijo Luis—. ¿No te parece, Sarnita? Sarnita no respondió. Caminaban de prisa, apiñados y tumultuosos. En la calle de las Camelias, la noche o la nostalgia de otras noches menos inhóspitas derramaba un olor a jazmín desde las verjas hasta la acera. —Hacerse amigo del señorito Conrado —dijo Amén—. Eso quiere Java. Y de las catequistas y las beatas, para sacarles botes de leche condensada y ropa usada… —Tú qué sabes, tótila —dijo Sarnita—. Ya veo que todos estáis en babia. —Pues habla, Sarnita, qué esperas. —Ya llegamos —dijo Mingo—. Silencio. Era en la misma calle Escorial. Un rótulo acribillado de balines y salpicado de puñados de barro, medio desclavado en la tapia del parvulario de las monjas, junto a la araña negra estampillada, decía borrosamente: Capilla Expiatoria de Las Ánimas del Purgatorio, y al lado las enormes columnas como troncos cortados de pie, alineadas y tocándose, formando una barrera que había que escalar. Dos metros más allá estaba el refugio, cuya entrada en forma de herradura se recostaba hacia atrás sobre la tierra roja, entre el amontonamiento de ladrillos y cascotes de la obra interrumpida: boqueaba bajo el cielo estrellado como un enorme pez agonizando y hundiéndose en arenas movedizas. Dentro, la pequeña puerta de tablas, y una de las tablas era de quita y pon: por allí pasábamos, Hermana. —¿Municiones…? —preguntó Sarnita. —Nada. Una carretilla rota y picos y palas —dijo Amén—. Pero nadie más que nosotros lo conoce. Una vez todos dentro, clavetear la tabla en su sitio, con verdadera furia: el frío acechaba a través de las tablas podridas. La oscuridad era cálida. Os voy a contar lo que hay, dijo Sarnita, ¿os acordáis de aquel domingo por la mañana este verano, antes de la Fiesta Mayor, que vino un taxi? Sí, se acordaban: nunca se había visto un taxi en aquella callejuela de mala muerte, y menos parado frente a la trapería; le salía tanto humo del gasógeno que todos pensaron que tenía una avería. —Pues venía de Las Ánimas —dijo Amén—. Cada domingo la señora Galán lleva a su hijo a misa, en taxi. Pero sólo los domingos: los martes y los viernes oyen misa en su capilla particular del piso de la calle Mallorca, ¿verdad, Tetas? El Tetas y él ayudaban a decir la misa, Amén iba los martes y el Tetas los viernes. Siempre volvían desayunados bestialmente, con tostadas y mantequilla y tazones de leche, y con galletas y chocolate en los bolsillos, y contaban del inmenso piso de la doña y no paraban: que si olía a pastelitos de ricos hechos en casa y que si en las vidrieras de colores había bergantines piratas y faros y olas enfurecidas, y en las paredes pistolas antiguas y espadas y puñales con sangre seca y negra de siglos; y Amén juraba que el alférez Conrado tenía en su mesa del despacho cinco balas de plata engastadas en un pisapapeles en forma de cinco rosas, y una foto dedicada donde se veía a Juan Centella calvo calvorota conduciendo una potente motocicleta con su jersey blanco de gola, su pantalón bombacho y sus botas altas. —Cállate ya —dijo Mingo—, no jorobes más y deja hablar a Sarnita. —Eso —dijo Martín—. Sigue, Sarnita. ¿Y luego? La señora Galán bajó del taxi y en la ventanilla asomó una mano de cera bailando dentro de la bocamanga caqui, entregándole un paquetito envuelto en papel de seda y atado con un cordel de purpurina. La señora lucía sobre los hombros una negra mantilla bordada y en la cabeza un sombrerito azul con violetas y el velo recogido. Acarició los cabellos de Amén y murmuró un saludo al Tetas parpadeando como una tortuga. Los demás se acercaron pero sólo tenían ojos para el paquete que se balanceaba con el lazo prendido en su dedo. —¿Vive aquí una trapera que es muda? —preguntó. —La abuela Javaloyes, sí señora —dijo Martín—. Pero no está. —¿Está su nieto? —Java sí, señora. Entre usted, entre. Tenía una limpia carita de porcelana y olía estupendamente, recordamos todos, y el gordo Tetas lo confirmó, tropezando, avanzando a tientas por el refugio: conozco a la doña de mucho antes que vosotros. Su hijo permaneció sentado en el fondo del taxi, y a través del cristal sus ojos de mirar altanero y fúnebre escrutaban la puerta de la trapería. Ella entró, les recordó Sarnita, pero yo me había anticipado para avisar a Java que tenía visita, la beneficencia de la parroquia, le dije, estás de chamba, y me escondí detrás de los sacos para ver qué le traían: a lo mejor carne de lata, pensé. Y nosotros en la calle esperando junto al taxi, y el paralítico venga a sonreímos detrás del cristal con el mentón y las manos apoyadas en el puño del bastón, la toallita al cuello como una bufanda, ¿por qué llevará siempre toallas en vez de bufandas? Pues porque le gusta, manías, antojos de enfermo. Hasta que bajó el cristal de la ventanilla y dijo venid, acercaros, y nos preguntó los nombres uno por uno y nos invitó a rubio. Traía el paralítico cara de mucho sueño y mucho aburrimiento, pero estaba de lo más animado a pesar de su desgracia. Luis, que siempre dijo que tenía las piernas de madera, no hacía más que asomarse al interior del taxi y mirárselas, incluso llegó a preguntarle si era verdad que los calcetines y los zapatos eran pintados, el animal. —¿Y qué quería la doña, Sarnita? —dijo Luis palpando la húmeda pared del refugio—. Java no quiso contarnos. —¿Iba a hacer beneficencia? —A eso y a vengarse. —¡Ondia! —Cuidado ahora. Era un estrecho túnel en descenso: cuatro metros adentro, paredes y techo de ladrillo, luego todo era tierra. Cuidado con desviarse, pisones, dijo Mingo, y a la luz de la linterna pudo ver el agua enfangada del suelo, allí donde terminaba el desnivel y torcía a la derecha. A la izquierda había una cueva de tres metros de hondo: un pasillo lateral cuya obra no prosperó. Pasaron en fila india sobre el tablón echado en el fango, Mingo y la linterna adelante, Amén cerrando detrás, incordiando, entonando vamos a contar mentiras tra-la-rá, riéndose como un conejo, ¿sabes quién lo descubrió, este refugio?, y la voz de Martín: Java; pero parece que la Fueguiña ya lo sabía, la moscamuerta. Pero cuenta, Sarnita, sigue. Sentémonos primero a fumar un pito. Vale, sólo un momento, para que veas lo bien que se está aquí. Ella estuvo todo el rato sentada en la pila de revistas, ésas que la abuela quiere quemar, y en una postura tan natural y hasta elegante con su traje sastre morado, se veía que está acostumbrada a visitar a los pobres. Y Java sentado en el suelo a su lado, mirando fijamente las finas manos ensortijadas que deshacían el lacito de purpurina y apartaban el papel de seda: aparecieron en el regazo de la doña tres «brazos de gitano» en una bandeja de cartón. —Lo repartirás con tus amigos, pero guarda uno para tu abuela —dijo la doña, y sus ojos azules de muñeca parpadeaban sonrientes—. Anda, come un poco mientras charlamos. Le contó a Java que en Las Ánimas ahora recogen comida, ropa y medicinas, ya tenemos un pequeño dispensario y todo, se está haciendo una lista de las familias más necesitadas del barrio, y tú y tu abuela… —¿No tenías también un hermano? —Ya no lo tengo, señora. —¿Y cómo es eso? —Se fue. Un día se enroló en un barco y se fue. Siempre quiso ser marinero. —Y masticando sin parar, receloso—: ¿Sólo ha venido a preguntarme cuántos somos en casa, doña, sólo eso? —También he venido a pedirte un favor. —Mande. Entonces ella bajó un poco la voz, pero nunca dejó de sonreír, de parpadear. Primero le preguntó si sabía que el Centro también se ocupaba de ayudar a los feligreses necesitados no sólo con comida y ropa… Se interrumpió y fue al grano: —Hace tiempo que la Congregación busca a una persona que tú conoces, te han visto con ella. Es alguien que queremos ayudar y no sabemos dónde vive. —Ah —dijo él, y pellizcó otro pedazo de dulce en la falda de la doña, mirando sus ojitos pillos y burlones, sus dientecitos forrados de oro—. Yo conozco a mucha gente, los traperos nos metemos en todas las casas, hablamos con todo el mundo. —Por eso he pensado en ti. Le iba a pedir que denunciara a alguien, dijo Luis, a que sí. Protestaron Amén y el Tetas: cómo puedes pensar eso de la doña, es buena como el pan. ¿Y qué más, Sarnita?, no te pares ahora, te has dejado en el buche lo mejor: ¿quién era? —Una meuca, tótilas. Una furcia. —Una chica —dijo la doña—, una pobre chica descarriada, que ha sufrido mucho. Se llama Aurora Nin. Java meneó la cabeza. —No conozco a ninguna con ese nombre, doña. —Seguro que ahora se hace llamar de otro modo, incluso se habrá teñido el pelo. Tendrá mucho miedo, la pobre. —¿Por qué? Dudó unos segundos la doña, ladeó la cabeza con aire triste, suspiró. —Por algo malo que hizo una vez, hijo. Pero eso no importa ahora. Está sola y sin recursos, desesperada, necesita nuestra ayuda y sabemos que se esconde. Antes, cuando era una chica formal y devota, venía a la parroquia, pero ahora debe darle vergüenza encontrarse con conocidos… Se explicaba la doña moviendo mucho las manos y los ojos, contenta de verle comer a dos carrillos: una nueva iniciativa del Centro Parroquial, salvar a estas infelices si es que aún estamos a tiempo, ingresarlas en el Patronato de Redención de Penas, en Gerona, pero además con esa Aurora Nin ella tenía un interés especial en ayudarla porque de jovencita la tuvo de criada, y que siempre fue muy buena y se hizo querer. Y que él tenía que conocerla porque casualmente alguien les había visto juntos en la calle Mallorca una tarde que hubo una concentración falangista y todos cantaban el himno saludando brazo en alto. Java inmovilizó sus mandíbulas, recordaba, su boca llena de crema con gustito a canela, y alzó la cabeza y achicó los ojos, rumiando igual que cuando cuenta una aventi de espías y de pronto le falla la inventiva y quiere ganar tiempo, el puta, ya casi no quedaba nada del «brazo de gitano». —¿Cómo? ¿Quién nos vio? No es seguro que el alférez Conrado, que aguardaba en el taxi, fuera el instigador de aquello. Ni se nos ocurrió pensar que pudiera saber algo, o que alguien hubiese hablado con él, alguien que esa tarde les vio desde las filas azules en posición de firmes. Una pobre pareja hambrienta, apestando a orines y con el brazo en alto, forzados a saludar el himno nacional en plena calle, es algo que hoy puede sugerirle a usted una idea de la intolerancia y la humillación del ayer, Hermana, pero entonces no le habría parecido tan fuera de lugar al que mirara: un par de asustados y apestosos ciudadanos en medio de un rebaño de asustados y apestosos ciudadanos, eso es todo. A menos que a ella la conocieran de antes… Por eso Java insistió: ¿quién dice que nos vio?, y la doña dijo un antiguo chófer nuestro, pero es igual, hijo, quizá se confundió. Hum, hizo Java, ¿su hijo de usted también la trató?, preguntó distraídamente, pero la doña ahora reflexionaba, los ojos casi en blanco, escogiendo las palabras: Aurora fue siempre una muchacha honesta, y cuando pasó lo que pasó, cuando su tío trajo el luto a nuestra casa, no creas que disminuyó el aprecio que le teníamos a esta chica… ¿Qué fue lo que pasó, doña? Ay, hijo, no hablemos de desgracias, aquellos días había sonado la hora de la venganza para tantos resentidos. Y volviendo al motivo de su visita, insistió en saber si Java y ella habían vuelto a verse, o si sabía dónde vivía. No es que pensara, dijo, que él podía haber hecho algo feo con aquella mujer de la vida; si era casi un niño. Tal vez sólo la conocía de comprarle botellas y papel viejo, o simplemente de frecuentar el barrio chino con los amigotes, o quizá fue amiga de su hermano… No, doña, palabra, no la conozco. Lo más oscuro era la cueva lateral y solíamos sentarnos en semicírculo frente a Martín, que recostaba la espalda en la pared del fondo. Luis encendió el cabo de vela pegado sobre la calavera en su propia cera derretida y la puso en el centro. Mingo apagó la linterna, todos tendieron la mano y Martín repartió unos pellizcos de picadura y papel de fumar. Teníamos muchas reuniones allí, y a veces el Tetas traía tomates y cebollas y hacíamos ensaladas en una lata de galletas y después fumábamos y charlábamos hasta muy tarde; otras veces Amén birlaba en el Centro un bote de leche condensada y nos hacíamos traguitos muy aguados, y en una botellita de orange llevábamos la pegadolsa deshecha en agua: era el café. —Chachi para contar aventis, Sarnita, a que sí —dijo Amén frotándose las manos—. Aquí te inspirarás, seguro —en cuclillas, sus ojos harapientos saltando de una cara a otra a la luz de la vela: máscaras en el vacío, y el frío y el miedo acechando a través de las tablas podridas, en la calle. Luis tosía mucho allí dentro y hablaba poco, el refugio aún guardaba para él ecos de bombardeos y sirenas de alarma. En las paredes de tierra donde oscilaban las sombras se veían los tajos de las piquetas, lombrices y escarabajos, una piedra con vetas negras y verdes que se podía quitar: tras ella quedaba una hornacina y allí ocultábamos la vela y la calavera, las cerillas, una lata Príncipe Alberto con pólvora, dos novelas de Bill Barnes y una de Doc Savage y una revista Signal con aviones Messerschmitt en colores. Cada vez más misteriosa la voz pausada, gutural, persuasiva de Sarnita: pues aunque no la conozcas, recordando, eres la persona indicada para encontrarla, haznos este favor, dijo la doña, porque yendo de casa en casa habrás visto qué cuadros, hijo, conocerás a tantas desgraciadas como ésa. —No dejes de avisarme si la encuentras o si tienes noticias de ella —añadió—. La parroquia sabrá recompensarte y yo por mi parte también, como cosa particular. Asentían en silencio las caras pensativas. —Humm. Poco a poco se moja el culo, es lo malo que tiene el refugio —dijo Martín removiéndose inquieto—. Tenemos que traer sacos viejos. —Mejor unos tochos —levantándose Mingo: encendió la linterna, sopló la vela—. Vámonos. Dejas todo como está, luego volvemos. Sígueme, Sarnita, que ahora viene lo bueno. Tan inútilmente abiertos los ojos a esta tiniebla, avanzando a ciegas, la memoria recupera fugaces visiones infantiles, grandes camiones con los faros apagados desfilaban rabiando en la noche barrida por reflectores antiaéreos, frente a la boca estrellada del refugio: milicianos jugando al fútbol con el cráneo de un obispo asesinado, dicen. Y de pronto, la pared arañada del fondo. Es un refugio muy pequeño, dijo Sarnita decepcionado. Era como si no hubiesen tenido tiempo de acabarlo, como si el fin de la guerra hubiese sorprendido a los obreros en plena faena y allí mismo habían soltado picos y palas, un capazo podrido, una carretilla con su carga de tierra, para correr alegremente hacia sus casas. Husmeaba Sarnita: cagones, desde ahora esto se acabó, al que vuelva a cagarse aquí haremos que se coma su mierda. Tras ellos correteaban las ratas, se oían sus patitas chapoteando en el fango. Mingo enfocó la linterna en la base de la pared del fondo, había un agujero del tamaño de un barrilito. Por aquí, sígueme, y se agachó y pasó la cabeza y los hombros manteniendo la linterna enfocada hacia atrás para que él viera. También le preguntó la doña por qué no íbamos a Las Ánimas, no en plan monaguillos como Amén y el Tetas, no a misa o a rezar, si no queríamos, sino a divertirnos y hacer amistades, a pasarlo bien con los demás chicos, recordó Sarnita avanzando a gatas detrás de Mingo, y en seguida a rastras: tocaban el techo con la cabeza. Entonces, si es verdad lo que le dijo la doña, que su Aurora había sido tan buena y devota que incluso llegó a directora de la Casa, aunque sólo unos meses durante la guerra, pues está bien claro por qué le han entrado al legañoso esas repentinas ganas de meterse en la función de Las Ánimas: quiere arrimarse a las huerfanitas, tirarlas de la lengua y luego irle con el cuento a la doña. Ella misma le sugirió la idea, ¿os acordáis?: alguna de las mayores quizá sepa dónde vive ahora. —Además, que no os hará ningún mal pasar por la parroquia de vez en cuando —dijo la señora Galán—. Que necesitáis que os sujeten un poco, hijos, al menos allí no aprenderéis nada malo y no estaréis callejeando todo el día. Que sois un poco golfos, ¿eh? —Sermón habemus —dijo Amén. —Le cantó la monserga una y otra vez: piensa que harás una obra de caridad —dijo Sarnita—, piensa en esa pobre chica lanzada a los peligros del mundo, del demonio y de la carne, le dijo la doña. Pero a Java sólo le interesó la recompensa, lo que fueran a darle por el trabajito. —Una escopeta de balines —dijo Luis—. Eso fue lo que le pidió a la doña. —¿De dónde has sacado eso, banau? – dijo Martín. —Yo que lo sé. —Tienes goteras en el coco, chaval. —¡Silencio! —ordenó Sarnita. Avanzaban a rastras, ayudándose con los codos. Era reciente el pasadizo, olía a caca de gato. Habéis trabajado duro, dijo Sarnita, y Amén desde la cola de la comitiva; tres noches seguidas. ¿Y adónde lleva? Espera y verás. La luz de la linterna oscilaba rítmicamente en la mano de Mingo, recogía tierra y más tierra arañada, escarbada: techos y laterales angostos con huellas incisivas. Tiene ocho metros, dijo Martín, ya llegamos. Tras él, pegada la boca a sus nalgas, la tos seca de Luis. Estás podrido, chaval. Y cuando ella se despidió y salió de la trapería. Java quedó sentado frente a los restos del «brazo de gitano», la barriga llena, el cabrón, pesado como una boa digiriendo una vaca y envuelto en el suave perfume de la señora, en el eco bondadoso de su voz. —Salió llamando a su hijo el Alférez. ¡Conradito! —dijo el Tetas. Que dormía en el taxi, recordó Mingo, y que habían podido mirarle a gusto: sus botas bien lustradas, su cinto y su correaje, su estrellita dorada sobre el pecho, sus piernas enfermas y su toalla alrededor del cuello como una bufanda de seda. La doña acarició de nuevo la cabeza de Amén, que mantenía abierta la puerta del taxi mientras ella subía, firmes como el botones del Ritz. Y luego la carraca aquella desapareció envuelta en el humo del gasógeno en la esquina Camelias dirección Cerdeña. Final del pasadizo subterráneo: la madera vieja y claveteada de un baúl, iluminada por la linterna, taponaba la salida por el otro lado. Mingo empujó el baúl y entraron astillas de luz en el pasadizo. Apagó la linterna y la sostuvo entre los dientes, mascullando: ¿Java…? Se oyeron pasos al otro lado del baúl, una blasfemia y maldiciones, mientras uno tras otro salían de la madriguera como conejos. Cegado por la luz, Sarnita aún no veía nada. Le dieron un codazo en los riñones. —Despierta —dijo Martín—. Estás en los infiernos de Lucifer. Era una parte de la cripta, o lo que sería la cripta, enclavada entre los cimientos de la obra inacabada que gravitaba ruinosamente sobre sus cabezas, la iglesia futura. Servía de vestuario al Grupo Escénico de Las Ánimas y era un local subterráneo con columnas, techo alto y abovedado y paredes de ladrillo recubierto a trechos de cemento sin pulir. El piso era de tierra roja y dura, amazacotada. Tenía forma de media luna, esa parte, porque se alzaba un parapeto provisional, de ladrillos, combado, con una abertura y una arpillera colgada a modo de puerta, dividiendo lo que se usaba como vestuario del resto de la cripta: el teatrito y el pequeño patio no de butacas sino de bancos de iglesia, con respaldo y reclinatorio. Sarnita olía a crema de cacao, a sudor agrio, a cabellos de vieja. Con cierto asombro observó a su alrededor: arrimados a las paredes, grandes paisajes pintados en telas bamboleantes y armadas con listones de madera, un mundo chato y sorprendente, violento de luz y color; había montañas de cumbres nevadas, verdes y frondosas arboledas, floridos jardines con surtidores de agua clara y arcos de boj, casitas blancas en la lejanía de fértiles valles, calles con farolas encendidas, fachadas con puertas y balcones y alfombrados pasillos que no conducían a ninguna parte. También había cortinajes rojos y negros, troncos de árbol de cartón y yeso en forma de media caña, sillas antiguas, butacas desvencijadas y candelabros, un viejo diván de seda verde, baúles y cajas de madera conteniendo terciopelos y gasas con lentejuelas, una consola con pelucas y barbas, cuadernos de la Galería Dramática Salesiana, un bidet, espejos y una campana de bronce sobre cuatro pilas de ladrillos. Sarnita silbó de admiración: mejor que los Encantes, dijo, y al darse la vuelta le vio de espaldas, mirándose de cuerpo entero y plenamente satisfecho en el espejo ovalado: vestido de rojo desde los tobillos hasta los cuernos sulfúricos, con calzas rojas y airosa capa roja de alto cuello duro, el mismísimo Luzbel ensayando malvados ademanes de poder, apretando con rabia los lívidos puños de nudillos despellejados y manchados todavía con la sangre inocente de Miguel: Java. 4 Al principio sólo tenían un viejo revólver de culata de nácar y tambor desencajado. Se establecería por fin el primer contacto en la boca del metro Diagonal. Dos cenetistas de los viejos tiempos que se reconocen, que no necesitan pronunciar las palabras clave. Pero Bundó sabría más tarde que Palau le había marcado hasta allí, desapareciendo seguidamente por las escaleras del metro al ver que se abrazaban. —Salud. Ya era hora que os decidierais a venir —diría Bundó —. ¿Cuántos sois? —Tres. Sendra, el Fusam y yo. —¿Nada más? —Y gracias. La Central aún no quería enviarnos, sobre todo al saber lo de Artemi. Ha sido iniciativa de Sendra. —Ya. Pocos y mal avenidos —suspira Bundó. —Paciencia. Lo primero es establecer contacto. Ya te contará Sendra, vamos caminando. Subían por el centro del Paseo de San Juan, entre niños y palomas. El fotógrafo ambulante comía de pie, la fiambrera a lomos del caballo de cartón, la botella de vino en el sobaco. Entraron en el bar Alaska y escogieron una mesa apartada. —¿Es un sitio seguro? —Navarro recelando. —Ninguno lo es y todos lo son, te darás cuenta cuando lleves una semana en Barcelona. ¿Qué tomas? —Un vino. —¿Seguro que vendrá Sendra? No conoce el sitio. Sonreía Navarro con aire de suficiencia: —No tardarás en verle entrar por esa puerta. Paladeando: vino del país, coño, aunque esté bautizado cómo entra, casi tres años sin probarlo, blanco del Penedés un poco ácido. Con Sendra se siente uno seguro, añade, yo creo que hasta se hace invisible, Bundó, en serio. Tenías que verle guiándonos con sus prismáticos y su mochila llena de petardos, ni un tricornio se nos cruzó. Y calcula: de Perpigan a Berga bordeando Puigcerdá, cruzar la Sierra de Montgrony hasta Montemajor y luego por la ruta de Guardiola, recuerda: en una época en que aún no tenían bases, anticipándose a los mejores guías y abriendo una de las rutas que años después tanto habría de utilizar el Masana. Y su labor en Toulouse desde el principio, reclutando los camaradas de la brigada mixta dispersos en los campos de Argeles y Barcarés, en Montpellier y en Carcassonne, camaradas maltratados por los senegaleses y luego penando en fábricas y viñedos, en minas, embalses, carreteras, recibiendo una paga miserable, ya, la dulce Francia. Y piensa en las tormentosas reuniones en la Sindical de la rue Belford, formando el primer grupo que quería pasar clandestinamente, en las discusiones interminables con los que recelaban de Sendra por su pasado comunista, en la decisión final de Sendra de llevar adelante el plan y venir a pesar de todo, sin tropezar con un solo tricornio, es un jabato, Bundó, verás cuando le conozcas. Siempre volvía a la puerta con dos o tres pesetas de propina, a veces un duro. —Gracias, señorita. Los ojos clavados en su escote hasta que ella cerraba la puerta, sonriéndole. Esperando el ascensor, el aprendiz vigila con el rabillo del ojo el bulto azul agazapado detrás del tiesto. Apenas distingue el sombrero gris, las gafas negras, la perilla y los grandes bigotes, el carota, siempre le gustó disfrazarse de payaso. Estaría atándose el cordón del zapato hasta que vio cerrarse la puerta del ascensor con el aprendiz dentro. Amartillando la Star en el fondo del bolsillo del gabán. Tranquilo. Con los dientes apretados, un sabor metálico en la boca. Recto hacia la puerta 333, que no tiene echado el seguro. Entra y cierra la puerta con el pie, clava el cañón de la pistola en la barriga de la rubia, que retrocede hasta topar con la butaca. Atenaza su muñeca y con la otra mano, sin soltar el arma, le tapa la boca ahogando el grito. Golpea con el codo un jarrón y lo estrella en la alfombra. —Quítate eso, guapa. Rápido. —¿Qué quiere, quién es usted? —Y los pendientes. No te haré daño. De prisa. El brazalete de un tirón, los pendientes, la medalla con la cadena. Debatiéndose aterrada ella le hace caer las gafas oscuras de un manotazo: la mirada furiosa, sobre la narizota postiza y los grotescos mostachos, se fija unos segundos en la fresca boca roja de la rubia, y levanta la mano armada. —Quieta. —¿Qué va a hacer…? —No dolerá mucho. —No, por piedad… —Quieta, hermosa. —¡No! Recibe el golpe en el parietal izquierdo y se desploma sordamente sobre la alfombra, la bata abierta deja ver un muslo redondo y satinado. Sin quitarle ojo, manipulando el carota con rapidez: guardar las joyas en el bolsillo de la americana junto con la pistola y el sombrero estrujado, recoger las gafas, quitarse la nariz de cartón y el mostacho y esconderlo todo en el otro bolsillo, antes de salir. En la puerta se quita el gabán, lo vuelve del revés y se lo pone nuevamente, luciendo ahora el forro Príncipe de Gales. El muslo broncíneo de ella un poco alzado, moviéndose. La cara interna del muslo como una seda cariñosa, luminosa. El temblor de un tendón. Juan Sendra apenas se acordará de nosotros, y menos del carota. Entrando en el bar Alaska sus ojos tristones de púgil miran a Navarro y a Bundó sentados en el rincón igual que si no les viera, pide una cerveza en la barra, vigilando la calle y los pocos clientes, luego pasa por su lado sin mirarles camino del lavabo. Sólo al salir del lavabo, y no sin antes echar un último vistazo a la calle desde la puerta, se decide a sentarse con ellos, gruñendo: —Qué difícil pillarte, rediós. —El contacto está en la Modelo —dice Bundó. —Lo sé. —Saldrá pronto, y seguramente Lage también. En cambio el viejo, si es que aún vive… —¿De quién hablas? —corta Sendra. —De Artemi. —No te preocupes por Artemi, no hablará. Le conozco. Vamos a lo práctico, no tengo mucho tiempo. Expone Bundó rápidamente la situación: Lage y Viñas presos, la única base que tenían segura, un garaje en San Adrián, se perdió cuando trincaron a Artemi, pero hay otro coche además del mío, un viejo Wanderer. Armas pocas, munición menos y dinero ninguno. Empezamos con una escopeta de caza con los cañones cortados, que te diga Palau. Sendra mira fijamente sus manos. En fin, añade Bundó, aquí nos tienes, aquí nos quedamos Meneses, el carota de Palau y yo esperando que llegarais. Años esperando, años. El plástico llegaría en el vientre de un buque, camuflado en sacos de café. ¿Quién sabe manipularlo bien? ¿Y qué hay de Ramón? —Vive en Vallcarca con sus primas. Animado. —No me lo imagino sin la sotana. Aquellos faldones negros campaneando sobre sus pies. Abocados sobre el pretil del puente de Vallcarca, chavales desarrapados y tiñosos disparan con escopetas de balines sobre las ratas que arrastra la riada, ratas infladas y negras, grandes como conejos. Ramón sin sotana y sin breviario pasando presuroso junto a ellos, soltando humo de la pipa como un calamar a la defensiva su tinta, alto y taciturno, con boina y chaqueta de cuero. Mira, éste es un cura disfrazado, dice un chico a otro echándose la escopeta a la cara, si se quitara la boina verías la coronilla afeitada, mosén Ramón vestido de paisano, juraría que es él. —¿Y Palau? —dice Sendra. —Demasiado suelto —dice Bundó—. Tendrás ocasión de comprobarlo. Algunos están cambiando, y no para bien. Que te cuente él mismo, que te hable de su gabán reversible, pregúntale qué hace, en qué se ha entretenido mientras os esperábamos… —No estoy para adivinanzas, Arsenio. Ya hablaremos de eso. No quería enterarse del cambio que empezaba a operarse en todos, o aún no alcanzaba a verlo entonces: venía con orejeras, como todos los exiliados. Y aunque más adelante había de prohibir las iniciativas personales, porque amenazaban la seguridad del grupo, nunca llegaría a comprender ese cambio, era un tipo demasiado político para comprenderlo. Luego preguntó por los demás. ¿Y Marcos? ¿Qué pasa con Marcos Javaloyes? Tenía que notarlo, tenía que decirse me falta uno, preguntaría: ¿Qué pasa con el marinero, sigue en la ratonera? Y Bundó se lo contaría, ese mismo día u otro cualquiera: Pasa que es un caguetas, Sendra, se ha encerrado en su casa, eso es lo que pasa. Cuando supo que Artemi Nin no estaba con vosotros en Toulouse, sino preso aquí en la Modelo y con paliza diaria, a punto tal vez de cantar, va y se empareda otra vez, que me muera si miento, Sendra, él mismo levantó la pared, no sé de dónde sacaría los ladrillos y el cemento. Sale alguna noche a estirar las piernas por el barrio, dicen, a veces se ha ido hasta el puerto a pasear, está chiflado: durante meses no quiere saber nada de nosotros y de pronto una noche aparece pidiendo una metralleta. No sabe lo que quiere, creo que está enfermo, lleva el miedo en el alma, no podemos contar con él. —Mentira, no estoy enfermo, pero no me esperéis si hay que jugarse el pellejo, no es el miedo pero ya no valgo ni para tirar octavillas en una noche de perros, helando y sin luna, ni para eso valgo, Sendra, le diré. Palau es el único que sabe lo que me pasa, él me comprendió desde el primer día, en aquel balcón. Abierto sobre la calle Salmerón, a pesar del frío. Las manos en los bolsillos y el gran puro en la boca, el carota mirando los soldados desfilando entre tranvías parados, bajando desde la plaza Lesseps con banderas y fusiles y la gente invadiendo la calzada para palmear sus hombros, mira, para estrechar sus manos, tirarles flores, mira cuántas camisas azules, cuántos cabrones que ya las tenían planchadas, aquel ventoso y condenado veintiséis de enero. Llorando como un niño pero fumándose un habano, así era Palau, y su chico abrazado a sus piernas y llorando de verle llorar. Tranquilo, nano, que esto no va a durar, foc nou i merda per els que quedin. Pasaban los vencedores y el viento castigaba las persianas rotas de las fachadas. Las banderas se descolgaban de las ventanas como vómitos de sangre. Y su lívida cara de caballo regada de lágrimas al volverse para mirarme desde aquel balcón colgado sobre los pendones y los vivas, los himnos y las canciones, y yo hundido en mi sillón al fondo del cuarto: el último, dijo Palau esgrimiendo el puro, no volveré a fumar puros, y tú hazme caso y vuelve a tu ratonera, pobre marinero, que éstos te buscarán con más ganas que los otros. No debían quedarme fuerzas para sonreír, pero creo que lo hice: qué va a ser tu último puro, hombre, eres demasiado carota, siempre te ha gustado vivir bien y eso, en cierto modo, te ha salvado de tanta intolerancia, tanta ignominia. Allí, en aquel viejo piso de la calle Salmerón, junto al metro Fontana, establecerían provisionalmente la nueva base de operaciones, cuando ya su mujer y el niño se habían trasladado al barrio de La Salud y Palau dormía nadie sabía dónde. El edificio amenazaba ruina y se destinó al derribo, pero cuando la Central se decidió por fin a enviar el primer grupo, Palau aún tenía la llave del piso. Ahora, sin embargo, Sendra recelaba. —Al salir tiraremos la llave a la cloaca y no se hable más —dijo —. Buscaremos un sitio más seguro. Irán llegando de uno en uno, pasada ya la medianoche, sentándose alrededor de la mesa manchada por la luz del petromax, una lámpara de flecos rojos que proyecta en el empapelado de las paredes una lluvia de sangre. Se asegurarán de que no escape ni un resquicio de luz por las ventanas claveteadas. Alguno gastará la broma de siempre, como si lo viera: ¿Tenemos emparedados hoy?, y como siempre, la defensa vendrá del carota: Dejad al chico en paz, paveros, cuanto menos salga de su agujero mejor para todos. Navarro nervioso: —Bueno, qué, ¿te sientes con ánimo o no? —Estoy preparado —dice Marcos pálido y ojeroso. —¿Seguro que estás bien? —Que sí, coño. Basta enviarme un aviso. Manda a tu hija con la bici. —Hum. No sabes lo que quieres, Marcos. Sendra mirándome fijamente con ojos harapientos de boxeador sonado. Y repitió: Eso es lo que te pasa, que no sabes lo que quieres. También dijo: ¿Estás enfermo? —Estoy bien. —Siéntate. —Sólo quiero ayudar… —He dicho que te sientes. Y vosotros, mutis. Dadle tabaco. Y abre el maletín sobre una silla, no ve sus miradas llenas de curiosidad pinchando mis nervios, no ve que se ríen por lo bajo, que se burlan de la barba y del tatuaje. Pretenden asustarme con bromas pesadas: clavándome el dedo-pistola en la espalda por sorpresa, o picando de manos junto al oído, estás siempre en babia, distraído, no tienes reflejos, qué harás con una metralleta si tus ojos ya no resisten el sol, tanto tiempo encerrado… Palau sacude sus hombros acomodando el gabán Príncipe de Gales echado sobre la espalda. Enciende un rubio y tira el paquete sobre la mesa: Callaros y fumad, paveros. Navarro transpirando aquella violencia muscular humillada y sus nudosas manos de mecánico tornero recogen, uno tras otro, los carnets de AFARE que le tienden. —Sólo si hay que pasar la frontera —dice—. Entretanto estarán mejor bajo tierra. —El mío no —dice Palau. —¿Lo ves cómo no hay manera de organizar nada? —se lamenta Navarro. —¿Desde cuándo sois tan organizados los faieros? —ríe Palau. —Ahora todos somos iguales. —Iguales nunca, comecuras. —Baja la voz, animal —el Fusam—. Nos hemos juntado para ver qué se hace, no para discutir otra vez lo mismo. —Era una broma, tú —Palau palmeando el bolsillo donde ha guardado el carnet—. Lo llevaré siempre conmigo, me traerá suerte. —Estás como una cabra. —De todos modos el carota tiene razón —dice Bundó—. ¿Ya empezamos de nuevo con la mierda de la burocracia? Esta vez se trata de hacer las cosas bien, diría Sendra, y esa misma frase había de repetirla muchas más veces, siempre poniendo paz en el grupo, paciente pero firme, y también esa noche al partir el plástico en dos pedazos sobre la mesa: Prepáralo, Marcos. Navarro, trae los lapiceros. Y tú el plano. —¿Hacer bien las cosas? —dice Palau—. En buena hora. Con los alemanes en la frontera. ¿No os han controlado aún, los nazis, a todos los de la Sindical? Sendra no contesta, se sienta a la mesa con aire de fatiga, despliega el plano de la ciudad, su dedo busca el distrito trece. —Yo creo que incluso entrarán —dice el «Taylor» con sueño—. Lo están deseando. —Ojalá. Si los alemanes cruzaran los Pirineos, haríamos guerrillas —Navarro siempre soñando. Amasar el plástico en dos láminas delgadas. Del bueno. Un plástico que habría sido robado en Francia, como la dinamita para los primeros trabajos y aquel rudimentario material para fabricar toda clase de artefactos explosivos, todo robado en las mismas narices de los alemanes, en las minas y en los almacenes de las constructoras de embalses donde aún trabajaban los camaradas, en la Francia ocupada. Sendra pregunta a Palau si ha ido al consulado británico por los boletines, y el carota gruñendo: ¿Me habéis tomado por el botones del Ritz? No he podido, hoy me tocaba llevar el chico al cine. Además, para qué mierda queremos esos papeluchos, con franqueza, Sendra, tenemos que echarle más huevos al asunto, hacer más pupa, ya estoy cansado de pintar letreritos y tirar octavillas. Sendra captará la torpeza de mis manos con el plástico, no salen bien los cataplasmas, un trabajo tan fácil: Marcos, espabila. —Tampoco es cosa de niños —Bundó a Palau—. Espera y verás, no sea que te arrugues tú el primero. —¿Te parece cosa de nada, este regalo? —el jorobado señalando la bomba en mis manos—. Dámela, yo me encargo. El Fusam corriendo encorvado y en zigzag en mitad de la calle Mallorca, los faldones abiertos del abrigo negro revoloteando como alas de cuervo sobre su joroba, esquivando las ráfagas del naranjero del policía apostado en la puerta de la Provincial de Falange. Intuyendo de algún modo la inminencia de la explosión a su espalda, el gris se tira al suelo dejando de disparar unos segundos, que el chepa aprovecha para alcanzar la esquina. Como una rata rabiosa, el Fusam, menudo elemento. Casi al mismo tiempo, la puerta del vestíbulo salta a la calle en medio de un vómito negro de cristales y madera astillada, cayendo sobre el agente tendido en la acera. Acurrucadas contra la pared, a gatas, dos mujeres no paran de chillar. De la Provincial salen los primeros falangistas, ilesos, tosiendo. Al amparo de la esquina el Fusam alcanza el automóvil Wanderer negro que se desliza lentamente junto al bordillo de la acera con la puerta abierta, y estas manos no temblaron al tirar de él por las solapas, Palau palmeándome la espalda en señal de aprobación: Un poco más de entrenamiento y estarás como antes, marinero. Palau y sus grandes dientes amarillos como fichas de dominó alegrando su cara, en el gallinero del Gran Price, cómo le gustaban aquellas veladas de boxeo donde nuestro miedo podía mezclarse con los gritos del público, las broncas y los silbidos de los ciudadanos. Repartía farias el carota y gritaba ¡Romero, saca la zurda, al hígado, al hígado!, y riéndose clavaba el codo en el costado de Meneses: —Ya me han dicho que fuiste al pueblo a buscar a tu Margarita, ya. Por cierto, no la lleves al Shang-hai, pueden reconocerte. —Ahora se llama Bolero —dice el «Taylor». —Es igual. El dueño es el mismo, y le conozco. Y volviendo al marinero, qué bien se portó el otro día. Pero —Palau mirando a Navarro con una mueca burlona en los labios— también es jugársela por bien poco, collons. Hay cosas que les hacen mucha más pupa y dejan más beneficios… —¿Por ejemplo? —Jaime Viñas no consigue hacerse entender en medio de una bronca de los espectadores contra el arbitro del combate—. ¿Eh? ¿Por ejemplo? —Déjale —dice Navarro—. ¿No ves que es un fanfa? —A ver si te parto los morros, Navarrete. ¡Arbitro, cabrón! —Venga, di —insiste Jaime—, ¿qué puede hacerles más daño que la caja de zapatos? Anda, di. Palau observa el cordón desatado del zapato izquierdo. Se agacha, sonríe bajo el ala del sombrero, se incorpora rápido, clava el cañón de la pistola imaginaria bajo el gabán doblado al brazo en las costillas de Jaime mientras con la otra mano le quita limpiamente la cartera, susurrándole al oído: —Esto. Se lo digo siempre al meu nano: Mingo, si quieres acabar con los fachas, quítales la cartera. —No hay Dios que te aguante, Palau, no tienes remedio. 5 Las tres mujeres avanzaban de rodillas por el corredor, iban a su encuentro arrastrando las piernas envueltas en paños deshilachados. —El doctor Malet te anda buscando, Ñito —dijo la más vieja escurriendo la bayeta en el cubo—. Que dónde te metes. —No le importa. —Verás qué bronca. Que cuando no estás en el bar mamando, que dónde te metes. —En la castaña de su tía —el celador pisoteando lo fregado, saltando como un mono—. Díselo, anda. —Muy bien. Tú verás lo que haces. —Eso. —Ay, viejales, qué mal te veo —terció la otra fregona, acomodando las rodillas en el cojín podrido—. Pisones. Podrías tener más cuidado. El celador siguió su camino entre lívidas paredes de losetas blancas, salió a una galería y luego enfiló un pasillo lateral hacia la salida del Clínico. Iba con la cabeza gacha, sobándose las mejillas malafeitadas, bostezando. Estudiantes corriendo le palmeaban la espalda al pasar, monjas y enfermeras presurosas le adelantaban. En la escalinata de la Facultad de Medicina, el sol le cegaba los ojos: nunca se fijaba en nada hasta llegar al bar, la calle y el mismo bar no eran más que una prolongación de los corredores interiores, los invisibles pasillos del tiempo. Escogió una mesa frente al televisor mudo y vio el final de un borroso partido de fútbol bajo la lluvia, en un campo enfangado de un remoto país. Los tacones de las enfermeras resonaban en el piso de madera, las mesas estaban ocupadas por celadores comiendo bocadillos y estudiantes de palique, y las paredes lucían una decoración fantasmal, una arboleda calcinada en medio de una neblina verde-gris. Acabada la transmisión deportiva, en los ojos de Ñito persistía el barrizal dificultando el movimiento, figuras grotescas debatiéndose en una pesadilla de silencio, y sus dedos torpes y sanguíneos, sobre la mesa plastificada, rasgaron el papel de seda que envolvía el pedazo de pastel birlado por Sor Paulina en la cocina; entonces volvió la cabeza al mozo del mostrador con la muda súplica en la cara: Sólo una, Paco. También aquí, igual que en los pasillos, lo abordan los estudiantes: Celador, un impreso de exámenes, y su mano saca el folleto del bolsillo y recibe la propina, y si es una muchacha su mano se mueve lentísima y distraída, amansada y expectante, para dar tiempo a los ojos: esas rodillas, esa faldita, esos pechos oprimidos por los libros de texto, ¿quieres una pastilla juanola, niña?, son de buenas para besar al novio… Mordió el pastel con expresión compungida. —Un coñaquito, no seas capullo, Paco. —Que no, que no te fío más. —Sólo uno. —El doctor Malet y el doctor Albiol te andan buscando. —¿Iban juntos? —No. —Cuervos —masticando un frío de nevera, una desolación de gran cocina de hospital metida en la entraña helada del pastel—. Que se vayan al infierno. Se ensimismó mirando el televisor, los ojos arrasados por una agüilla estática: tendré que volver a Sor Paulina y a sus brebajes, peor es nada, a éste deberían llevarle a Lourdes… Se adormeció ante las grises imágenes de policías y maleantes, viendo al otro inválido en la otra silla de ruedas: la misma manera de avanzar, soltando codazos al aire, estirando el cuello y cabeceando como una tortuga sedienta, treinta años atrás, ansioso de llegar ante él y clavar los ojos en su bragueta, preguntarle: —¿Cómo te llamas, muchacho?, tal vez oler su bonita muñequera de cuero repujado y su romana colgada al cinto—. Pues escúchame, Java; si el señor obispo sale por aquella puerta en vez de ésta, me das la vuelta a la silla. Pero rápido. –Sí, señor —y aún podía ver al Tetas orinando interminablemente bajo las estrellas, arrimado al tronco de una acacia en la calle Escorial—: Qué bien inventas, mariconazo, es igual que una peli. –Hay pelis que son verdad —era la voz de Martín—. ¿Qué pasó? —Menos prisa. Todavía no han hecho la autopsia —gruñó el celador. El mozo le observaba con las manos en el fregadero, calibrando aquella persistente sonrisa de ido: Si ya lo está, mamado, qué más da, y agarró la botella y la copa, dejó ésta rebosante de coñac en la mesa y regresó al mostrador sin decir nada. Pero captó el parpadeo feliz, el agradecimiento tras las legañas. Qué pasó, cuenta. Pasó que ya estamos en Lourdes y empujando la silla de ruedas, llevando al Provisional vestido de uniforme hasta el centro mismo de la intriga y de un follón de puta madre. Al final no hubo milagro… Pero no empieza ahí la cosa, sino antes del viaje a Lourdes, en el palacio episcopal de Barcelona, allí se conocieron: van los dos integrando una delegación de feligreses de la Parroquia que organiza la peregrinación a Lourdes y esperan ser recibidos por el señor obispo en una sala alfombrada. Qué silencio en este palacio, qué siseo de preces y qué murmullos de terciopelos, qué sedosos rumores. A ratos empuja la silla de Conradito esa catequista gordita, hija de un sargento, en la cabeza una mantilla blanca de brocado… —La señorita Paulina, sí —precisa la impaciente voz de Amén sentado en la cruz de la acacia, sosteniendo la noche estrellada con su grave cabeza de adulto llena de mugre y con ronchas de calvicie. En la acera, Mingo y Luis ya se habían enredado preguntando: ¿Qué hacía él allí, Sarnita, cómo pudo colarse en el palacio? ¿O es que ya se conocían, él y el inválido? Para inspirar confianza a las beatas, no hay como desgraciarse, escoñarse; por ejemplo, cojear y mirar bizco y cazar moscas con una mano retorcida, tonta, agarrotada, así: un pobre tullido, una criatura tarada y desvalida y digna de lástima. Pero es que, además, el puto de Java acompañaba a la catequista, la ayudaba a trasladar la silla del alférez vestido de gala: botas relucientes, calzón de pana acanalada, la estrella dorada prendida en la elegante sahariana. —Entonces, ¿se conocieron allí? —dijo el Tetas pegado al tronco del árbol, sacudiendo antes de abrocharse—. ¿Que no fue en un bar, la primera vez que se vieron, un día que le invitó a empanadillas de atún, que no te acuerdas? —Cállate ya, guripa, no interrumpas más —dijo Martín. No, lo de Lourdes sería antes que lo de las empanadillas, sería un día que se dejó caer por la Parroquia porque había visto pegados en la calle unos papeles amarillos con el aviso: Peregrinación a Lourdes con enfermos. Y él quería escapar de aquí, ir a Francia y pensó: si me ven tullido, igual me llevan. Y se presentó en el Centro Parroquial cojeando y con la mano loca que no podía sujetar, que se le disparaba de pronto con el telele, un Quasimodo, chicos, un jorobado de Nuestra Señora, un meningítico como los del Cottolengo. Causó muy buena impresión pero le dijeron no puede ser, hijo, plazas limitadas, estaban al completo, otro viaje. Fue esa catequista. Y cuando ya se iba, desilusionado, ella lo llamó, ¿quería ganarse unas pesetitas?, ven mañana por la mañana a las diez, serás camillero, llevamos enfermos al obispado y siempre hace falta una ayudita. Por lástima, como un favor para que Java se ganara unos céntimos: así fue. —Vale, vale —dijo Luis—. Ya estamos en el palacio del señor obispo. Sigue. Pasos mullidos, murmullos bajo el rico techo artesonado, los rojos cortinajes, las sillas antiguas, las fantásticas arañas de cristal pero con bombillas apagadas: ardían los cirios pascuales, ondia, ¿el palacio de un obispo también con restricciones de la luz?, parece mentira, Sarnita. Vuelves la cabeza a un lado y a otro del salón y miras todo, intrigado y de pie en el centro de la gran alfombra que huele a cera de la buena, en el mismo centro de unas fuerzas, unos poderes que aún desconoces. ¿Cómo vas vestido? Los sobados pantalones de siempre y la cazadora azul desteñida, el pañuelo de colores anudado al cuello y la muñequera de cuero negro. Otros grupos esperaban también audiencia: media docena de monjas, dos curitas de pueblo, Hermanos del babero con alumnos, un niño primera comunión vestido de almirante, con chorreras y zapatos de charol y toda la pesca, con sus papás. Se abre una puertecita y aparece un cura alto y sonriente, decidido, señalándonos con el dedo: ¿Parroquia de Las Ánimas Expiatorias del Purgatorio?, por aquí, y le seguimos, y otro pasillo alfombrado, otra antesala y otra sala más pequeña con sillas altas, rojos cortinajes y puertas forradas de terciopelo. Lámparas de cristal, grandes cuadros de santos y olor a cera perfumada. Todavía Las Ánimas no es Parroquia, mosén, aclara la señorita catequista, qué más quisiéramos, pero sólo es capilla, todavía. Y el cura sonriendo: ya lo sé, hija, pero pronto reemprenderemos las obras, Su Ilustrísima tiene gran interés en ello, pronto veréis satisfecho este santo anhelo vuestro. Y que ahora tuviéramos la bondad de esperar aquí, en esta sala, Su Ilustrísima saldría en seguida. Y se va braceando y campanudo con el fru-fru de su amplia sotana de seda, desaparece por una puerta. Todos quedamos con los ojos clavados en esa puerta y apretujándonos en una esquina de la alfombra, susurrantes y atemorizados, como si nos cercaran las aguas de una inundación. Qué emoción y qué canguelo, chavales. Cojeando, ayudas a la catequista a mover la silla del inválido encarándola a la puerta, pero hay otras puertas y quién sabe por cuál entrará el señor obispo. Entonces, por primera vez, el alférez cambia una mirada con él, unas palabras de agradecimiento, y luego ya no le quitaría ojo. Así, mirad, con las manos ateridas entre los muslos, bajo la manta que cubre sus piernas enfermas, así lo mira… —¿Qué quieres decir? ¿El alférez se había dado cuenta que no era bizco ni tullido, había descubierto su truco? —Puede. Pero no era por eso que lo miraba tanto. Y Java se da cuenta del peligro. Y se apresura a mostrar un tembleque repentino de la mano, unos tics nerviosos en el ojo, en la mejilla: hace su papel de Quasimodo, el campanero de Notre Dame. Pero el otro ojo, zorrero, no deja de calibrar esa insistente mirada del Provisional. —Pistonudo —dijo Amén—. Java se las sabe todas. —Callaros la boca —protestó Luis—. Sigue, Sarnita, que está chachi. Se abre silenciosamente la puerta y queda un instante enmarcada la figura purpurada de Su Ilustrísima: bajita, barrigudita, sin cuello, risueña y con la cabecita a un lado, una Ilustrísima como desnucada y tortugona. Prendida en el pecho, una sola condecoración de las muchas que tiene: la medalla al Mérito Militar. No tendría los cincuenta y cinco años, pero imposible no verle ya en los ochenta y pico y ornamentado con la púrpura de cardenal-arzobispo y la tremenda memoria de vicario general castrense. Tras él irradia un incendio amarillo y violeta, la luz hogareña y dulce de su aposento particular o su despacho: ahí sí tiene luz eléctrica, pensamos, ¿cómo puede ser? Avanza despacio el reverendo prelado y tras él aparece el cura alto y decidido, que cierra la puerta y le sigue, todo el tiempo estuvo detrás de su obispo balanceándose a un lado y a otro, como temiendo verle caer de espaldas. La comisión de feligreses se ha alineado detrás del alférez. Java apoya una mano en el respaldo de la silla de ruedas, la otra sigue con el telele loco y en alto, bien visible: que se apiaden de mí, por Jesucristo que se apiaden de este pobre meningítico. El señor obispo se para ante ellos con las manos cruzadas sobre la barriguita y con los párpados entornados de bondad, algunos feligreses hincan la rodilla, besan la piedra pastoral de su anillo y el prelado se inclina, los levanta uno a uno y empieza a hablar con una voz ensalivada: buen viaje a Lourdes, llevad un equipaje de amor y de fe. Se interesa amablemente por los enfermos que han venido en representación de los demás: Conradito el primero, un elogio a su glorioso uniforme de Provisional, la salvación de España había salido de las universidades, la generosa sangre derramada por señoritos como él florecerá en bendiciones, ¿cómo van esas piernas, hijo mío? No van ni sobre ruedas, Ilustrísima, pero Dios proveerá. Así me gusta, valiente alférez, no pierdas el buen humor y lleva mis bendiciones a tu madre, qué gran señora y qué santa. Y asomando tímidamente por encima de la cabeza del alférez, tu mano grotescamente retorcida reclama la atención del obispo agitándose como un badajo loco, encogiéndose como una triste garra. Pero antes de que el purpurado repare en ella, y en medio de tu mayor sorpresa, Conrado ya te está presentando sin muchos formulismos, sonriendo familiarmente al señor obispo, casi guiñando el ojo: éste es el muchacho del cual le hablé, Ilustrísima, su ilusión por ir a Lourdes es tan grande que se inventa parálisis… Bendita juventud, hijo mío, la fe mueve montañas, dice el señor obispo mirando tu boca, y la mano loca se aquieta, se serena, dejas caer el brazo a lo largo del cuerpo y descansas. Desaparecen de tu cuerpo todas las sensaciones, excepto el hambre. ¿Qué ha pasado? Con las manos de nuevo cruzadas sobre la faja morada, Su Ilustrísima retrocede un poco y recorre todo el grupo de un extremo a otro mirándoles en silencio uno por uno, caminando un poco escorado, la cabeza dulcemente rendida y con una sonrisa beatífica. Sus ojos bondadosos y humildes no se detienen especialmente en ninguna de las caras ansiosas de bendición, en ninguno de los cuerpos atenazados por la enfermedad y el sufrimiento: se nota que su amor paternal es igual para todos, que no tiene preferencias. Al topar sus ojos con los tuyos, aún se demora menos: un parpadeo imperceptible, y al siguiente. Después retrocede unos pasos para obtener una visión de conjunto y su amorosa mirada los abraza a todos. Ellos humillan la cabeza y se arrodillan, y él los bendice solemnemente. —¿Creería Conradito que se iba a curar en la piscina de Lourdes? —dijo Amén—. ¿Y que a Java se le curarían las legañas? ¿Por eso lo recomendó al obispo? —Calla de una vez o te hago comer las tuyas, de legañas —dijo Martín, y le soltó un manotazo en el cogote. Se retira el señor obispo a sus aposentos, asistido siempre por el cura alto y rápido. Vuelve éste al salón para acompañar a los píos visitantes y, junto a la puerta de la antesala, mientras todos van saliendo, al pasar tú: un momentito, hijo, Su Ilustrísima ha expresado el deseo de conversar un rato contigo, espérame aquí. ¡Iré a Lourdes, piensas, ya lo tengo, ya lo tengo! Solo y de pie en el mismo centro de la fantástica alfombra, en el punto exacto donde confluyen los complicados, hermosos y simétricos arabescos. Pero luego no serás introducido por la puerta que tú has pensado. Vas perdiendo poco a poco la cojera y el tembleque de la mano a medida que avanzas por un nuevo corredor con altas vidrieras de plomo donde navegan veleros entre olas enfurecidas y cabalgan profundos ejércitos en páramos calcinados, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados en medio de nubes de polvo y fantasmales armaduras, escudos, espadas, pistolones de chispa, dagas y puñales repujados, siempre detrás del cura zanquilargo que ya no volverá a dirigirte la palabra, ni al cerrar la puerta a tu espalda. Damascos rojos en reclinatorios y almohadones, un salón de recepciones con la fulgente araña en el techo, altas estanterías de libracos, profundas butacas, un cuadro de Pío XII y un gran Santocristo en la pared, los pies sangrantes entre cirios y jarrones con flores de mareante olor. Hundido en la butaca deslizas el peine por tus cabellos revueltos, luego con un palillo te limpias apresuradamente las uñas. Se abre una vieja y bruñida puerta de cuarterones y aparece Su Ilustrísima: capa pluvial con bonitas cenefas en los bordes delanteros, un escudo misterioso en la espalda. Avanza el prelado como una tortuga sobre la mullida alfombra y un enjambre de alegres pajaritos pía dentro de los amplios faldones de la capa. Queda sentado muy rígido frente a él, que se ha incorporado respetuosamente. Con la cabeza el obispo le indica que se siente, y así están, frente por frente, mirándose con dulzura. El chico espera en vano unas palabras del ilustre purpurado, pero éste guarda silencio, las manos cruzadas y ocultas bajo la capa: la misma dulce sonrisa, la misma cabecita ladeada, sus ojitos de pájaro soñador, su venerable y rosada papadita; asombroso, a pesar del negro bigotito y la tiniebla castrense en la mirada: la bondad misma. Le envuelve un olorcito a masaje Floïd. Java se enternece, sonríe desconcertado, inútilmente espera que el señor obispo le diga algo, le cuesta mucho sostener esa mirada afable y anciana, sombría y a la vez inocente. Y aparta un instante los ojos para mirar la lámpara de cuellos de cisne, las altas cortinas, los desconchados querubines de nácar, la gramola y la pila de placas sin funda. Viroláis, piensa, Salves, misereres, gorigoris al órgano. —¿De qué parroquia eres, hijo mío? —por fin su voz nasal, trémula, abovedada, voz de domingo de Pascua. —Pues no lo sé, Ilustrísima. Verá. Soy de Las Ánimas, en la barriada de La Salud, pero como resulta que Las Ánimas aún no es parroquia… —Por eso. —Cerca de allí hay otra que llaman de Cristo Rey, en el Guinardó. —La conozco. Parroquia de misión —una pausa y, más suave —: ¿Cómo te llamas? —Daniel Javaloyes. Pero los amigos me llaman Java, Ilustrísima. —Llámame Gregorio. Cabeceaba complacido, sin descomponer su figura. Nuevo y largo silencio. Diríais que el palacio está dormido, no se oye ni una mosca. Pasan cinco minutos, quizá diez: muy tieso en la silla, mirándole fijo, arropadito en su amplia capa de seda, el señor prelado parece una figurita de porcelana. Java espera nuevas preguntas y sostiene su mirada, pero el silencio se prolonga. Sospecha que es urgente hacer o decir algo, no sabe el qué. Saca de nuevo el peine y se lo pasa rápidamente por los cabellos. Su Ilustrísima le observa y luego dice: ¿tienes sed, hijo mío, quieres beber algo?, y su cara se ilumina, afloran dos rosas en sus todavía frescas mejillas. Podríamos tomar una copita de jerez, es digestivo. Se levanta y se desplaza con parsimonia, sus manos asoman como dos blancas ratitas entre las cenefas bordadas de la capa y corren juguetonas hacia la botella y las copas alineadas en el estante. Hinchando los carrillos sopla su Eminencia unas motitas de polvo en el cristal de las dos copas elegidas, las llena hasta la mitad, ofrece una a Java con dedos de celebrante, levanta la suya: porque tengas un buen viaje, porque la Virgen te conceda lo que le pidas, hijo. No iré a Lourdes, Gregorio, se lamenta él, dicen que a mí no pueden llevarme. ¿Cómo es eso?, no te aflijas, yo lo arreglaré. Sentados frente por frente y mirándose a los ojos, el jerez calentando las tripas y cosquilleando el corazón, el silencio afable se instala de nuevo entre ellos. Y tan largo se hace el silencio esta vez que ya está claro que el señor obispo espera algo, pero qué, Java rumia la urgencia de hacer o decir algo, pedirle algo, pero qué, chavales, qué. —Entrar en el seminario —era la voz chillona de Amén, sofocada por el rugido del automóvil negro que remontaba penosamente la calle Escorial: una niña rubia aplastaba la cara contra el cristal de la ventanilla y miraba a los trinxes sentados en la acera—. Decirle: quiero ser cura de almas. —No, capullo. Pedirle una camisa azul y un machete de flecha —dijo el Tetas distraído, mirando de reojo el rojo resplandor trasero del gasógeno—. Pero es igual, sigue. ¿Qué pasó después? Pasó que el señor obispo le pregunta: ¿te gusta la música, hijo mío? —Ya lo creo. Mucho. —¿Qué clase de música? Tarda unos segundos en contestar, el puta: —Clásica. Sobre todo el vals. Vuelve a levantarse el prelado, va a la gramola y escoge una placa, sopla el polvo, la coloca, roza la aguja con la yema del dedito y con sumo cuidado deja que la punta enfile el surco: La leyenda de los bosques de Viena. Y la música resuena fuerte, fortísimo y emocionante por todo el salón mientras Su Ilustrísima, de nuevo sentada ante él y muy quieta, lo mira a los ojos sonriendo con dulzura, lo mira y lo mira fijamente. Tengo que hacer algo, se dice Java, pero qué, Dios mío, qué. Y el vals endulzando el ambiente, cayendo sobre sus cabezas como una miel. Todo pasó como en un sueño. El disco seguía girando, y hasta el rasguño de la aguja en el surco, en los intervalos de silencio, tenía una solemnidad, una emoción, y Java diciéndose: has de hacer algo ahora mismo, pero ya. Y de pronto, fulminado por la evidencia, como si tuviera una revelación, Java comprende al fin, se le aclara todo. Y se levanta despacio, camina hasta el señor obispo y, ofreciéndole la mano, la palma hacia arriba, le dice: —Eminencia Ilustrísima y Reverendísima, ¿me concede este baile? En lo alto ya de Escorial, en el repecho de la Travesera, el gasógeno trasero del coche pedorreó y soltó chispas y carbones encendidos. No te distraigas, Sarnita, no te pares ahora. ¿Alguna vez habéis tenido a un obispo en los brazos, chavales? Huelen bien: a cera virgen, a parquet de casa de ricos, a nardos de entierro, a masaje Floïd. Nada más tocarlo, cruje como la seda. ¿Podéis imaginar por un momento lo que es eso, mamones? Pasando suavemente el brazo por debajo de la capa, enlazas su talle y, erguidos los dos sobre las puntas de los pies, cierras los ojos y a volar, a volar gloriosamente por todo el salón siguiendo los compases del vals hasta marearse, su amplia capa de Ilustrísima abriéndose como alas de fuego con los bordes ondulando y rozando las cortinas color miel, las butacas de terciopelo y el diván verde y el biombo y los fusilados al amanecer, vueltas y más vueltas hasta perder el sentido, hasta que la toalla amarilla se le desprendió y empezó también a flotar por su cuenta. Evolucionaba como sobre ruedecitas invisibles bajo los faldones de seda, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados por el éxtasis. Murmuró con unción las palabras en latín: In te confído non erubáscam y recostó la frente sudorosa en el hombro de su pareja, desfalleciendo con el cabello engomado, el negro bigotito y la cara blanca como la cera… —Pero no fue a Lourdes —dijo Sarnita—. El alférez Conrado sí, aunque no hubo milagro. Lo llevaron sentado en su silla y volvieron a traerlo sentado en su silla. Mingo se levantó de la acera bostezando y con el relente de la noche en las nalgas. Se quedó en cuclillas, sobándose el trasero helado y con el pelo encrespado apuntando a los luceros. Amén se había desprendido de su cinturón nuevo de plexiglás transparente y sacó el buchi del bolsillo y propuso una partida antes de ir a dormir. Martín, Luis y el Tetas propusieron distintos planes: a ninguno le interesaba la continuación de la aventi, pero Mingo aún dijo: —Así que no consiguió ir a Lourdes. Mierda. Consiguió algo mucho mejor —¿dijiste?—. Que Conradito se fijara en él —¿llegaste a decirlo?, pensó engullendo el último bocado de pastel, el último sorbo de coñac—: Y lo que le pasó días después en el bar Continental, comprando trapos viejos y papel, su sorpresa al oírle decir a la dueña: ¿quieres ganarte unas pesetas sin mucho trabajo? Pues pásate mañana por tal sitio a tal hora, te presentaré a una amiguita, en fin, así empezó casualmente su carrera, un día haciendo de camillero… —Por fin te encuentro, rajatripas —la voz bestial del doctor Malet, la mano de carnicero en su hombro, su buen humor de siempre—. ¿Qué hay del encargo que te hice? —Todavía nada. El celador se levantó, le dio un último y experto lengüetazo al interior de la copita, cogió las sobras del pastel y un palillo y volviéndose al mostrador se despidió con la mano: vale, Paco. —¿Cómo nada? —dijo el doctor Malet—. ¿Y la autopsia? Los van a enterrar y tú sentado aquí tranquilamente, alimentando tu cirrosis, ja, ja, toma, fuma. Menudo elemento. Estuve esperándote en el laboratorio —y bajando el vozarrón—: No ha venido nadie, parece que no tienen familia… Ah, pillo, bien que repartes huesos entre las guapas estudiantes, ¿eh? —Puede que aún venga alguien —gruñó Ñito alejándose hacia la puerta del bar, triturando el palillo entre los roídos dientes. Con una repentina viveza en las piernas alcanzó la salida y se escabulló sin oír la llamada del doctor Malet. Cuervos, escupió, cuervos. Se encerró en el depósito y allí consideró por vez primera en mucho tiempo la indestructible suciedad y el descalabro de las baldosas, la sangre y los humores y el polvo de la muerte agazapada en los rincones. Ronroneaba el frigorífico con los cadáveres encajonados, y la macilenta luz de la bombilla del techo caía sobre las formas rígidas en las camillas. Siempre juntos, hombro con hombro, los gemelos muertos tenían los cabellos enzarzados y los sexos arrugaditos, negros como pasas. A ella le dedicó una distraída mirada que apenas se demoró un segundo en sus piernas antiguas, de pantorrilla grávida y tobillo fino. Guardó los restos del pastel en el cajón de la mesita, luego lavó unos calcetines, los colgó en la cuerda tendida entre el armario y la percha, y, descalzo, pisando una mugre sedosa adherida a las baldosas, tiró del cajón del frigorífico, acercó el taburete, se sentó y apartó el borde del lienzo: indagando con extraña porfía, bizqueando por la proximidad, sus amistosos ojos de agua recorrían el perfil tenso y anhelante del ahogado como si escudriñara corrupciones sin nombre en la turbia memoria de una vida. Alzando con el dedo los párpados yertos y amoratados, podía ver, podía leer: en todos los ojos de los muertos había aquella cenagosa profundidad de pantano, aquel paraíso infantil anegado por las aguas. Cuervos, más que cuervos. 6 —Dije que esta noche no quería ver a nadie por aquí —Java se volvió a mirarle, giró con mucha energía y la capa roja revoloteó en torno a él reflejándose en el espejo—. Hola, no sabía que habías vuelto. —¿Qué puñeta haces vestido de Satanás? —dijo Sarnita. —De Lucifer. —¿Te han dado un papel en la función? —Todavía no. No toquéis nada —ordenó Java, probándose una perilla y unos bigotes puntiagudos que olían a pegamento. Martín ya revolvía los cajones de la consola, y se probó un antifaz negro. El Tetas se ponía pelucas frente al espejo. Amén se ceñía un cinto plateado con una espada, la desenvainó, besó la cruz y luego ensayó una estocada. Mingo y Luis se disponían a tapar la boca del pasadizo, encajar los tochos y arrimar el baúl. Java los paró: —No hace falta. Os vais a ir en seguida. —Sarnita quería saludarte, hombre, sólo hemos venido para eso —gruñó Mingo—. Y para enseñarle el refugio. —No deben veros aquí —Java nervioso, Amén paseando a su alrededor, observándole con sonrisa burlona, y él—: Tú qué miras. Tiró los bigotes y la perilla sobre la consola. Amén le palpó los cuernos de la frente. —Flojos, como salchichas —dijo—. No pareces el Demonio, Java. —Pareces el Capitán Maravillas —dijo el Tetas—. La capa roja es fermi. —Marchaos, puñeta. —Lo que pareces es un obispo —dijo Amén. —¿Nunca os contó cómo conoció al obispo? —dijo Sarnita—. Por mi madre. Luego me recordáis que os lo cuente… —Tetas, deja las pelucas en su sitio —irritado Java, empujándole—. Fuera todos, venga. —Oye una cosa —dijo Sarnita, y la bombilla del techo iluminaba su cabeza, pelona, con sus costras verdes de azufre—. ¿Por qué no te deja hacer la función, el inválido? —Yo sé por qué —de malhumor Java—. Pero me dejará. —Te tiene manía —dijo Luis. —No me tiene manía. Pero esta noche me dará el papel, por mi madre te lo digo. Tengo un plan, hice un trato con la Fueguiña y con Juanita. —¿Qué trato? Java no contestó. La cabeza gacha como para embestir, la mirada remota en sus ojitos legañosos, le temblaban los birriosos cuernos de trapo y se paseaba embozado en la capa roja como un malo de película de mosqueteros. —¿Qué tal por tu pueblo? —dijo. —Me han hecho pencar —Sarnita curioseaba el interior de una gran caja de madera, entre la paja y papeles de periódico envolviendo vajillas medio rotas. Oyó a Java bramando: — ¡¿Queréis largaros de una vez?! —¿Y tú te quedas? —dijo Sarnita. —Apaga las luces y se queda escondido en la sala, entre los bancos —dijo Amén—. Y cuando ensayan se sienta y se deja ver, como si acabara de entrar por la puerta principal, ¿entiendes? —No. —Sentí lo de tu padre —dijo Java muy serio—. ¿Dejó algo antes de colgarse, alguna carta, la dirección de alguna furcia de ésas que él conocía…? Ahora Sarnita se miraba en el espejo: escupió el suelo. —No sabía escribir. Java se desvistió, se quitaba la roja piel de demonio a tirones. Su ropa estaba tirada sobre el bidet. Sarnita vio el bidet y exclamó: —¿Por qué habéis traído aquí el lavapollas? ¿O no es el mismo? Apartó la ropa y vio los regueros de pólvora quemada en la pulida taza: una tupida red de líneas color tabaco. —Es el mismo —dijo Luis, sentado al estilo moro en el baúl—. Fue idea de Martín. —Vale, bien hecho —dijo Sarnita—. Todas las huerfanitas deben tener el conejo sucio, se lo lavaremos aquí. ¿Cuándo pillamos una, Java? —Tranquilos. Ya veremos. —Ahora te habrás hecho amigo de todas. —¿Yo? Qué va. Venga, marchaos. Sarnita fisgaba entre los decorados. —¿Y los otros tormentos? —Ahí detrás, bien escondidos —dijo el Tetas. —¿Y esa campana? —La Campana Infernal —dijo Amén—. Algo nuevo, chaval, lo nunca visto. ¿Quieres probarla? —agarró el martillo—. Métete dentro. —Animal, que te van a oír —dijo Java—. Suelta eso. Sentado en el suelo, Java se calzaba las ásperas botas de racionamiento de suela claveteada y puntera de metal: ellos se las miraban con envidia. ¿Un regalito de la viuda Galán?, dijo Sarnita, y Java se levantó y le hizo una seña. Alzó la arpillera que cubría la pequeña abertura en la pared de ladrillo y pasó al escenario. Sin luz. Ven, dijo, y Sarnita le siguió. Bastaba la luz que se filtraba a través de la arpillera para ver el escenario de tablas, desierto, la diminuta concha del apuntador, forrada con una tela roja, las candilejas de cinc abollado, y más allá, la oscura sala con los bancos de misa en formación, sin pasillo central. Java le empujaba otra vez al vestuario: ya lo has visto todo, ya podéis largaros, y se situó junto al baúl, un ladrillo en cada mano y dispuesto a tapar el pasadizo en cuanto ellos salieran. El último en meter la cabeza fue Amén, Java lo paró para registrarlo: se llevaba una peluca de diablo entre el jersey y el pecho. Trae acá, cabrito, que tú acabarás en el Asilo Durán. Me moría de ganas de quedarme, pero te obedecimos todos, legañas, te dejamos solo allí dentro, oímos cómo ilusionado taponabas la salida y arrimabas el baúl. Salimos por la boca del refugio a la calle Escorial. No hacía nada de frío y brillaban las estrellas, no era muy tarde: teníamos tiempo de contar una aventi sentados en la acera, debajo de una acacia. Vimos correr bajo la luz mortecina de una farola a dos mujeres enlutadas con sacos en la espalda, desaparecieron encorvadas tras la esquina de la calle Laurel. Luego, Amén se desprendió del cinturón de plexi y propuso echar un buchi: cuando nos faltaba Java caíamos con frecuencia en los juegos de críos. Pero todo quedó en nada: lo que de verdad nos habría gustado esa noche era verte actuar, fullero. Así que nos separamos y yo acompañé al Tetas hasta su casa en la carretera del Carmelo; había ventanucos iluminados en las barracas, alguna radio encendida, el llanto de un niño. Me despedí del Tetas y regresé al refugio, a oscuras y a rastras volví a recorrer el pasadizo, un ratón se paseaba por mi pierna y de un manotazo lo lancé por los aires, quité los tochos y empujé el baúl. Ya estaban ensayando en el escenario iluminado, vocalizaban despacio simulando una rabia infernal, reconocí la voz del director escénico: «¡La ira abrasa mi pecho, rayos mi incendio vomita; pues yo rabio, rabien todos!». Me moría de ganas de verte actuar. En la pared de ladrillo que me separaba del escenario había varios agujeros del tamaño de monedas: eran para sujetar los decorados el día de la función, escogí el más bajo y me senté a caballo sobre medio tronco de árbol de cartón y cerré un ojo: podía ver a Juanita la «Trigo» en plan de Virgen esperando su turno entre bastidores, con las manos juntas como si rezara pero bostezando, y a cinco pastores de Belén sentados en torno al fuego y la olla, con sus zamarras y panderetas, y a la apuntadora en la concha; era la mayor de la Casa y responsable de devolver a las huérfanas a la calle Verdi antes de medianoche y sin novedad. No se veía a la Fueguiña por ninguna parte. Rumiaba yo dónde se ocultaría el que daba las órdenes, cuando se movieron un poco las pesadas cortinas color miel y detrás se oyó con claridad el doble y agudo chillido de pájaro y asomó por la abertura la contera plateada del bastón, y detrás el alférez en su silla de ruedas, la espalda muy erguida y el cabello engomado y reluciente, el bigotito negro y la cara blanca como la cera. La sahariana impecable y tan ceñida, de esquinadas hombreras, le daba un aire de héroe frágil y obstinado, con el botón superior sin abrochar dejando ver una fina toalla color crema alrededor del cuello. Desde las sombras dirigía la función con firmeza y autoridad, y en ocasiones invadía bruscamente el escenario manejando su carrito con endiablada habilidad y rapidez, acudía compulsivo y solícito a situar bien un personaje, a corregir el detalle de un vestido, una postura, una peluca. Tenía el cuaderno en el regazo, sobre el mantón dorado que ceñía sus piernas, el bastón en una mano y en la otra la cañita de bambú. El retraso de Luzbel no era normal, dijo: Dónde se habrá metido, siempre llega tarde, pero hoy se ha pasado. Y su taco preferido: Jolines. —No vendrá, mi alférez. —¿Quién ha dicho eso? —el director escrutando la oscuridad de la sala—. ¿Quién anda ahí? Me moría por verte, camándula: cómo te levantabas del último banco en la platea, desde la penumbra que te había mantenido oculto hasta entonces, cómo avanzabas seguro y confiado por el pasillo lateral, cómo decías otra vez: —No vendrá, señorito Conrado. Se ha roto un brazo. —¡Ondia! —exclamaron los pastorcillos a coro. —Siempre le pasa algo, a Miguel —dijo la apuntadora—. Qué delicado. —Es un chico muy esquifido —opinó Juanita la «Trigo». —¡Silencio! —tronó el director. Ya estabas parado junto a las candilejas. El alférez hizo rodar la silla hasta el centro del escenario, frenó, los pastores se hicieron a un lado, la cañita silbó cortando el aire: —¿Tú qué haces aquí? — añadió el alférez entornando los ojos para verte mejor: cegato, nervioso, chaval, como siempre que te veía demasiado cerca y en público—. ¿Quién te ha dado permiso para entrar? —Me envía su madre. Dice que Miguel se ha roto el brazo jugando al cavall fort en el parque Güell. No vendrá, no podrá hacer de Luzbel. El director escénico reflexionó unos segundos. —¿Es verdad eso? —y sus finas manos empujaron las ruedas, resbaló de su regazo el cuaderno, bruscamente te dio la espalda, llamó a la Virgen y la mandó al teléfono de la sacristía para comprobarlo. Recuerda, en casa de Miguel tenían teléfono y bidet. La Virgen volvió diciendo es verdad, las manos fervorosamente juntas, tiene el brazo escayolado y está en cama, mintiendo con humildad de Purísima: tal como le habías ordenado a la chica, pillastre. El inválido ni te miró al decir: —Está bien, puedes irte. —La señorita Paulina me ha dado permiso para ver los ensayos. Me gustaría mucho ser del Cuadro Escénico, mi teniente. —Yo no soy teniente de nadie. Y ya te dije que estamos al completo… —Me gustaría hacer de Luzbel, señorito Conrado. Me lo sé de memoria. Déme una oportunidad, por favor —insistes en tono quejica y como bromeando, pero todos sabíamos que ese tono ocultaba una amenaza—. Le gustará como lo hago. Ya subías al escenario, ya tus pasos resonaban en el tablado y te encarabas al alférez sonriendo, seguro de ganar: le sobabas mentalmente, puta, a que sí. Las piernas abiertas y firmes, los pulgares engarfiados en los bolsillos traseros del pantalón, el pañuelo rojo al cuello y la bufanda colgada al hombro: estabas soberbio, Java. —Creo que le conviene, mi alférez. Hágame una prueba, verá qué satisfecho queda. —No —sin mirarte a los ojos, pero mirándote—. No insistas — y manoseando las ruedas, retrocediendo, frenando, girando la silla como si buscara una salida—. Miguel es insustituible… Aunque bien pensado… Bueno, no perdamos más tiempo, tenemos la Navidad encima. Le suplirás, pero sólo en los ensayos. No esperes otra cosa, él hará ese papel cuando vuelva. —No volverá en mucho tiempo, señorito Conrado. Y yo me sé el Luzbel de corrido. —A ver, recítame algo. Un carraspeo, balanceándote un rato y cargando el peso del cuerpo en una pierna, luego en la otra, por fin alzando el brazo ante el alférez, firmes como en el cine cuando tocan el himno, dijiste en tono vibrante: —Tú ocupas con altivez y soberbia un trono regio que no te corresponde, desventurado. ¿Contra quién te rebelaste, de las tinieblas caudillo? De traidores vasallos tienes un sinnúmero, un ejército que obedece tus mandatos y ejecuta tus proyectos. Pues este trono y vasallos, este ejército, este imperio, de qué sirven si has de verte, ¡oh vergüenza!, ¡oh vilipendio!, humillado y confundido, hasta llegar al extremo de que una débil Mujer, una Doncella sin mácula, una Aurora radiante, con valeroso denuedo estampe en tu altiva frente de su osada planta el sello… —Bastante mal —te amonestó—. Hay que declamar. Que es verso, no lo olvides. Que no es un discurso. Pero vale, venga, a trabajar todo el mundo —palmeando, haciendo silbar la cañita en el aire, llamando a gritos al Arcángel Miguel: lo había enviado a por un vaso de agua y tardaba—. ¡Venga, cuadro octavo, escena diez, bosque, dichos y San Miguel! ¡¿Adónde fue por el agua, a un pozo?! Revuelo en el escenario: los pastores acomodándose en torno al fuego, sonar de panderetas, risas, Juanita la Virgen corriendo a buscar a San Miguel, tú suplicando al director: —¿Puedo vestirme de Luzbel? Hará más efecto. —Pero rápido. Y ni siquiera me viste, ni una sola vez miraste en torno mientras te vestías precipitadamente en la oscuridad, casi a mi lado: musitabas parrafadas de versos, bisbiseabas como una vieja beata pasando el rosario. Y corriendo al escenario otra vez con tu soberbia capa roja, tus cuernos, tu perilla y tus fieros bigotes. Te miró y remiró el director. —Demasiado ajustados los calzones… Aquí. Pero tiene un pase. Tú empiezas. Final escena nueve. ¿Te lo sabes, te acuerdas? Y de pie en medio del escenario, brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza como para embestir el mundo, tú, Luzbel, recuerda: —¡Si queréis saber quién soy, escuchad y lo sabréis! Yo soy aquel gran privado que el rey de su casa echó y a que viva le ordenó al abismo condenado… —Alto —cortó el director—. No es necesario que empieces tan atrás, di sólo el final para empalmar con los pastores. Java Luzbel: —… sabed pues que en mí tenéis vuestro enemigo Luzbel! Pastorcillos: —¡Huyamos todos, huyamos! Arcángel San Miguel apareciendo con la espada en alto: — ¡Pastores: no huyáis, tened! La mismísima Fueguiña pero esta vez de bandera, chaval, con un cuerpo de rechupete: casco de plata con penacho rojo, túnica de seda blanca que le llegaba a la mitad de los muslos y ceñida al vientre por ancho cinturón fulgente, botas altas doradas y capa azul y blanca sobre los hombros, y, rematando tan cegadora visión, el brazo desnudo en alto y empuñando la llameante y retorcida espada. Y declamando: —¡Y tú, dime, monstruo horrendo, ¿el mundo en fuego encendido quieres que apague tu sed? ¡Huye, villano, de aquí! Java Luzbel: —¡Detén, Miguel; no levante tanto tu voz la victoria, que no es razón patentoria! Director: —¡Perentoria! Java Luzbel: —… perentoria, perdone. Silbó en el aire la cañita de bambú. El lapsus lo aprovechó el Arcángel Miguel para sacarse del cinto una barra de carmín y repintarse furiosamente los labios, manteniendo la espada en alto y las soberbias piernas abiertas. Entre las mejillas arreboladas su boca era como un clavel rojo y sobre ese clavel pareció que te lanzabas de pronto con tanto ímpetu y sin avisar, obedeciendo una soterrada orden del inválido, que la chica se asustó y dejó caer el pintalabios. Cuando te rendías a sus pies con estrépito de tablas, levantando nubes de polvo, tus manos crispadas buscaron asidero en sus piernas, arrastrándote entre maldiciones y azufre del averno, bribón, clavando los dedos en sus muslos morenos, tirando de su faldita y echando miraditas al director con el rabillo del ojo, astuto marrajo. Arcángel Fueguiña: —¡Soberbio, atrevido aliento ¿tú contra el cielo te opones?! ¡Detén tu voz, no blasones aclamando vencimiento! Java Luzbel: —¡Mi rabia no sofoques! Arcángel Fueguiña: —¡No me toques! Y subías, te encaramabas a ella como a una cucaña, resbalando y resoplando sobre sus formidables piernas de Arcángel, subías y sobabas con manos y rodillas y codos, y ella tan firme y poderosa, tan seria, hasta que aplastaste la cara entre sus pechos y resbalando otra vez llegaste a su entrepierna y entonces ella, ¡qué bien ensayado debíais tenerlo en el terrado de la Casa!, se agitó y culeó como para arrojarte lejos al tiempo que ponía los ojos en blanco y alzaba la cabeza y la llameante espada al cielo, extraviándose en el diálogo: —¡Soberbio, atrevido aliento…! Java Luzbel: —¡Maldición, maldición! Inválido: —¡No, no! ¡Vencido estoy, vencido estoy! Java Luzbel: —¡Ah, sí, perdone! ¡Vencido estoy, Miguel…! Arcángel Fueguiña: —¡Abrásate, infiel! Inválido: —¡Más brío! Pastores: —¡Ay, ay, ay! Virgen Juanita: —¡Virgen! Cortó el director golpeando las tablas con la puntera del bastón. Y avanzando en su silla con la boca abierta y ansiosa, como si le faltara el aire, pasó entre los despavoridos pastorcillos amonestando dulcemente: —Te has perdido, Luzbel. Aquí venía eso de… a ver —hojeó el cuaderno, rápidos los dedos, jadeando todavía—. Sí, eso: Áspid seré vengativo. Otra vez por el principio, venga, y menos rabia en ese Miguel, niña, más dulzura, ¿eh?, con firmeza pero con mucha dulzura, que tú eres una guerrillera celestial, ¿entiendes? Es la eterna lucha entre el Bien y el Mal, entre la Belleza y la Fealdad, digamos, ¿entiendes? —Sí, señorito. Regresó el director a su puesto entre las cortinas del fondo. —Y tú sí, Luzbel: con furor, con rabia, con verdadera saña. No temas hacerla daño, entra decidido. —Sí, mi alférez —aprovechando la pausa, Java había encendido un cigarrillo y lanzaba rosquillas de humo al techo. —Pues vale. Empieza por: calla, atrevido mortal. Alerta, pastores. Abrid la escotilla. San Miguel preparado… ¡Suelta ese pintalabios de una vez! La cortina estaba corrida tres palmos y dejaba ver el telón de fondo, una puerta de cuarterones. Agazapado entre las dos ruedas niqueladas, mirándoles por encima de las manos cruzadas sobre el puño de bastón, el inválido apretaba las flacas y temblorosas piernas, agazapado en un nido bermellón de sombras. El chal había resbalado de sus rodillas y estaba en el suelo. Sus ojillos amodorrados y húmedos semejaban dos puntos de luz corroídos por un ácido y la sangre golpeaba sus sienes con urgencia. Había algo inhumano en su inmovilidad de maniquí roto. Golpeó el aire con la barbilla, un gesto que denotaba hábito de mando, y repitió la orden golpeando el suelo con el bastón: fuera cigarrillos. Java obedeció transpirando un sudor insensible, una humillación asumida y ensayada fríamente. Java Luzbel a un pastor: —¡Calla, atrevido mortal, que aquí te rompo algún hueso! Pastor: —Hombre, no, no haga usted eso. —¡Habráse visto animal! Java Luzbel: —¡Seréis, en estos parajes, pasto a las fieras salvajes! Arcángel Fueguiña blandiendo su espada: —¡Detente, monstruo del averno! Java Luzbel: —¡Vano intento, Miguel! Llevo una pena mortal, tal, que el alma se suspende y aunque mi mal no se entiende yo sé que es grave mi mal. Mientras esto decías vi al Arcángel levantar una bien torneada pierna y rascarse la rodilla con aire distraído. Se oyó el chillido de pájaro tras la cortina, el golpe imperioso del bastón. El aburrimiento o la indiferencia, nada angélica, de la muchacha rascándose la piel, crispaba los nervios del inválido. Arcángel Fueguiña: —¡No acaudilles la locura, maligno, no te rebeles contra el poder Divino! Java Luzbel: —¡Áspid seré vengativo! ¡Furias abrasan mi pecho, iras, despecho, furor, y una desazón eterna inquieta mi corazón! De nuevo el Arcángel, con un desdeñoso mohín, alzó la rodilla para rascarse, cuando ya te lanzabas contra su pecho obedeciendo el oscuro mandato que llegó desde la cortina. Blandió ella soberbiamente la espada sobre tu cabeza, pero eso le costó perder el equilibrio momentáneamente, y entonces los pastores, boquiabiertos, vieron rodar sobre las tablas a Miguel y a Luzbel enlazados y rabiosos en medio de un revuelo de capas que encendió una llama roja y azul. Pataleando en el suelo y boca arriba, con Luzbel montado a horcajadas en su vientre, el Arcángel aún consiguió gritar: —¡Ay de ti, Luzbel, que en torpe maldad confías! ¡Rabia, monstruo criminal, arde en vituperios, mas respeta estos misterios sin pecado original! Y acto seguido te golpeó furiosamente con la pelvis hasta que saliste catapultado por los aires, legañas. Entonces el Arcángel se incorporó con la espada en alto y, cuando arremetías de nuevo, exclamó: —¡Mira el brazo de Dios cómo te arroja a mis pies! Y caíste rendido, bramando, escupiendo fuego por los ojos y por la boca, ella puso el pie sobre tu cabeza y tú ibas arrastrándote, tanteando con tus garras sus botas altas, la faldita ya hecha jirones y el ancho cinturón de púrpura, buscando un asidero en medio de la agonía y de cuando en cuando echando ojeadas a la cortina, donde el bastón volvía a golpear el suelo. Encogido en la silla, ronroneando como un gato, el alférez Conradito achicaba los ojos para captar mejor los detalles. Por su jeta de señorito instruido, por la mueca de asquito que se dibujaba en su boca, uno habría jurado que aquello no le gustaba y le hacía sufrir, pero la mirada, vidriosa, se había colgado de un punto en el vacío y sus largos dedos sobaban con rapidez increíble la toalla-bufanda. Era como si mirara sin ver, agotando su rara ceguera hasta el fin. Podía hacer pensar que estaba incluso indignado, que algo le enfurecía, contemplando la lucha entre el Bien y el Mal, y transpiraba, trémulo y rígido en su silla, mudo, cegato, atenazado como por un repentino ataque de dolor en las piernas. Caído de espaldas y con el pie de San Miguel en tu pecho, aún te incorporaste un poco para aferrarte a su cintura y decir: — ¡Maldición! ¡Vencido estoy! De hoy más, contrario Miguel, yo me confieso vencido. ¡A tu poder ya rendido queda por siempre Luzbel! Y a rastras, como un cocodrilo de fuego, dando zarpazos y dentelladas al aire, te hundiste en la trampilla. Qué bueno, legañas, qué bueno fue. Y el director te dio el papel, porque te lo habías ganado. Aunque te lo hizo sudar; yo me fui a casa, ya era muy tarde, pero más adelante lo supe: cinco veces más tuviste que repetir la escena con el Arcángel Fueguiña, enroscado en sus muslos de guerrillera celestial. El Tetas gimió, golpeándose el oído con la palma de la mano: —¡Ay! Me se ha metido una pipa en la oreja. —¡Vale! No te laves por siempre jamás y te nacerá un girasol como al capitán Blay —dijo Amén. —Al capitán se le metió una lenteja, capullo —dijo Luis. —¡Callaros, hostia! —ordenó Sarnita—. Sigue, Martín. ¿Cómo podían jugar con las mentiras, intercambiar tantos embustes, qué les incitaba a ello, dónde estaban ese día? No lo sé, Hermana. En tantos sitios. Les veo sentados en corro en la escalinata del parque Güell, o cabalgando todos juntos el Dragón de cerámica, agarrados de la cintura, descalzos y lanzando gritos de guerra; deambulando por los terrados del barrio como gatos tiñosos y famélicos; tumbados en las aceras entre sus improvisados tenderetes de tebeos y novelas baratas de segunda mano; mendigando calderilla para el Cottolengo del Padre Alegre, o unas pastillas para la tos en el Dispensario del Centro Parroquial… Aquel invierno había por todas partes un olor dulzón y persistente a fango y a hojas podridas, a zapatos mojados secándose junto al brasero. Las lluvias y los fríos intensos propiciaron las mejores aventis de Martín en la trapería de Java. Ellos le escuchaban comiendo pipas y altramuces, hundidos hasta el cuello en la montaña caliente de trapos y papeles y cercados por el estrépito del agua cayendo de los canalones rotos: la trapería era el ombligo del mundo. Los zapatos de Sarnita echaban humo junto al brasero, pero él ni caso, de bruces sobre la pila de diarios y rascándose las junturas infectadas de los dedos. Las aventis de Martín le dejaban turulato. Salió la abuela de la cocina con medio caliqueño apagado en los labios y un cazo con el potaje, pero al verles allí, volvió a esconderse. Esa tarde Mingo llegó corriendo, muerto de frío y con los mocos colgándole hasta el labio; venía del taller con su guardapolvo de aprendiz y su gran bufanda marrón cruzada sobre el pecho como dos cananas, y llevaba el encargo de entregar unas joyas muy valiosas a la querida de uno, dijo, una rubia platino que vivía a todo tren en el Ritz con dos perritos pekineses. Había ido otras veces y era el recado que más le gustaba hacer, la fulana siempre le daba un duro de propina y dice que un día le abrió la puerta en camisón transparente y se le veían unas medias negras con liguero y unos pezones de color rosa. El mismo Java decía que era una fulana de fábula, aseguraba que un estraperlista de los gordos se enamoró de ella cuando la vio y tuvo la idea de deslizar en su escote un talón bancario en blanco con la firma, y que ella había escrito un nueve y detrás 69 ceros, todos los que cabían. El 69 es el número de la suerte para las fulanas de lujo, dijo el Tetas. Entre las joyas que traía Mingo había un brazalete de oro macizo del que pendía un pequeño escorpión, también de oro y montado con articulaciones. Casi andaba. Mingo les permitió tenerlo en la mano un rato cada uno, y fue cuando Java explicó una vez más aquello de que los escorpiones, cuando se ven cercados por el fuego y sin posibilidad de escapatoria, se revuelven contra sí mismos y se suicidan clavándose el aguijón envenenado de la cola. Dijo también que el escorpión es un bicho maléfico que trae mala suerte y representa el odio entre hermanos, la capacidad de autodestrucción que hay en el hombre, ¿recuerdas el rollo, legañoso?, nos prometiste una aventi a propósito de todo esto. Esos primeros tanteos con las pajilleras del Roxy, esa visita como espía al bar Continental, entrando con el saco de tela de colchón al hombro y la romana colgada al cinto, cantando: papeles, botellas, con ronca voz de adulto; ese primer encuentro con el tuerto que resultó que también buscaba a la furcia, esas primeras chispas de la Fueguiña que habían de acabar en incendio, legañoso, ¿de verdad nos divertían? ¿De verdad podían parecemos tan emocionantes como las pelis del cine Rovira o del Delicias o del Roxy? Día tras día tirando del carrito, haciendo sonar por las calles tu campana adornada con una tira de trapo rojo y una reseca piel de conejo, la mirada atenta en los balcones y ventanas, a veces en compañía de la abuela que caminaba detrás vigilando la carga, sordos los oídos al interminable grito: ¡yacapeeeelldecuniiiiill…!, que se metía en todas las casas, en todas las tiendas, talleres y tabernas del barrio, juntamente con el nombre: Ramona. —¿Ramona? No he vuelto a verla, hijo, ya no viene por aquí — dijo la dueña del Continental, desayunándose con una gran taza de malta negra y espesa como alquitrán. Le echó coñac al brebaje y, al devolver la botella al estante, de espaldas a Java, lo miró por encima del hombro sonriendo con la boca torcida—. Te gustó y quieres repetir, ¿verdad, pillín? —No es por eso, mastresa. Tengo que darle un recado. ¿Por dónde anda? ¿Dónde vive? —No lo sé —y otra vez la sonrisita—. ¿Qué te hizo que no la puedes olvidar, rey mío? Java se acomodó el saco al hombro y gruñó contrariado, acodado al mostrador con aquella gandulería simpática enroscada en los riñones y en las largas piernas. La mastresa lo miraba fijamente, ahora preocupada: —Oye, ¿te ha pegado alguna mierda? —No, no. —Ah, me extrañaría. Porque es muy limpia, eso sí que lo tiene. —¿Sabe si estaba fija en alguna casa? —Que yo sepa, no. Precisamente ayer se lo decía a mi hermano: meses que no la vemos el pelo. Como si la tierra se la hubiese tragado. Pareces cansado, hijo. ¿Quieres una cerveza? Ya que has venido, te llevarás una piel de conejo, espera. Era por la mañana temprano: una tenue ceniza enredada en la luz, sillas patas arriba sobre las mesas, el pringoso suelo sembrado de huesos de aceitunas y serrín a medio barrer. El hermano de la dueña, la escoba en la mano y sentado en un rincón, hablaba con el señor Justiniano, que hoy vestía la guerrera negra. Por encima de sus cabezas, en el sombrío altillo, una puta muy joven, casi de bruces en el mármol de la mesa, desayunaba pan con sardinas de lata, la mirada aún suspendida en los afanes de la víspera. —Qué raro que no haya vuelto por aquí —dijo Java colgando en su cinto la sanguinolenta piel de conejo. —¿Se llevó algo de la habitación? —dijo la mastresa. —No, no. —Con éstas nunca se sabe. —¿Dónde la encontró? —Aquí. Solía venir a empezar la noche. Comía algo y casi no hablaba con nadie. Si no le salía pronto un cliente, se iba por ahí a buscarlo. Termina tu cerveza —añadió bajando la voz, al notar de refilón la negra mirada del tuerto—, éste no quiere que entren menores. —Estoy trabajando, yo, tengo el Haiga fuera. ¿Quién es? Se volvió a mirarle y vio el parche en el ojo, las sienes canosas, la boca amarga bajo el bigote-mosca. Su gran mandíbula, un monumento cuadrado a la voluntad de mando, se irguió un poco al devolverle la mirada por encima del hombro. Java le volvió la espalda ostensiblemente. Bajando aún más la voz, la mastresa: ¿No le conoces?, pues es amigo del pagano, te interesa estar a buenas con él, no le plantes cara nunca, no le discutas nada, hijo, y si por casualidad te lo encuentras un día sentado a tu lado en el cine, cuidado, levántate y arriba el brazo cuando toquen el himno, bien arriba, créeme, sin pitorreos y mantén la boca cerrada, ahora mandan éstos. Ya lo sé, mastresa. Y ella, en un susurro: él es quien me avisa cuando hay trabajo para ti, siempre con muchas exigencias sobre el día y la hora y que no falle la chica, gasta malauva. Debe ser una especie de secretario del inválido. —¿Pero usted no hace los tratos directamente con él? —Nunca lo he visto. Me entiendo con éste. Y señaló al señor Justiniano sentado en la mesa: el delegado local, dijo, el mandamás que le dicen, el alcalde de barrio, pero en el fondo un jefecillo, uno de tantos. Le verás por ahí reclutando chavales, ¿a ti nunca te ha parado en la calle para hablarte de ir a Campamentos Juveniles? Te tendrá algún respeto. Bastante mal parido, la verdad, cada mes nos pasa a cobrar la cuota de Auxilio Social y la contribución de la Falange del distrito, no se deja ni un bar por el camino, a cambio me deja vender rubio de estraperlo, ya me entiendes, hijo: es uno de ellos, de esos que se dedican a chuparte la sangre, qué le vamos a hacer. Con lo que me sacan, alguno se estará haciendo una torre. —Paciencia, mastresa —dijo Java—. Son malos tiempos. —No, si ya nos entendemos, éste y yo. Porque si yo le debo favores, él a mí también. Y me callo porque me callo, que yo me entiendo. Java había alzado la cabeza para mirar a la meuca en el altillo: comía con su cachaza noctámbula, la mirada descreída en el vacío, los morritos de hastío brillantes de aceite. El trapero notó en el perfil el único ojo del delegado, negro, insistente. Se había levantado y caminaba hacia la puerta, seguido del hermano de la mastresa. —Yo a lo mío —dijo la mastresa viéndole salir con el rabillo del ojo—. Me dicen: tal día a tal hora traes a la parejita, éste me da la llave y el dinero, yo voy al piso y os doy acomodo, y cuando el trabajo está hecho os pago, limpio un poco, cierro y a casita. —¿Allí no vive nadie? ¿Nunca vio a la madre? —No. Creo que vive en otro piso más arriba o más abajo, no sé, todo el edificio es de la viuda y tiene todos los pisos alquilados menos dos. En el que tú vas, sólo duermen de vez en cuando el hijo y una chica que le cuida. Ahí es donde vivían antes, pero se mudaron al morir el padre, creo. ¡Y mira que aún hay cosas de valor en este piso, vamos, que está puesto! —Y hablando del asunto —dijo Java—, ¿nada por ahora, mastresa? —Nada. Ya te avisaré, prefiero que no vengas por aquí —de nuevo la malicia risueña en sus ojos pintarrajeados—. Te gustaría que la próxima vez fuera con esa Ramona, ¿eh, sinvergüenza? —Pues sí. —Una cosa tiene la chica, es limpia. Se le nota —apuró el cafémalta, metió la taza en el fregadero—. Espera a ver… ¡Balbina! — mirando a la chica del altillo—. ¿Has visto a Ramona? Irguiéndose como si despertara, Balbina meneó la permanente: nanay, frunciendo la boca sin pintura. Java ya subía la escalera de madera, vio el tomate de la media en su rodilla, sus gruesas caderas forradas de raído satén rebasando el taburete, unas manos pecosas y una cara bonita a más no poder. Se quedó de pie delante de ella. —¿Es usted amiga de Ramona? —¿Qué quieres? —Tengo que darle un recado y no sé dónde para. —Vivía en una pensión. Pero se ha mudado. Y debiéndome quince duros. —Pero ¿dónde? —¿A ti te lo dijo?, pues a mí tampoco —alzó los ojos y ahora miró a Java con ojos de chunga—. No sabía que le gustaban los guayabos… —¿Hace tiempo que la conoce? Ella hizo un gesto vago con la mano, acompañándose de una mueca de inseguridad: y tanto, fíjate qué suerte, chico, de cuando eran vírgenes las dos, riendo y masticando a dos carrillos, ya ves si hará tiempo, Sarnita, atragantándose del gusto de engullir, qué suerte encontrarla allí en el Continental y con su risa plena de mamona al recordarlo: de cuando las dos tenían otro nombre y otro coño, hijo, menos gastado, y también otro trabajo: criadas en un chalet de Gracia, dos marmotas como dos pimpollos sirviendo a un matrimonio con una hija y unos abuelos muy ancianos. El merdé de la guerra ya duraba un año, el terror ya se había metido en todas las casas de señores y un buen día los suyos deciden irse a vivir definitivamente al pueblo, y cierran el chalet. Ellas se quedan sin trabajo. La Ramona por segunda vez: ya había servido en otra casa poco antes de empezar la guerra y algo le pasó allí con el señorito que hacía las milicias, la Balbina se figuraba el qué aunque su amiga nunca se lo contó: entonces aún vivía intensamente su primer amor, la Ramona, un buen chico que luego murió en el frente de Aragón, pero no de la metralla sino del frío, eran novios desde los trece años y se querían con verdadera pasión, una historia para llorar, chicos. Así que estos primeros días sin empleo, perdidas en el centro de un tumulto civil del carajo, a las dos raspitas sólo les queda un novio en primera línea de fuego, si me quieres escribir ya sabes mi paradero, pero muy pronto ni las cartas llegan, ellas no tienen trabajo ni dinero, y la trampa se cierra: todo parece haber sido dispuesto para que las dos se abran de piernas, tanto si les gusta el tomate como si no, y ellas se abren. La Balbina empezará mucho antes que la Ramona pero de eso ella ya no se acuerda, lleva a los tíos a la torre donde había servido de criada, tiene una llave y una clientela de alucinados soldados con permiso, libertarios, percutantes, engatillados, agazapados soldaditos en su entrepierna, como niños asustados. Antes que la torre sea confiscada por los anarquistas, queda embarazada y una noche de bombardeo del treinta y ocho encuentra a la Ramona durmiendo en la estación del metro con un hombre: es mi tío Artemi, le dice, y la Balbina, que siempre creyó que no tenía familia: reina, no me hagas reír que aborto aquí mismo, seguro que tú también lo tienes ya más abierto que un paraguas. ¿Y esa cruz de rubíes que llevas al cuello, me dirás que la has ganado a cambio de nada? Es noche de alarmas y presagios, entre la muchedumbre que yace desquiciada y semidormida en el andén, una niña orina en cuclillas y a calzón quitado, y la culata de una pistola asoma entre las solapas de una americana a rayas sobre un mono de mecánico. Ninguna de las dos tiene ya salvación. Volverán a encontrarse después de la guerra y compartirán una habitación alquilada y algunos clientes de lo más tirado, pero por poco tiempo: la Balbina pesca un novio formal, cree que puede casarse y la Ramona se va a vivir a una pensión. Ya no parecía la misma, Sarnita, dijo: teñida de rubio, oxigenada, tan flaca, tan triste y esmirriada y con sus cicatrices, con su tío en la cárcel y los nervios destrozados por aquel extraño miedo, aquellas pesadillas de sangre que no la dejaban dormir. Últimamente nos veíamos poco, concluye la Balbina, alguna vez aquí o en el bar Alaska, siempre anda en las últimas. —¿Una torre en la calle Camelias que estuvo cerrada, con rosales blancos y una palmera en el jardín? —dijo Sarnita parpadeando cara al sol, haciendo visera con la mano—. ¿Con una niña que entonces tenía ocho años y que ahora tendrá trece? Pues es ésta, Java, la misma torre y la misma niña que huele a mandarinas dulces, el mismo cacharro negro con gasógeno que suelta pedorros como la abuela. —Hum. No hay que fiarse mucho de lo que dice una furcia — meditó Java. —Cuando los dueños volvieron a abrir la torre, aún comían butifarra que se trajeron del pueblo: recuerda las pieles que encontramos, y la escarola y las mandarinas —insistió Sarnita—. Es verdad, esa fulana no te engañó. —Puede ser —Java se hurgaba los dientes con un palillo—. ¿Todo eso lo ha lavado tu madre? —Todo —dijo el Tetas. Estaban tumbados al sol en el terrado del Tetas, la colada aleteaba sobre sus cabezas esparciendo un fresco olor a lejía. Se oían trabadas voces de mujeres abajo, en el patio. Java escupió el palillo. —Hay que avisar a los demás —dijo—. Que vengan esta noche. Traeré a la Fueguiña para que haga de Virgen. —¿No sería mejor esa niña del chalet? —dijo Sarnita—. Si es verdad que conoció a la criada, te puede interesar… —Otro día —Java desmenuzó tres colillas con parsimonia, el papel de fumar pegado al labio por una punta—. Susana es una lela. Cuando salía a trabajar con la abuela y el carrito comían juntos sentados en el bordillo de cualquier calle, donde les pillara el hambre: potaje de garbanzos o de lentejas que se traía la vieja en la fiambrera. Ella disfrutaba mucho cuando iban a vender el papel: comían en una taberna del Paralelo y después la abuela se compraba una faria, era una fumadora empedernida. Cuando salía a la busca solo, Java planeaba el trayecto de forma que la hora de la siesta lo pillara cerca de la casa de Sarnita o del Tetas, en el Cottolengo: diminutas azoteas con sábanas mojadas que batía el viento, que soltaban trallazos de lejía en la cara, un cielo azul de primavera donde se bamboleaban pesadas cometas de papel de periódico. —Todo el santo día en la calle, sólo se acerca por casa a la hora de comer —las quejas de las vecinas subiendo desde los fregaderos, enredándose en el aire con la canción que emitían las radios al unísono, alegres estribillos como lentejuelas al sol, como pescaditos plateados mordiéndose la cola. —Ya puedes decirlo, ya. Pero así dan menos guerra, mujer. Ese ganapias del trapero hace con ellos lo que quiere —voces apaleadas al mismo tiempo que la colada, que los chillidos de pájaros como flechas en el cielo y el griterío de chiquillos y perros en las cercanas colinas. —Y el otro, el hijo de la «Preñada», vaya elemento. Parece que ahora frecuentan algo más la Parroquia, pero no será para aprender el catecismo, no te hagas ilusiones. —Hostia —gruñó el Tetas—. Cotorras. —¿Cuál es tu madre, Tetas? —La que chilla más. —Pues el mío, desde que es monaguillo, por lo menos sé dónde está cuando no le veo. —Ésa —dijo el Tetas. —Vámonos —Sarnita se levantó—. ¿Hay que avisar también a Luis? Está muy chingado con la tos, se le oye desde un kilómetro. —Las juanola que tú le das —dijo el Tetas bajando las escaleras—. Cuantas más pastillas juanola tome, más toserá. Vienen infectadas, chaval, dicen que ahora en los laboratorios trabajan tísicos, los cogen porque cobran menos jornal… —Esto es una trola. —A las diez —dijo Java al despedirse—. Tetas, no te olvides del trozo de riel y la cuerda. Esa noche, cuando Sarnita llegó al vestuario, la Fueguiña ya estaba preparada de Virgen, sentada muy rígida en una silla. Los cabellos sueltos, los pies desnudos y juntos, la túnica blanca y el manto azul, y debajo nada, se le notaba. Habían encendido candelabros y los repartían estratégicamente. Java apagó la luz del techo y puso dos candelabros en el suelo, uno a cada lado de la Fueguiña, que no parecía tener miedo, nunca se quejaba. Sólo dijo: ¿aquí, por qué aquí?, mejor en el escenario. —Primero ensayaremos un rato aquí —dijo Java—. Figura que te llamas Aurora. —Me habías dicho que ensayaríamos tú y yo solos… —y recelando de los demás, mirando los preparativos, la caja de cerillas en las guarras manos de Amén—: ¿Ellos también tienen un papel? —Hoy no vamos a ensayar Los Pastorcillos —dijo Java corrigiendo la posición de los candelabros—. Es una función nueva que se ha inventado Sarnita. Verás, queremos darle una sorpresa al señorito Conrado. ¿Has entendido, niña? Función nueva. —¿Cómo se titula? —Aurora, la otra hija de Fu-Manchú —dijo Sarnita. —Seguro que al director le gustará mucho —dijo Java—. Primero dame las manos, déjate, no tengas miedo. —¿Y todo el rato así, amarrada? —No —Sarnita suavecito como un guante, acercándose con la cuerda al hombro—, todo el rato no. Depende de ti, chavala. Verás, es una función muy especial, decía el puta: aquella cabeza rapada y, dentro, aquella imaginación endiablada, legañoso, ¿te acuerdas? Mira en qué ha ido a parar. No está escrito, le explicó a la Fueguiña, ni tu papel ni el de ninguno de nosotros, son cosas que aún tienen que pasar pero las sabemos de memoria y tú las aprenderás, Fueguiña. Empieza así: tú figura que tienes las manos atadas a la espalda y quieren hacerte cantar, ya están preparando el tormento. Levántate. La llevó al rincón, la hizo sentar a caballo en el bidet, en medio de un fortísimo olor a meados, la hizo juntar las manos a la espalda y se disponía a atarle las muñecas. Entonces ella lo miró con ojos repentinamente furiosos. —Tú no —dijo, y apartó los ojos de Sarnita para mirar a Java—: Que nadie me toque más que tú. Sabe Dios cómo conseguía escapar de la Casa de las huérfanas. Ellos pensaban que podía ser así: hacían la colada de Las Ánimas y de otras Parroquias, manteles de altar y sotanas, a veces era tan grande la colada que a las niñas se les hacía de noche antes de terminar el planchado, tenían dos planchas de carbón y una de ellas se la pedían prestada a una vecina, la Fueguiña bajaba a la calle a devolverla y ya no volvía a la Casa. —¿Preparada, Aurora? Arrodillado, Java le ató las muñecas a la espalda, la despeinó con cuidado, separó sus rodillas y dobló su espalda hacia atrás, y ella cerró los ojos: cabalgaba contra la noche y el viento de un recuerdo. Así está bien, dijo él, acerca más los candelabros, Sarnita. Diez velas escalonadas, cinco por banda, que arrojaban resplandores sobre sus mejillas de manzana y sus ojos de arena. ¿Qué figuro que hago?, preguntó, ¿por qué estoy sentada en eso?, mirando con asco el bidet, y Luis riendo: figura que cabalgas, tonta, y confórmate, ¿de dónde quieres que saquemos un caballo? Asistido por Mingo y Amén, el Tetas trajo la lata de pólvora con alguna solemnidad, como si fuera el viático. Java tomó la lata, hizo levantar un momento a la Fueguiña y vertió cuidadosamente un fino reguero de pólvora a lo largo del borde semicircular del bidet. La hizo sentar de nuevo con las piernas abiertas, rozando con la cara interna de los muslos los dos extremos del reguero de pólvora, una negra culebra con dos cabezas. Así está bien, ¿no, Sarnita?, dijo Java, y encendió el cirio pascual adornado con la cinta de plata y lo paseó ante los ojos de la prisionera. Todos se sentaron silenciosamente en el suelo. ¿Ya vale?, dijo ella, ¿qué tengo que hacer ahora?, siguiendo la llama con los ojos que no revelaban miedo ni curiosidad, solamente desdén o asco, ¿qué tengo que decir? Lo que quieras, dijo Sarnita con la voz agrietada y misteriosa, pero figura que has sido secuestrada por los moros y te harán la vaca si no hablas. Y se echó de bruces al suelo como un perro viejo, sujetándose el mentón con las tiñosas manos rosadas, mirándola semidormido, ronroneante: dale ya, legañoso, interrógala, qué emocionante tenerlas así, muérdele una teta, méate en su espalda, que cante. Otra furiosa mirada de ella especialmente dedicada a Sarnita: ¿ése es tu papel, sarnoso pelado, azuzarles contra mí? Sí, Aurorita, ése es siempre mi papel, hacer que los malos sean más malos, me gusta. Y ahora contesta todas nuestras preguntas si no quieres ver marcada con fuego tu delicada piel. Entonces se llamaba Aurora. ¿Aurora?, dijo ella, ¿de la Casa, y hace años? La misma, dijo Java, recuerda, canta, vomita, dijo Sarnita. Esto no vale, yo era muy pequeña, pregunta otra cosa. No, tiene que ser eso, trabajaba en lo mismo que tú ahora, marmota del mismo señorito, dijo Java esgrimiendo el cirio pascual, acercando la llama a la pólvora. Igual no, ella sólo iba a hacerle la cama en su piso de soltero, nunca fue al piso de la calle Mallorca, que es mucho más grande y da más trabajo. Pero ya me acuerdo, no me achuches, dijo la Fueguiña entrando en juego, pero con dudas: ¿debo contestar ya o debo resistirme un poco más? Habla, maldita, desembucha: ¿qué pasó cuando él terminó las milicias? Sonriendo ahora maliciosamente, la muy zorra, adaptándose al papel de heroína dura que no teme que la chinguen, no sé nada, jolines, no me acuerdo, entonces yo era una cría. Y Sarnita: vomita o te ponemos la Bota Malaya que machaca el pie. Y Java: ¿qué puedes contarnos de ella? Nada. Tú la conociste. Sí, pero nada, insistió ella, sólo me acuerdo un poco de su cara tan guapa y sus zapatos verdes de tacón alto. Java acercó la llama al borde del bidet, a un centímetro de la pólvora, y ella ni parpadeó, pero sus muslos se pusieron tensos. De bruces en el suelo, ellos la miraban conteniendo la respiración. Primero quémale los pelitos del conejo, legañoso, los pezones, márcale una tetica, enséñala a vivir. Ella irguió el pecho y su maligna sonrisa mellada planeó un instante por encima de las cabezas abatidas. ¿Es verdad que te rompió los dientes un moro, chavala? Sarnita agarró sus cabellos y de un tirón le echó la cabeza atrás y ordenó: tienes que decir otra vez yo no sé nada, y así yo te estripo el vestido. ¿Ah, sí, también eso, marranos?, dijo ella. Déjala, que hable ya, propuso Java. No te asustes que no miramos mucho, Aurora, no te rajes ahora que lo estás haciendo muy bien. Bueno, estripa pero sólo un poquito y no por arriba, ¿eh?, mejor la falda que ya está hecha una birria, dijo ella, de todos modos ya me lo veis todo, sois unos listos vosotros, pero no penséis que me chupo el dedo, así, basta, ya está bien, ¿eso también figura en la función, gorrinos, no podría llevar unos calzones rojos de demonio? Veremos, pero ahora canta, vomita todo lo que sepas de la raspa, venga, ¿no es emocionante?: todos admirándote tumbados en el suelo alrededor del bidet, a un palmo de tu túnica desgarrada, con las jetas boquiabiertas y los ojos encendidos, los fieros bigotes de Martín despegados y colgando torcidos, Luis embozado en la capa roja y sacudido por la tos. —Habla, desgraciada, sabemos que erais muy amigas, que ella te quería mucho y a veces te dejaba dormir con ella en su cama. —Yo era tan pequeña, tenía tanto miedo de las bombas. Os juro que me moría de miedo. —¿Ahora no tienes miedo? —dijo el Tetas. —Nunca más volveré a tener miedo. —Ja. ¿No sabes que la guerra no ha terminado, que quedan los maquis? ¿Quién puede decir no tengo miedo? —Lo dice menda —replicó la Fueguiña. —Ja. Una pobre huérfana sin padre ni madre, una murciana boba que cada día se la tiene que sacar cien veces a un inválido para que mee. —¿Es verdad eso, Fueguiña? —dijo Sarnita. —Sólo le sostengo el orinal. —Mentira —el Tetas. —Y no soy murciana. Soy de Lugo y me llamo María Armesto. —Mentira. —Cállate ya, Tetas —Java sin mirarle—. Basta de chorradas. Sigamos —acercando de nuevo la llama a la pólvora—. ¿Hablarás, Aurora? —No. —Canta si no quieres morir quemada, niña. La tos pedregosa de Luis la distrajo, mientras Java, sin malauva en la voz, representando bastante mal su papel: cantarás incluso el raskayú, dijo, la llama rozando ya la pólvora y de pronto ¡ffffuuuu…! como un cohete que hace llufa, y el fogonazo azul surgiendo entre las rodillas de Aurora, dos nubecillas negras subiendo hasta su cara. Jolines, exclamó viendo avanzar las dos rabiosas llamitas por el borde del bidet hacia sus muslos: dos arañas veloces emprendiendo direcciones contrarias, soltando humo como dos veloces trenes diminutos y dejando un rastro color tabaco. No intentó levantarse, no forcejeó con las manos atadas, no movió ni un músculo, ni un cabello. La barbilla clavada al pecho, observaba en silencio el rápido avance de los dos fuegos y los vio llegar a la carne, y sólo entonces, cuando parecía que la iban a morder, se abrió un poco más de piernas y permaneció rígida, sin pestañear, viendo cómo se apagaban bruscamente a unos milímetros de la piel. ¡Qué huevos esta chavala!, el Tetas admirado, y hasta el mismo Java parecía impresionado. Tranquilamente ella levantó la cabeza y se encaró con su inquisidor. —Menda habla cuando quiere, para que te empapes —y añadió, después de sacudir su cabellera negra—: De verdad que no me acuerdo bien, supongo que os referís a la Menchu, otra que escapó de la Casa para hacerse de la vida, eso dicen. Ellas sí que se lo contaban todo, las mayores, yo aún no tenía edad para trabajar fuera de la Casa… —¿Menchu has dicho? —Me contó que era muy buena con todas las chicas, que tenía un novio que se llamaba Pedro, y que iba a hacer faenas por horas. Cada día iba al ático del señorito Conrado para hacerle la cama, se la hacía desde los catorce años, cuando él estudiaba y aún vivía su padre, antes de la guerra. Luego toda la familia llegó a quererla mucho. Él aún no estaba paralítico y dicen que era muy bueno con ella, que le hacía regalos. —¿Y eso por qué? —dijo Sarnita—. ¿Por qué había de ser bueno con una marmota, por qué había de hacerle regalos? —Sin chillarme, jolines. —¡Habla! ¿Por qué? —Es un pecado, no lo digo. —Tetas, trae las tenazas —dijo Sarnita—. Vamos a retorcerle los pezones. —Pues que ella y su novio Pedro —dijo la Fueguiña— solían verse en secreto en aquel pisito del señorito Conrado que ella iba a limpiar cada día. Y que el señorito lo sabía. Sabía que allí se besaban y se tocaban, y a pesar de saberlo nunca los descubrió, nunca se lo dijo a la señora ni a la directora de la Casa. ¿Por qué…? ¡Ay, no me tires del pelo, animal! El novio iba por la mañana cuando el señorito ya había salido, la encontraba a ella barriendo o sacudiendo alfombras o cambiando las sábanas de la cama y allí mismo lo hacían todo. Y ella se dejaba a gusto, dicen. Y no sé nada más. ¡Ay, suéltame el pelo, bruto! Un pisito confortable y juvenil, coquetón, con muebles de tubo niquelado y muchos libros, ceniceros de cristal tallado y almohadones con dibujos cubistas. Cuando Aurora se iba después de limpiarlo, él volvía de desayunar en el café más próximo y se encerraba a estudiar. Lo descubrió un día por casualidad, Hermana, como si lo viera: agachándose junto a la cama donde se tumbaba horas y horas a estudiar una carrera que nunca ejercería, tan ajeno todavía al glorioso uniforme y a la silla de ruedas y a la metralla que lo iría destruyendo año tras año como las termitas, le veo en cuclillas sobre la alfombra con la cabeza caída y absorto, hipnotizado por el fulgor metálico del mechero que pertenecía a Pedro y él lo sabía, mirándolo durante largo rato allí caído junto a la pata de la mesilla de noche, mirándolo sin tocarlo, con ojos maniáticos; soportando gozosamente aquella revelación quemante, aquel cielo que se abría en su vida y que le reservaba a su cuerpo un mañana de sombras; paseándose por el cuarto y mesándose los cabellos de alegría, hablándose, riéndose, rastreando una señal en la cama, husmeando las sábanas, la almohada, las toallas, olfateando como un perrito el olor de sus cabellos, de su piel, midiendo con la imaginación el hueco de sus cuerpos en el colchón, calibrando su peso, oyendo quizá sus gemidos. Con el cuerpo orillado en el lecho, llorando de felicidad, rezando las gracias. —¿Y qué más, Aurora? —susurró Amén junto al candelabro que chisporroteaba—. ¿Qué hizo entonces, por qué no se chivó a su madre? —Porque él es bueno, porque él es todo un señor educado en los jesuitas y nunca andará por ahí contando los pecados de los demás —dijo ella. —¿Aunque hagan los pecados en su casa, en su propia cama? —Pues sí. —No seas pánfila —dijo Sarnita entornando los párpados como un gato: escrutaba el paso elástico de Java en torno a la prisionera, su reflexivo silencio. Lo vio pararse ante ella, inclinarse con el cirio en la mano y dejar caer unas gotas de cera caliente dentro del bidet, entre los pálidos muslos, dejando el cirio pegado allí por su base. La llama arrojó sobresaltadas sombras en las paredes. Qué vas a hacer, dijo ella, el fuego sabes que no me asusta, pero que no me toque nadie más que tú o me voy. Sarnita añadió: —Sigue, canta si no quieres ser la Mujer Marcada. —Sin amenazas, baboso. Un ático en la calle Cerdeña con una terracita llena de geranios desde la que Pedro y Aurora, abrazados, veían el campo de fútbol del Europa y las pistas de ceniza del Hispano-Francés. Un piso de soltero rico, un nido para un cuerpo de veinte años que aún no había logrado encenderse con nada ni con nadie. Había trofeos de caza, raquetas de tenis, copas ganadas en concursos de tiro, mapas de campañas africanas enmarcados y una colección de botas de montar dispuestas en batería a lo largo de la pared, caprichos de hijo y nieto de militares. Flotando en esa euforia vengativa del indigente, Pedro se bebe su coñac y se fuma sus puritos, se sienta en el agua perfumada de su bañera horas enteras, se envuelve en sus toallas y albornoces, camina descalzo por sus alfombras y hasta se pone sus corbatas. Y él lo sabía en el mismo momento en que ocurría, sosteniéndose la frente ardorosa sobre un libro de texto en la Facultad, o en casa de su madre, o en las milicias. Si la República no se lo quita todo, decía Pedro desnudo ante la hilera de trajes colgados en el armario, se lo quitaré yo, señorito de mierda, lo joderé. Y él lo sabía, Hermana, y lo soportaba, nunca se quejó de las chorizadas de Pedro, es más: hasta llegó a poner el coñac en la mesilla de noche, al alcance de sus manos para que así pudiera beber en la cama, hasta llegó a comprarse un batín corto de color rojo cereza para que lo usara él, y hasta hizo colocar estratégicamente un espejo, y dejó unas revistas pornográficas como olvidadas en un cajón abierto, hay tipos así. ¿Pero por qué? —Para excitar a la parejita, Hermana. —Y eso es todo —dijo la Fueguiña—. No sé nada más. —Nosotros creemos que sí. —Si no hablas, te haremos apagar el cirio juntando las piernas —amenazó Sarnita. Obedeciendo a la señal de Java, Sarnita sopló una a una las velas de los candelabros. Sólo quedó la llama del cirio pascual ardiendo tranquilamente entre los pálidos muslos de Aurora. Figura que si eres capaz de dejarnos a oscuras, dijo Sarnita, alguien vendrá a salvarte. Ella lo miró con recelo. ¿Qué estás tramando ahora, piojoso, qué rumias mirándome así, comiéndome con los ojos? Canta o apaga el cirio, maldita, no tienes otra escapatoria. Aurora apresó el cirio con los muslos, por la mitad, sin poder aún alcanzar la llama; volvió a probar abriéndose de piernas muy despacio, sobre las puntas de los pies, tanteó el golpe, ensayó varias veces abriendo y cerrando los muslos y la llama oscilaba desplazando sombras detrás de ellos, que la miraban en silencio y suspensos. Al cabo de varios intentos ahogó la llama con la entrepierna temblorosa donde se escurrían gotas de cera caliente. No dejó escapar ni un gemido, ni un suspiro. Se encontró repentinamente a oscuras y cogida en brazos, transportada a otra parte, manoseada y de pronto besada en los labios, jolines, de pie, amarrada a un tronco rugoso con las manos a la espalda. Oía un rumor de pasos en torno, un frenético ir y venir, risas, tropezones, un dedo hurgándola abajo. La boca sorprendentemente dulce y experta volvió a ella otra vez, y otra, y a la tercera le entregó la suya, jolines qué dulce, la perdió, volvió a encontrarla, con sabor a regaliz y susurrando un ruego, por favor déjate, no diré nada, orientándose a ciegas, dejando que otras manos recorrieran sus muslos, subiendo… —Basta. Basta. —Ondia, ondia… —Cerillas, pronto. —No diré nada, Ramona, por favor… Por favor. —¿Cómo has dicho? Y regalitos: empezó con chucherías para ella y acabó por regalarle medias negras, camisones transparentes y combinaciones de raso, ligas con puntillas, bragas y sostenes de película, qué tío. Acéptalo, Aurorita, para cuando te cases, es una manera de agradecer tus servicios aquí, le dice. Así fue, Hermana, como si lo viera: él preparaba el escenario, disponía sus «cuadros», cuidaba los detalles, decidía el vestuario, siempre ropa interior muy fina, y facilitaba las citas de la parejita: Aurora, el lunes tampoco estaré en casa en toda la tarde, podrías venir a cambiar los visillos. Sí, señorito, como quiera el señorito… Un día ocurrió algo que podía haberla hecho sospechar, pero ella no cayó. Y era que para fregar los suelos siempre había llenado el cubo en el cuarto de baño contiguo al dormitorio, pero a partir de cierto día, justamente poco después que su novio perdiera aquel mechero dorado que ella le regaló en su cumpleaños, el lavabo siempre estuvo cerrado por dentro. Era como si el dedo explorara una flor húmeda: sedosos pétalos abriéndose uno tras otro. De pronto el dedo serpenteó en la zona más sensible, y ella culeó. No se libró de él, parecía una lapa enloquecida, y el estremecimiento oprimió primero su vientre y luego su corazón. Oyó por fin raspar la cerilla y la llama los rescató a todos de las tinieblas. Atada ahora al falso tronco del árbol que el Tetas sostenía por detrás, la cuerda se enroscaba por todo su cuerpo, subiendo desde los tobillos hasta el cuello. Sin miedo, con una mueca burlona, sus ojos buscaban la boca dulce y ansiosa, intentando reconocerlas. Has sido tú, aprovechen de mierda, dijo. Todos dando vueltas en torno a ella, una mano y otra mano, has sido tú, hasta que Java le apartó los cabellos de la cara y ella pudo ver a Martín encendiendo otra vez los candelabros. ¿Y ahora qué, gorrinos, aprovechones? ¿No tenía que salvarme alguien, embusteros? Todavía no, Aurora, canta si quieres librarte de los cien latigazos o de llevar para siempre la Marca de Fuego en la espalda. Más tirones a la túnica, las manos quietas, puerco, ¿quién te toca, bleda?, el antifaz resbalando sobre la nariz de Mingo, el cinto en la mano listo para azotarla y con la otra agarrándose los pantalones que se le caían: —Te haremos saltar la piel, Aurora. —No seas ridi. Tengo sed, dadme un traguito de agua de regaliz. Y soltadme ya, no quiero ensayar más esta tontería de función, se lo diré al señorito Conrado —la Fueguiña se debatía ahora de verdad, clavándose las vueltas de la cuerda en la carne —. Soltadme, malditos. Java abrió la navaja ante su cara. Déjale la marca del Zorro, legañoso, dijo Mingo, y Martín: podríamos meterle un plátano a ver qué cara pone, y ella sin un parpadeo: mejor comérselo, bobo, los ojos fijos en la navaja. Java muy tranquilo: callarse todos y tú dime, niña, ¿llegó ella a comprender lo que de verdad estaba pasando en el cuarto de baño? ¿Nunca se dio cuenta que hacía «cuadros»? La Fueguiña se debatió entre las ligaduras. ¿«Cuadros»? ¿Y eso qué es, alguna marranada…? Java aplicó la punta afilada de la navaja en su mejilla, pero sonreía al decir: no te hagas la tonta, monina, eres el lazarillo del paralítico, conoces su vida mejor que nadie, sus manías, sus secretillos. Ay ay ay, que me pinchas, bruto, déjame ya, te digo que no sé nada más. —Está bien —Java bajó la navaja hasta su pecho, introdujo la hoja bajo la cuerda y la cortó—. Estás libre, chavala. No le cuentes esto a nadie o te pincharé de verdad, ¿estamos? —Bueno —la Fueguiña vistiéndose detrás del espejo, el Tetas espiándola agazapado, los demás apagando las velas—. Lo que me gusta es vuestro refugio. —Te acompaño hasta la calle Verdi —dijo Java. —Puedo ir sola, no tengo miedo. ¿Me regaláis la caja de cerillas? Al llegar a la plaza Rovira se le escapó corriendo. Espera, ¿quieres que te acompañe o no? Era pasada ya la medianoche y Java tenía el hambre metida en el cerebro. Salían como ratas los últimos borrachos de las tabernas, sombras escoradas restregando las paredes, mascullando roncos reproches y confusos oprobios, vomitando un vino pestilente en las esquinas. Java la vio al cabo de un rato parada en un oscuro zaguán, haciéndole señas, ven, sonriendo, ven tonto, y él pensó: le ha gustado, sabe que era la mía y quiere repetir. Al llegar al portal, ella tiró de su mano atrayéndole hacia lo oscuro, pero de pronto se soltó y él no la vio más; tanteó a ciegas las paredes y la pringosa barandilla de la escalera, tropezó con cubos de basura y oyó muy cerca el ruido de papeles estrujados, las tapaderas metálicas bailando sobre el mosaico. Sus piernas se enredaron en el cuerpo de ella acuclillado cuando oyó raspar la cerilla y vio la llama prendiendo rápidamente en las hojas de periódico y las basuras apiladas en medio del zaguán. ¿Qué haces, loca?, dijo, y la Fueguiña riendo lo sujetaba, le impedía apagar el fuego, ¿qué te propones?, el resplandor encendiendo sus caras. Resonaba en los adoquines de la plaza el bastón del vigilante. Todas las sombras del zaguán retrocedieron de golpe hacia la garita de la portera empujadas por la gran llama, rescatando las paredes desconchadas, las escaleras de peldaños alabeados, la barandilla carcomida y las alpargatas azules calzando unos pies sin calcetines, grandes y pálidos. La Fueguiña ahogó un grito. Rodeado de un humo espeso y maloliente, Java vio que no podría apagar el fuego y agarró la mano de ella, inmóvil como una estatua mirando nada, y escaparon corriendo. Ahora, la tensa piel de los hombros encogidos, como una gasa ciñéndolos arrogantemente, era lo único en el cuerpo que conservaba cierto velado esplendor de la juventud. Le ordenaron dejar la manguera, encajar la cabeza en el madero y traer la sierra; él obedeció silbando y luego con mano temblorosa y solícita le apartó los negros, todavía rebeldes cabellos engarfiados sobre la frente, y antes que la sierra le tocara se los peinó precipitadamente hacia atrás. Fue en lo único que el celador se mostró diligente. No pudo o no quiso obedecer cuando el médico, mientras se lavaba las manos, le pidió que empezara a aserrar, y tampoco fue capaz de introducir la sonda acanalada en las arterias, no ayudó como otras veces en que estuvo quizá más borracho que hoy, pero siempre seguro y rápido y con una guasa que los estudiantes solían celebrar: se sabía el trabajo de memoria, lo habría hecho incluso mejor y más limpio que el propio forense. Y sólo cuando al terminar con los gemelos, tan idénticos en su pasmo delicado, tan vinculados a la madre por el fluido de sueños que sugerían sus yertas caritas grises, oyó gruñir cóselos y a ver si dejas todo bien limpio, que hoy estás para el arrastre, celador del diablo, empezó él a reaccionar, chapoteando en el suelo aquella turbia materia líquida desprovista repentinamente de pasado. Tras el forense salieron los últimos estudiantes. Los cuatro cuerpos yacían abiertos sobre el mármol. Los limpiaría bien, con el cazo sacaría toda el agua del tórax y del vientre, los cosería y luego los regaría por última vez, los dejaría como nuevos aunque nadie viniera a verlos, aunque nadie preguntara por ellos. Ya tenía preparados los frascos de formol. Introdujo la mano en el pecho frío y anegado y acomodó suavemente el corazón en la palma. Lo tuvo así un instante, en la palma de la mano, soñando sus latidos. Cambió el escalpelo por las tijeras y luego esgrimió la aguja y el hilo, mirando, ahora sí, la expresión serena del muerto, la tez morada y los ojos no cerrados del todo, aquel remoto hervidero de intrigas y patrañas. Estuvo mascullando gruñidos y tonadillas, por el mar corren las liebres, cosiendo la piel en sutura continua, furiosa, sin dar descanso a la mano, por el monte las sardinas, toda la piel de abajo arriba, del pubis al esternón. 7 La baronesa recibía a la nueva doncella en el salón rizado de cornucopias doradas, relojes de bronce, cascos y panoplias con espadas. Bajita y rechoncha, cubierta de pieles y alhajas, sentada en el diván, apoya los pies calzados con zapatillas escarlata en el reborde de un gran brasero de cobre bruñido. En un sillón frailero dormita su marido, las gafas y la revista Vértice resbalando en su regazo, la mano sonámbula espantando una sombra de digestión pesada a la altura de los cabellos canosos cortados como un cepillo. La baronesa mira la boca pulposa de la muchacha. —¿Te envía la Casa de Familia? —Sí, señora baronesa. La señora Galán y la directora… —Ya hablé con ellas. Dicen que eres una buena chica. ¿Cuántos años tienes? —Dieciocho. —¿Tienes experiencia como doncella? —Pues sí, señora. Ve entrar en el salón a los dos hijos de la baronesa con batines bordados y zapatillas. El mayor está pálido y tose encogiendo el pecho, el otro se pone a darle cuerda al reloj de pie con esfera de esmalte donde luchan dos ciervos. Tiene las uñas negras. —¿Cómo te llamas, hija? —dice la baronesa. —Menchu. —Te llamaremos Carmen. Más abajo de los faldones del batín, las piernas de los señoritos son del color de la cera. Menchu observa roña en los tobillos. —Pareces muy formal —dice la baronesa, mirándola complacida—. Quiero que sepas que estoy enferma de los nervios. Más que una doncella, lo que necesito es una señorita de compañía, una enfermera. Tengo unos parientes en el campo que me traen mártir. ¿Te gusta ir en coche? —Sí, señora —algo nerviosa de pronto, una uña entre los dientes. El lazo rosa en el pelo, la rebeca de punto, la faldita plisada, las hermosas rodillas todavía con polvo de reclinatorio. La muchacha de la blusa negra con cerezas dentro. —No te muerdas las uñas delante de las personas, que hace feo. El señor se levanta adormilado y deja caer la revista y las gafas. —Voy a hacer de vientre, Elvira. Al abrir la baronesa una caja de cigarrillos, sonaba lo de Isabel y Fernando el espíritu impera. Casi todo lo que había en esa casa fue comprado a bajo precio a dos amigos del señor, funcionarios de la Oficina de Recuperación de bienes requisados por el marxismo. Con el tiempo, Menchu también conocería a los parientes de la señora. El Haiga grande y perfumado como un cuarto de baño era un Buick negro. Perlada su flamante carrocería de gotitas de rocío, está estacionado en la era frente a una masía, en las cercanías de Tortosa. Fuma Murattis el hijo mayor de la baronesa, los brazos cruzados sobre el volante. En el asiento trasero y a través del cristal empañado, Menchu contempla un paisaje de viñedos y olivos. —Mamá y el payés tienen para rato —dice José María apeándose del coche—. Ven a dar un paseo, gatita, este aire es bueno para los pulmones. Miraba ella con recelo las débiles espaldas del señorito, lo seguirá hasta el olivar, aceptará un ramillete de margaritas, unos achuchones y un beso en la boca con los ojos abiertos, tercamente fijados en quién sabe qué, en un camino polvoriento por donde se aleja un vagabundo con la abollada cantimplora balanceándose en su cadera y lanzando destellos de sol. De pronto Menchu mira su reloj y escapa corriendo hacia el coche, abre la puerta, coge el bolso, saca un frasco de comprimidos y con él en la mano se encamina presurosa hacia la masía. No encuentra a nadie en el zaguán, gallinas picoteando panochas de maíz, voces tras un portalón lateral, empuja y entra. En medio del almacén conteniendo sacos de arroz, de alubias, de patatas y garrafas de aceite de oliva que llegan hasta el techo, la baronesa discute acaloradamente con el matrimonio de payeses. Bajo los bordes de su abrigo de pieles asoman las katiuskas enfangadas. Calla y mira con ojos furiosos a su doncella: ¿qué haces tú aquí? Y Menchu, temblándole las piernas y con el comprimido en la palma de la mano: —Perdone la señora, su pastilla de las cinco. No siempre hay que verles encapuchados y empuñando las pistolas, juntos y conspirando, consumiéndose en la llama de la clandestinidad. También pasarían mucho tiempo solos dedicados a hacer cosas normales sin riesgo alguno: el Fusam regando su docena de tomateras agobiadas de hollín junto a las vías del tren en Hospitalet, viendo saltar de algún vagón a una vieja enlutada endiabladamente ágil y con la barriga como de nueve meses; Palau duchándose en el lavadero de su casa del barrio de La Salud, cantando y son, y son unos fanfarrones con una voz que ahoga las quejas de su mujer en la cocina; el «Taylor» abrazando a su Margarita en el interior de un coche negro con visillos, un domingo soleado, perseguido por una nube de chiquillos; Navarro echado en un catre del piso de Bundó, engrasando la pistola si está solo, y si no charlando amigablemente con dos ancianas solteronas; Jaime con su cuñado el cerrajero haciéndose lustrar los zapatos en la boca del metro Liceo, viendo pasar mujeres meneando el trasero, y Guillén viajando por comarcas con artículos de perfumería, y Sendra con su mono de mecánico echado de espaldas debajo de un Ford en el garaje de Bundó, pero siempre de noche, él era el más prudente. Pacíficos ciudadanos. Esos períodos de inactividad acaban por excitarles aún más y entonces las reuniones degeneran en discusiones hasta el amanecer. Inevitable, por otra parte: han militado en distintos partidos y se echan mutuamente en cara el haber sido de éstos o de aquéllos. Pasaría fugazmente por el grupo un madrileño formado en las juventudes libertarias de la Colonia Aymerich, un muchacho temerario que ya había conocido los sótanos de la Dirección General de Seguridad y que Sendra devolvió a Toulouse al cabo de tres semanas. Navarro lo lamentó: —Era un buen elemento. Y su padre también, lo conocí en Montpellier. —Un tontolculo —Palau riendo—. Su padre fue uno de los que fusilaron al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles. Ja. Una lumbrera, vaya. Como tú, Navarrete. Riendo la broma el «Taylor», sudando bajo la luz de la bombilla, consultando un plano de las afueras de Barcelona, Palau sentado en la silla plegable, los pies sobre la mesa y engrasando la Parabellum especial de marina. Navarro hacía el recuento de la escasa munición. Al comienzo de este verano del cuarenta y cuatro la base de operaciones era una fábrica de hielo abandonada, en el Pueblo Nuevo. Gracias a Sendra, los contactos con Toulouse se habían intensificado, pero seguían sin enlace en la ciudad y sin consignas demasiado precisas. Aun así, Sendra volvía de Francia cada vez más animado: —Ni un tricornio por el camino. —¿Cómo está mi mujer? —preguntaba Navarro. —¿Vendrá por fin otro grupo? —decía el Fusam. —No creo que tarden, se están preparando muchos. Esa noche que esperaban a Sendra en la fábrica, después de tres meses sin reunirse, hablando del madriles se encresparon otra vez los ánimos. A Palau le recordaron no pocas contradicciones: ya en el treinta y cuatro tú y Ferrán quisisteis impedir que quemaran la iglesia de tu pueblo, le dice el Fusam, el pobre Ferrán cayó y tú te salvaste por piernas, ¿vas a negarlo? —Las monjas habían pagado ocho duros al incendiario. —Eres un cara, Palau. Aún me acuerdo de tus follones en el SIM, emperrado en que soltáramos aquel viejo cura. ¿A cuántos más ayudaste, y por qué? —Los curas que yo salvé habían votado la República —dice Palau—. ¿Sabíais eso, carcamales? —Y a cuántos ricachos, cualquiera sabe —insiste Bundó tumbado de espaldas en un banco de madera, limpiándose las uñas con un palillo—. ¿Y cómo te lo han agradecido después? —No quiero su agradecimiento, quiero sus carteras. Vosotros no podéis entenderlo porque sois unos faieros pegados a las faldas de la Federica. —Palau, un día te van a arrear más hostias que las que hay juntas en todas las iglesias, ya verás. —Todos los amiguitos del gran Durruti me la chupáis —Palau echando más leña, riéndose, invitando a soltar los nervios: quizá era bueno para todo—. Mejor estaríais en la covacha del marinero y que os dieran la sopa por la gatera. —Dicen que se hace traer una ninfa de vez en cuando, pero sólo para charlar —Bundó bostezando al techo—. El que se las tira se ve que es su hermanito… —Animal —protesta Palau—. Lo peor para Marcos no fue el frente, sino aquí, con el viejo Artemi, con vuestras patrullas. —Alguien tenía que limpiar la retaguardia, ¿no? —el Fusam. —Demasiada responsabilidad para un chico tan joven. Un trabajo demasiado sucio para él. Animales. —Si todos hubieran hecho bien ese trabajo —Navarro mirándole torvamente— hoy no estaríamos aquí conspirando y sin un real. —Yo no hice la revolución por un real, faieros. Y basta de charrameca, va. Cuando llega Sendra se acaban las discusiones. Tras él viene Jaime con una pesada maleta y un traje nuevo a rayas. Sendra aplasta la colilla en el cenicero triangular de metal en cuyos costados se lee Bar Alaska. ¿Quién ha traído eso?, chasqueando la lengua. Pero cambia de tema cuando ve a Jaime bajar los ojos, y dirigiéndose al «Taylor»: se llama Bernardo Nogueras, podéis picarlo en la misma puerta de su casa, tú verás. El otro es un comisario, cada día cruza la plaza Sagrada Familia a la misma hora, con un ayudante. Yo me ocupo de él. Si Palau no puede, o no quiere, que venga Bundó. —Si no es eso —refunfuña Palau—. Es que es perder el tiempo. ¿Habéis oído ayer la BBC? —A ti lo único que te gusta es echar clavos en la carretera de la Rabassada y parar coches —dice Navarro—. Porque es más rentable. Yo voy contigo, Sendra. —Quieto, pavero —entona Palau—. Voy yo, que no se diga. Muchachos revolcándose en la hojarasca de plátano amontonada en la acera de la calle Sicilia. Cae una fina llovizna. El Studebaker marrón con parches de pintura calabaza viniendo de la calle Córcega se dispone a cruzar la plaza Sagrada Familia. Una vieja frota las narices de un niño con su delantal, bajo un paraguas negro, retrocede asustada, levanta la vista al rugir a su lado el Ford tipo Sedán con cuatro puertas, que gira trabajosamente bordeando la acera. Al volante el Fusam, Sendra y Palau en el asiento trasero. De prisa, silba la voz de Sendra, venga, que se te cala. Al pasar el Studebaker, el Ford acelera girando y el vapor que suelta el radiador cubre un momento la visión de Palau a través del parabrisas. Apenas distingue a los dos ocupantes: uno conduciendo tranquilo, hablando, el otro a su lado husmeando repentinamente el peligro. Le crece de pronto la joroba al Fusam al dar un golpe de volante y pegarse al flanco del otro coche, chirrían las ruedas, Sendra se asoma a la ventana con la metralleta y dispara. Saltan rotos los cristales del Studebaker, mientras Palau agazapado en el asiento trasero vacía la Parabellum en las cabezas ya abatiéndose a menos de un metro. El Studebaker se dispara sin dirección trotando sobre el bordillo, zigzaguea ganando velocidad sobre la alfombra de hierba y estrella el morro contra el tronco de un árbol. Una puerta delantera se abre sola, en los asientos yacen dos hombres con la camisa azul empapada de sangre. Dormía hasta muy tarde la baronesa. Su marido había hecho instalar un teléfono blanco en el cuarto de baño y cada mañana despachaba algún asunto urgente sentado en la taza del water. Su voz congestionada de placeres intestinales salía por un ventanuco cruzando el patio interior y llegaba a oídos de la doncella que preparaba los desayunos en la cocina. Después, el señor se iba a la imprenta con el lujo mayor. Ganaba mucho dinero imprimiendo en exclusiva las cartillas de racionamiento, pero doña Elvira nunca quiso renunciar a sus trapicheos con artículos intervenidos. Aquel otoño regaló sus katiuskas a la doncella. Al mediodía la baronesa se aburría e inventaba actividades. —Carmen, vamos a hacer limpieza en el desván. Debajo de una densa trama de telarañas y polvo, detrás de un somier, había pilas de viejas revistas y la colección completa de Crónica hasta julio del treinta y seis. Hojeó una revista la baronesa con mueca de asco, le saltó a las narices el olor agrio de las páginas muertas, la vaharada plebeya de aquel Madrid republicano y ruidoso lleno de cafeterías, con populares bailes-taxi y concursos de mises chabacanas, modistillas vociferantes y obreros huelguistas, merendolas en la Casa de Campo, vedettes con los pechos al aire y Escuelas Socialistas de Verano. —Al primer trapero que pase le das toda esa porquería. —Sí, señora. Contratados por los payeses de la masía de Tortosa, los proveedores transportan el género en tren, pero sólo hasta las cercanías de la estación de Hospitalet. Pobre gente necesitada, mujeres enlutadas que corren angustiadas a lo largo de los raíles empujando fardos que ruedan por el terraplén. De noche, en una vieja torre alquilada y convertida en almacén, Menchu sentada en una mesita anota las entregas en una libreta. Sacos portados por hombres y mujeres que cobran lo convenido: cincuenta pesetas por cada 150 kilos, más gastos de viaje. Comprobaba el peso de las entregas el hijo tuberculoso de doña Elvira: —Faltan diez kilos, Petra. Ya es la tercera vez. Se lamenta la embarazada, tuvo que dejar abandonados los sacos varias horas junto a la vía, los niños se llevarían unos puñados, o los mismos civiles. Le digo la verdad, señor, apiádese de mí, son ocho bocas que me esperan en casa. Viajando peligrosamente en sucios trenes con fardos ocultos bajo los asientos, una pobre fregona viuda, con un hijo enfermo de sarna, compadézcase, señorito. —¡Mientes, bruja! —el revés del hombre deja una estrella de sangre en los morros de la mujer, la nariz como una cañería reventada salpicando el empapelado con flores de lis y la ventana clavada con tablas y listones. Menchu quiere interceder en su favor, pero el segundo manotazo levanta los negros faldones y deja el refajo al descubierto, las cuerdas enrojecidas casi invisibles entre los pliegues de la carne en la cintura, sosteniendo una barriga preñada de saquitos de arroz, harina y carne de cerdo. ¿A quién querías engañar, vieja puta? —Por favor, José María —interviene Menchu bajando las faldas de la mujer—. Deja que se vaya. —No consiento que me roben. El roce de las cuerdas, después de tantas horas, había despellejado la cintura: de sus muslos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Caía blandamente entre sus piernas abiertas un bulto liado con una húmeda arpillera, que apenas tuvo tiempo de sujetar con las manos. Secaba la baronesa sus lágrimas de risa en la espuma de un pañuelo de brocado, rodeada de señoras. Cierto rumor insistía en que no era baronesa ni lo había sido nunca, que era una lagarta escapada de una familia de medio pelo. El salón lleno de invitados, candelabros de plata con velas negras sobre el blanco mantel del buffet. Vestidos de seda, pieles, alhajas, labios y uñas de rojo púrpura. En profundas butacas de un violeta encendido, tres caballeros hablan de gasolina. Portando la bandeja airosamente la doncella circula entre almacenistas orondos y chistosos, agentes de la fiscalía de tasas, presidentes de gremio, fabricantes de papel, propietarios de fábricas-fantasma, funcionarios de Abastos, fulanas de lujo y proveedores de Hogares de Auxilio Social. Alaba una ajamonada vicetiple del Paralelo la originalidad de la anfitriona en todas sus cosas. La felicitación de la baronesa a sus amistades en esta Navidad de 1944 ha sido una lata de cinco litros de aceite puro de oliva adornada con una cinta roja y gualda, los colores nacionales. La doncella se aleja presurosa por el pasillo hacia la cocina, en los hoyuelos de sus altas nalgas se adhiere un cariño de satín negro mientras ríen en la sombra los amigos del señorito José María, ya un poco borrachos. Un brazo masculino sale disparado detrás de una armadura y enlaza a Menchu por el talle atrayéndola hacia el cuarto oscuro donde brilla la ceniza encendida de tres puros habanos y tres sonrisas socarronas. Feliz año, negra, susurra la voz en su oreja, aquí tienes un regalito, mientras el frío metálico de una cruz de rubíes se desliza entre sus pechos. Sendra exigiendo el control de todas las operaciones, prohibiendo cualquier iniciativa al margen del grupo. Terminantemente. Sin embargo, en este mismo momento, en el vestíbulo del cine Kursaal, en la Rambla de Cataluña, los ojos de Palau bajo el ala ladeada del sombrero siguen de refilón al hombre con traje cruzado azul marino que se dirige a los lavabos. El hombre camina balanceando los hombros mientras se quita unos guantes grises. Su mujer le espera espejito en mano, retocando sus labios brillantes con la barra de carmín. Lleva un casquete de perlas en la cabeza. Clavaba en sus riñones el cañón de la Parabellum. A veces podía observar cómo se les encogía en la bragueta abierta, como se meaban del susto los pantalones al decirles chitón, no te vuelvas, no me mires. Siempre en su espalda, le quita el reloj, la cartera, el solitario, moviendo las manos con endiablada rapidez. Cuando me vaya espera cinco minutos, le dice, si no te jodo vivo, facha, que te conocemos, a cuántos has denunciado hoy. Y allí lo deja temblando, sale al vestíbulo abrochándose la bragueta de espaldas a la dama, simulando un rubor y un respeto, sonriéndose para sí con sus dientes de caballo. —Empiezo a estar harto de fechorías de este tipo —Sendra en la base del Pueblo Nuevo, golpeándose la palma de la mano con el periódico enrollado, sin mirar a nadie pero sabiendo todos por quién habla—. Aquí nadie tomará iniciativas o acabará en la cuneta con un tiro en la nuca, yo no tengo manías, ya me conocéis. A mi lado no hay sitio para carteristas ni chorizos, ¿estamos?, y si alguno quiere arreglar cuentas con un facha, que espere tiempos mejores, como hago yo. Jaime Viñas mira en silencio a Palau, que está sentado hurgándose los dientes con un palillo. Navarro y Bundó intercambian una mueca de aprobación. Y no vale la excusa, añade Sendra, de querer llevarle unos duros a la mujer de Lage o a la viuda de fulano o de mengano. De eso ya se ocupa la Organización. Palau se sonríe por debajo de la nariz aguileña: je, je, el Socorro Rojo paga más puntual y mejor, le dice Guillén en voz baja. De pronto Sendra se vuelve y me mira, un poco abatido: —¿Y tú por qué has salido esta noche? ¿No quedamos en avisarte si hacías falta? ¿No sabes que al Artemi lo están apalizando cada día y si canta estás perdido? Anda, vete… Espera. Ya que estás aquí, come algo. —No hay Dios que te entienda, Marcos —dice Guillén—. ¿Quieres que nos piquen a todos por tu culpa? Palau parece pelearse con la Parabellum encasquillada: —Merda, mi santocristo gros ya no funciona. Un día nos van a freír a todos. Sendra, en la próxima excursión que hagas a Francia a ver si me traes una buena Thompson. Piensa en un automóvil largo y silencioso como una oruga deslizándose lentamente junto al bordillo de la acera. A unos cincuenta metros, aquel obrero de cara renegrida que olerá a alpargatas viejas cuando suba al coche, maneja rápido la brocha sobre el muro exterior de la iglesia de Pompeya. A su lado hay otro que le sostiene el bote de alquitrán y un tercero vigila la esquina, la acera desierta de la Diagonal hoy mal llamada Avenida del Generalísimo Franco con las farolas que parpadean. Sobre la misma araña pintan el muera. El viento de febrero hace temblar las pantallas de luz sobre el asfalto, el monumento a la Victoria de la plaza Cinc d’Oros parece moverse. El Wanderer negro remonta velozmente la desierta Vía Augusta a las tres de la madrugada. Sus ventanas laterales arrojan a la noche cientos de octavillas blancas que se balancean antes de posarse en la acera. Casi a la misma hora estalló un plástico de escasa potencia en el monumento a la Legión Cóndor. – ¿Qué? Pues nosotros no hemos sido —le dije, y ella no acababa nunca de quitarse las katiuskas, las medias, la blusa—. Sería el Quico, a lo mejor ya ha llegado. – Pandilla de locos. ¿Por qué vas, por qué no te olvidas de ellos y sus pistolas para siempre? – No llores, puñeta, no me arriesgo nada, sólo pinto letreritos de mierda y reparto octavillas. —Letreritos, petarditos y pollas en vinagre, eso —se burlaba siempre Palau, esta vez acodado de espaldas a la barra del Cosmos —. Y mientras de qué se come, ¿eh? Mucho carnet y mucho viaje a Toulouse de Ramón y Sendra, ¿y qué? Eso les dije, Mianet, tú ya me conoces. Tómate otra leche con veterano, coño, te invito. Cabeceaba el viejo sobre la caja de baratijas colgada al pecho. Una furcia barriguda, embutida en una falda estrecha con la cremallera del costado rota, mueve las fláccidas nalgas delante de ellos. Palau entrega al Mianet una cajita de cartón en forma de plumier. —Mira si lo vendes todo. Menos el escorpión de oro. Me lo regaló una fulana de postín en el Ritz. Quiero que me lo cuelgues en uno de tus nomeolvides y hagas grabar el nombre de Margarita, será mi regalo de bodas. —¿Se casa el «Taylor»? —Sí, abuelo. Cómo pasa el tiempo. —Estaría bien que los casara Ramón, ¿no? Palau se ríe fijando, parando y atrayendo la mirada risueña de la furcia. Amasaban el plástico un poco a regañadientes. Actuaban como drogados, como juramentados, apretando los dientes con un sabor de hierro en el paladar. Sobre sus cabezas, la estatua de la Victoria recibía ráfagas de viento y llovizna. Luego, mientras el automóvil se aleja por la Diagonal hacia Pedralbes, a los pies del monumento surge una llamarada roja sin estruendo, un resplandor desdoblándose en el asfalto mojado seguido de un humo espeso. —Llufa —diría Palau subiendo el cristal del coche—. Si es que esto no puede ser, collons, ¿que no lo veis que es una coña, esto? Doce horas después, Sendra cubría en tren el trayecto Barcelona-Berga. Pernoctaba en la masía donde el enlace tenía un depósito de ropas para montaña y armas. El enlace era un tipo con la cara marcada que Sendra no conocía. Estaba allí para recoger fondos y llevarlos a la Central de Toulouse. Pero esta vez Sendra no iba a entregar dinero, sino a pedirlo. —Os estáis durmiendo, los de la ciudad —dice el otro—. El dinero que se consigue aquí no se puede tocar. ¿Crees que nos jugamos la piel limpiando las masías para que luego vosotros os llevéis los cuartos? —En Barcelona tenemos otras necesidades. —Lo supongo. Te aconsejo que vayas a la Central y hables con Palacios. No puedo ir contigo, pero he oído decir que conoces la ruta mejor que nadie. No vayas por Andorra, La Molina está infestada de civiles, utiliza la ruta de Guardiola. En Perpignan verás a Martí. Seguía camino al día siguiente equipado con botas de montaña, cazadora de cuero, camisa caqui, gorra, macuto, los prismáticos y la Thompson del 45. En Perpignan recibe el encargo de llevar a Toulouse unos papeles con el trazado de varias rutas a seguir desde Andorra y Perpignan cruzando los Pirineos, donde nuevas bases de masías y refugios quedaban ya señaladas. Bueno, y qué. Llevó también documentación falsificada con los datos personales en blanco, para los componentes del nuevo grupo que se prepara para venir a Barcelona… Y qué, Sendra, le dije, qué esperas conseguir con todo eso, y me tronchaba al pensar en ello después, al entrar en la habitación del meublé. Ella, descalza, luchando con su cremallera atascada en la arqueada cadera, dijo de qué te ríes, moreno, cómo te llamas, y perdona, pero una nunca sabe a quién tiene entre las piernas. La pobre todavía me está esperando: le digo voy al pasillo a saludar al camarero que es amigo mío, y salgo, y oye: perfecto, chico, no puede fallar: son seis, más uno en conserjería y creo que otro para el servicio de bar. Y la clientela, forrada. Lo tengo planeado al minuto y no puede fallar. ¿Qué, te animas, marinero? —Sendra te dirá que no, Palau. —Te equivocas. Ya dijo que sí. ¿O pensabas que sería un idealista toda la vida? 8 Visitaba regularmente a la viuda Galán en su piso del Ensanche para hablarle del reuma de la abuela y la medicina que necesitaba, o para informar sobre la marcha de las pesquisas, y siempre le sacaba alguna peseta o una tableta de chocolate. A cambio tenía que ofrecer patrañas. Un día a mediados de diciembre ella lo recibió acompañada de varias señoras devotas que empaquetaban alimentos destinados a la Navidad del Pobre, la gran fiesta parroquial que este año se celebraba por vez primera. Presidía la viuda en el salón una larga mesa llena de rollos de papel de embalaje y botes de leche condensada, y adornaba con lazos de cinta azul los lotes ya preparados. Acércate, hijo, ¿quieres un poco de turrón? El trapero, de pie entre aquellas vitrinas con miniaturas y aquellos lentos relojes musicales, rendía cuentas ambiguamente, procurando que su voz se confundiera entre los afables cacareos de las damas benefactoras: estoy sobre la pista, doña, ahora sí. Eran patrañas inventadas por él y por Sarnita al alimón, en la trapería: he sabido que estuvo haciendo la mala vida en una casa de ésas, podemos decirle de momento, me lo dijo la criada de la baronesa el otro día que me vendió un saco de revistas viejas, trabajaba en la Madame Petit, perdone la señora, pero así se llama la casa de meucas, parece que allí la chica era muy popular por lo bien que hacía el baño María, ¿se lo explico?, como quiera, a lo que iba: que luego la vieron de camarera en un bar del Paralelo, le dices, quería regenerarse, sí, bueno, para que luego se fíe uno: resulta que la dueña del bar acababa de echarla a la calle a patadas, ¿sabe por qué?, no por robar, no, no por gandula ni por piojosa, que parece que lo es un rato, tampoco por vender jabón de estranquis a las artistas del Cómico: por liarse con su marido, ésa no pierde el tiempo, doña, le dices, aunque la verdad, la dueña y su marido tampoco es que sean marido y mujer, al parecer viven reajuntaos, con perdón, pero qué cuadros se ven yendo de casa en casa, doña, qué líos. Ésa no respeta nada y se da buena maña para engatusar y escurrir el bulto, es una elementa de cuidado, de todos modos ya tengo otra pista, lo malo son los gastos, doña, se me va todo en tranvías y cafelitos y propinas… Fue aquel diciembre helado que tantas veces arrojó a los niños kabileños al brasero de la trapería, al calor animal que persistía en los rincones donde trabajaba la vieja Javaloyes con sus tufos de caliqueño y rodeada de sacos y pilas de trapos. Muchas tardes, al entrar, veían a Sarnita casi enterrado en la montaña de papel y en plan de confidencias con Java, instruyéndole: esta vez atacas a fondo, vas y le dices: doña, sé de buena tinta que podría ser una que ahora vive en el Ritz en plan de fulana de un concejal, eso me han dicho, se hace llamar por otro nombre y se ha teñido el pelo, asunto delicado y pies de plomo por respeto a la autoridad: que estás a punto de pillarla pero tienes muchos gastos esperando siempre la ocasión de verla salir sola plantado en el bar frente al hotel, o al seguirla en taxi, y no hablemos de los invites a la furcia amiga suya que es la que me ha puesto sobre la pista, le dices, la que me advirtió cuidado que ahora está muy bien relacionada y recibe a gente de postín, nada menos que al empresario del Tívoli y a un coronel y a la vedette Carmen de Lirio. ¿Que si es verdad que se entienden?, todo el mundo en Barcelona lo sabe, doña, hasta los estudiantes, él le manda joyas cada semana y entra y sale de amagatotis, y no te cuento más, nene, que no es apto. Así le dices que te dijo, no seas tonto, legañoso, tú procura alargar el cuento y que no se acabe, ir tirando de la rifeta. Y que es mucho el gasto y no me iría mal un anticipo, doña, ahora sí que tengo una buena pista, pero veremos, la muy zorra se las sabe todas, yo hago lo qué puedo… La verdad, nunca la dijo. Ni el mismo Java la sabía. La verdad era todavía, lo mismo que en sus aventis, aquella turbia materia que no conseguía elevarse, desprenderse del fondo de la historia. La señora Galán lo miraba fijo, sonriendo con un poco de tristeza pero muy fijo, como una serpiente encantada: daba la impresión, mientras escuchaba el enrevesado informe del trapero, de esperar un descuido del chico y al mismo tiempo no creer en absoluto que se produjera: si bien debía intuir que Java no decía la verdad, de algún modo también sabía que no mentía, quizá incluso que se quedaba corto. Su mano sonrosada y olorosa abría el bolso negro antes que él terminara, mucho antes que se le trabara la lengua, y sus ojos cansados parpadeaban en su remoto azul, decía está bien, hijo, la mano buscaba nerviosa unas monedas, toma y no lo malgastes, dáselo a tu abuela. Así que vida de mantenida y por todo lo alto, por ejemplo: una fulana instalada en una habitación del hotel Ritz con perritos de lujo y salto de cama transparente, con chófer y peluquera y joyas, pasando de los brazos de un estraperlista adinerado a los de otro, y luego más tarde por ejemplo: un pisito en el Paseo de San Juan con cortinas de cretona, biombo, bidet y mueble-bar, ¿de acuerdo? Alternando con nuevos ricos en los palcos del Liceo y del campo del Barca, seguramente liada con el presidente del club: siempre en lo más alto, con los que tienen cogida la vaca por la mamella… Mentira, tenía que ser todo mentira: cada vez más tirada en el arroyo, más famélica, más podrida de sifilazos, más solitaria y enferma de aquel terror, una triste meuca de barriada pobre que nunca haría carrera, seguro. Verdaderamente una puta vida la suya, dondequiera que se esconda y esté en la cama de quien esté, decía Sarnita, pero ojo, así no hay que presentarla nunca porque entonces no hay color, chaval, no hay historia. Incapaz de alejarse totalmente y para siempre del barrio y de su vida pasada, aunque mil veces se lo prometió a sí misma, vuelve algunas noches para deslizarse como una sombra en el cine Verdi o en el Roxy, porque no puede evitarlo, porque ella creció en estas calles y ese rumor de vecindad es lo único que debe quedarle, ese prehistórico chirrido de tranvías y esos silbidos de afilador; tal vez por nostalgia de la inocencia perdida, por estar de vez en cuando cerca de la Casa de las huerfanitas de donde salió un día para no volver. Así hay que pintarla ante la doña: vivita y coleando, siempre al alcance de nuestra mano pero sin pillarla nunca, y así podrás ir tirando de la rifa, no seas tonto. Y que esa noche por fin diste con ella tirada en la acera del bar Continental, borracha y con la cabeza rapada, desconocida, hecha un callo, venérea del todo, chico. Pero se te escapó: aún tienes que encontrarla dos veces más y volverla a perder, no te me pongas nervioso, legañas, todo está calculado para que resulte confusa la historia y clara la pena. Antes, en el otoño, cuando los niños kabileños empezaron a frecuentar la Parroquia siguiendo el ejemplo de Java, cuando ya iban siendo amigos de las catequistas e incluso de Susana, que se había apuntado al Cuadro Escénico, y todo el mundo era bueno con ellos y podían jugar al ping-pong y cantar en el coro, les pareció de pronto que sus salvajes aventis se deshacían en una bruma de ensueño. El cariño y la generosidad que les dispensó la Parroquia fue como descubrir un nuevo mundo. Pero aquella piadosa semilla de bondad no podía fructificar en la tierra baldía. El Tetas estrenó un jersey de Auxilio Social, a rombos negros y marrones, pero le seguían supurando los oídos. Luis escupía sangre. Con los primeros fríos llegaban siempre las guerras de piedras, la primera de la temporada fue una de las más sangrientas que hubo nunca en el barrio y coincidió con noticias frescas de Ramona. Todo empezó una tarde que Sarnita montaba su parada de tebeos usados en la plaza del Norte, en la acera de Los Luises donde un ciego vendía cupones sentado en una silla de tijera. Los chicos de Los Luises le daban a una pelota de trapo y levantaban mucho polvo. Era un día de viento y él buscó piedras para sujetar los tebeos. Al poco rato llegó Luis con la merienda bajo el brazo y un montón de Merlín y Jorge y Fernando: Java tiene otra pila de Tarzán, dijo, acaba de conseguirlos a peso de papel, que vayas por ellos ahora mismo. Parecía muy cansado y respiraba mal, Sarnita le prestó sus juanolas, luego se fue a la trapería y Luis quedó vigilando la parada de tebeos, sentado con la espalda contra la pared. Empezó a toser, abrió la cajita de juanolas y se echó cuatro a la boca. Vendió un almanaque de Jorge y Fernando por veinte céntimos y cambió un Flash Gordon viejo por dos novelas de La Sombra sin cubiertas. La Sombra le gusta a Sarnita, pensó, estará contento. Algunos sólo se acercaban a curiosear, salían de los Hermanos y del colegio Divino Maestro. Sentados en un banco de la plaza, unos hombres con boina conversaban mirándose obstinadamente los pies, vistos de espaldas parecían no tener cabeza. Uno de ellos, apretándose el vientre como si acabara de recibir el impacto de una bala perdida, se dobló repentinamente sobre sí mismo y cayó de bruces sobre el polvo. Dos Hermanos que jugaban al fútbol con las sotanas arremangadas lo atendieron. Veinte iguales para hoy, cantaba el ciego, sale hoy. Cruzó por el centro de la plaza una mujer con turbante blanco y gafas negras meneando las caderas. El viento silbaba entre las ruinas de la fábrica de tintes de la calle Martí y azotaba el laurel asomado a la tapia de los Salesianos. Rodando entre el polvo, la portada azul de la revista Signal con aviones Messerschmitt cayendo en picado se enredó en los pies de Luis, que tosía con la merienda en la mano y sin haberla probado: media barrita de pan partida y dentro un taco de membrillo duro y negro como la pez. Cuando se disponía, suspirando, a hincarle el diente, vio a tres elementos que avanzaban hacia él con aire de pistonudos. Llegaron y manosearon los tebeos pero no compraron ninguno. Se juntaron dos más de Los Luises esgrimiendo raquetas de ping-pong, y luego otro que Luis reconoció: era del Palacio de la Cultura y llevaba una caja de zapatos con gusanos de seda y hojas de morera. Desbarataron la parada y rompieron una cubierta de X-9. Luis dejó a un lado la merienda. El de los gusanos, de pie, las piernas muy abiertas, le desafió: —¿Quién le rompió el brazo? ¿Quién de vosotros le dio la paliza, kabileño de mierda? —¿De qué me estás hablando, capullo? —Lo sabes muy bien. —Vete a la mierda, mamón. —Sois la purria. Sentado sobre los talones, oscilando, Luis empujó al que tenía más cerca y le arrebató el tebeo de las manos. Chaval, dijo, se está rifando una hostia y tienes todos los números. —Acaba de pasar tu madre camino del cine Bosque —sonrió el otro aviesamente—. ¿Sabías que trabaja en la última fila del gallinero? —Esta furcia no es mi madre. —Lo es, y hace pajas y tiene una cicatriz en la teta. Luis parpadeó sorprendido, olvidando momentáneamente las ganas de follón del enemigo. —¿Una cicatriz? —dijo—. ¿Estás seguro? ¿Ésa que acaba de pasar tiene una cicatriz en el pecho…? No le escucharon. Le pisotearon la parada. De un manotazo, Luis tiró al suelo la caja con los gusanos, llévate esa porquería, mariquita, dijo, largo o te hostio. El otro avanzó un poco más, sus secuaces le siguieron. —No tienes derecho a hablar, tuberculoso de mierda. Y tu padre está en la cárcel. Una sonrisa primaveral afloró en la pálida boca de Luis, su pecho se infló. —Porque se puede. —Por rojo. Por eso está. Y tu madre hace pajas en el cine por una pela, todo el mundo lo sabe. Luis se levantó apretando los puños. Una mueca dolorosa sustituyó la sonrisa. —Repite eso. —Tu madre es una pajillera. —La tuya, hijoputa. Se lanzó de cabeza a la bragueta, el otro aulló a las nubes. Rodaron por el suelo. Los demás se abalanzaron sobre él y le hicieron soltar la presa, la carne en la que ya clavaba las uñas y los dientes, y le patearon las costillas, le retorcieron el brazo y lo acogotaron de morros en la acera. Con el canto de las raquetas le dieron en la nuca y los flancos. El ciego orientaba su cara de palo en la dirección de los golpes, sale hoy, decía. En el centro de la plaza el partido no se interrumpió. Los hombres sentados en el banco miraban la pelea con húmedos ojos de pólvora, y ninguno se movió, ninguno fue a separarlos. —Esto por lo que le hicisteis a Miguel —decía el que llevaba la voz cantante, pateándole—: Y esto, Y esto. Cuando lo soltaron quedó a gatas, sorbiéndose el labio partido con la lengua, tosiendo. Recogió los tebeos destrozados y los restos de la merienda. Le vino el vómito y se tapó la boca con la mano, la sangre caliente se escurrió entre los dedos. Se fue corriendo a la trapería, quería decírselo a Java: la han visto en el cine Bosque, han tocado su cicatriz, tiene que ser ella. Antes de llegar, en la fuente de la calle Camelias esquina Escorial, metió la cabeza bajo el chorro de agua, le volvió la tos y le dolía tanto el pecho que tuvo que apoyar la espalda contra la pared. Su respiración era como un fuelle, y pálido, con los ojos desorbitados, no vio ni pudo responder a alguien que se paró a preguntarle qué tienes, hijo, por qué no te vas a tu casa. Era una vieja desgreñada con zapatos de hombre. Una flor de sangre emborronaba los labios de Luis. Con los ojos cerrados se dejó acariciar la cabeza por aquellas manos anónimas, se dejó reñir dulcemente, han insultado a mi madre, dijo, hasta que la vieja lo dejó y siguió su camino mascullando roncas contrariedades. Luis llegó a la trapería y contó lo ocurrido en la plaza del Norte a Java y a Sarnita. Estaba también Amén, al que Java envió corriendo en busca de los demás: primero ajustaremos cuentas con esos mariquitas, luego veremos si es verdad que era ella. Media hora más tarde estaban todos en la plaza del Norte con las bufandas cruzadas sobre el pecho como dos cananas y los bolsillos llenos de piedras, pero ellos ya se habían ido al solar de Can Compte en busca de municiones. Allí los pillaron. Atacaron a pedradas y los vieron huir sin poder coger ni uno; reaparecieron más tarde con refuerzos de Los Luises y la batalla se prolongó hasta la noche por las calles Alegre de Dalt, Balcells, Paseo del Monte y Martí, junto a la clínica del Remedio, cuyas altas tapias estaban erizadas de afilados cristales de botella. Los vecinos cerraron ventanas y balcones, fue una de las guerras de piedras más sangrientas que se recuerdan. Sarnita recibió una pedrada en la frente y llevó la cabeza vendada durante un mes. Amén se descarnó una rodilla y Martín se torció un tobillo. El que salió peor librado fue Mingo: al saltar la tapia de la clínica resbaló, se le enganchó el pantalón en los vidrios y quedó un instante colgado, agarrándose donde pudo; pataleó, dio un tirón para soltarse y le vieron quedar colgado con la muñeca clavada en un trozo de vidrio como un estilete, que al fin se partió. Brotó tanta sangre que pensaron que se había cortado las venas. Lo llevaron a un dispensario y en el taller de joyería donde trabajaba tuvieron que darle de baja, ahora iba con el brazo en cabestrillo y la frente vendada: una jeta de chico de película, unos aires de El prisionero de Zenda herido. Se aburría fuera del taller y por hacer algo acompañaba a veces a Sarnita en su recorrido por las tabernas vendiendo sortijas de hueso y postales de artistas de cine. Por su parte, Java fue varias veces al cine Bosque con la esperanza de encontrar a Ramona, pero sin resultado. Un domingo a media mañana, Mingo llegó a la trapería muy excitado: ayer en el bar Viadé, explicó, un tipo que se conoce a todas las furcias de todos los cines le había comprado una postalita en color, aquélla de la rubia alemana con katiuskas y corpiño, dijo que le hacía gracia que se pareciera tanto a una pajillera del Bosque que él conocía. Tuve una corazonada, dijo Mingo, y le pregunté cómo se llama. Ramoneta, dijo, se sentaba siempre en lo más alto del gallinero pero no vayas que no la encontrarás, chaval, últimamente se hace las matinales del Roxy. Entonces ocurrió que en el bar estaba el delegado de Falange, el tuerto, siguió contando Mingo, y me hizo la cusqui: tuve que devolver la calderilla y él se quedó con la postal. ¿Quién te dio eso?, dijo, ¿no sabes que no quiero que andéis por ahí vendiendo postales pornográficas? No hago nada malo, camarada, le digo yo, son postales de la trapería, artistas que no enseñan nada, sacamos unas perras para un boniato. Pero el cabrón del tuerto me dice embustero y me suelta una hostia que todavía estoy dando vueltas. Así por las buenas. Me quitó todas las postales y me dijo no quiero verte más comerciando con esa porquería en las tabernas o te hago encerrar en el Asilo Durán. Eso fue anoche. Esta mañana voy a la matinal del Roxy, y ahora viene lo bueno, Java, ¡porque allí está ella, en la penúltima fila! —¿Seguro? —No la he visto bien la cara y lleva la cabeza liada con un pañuelo, creo, pero, te lo juro, es ella. Con esta mano acabo de tocar sus pechos bajo la blusa, la cicatriz. —¿En el izquierdo o en el derecho? Mingo se quedó pensando, el brazo en cabestrillo, a ver, dijo, se sentó sobre las revistas como en una butaca, alzó el brazo libre y movió la mano en el aire sin mirar, como si removiera a ciegas en un saco de manzanas, a ver, sí, era el izquierdo. —Una pela me ha cobrado —añadió—. Y lo hace de lo más bien. Dame el pañuelo, me ha dicho, y al devolvérmelo, ¿cuánto?, le digo. Una peseta. Y corriendo a avisarte, ni he visto la peli, acababa de empezar. Al sumergirse Java en la penumbra plateada vio a Arsenio Lupin manejando una linterna eléctrica en el salón oscuro de una lujosa mansión: guantes blancos, pañuelo de seda al cuello, chistera ladeada sobre una ceja. La gran platea estaba casi vacía; algunas parejas que se hacían arrumacos con las cabezas juntas y algunos hombres diseminados, solitarios, envueltos en raídos chubasqueros y bufandas. Hacía más frío en el cine que en la calle. Dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad, de pie en lo alto del pasillo, buscándola. En las últimas filas, varios pares de ojos brillaban como ojos de gato hambriento, recibiendo el resplandor intermitente de la pantalla; una que comía un bocadillo le siseó, otra se había dormido con la cabeza sobre el pecho: el pelo muy corto, gafas oscuras, una blusa lila con hombreras torcidas, como mal colgada en una percha. Se sentó a su lado con silenciosos movimientos de felino y se deslizó la mano en el escote de la blusa. Ella respiraba pesadamente como en un mal sueño, una bolsita de caramelos en el regazo. Conservaba bajados los tirantes del sostén y una ternura caliente entre pecho y pecho. La mano de Java ciñó el izquierdo, pequeño y tibio, y los dedos buscaron la cicatriz, aunque no hacía falta: acababa de reconocerla a pesar del nuevo corte de pelo, el turbante y las gafas. —Qué sueño, hijo —murmuró despertando, todavía sin fijarse en él pero ya depositando en su bragueta una mano que parecía tener vida independiente de su voluntad y de su cuerpo, ingrávida, solícita, viendo a Arsenio Lupin inclinarse muy gentil y elegante ante una dama de luminosos hombros desnudos. Entonces se volvió y lo miró: un sobresalto—. Vaya. Retiró la mano pero Java se la volvió a coger, atrayéndola. Ramona se quitó las gafas negras para verle mejor. —Espera —miró en torno con ojos de pantera acorralada mientras su mano permanecía sobre la sensible carne de él, que ya percibía los golpes de la sangre. —Pasaba por aquí y entré —dijo Java, ladeado en la butaca y besando su cuello—. Qué casualidad, ¿no? Me alegro de verte, en serio, me gustas, pienso en ti desde aquel día… —¿Con lo mal que lo pasamos? ¿Me has mirado bien, rico? ¿Qué te gusta de mí? Pensó confusamente, excitado: aquellos temblores de la pelvis, aquel entrechocar de dientes, aquel acurrucarte a mi lado como un perro dócil y asustado. —Tus pechos —dijo—. Me gustan mucho tus pechos. Ella se rió suavemente. —¿Qué dijo de mí el mirón? Supongo que se le pasarían las ganas de volver a ocuparme. —Ya te dije que nunca hablé con él. —Me has seguido. Me buscas para llevarme otra vez allí. —¿De quién te escondes, por qué tienes miedo? —¿Quién, yo? Qué gracia. Ves demasiadas películas, niño. —¿Pues por qué no repetimos, en aquella cama…? —No me acaba de gustar esa clase de trabajo. —Tampoco has vuelto por el bar Continental. ¿Por qué? —Me convenía un cambio de aires —estaba rígida, apresada en sus rápidas deducciones, pero su mano reaccionó en seguida—. Venga, no me entretengas. La película terminará pronto. Su pensamiento estaba parado y lejos, seguramente mucho más allá de la pantalla, pero su mano seguía accionando con una precisión endiablada, movida por un mecanismo distante y a la vez afectuoso. Java notaba el corazón de Ramona latiendo bajo los costurones del pecho, y un leve cambio de ritmo en la respiración de ella, y durante un rato lo olvidó todo: que la perseguían con saña y odio y que él no sabía por qué, que no era una puta como las otras, que tenía dos nombres y un miedo antiguo, un sudor de desgracia inminente en la piel degradada. En la pantalla unos chillidos de mujer, los faros de un automóvil en la noche, parado en la carretera, y un hombre asustado debatiéndose entre sus dos verdugos que lo sujetaban; un tercero sacando la pistola del bolsillo y la mujer chillando no le matéis, ése no es Arsenio Lupin, no le matéis. Y los tiros, dos, tres, cuatro y el pecho agitado de Ramona bajo su mano encendida, el corazón de la pajillera ahora retumbando. ¿Qué te pasa, mujer?, no es más que una peli, y sus manos repentinamente en la cara tapándose los ojos para no ver. Ya pasó todo, dijo él sonriendo, ¿no te gustan las de intriga?, pero ella siguió un buen rato ocultando la cara en las manos y temblando. Java se quedó parado, y sólo después, cuando ella reanudó las caricias, le dijo: — De mí no tengas miedo, Ramona, quiero ser tu amigo. —Yo no quiero amigos. Dame tu pañuelo. —Todavía no… Mira, mejor vamos a tu casa, ¿eh? —No tienes bastante dinero para eso. —Por favor. Me gustaría. Desde aquel día sólo pienso en ti, y mira que he vuelto de veces con otras. No valen nada. Me he enamorado de ti, Ramona. —Embustero. Que eres un criajo —sonrió ella con cierta dulzura por primera vez, mirándole a los ojos—. Con un cuerpo de hombre, pero un crío. —Me estimas un poco, a que sí. Te di gusto, a que sí. La besó en los labios y ella cerró los ojos, recostó la cabeza en el respaldo de la butaca con una mezcla de fatiga y condescendencia y le dejó hacer. Java le subió la falda, ella abrió las piernas. La música vibrante anunciaba el final de la película. Se encendieron las luces: una quincena de espectadores de pie entre las butacas, saludando la pantalla en blanco mientras sonaba el himno. Java guardó el pañuelo en el bolsillo. —¿Lo ves, tanto charlar? —Ramona mirándole de reojo, el brazo derecho en alto—. Abróchate. —Te acompaño, me voy contigo. —No hace falta. —Mira cómo me dejas. Por favor, quiero ser tu amigo. Te gusto un poco, Ramona, no lo niegues. Brazo en alto, con la mano abierta y extendida y formando con la vertical del cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados. Al terminar el himno, ella lo miró un segundo a los ojos como si quisiera decirle algo. Luego se ajustó las gafas y alisó su falda. —No tienes para pagar una habitación. —Contigo no quiero ir a una habitación, quiero ir a tu casa. —Es una pensión, y allí no puede ser. —Entraré sin que me vean. —Que no. —Por favor. La siguió por el pasillo y en la puerta del cine se juntaron con la gente, iban apretujados y amodorrados, Java avanzaba tras ella abrazado a su cintura, arrimado a sus nalgas, enardecido, la boca pegada a su oreja: ¿verdad que trabajabas en un chalet de la calle Camelias, hace años? Ella le devolvía el calor, el roce, la necesidad de compañía: ¿por qué lo preguntas? Fue entonces cuando Ramona apretó su mano en silencio y se volvió para besarle el mentón. Eres un buen chico, dijo. Salieron a la plaza Lesseps bañada por el pálido sol dominguero, Java quiso cogerla del brazo pero ella no se dejó y estaba triste y contrariada. Repentinamente el hambre le hizo a Java levantar los ojos al reloj de la iglesia, al otro lado de la plaza: las doce y media. En la parada del tranvía, una amiga de Ramona hizo señas con la mano y ella dijo me voy con ésa. Java no sabía qué hacer. —¿Por qué no te pasas un día por el Continental? —Porque no —dijo ella—. Adiós, me esperan. —Deja a tu amiga. Te invito a un vermut. —No seas pesado. Otro día. —¿Vienes cada domingo al Roxy? Discutiendo aún, ella dejó pasar dos tranvías, pero el siguiente lo pilló en marcha, se colgó del estribo dejando a Java con la palabra en la boca. Él siempre creyó que quería deshacerse de su presencia, peligrosa en algún sentido. No podía sospechar la visión fugaz que había provocado su rápido y temerario salto al estribo: una camisa azul junto al quiosco de periódicos. Java no se dio cuenta hasta que el tranvía desapareció calle Salmerón abajo, con ella iniciando un tímido saludo con la mano tras el cristal de la plataforma trasera. Entonces, al volverse, le vio, pero no llegó a relacionarlo con ella, oscuramente pensó ahí está el tuerto otra vez reclutando chavales para los campamentos juveniles, y lo olvidó en seguida: su mandíbula cuadrada y su parche negro en el ojo, su libretita donde anotaba los nombres y los domicilios de los chicos que lo rodeaban y lo escuchaban con mal disimulada impaciencia por reanudar su interrumpido partido de fútbol. No olvidaría, en cambio, el final de la conversación con Ramona, poco antes de verla saltar al tranvía: ahorra un poco y vuelve a buscarme, ahora no puedo permitirme hacer favores. Y también: comparto la habitación con otra chica y empiezo a estar harta del barrio chino, alquilan una en la calle Legalidad pero de momento no me conviene. Y él: ¿no te conviene? ¿De qué tienes miedo?, haciéndose el longuis, ¿por qué, has hecho algo malo?, y como ella parecía sorda o se hacía la sorda, Java volvió a lo otro: qué buena estás, cuándo te veré otra vez y no puedes dejarme así con esta calentura… Pero me mudaré pronto, aún dijo como si no hablara con él, y todo cambiará, esto no puede durar, alquilaré una máquina de coser y probaré a trabajar de nuevo. Podrías probar, sí, deberías probar, dijo él. De momento seguía en el barrio chino: eso fue lo que más se le grabó. La había tenido en las manos y se le había escapado. Pero ¿no era mejor así, si quería seguir sacándole los cuartos a la doña, como quería Sarnita? Se tomó su vermut, solo y pensativo, y de vuelta a la trapería aún seguía mareado por el furtivo olor del cuerpo de la puta roja en la tiniebla del cine. En la calle San Salvador se cruzó con el «Taylor» y su novia, salían riendo de una pastelería, él llevaba orgullosamente su cara de piedra roída por qué aventuras, su revólver en la sobaquera y su Margarita bonita con la cabeza apoyada en el hombro. 9 Y sólo avisan cuando no saben arreglárselas falsificando salvoconductos, por ejemplo, o cuando tienen dificultades con el plástico y los fulminantes. Envían de mensajero a la sobrina de Esteban Guillén, una niña llorona que monta una bicicleta de hombre con las faldas hasta arriba del todo. Sería el «Taylor» el encargado de visitar a las familias de los compañeros presos o exiliados, llevar a sus mujeres alguna ayuda. Una chabola del Guinardó agobiada de mosquitos, ardiendo sus paredes de cinc en la noche de julio. La mesa bajo la luz azulada del petromax, tazas de cale con sacarina y una baraja, y alrededor tres mujeres con sucias batas y zapatillas, rulos en el pelo y las caras embadurnadas de crema. A ver, Trini, dame el Flit, está esto de bichos que no se puede. Han interrumpido su partida de siete y medio y miran al «Taylor», tan pulcro con el pelo engomado y los ojos de hierro, el alto y duro cuello rayado de la camisa y el pasador de plata bajo el nudo de la corbata. Suena una radio, ladran los perros en las huertas cercanas. En la cama turca duerme Ramón con la boina apretada en el puño y la chaqueta de cuero cubriendo sus largas piernas. Meneses lo mira casi con envidia. —No lo despiertes —se levanta la Trini—. Viene cansado del viaje. ¿Quieres una taza de café? Es lo único que hay en la casa. —Gracias, rubianca —animándola el «Taylor», pellizcando su barbilla—. Arriba ese ánimo. Palau dice que mejor estaríamos de vacaciones forzadas como tu marido. Todos estamos cansados, no eres tú sola. Pero Luis ya estará libre para cuando vuelva Sendra. Anímate, mujer, ya falta poco. Traigo más octavillas, pero no las tiréis en el barrio. Y toma, con eso te arreglarás por unos días. Desliza unos billetes en el bolsillo de la bata. La rubia se sienta al revés en una silla paticoja, los desnudos brazos rollizos colgando por el respaldo. Gracias, Meneses, si no fuera por vosotros. Y suspirando: ya sé que te has casado, ya, mira cómo presumimos, mira. Cogiendo su mano, mirando el escorpión colgado en el nomeolvides. ¿Regalo de bodas? Sí, de Palau, ese bocazas en el fondo es un sentimental y un pedazo de pan, hasta hizo grabar el nombre, ¿ves?, Margarita, aquí. El «Taylor» preguntaría luego por la niña y sobre todo por el chaval: este valiente sigue sacando café del tostadero, por lo que veo… —Siempre le regalan cien gramos, después del trabajo. Ahora sólo va tres noches a la semana. Si vieras cómo me tose esta criatura. Quiero que se apunte a los campamentos juveniles, al menos allí le darán de comer y respirará aire puro. Pero cuando se entere su padre me mata. —No, mujer, haces bien. Esto va para largo, quién lo habría dicho hace unos años. Pobre rubianca, durmiendo con la cabeza sobre una almohada llena de octavillas. También ella cree que es inútil, que todo está perdido, habla como en sueños: esos tiros, esas bombas, esos maquis, para qué. Pasan ante sus ojos adormilados noticias leídas en los periódicos, oídas en boca de las vecinas, repetidas en las colas de abastecimiento, letreros ofensivos al régimen en los muros de Hospitalet, voladuras de postes de alta tensión en el Llobregat, una bomba en el monumento a la Legión Cóndor. Asesinato de un policía en la plaza Joanich. Otra bomba en la catedral, otra en el hotel Ritz. Asesinato del falangista don Bernardo Nogueras. Dos falangistas acribillados a balazos en la plaza de la Sagrada Familia al ser confundido su automóvil con el de un comisario de policía… —Ojalá Luis no salga de la Modelo, ojalá no salga nunca — gimotea la Trini—. Ojalá me lo traigan baldado a palizas y no pueda moverse de esta silla en la vida. Todo antes que verle empezar otra vez… Yo sabría traer a casa dinero para los cuatro. —No llores, rubianca. Parece que ya no le pegan en la cárcel. Pero sí. Al final de cada sesión le pondrían un cigarrillo encendido en los labios tumefactos, el preso no podía sostenerlo y lo dejaba caer. Derrumbado en la silla, bajo el cono de luz vertical en los sótanos de la quinta galería, se inclina a un lado y con la mano machacada y ensangrentada tantea el suelo orientándose hacia el pitillo como un ciego. Un zapato negro aplasta nuevamente su mano, el puño se estrella contra su rostro. Presos que se llevan al amanecer en coches celulares, rumor de olas en la rompiente del Campo de la Bota y el pelotón de fusilamiento formando sobre la arena, y en la Modelo un hombre alto y flaco con mono azul paseando por el patio recién regado. Tendría la cara hinchada y gris de hematomas. Apoyándose en el muro, se agacha a recoger una colilla. Una voz ronca y autoritaria en la galería: —¡Lage Correa! ¡Visita! Entraban a empellones en el locutorio común, clavaban los dedos como garfios en la reja, en medio de un griterío ensordecedor la Trini contestando a sus preguntas: el chico mal, aire puro es lo que necesita, yo como siempre, cosiendo y fregando, la casita se nos cae de vieja, quién va a reparar el tejado si tú no estás, amor mío, qué tienes en la cara, qué te han hecho, nano… —No es nada —y tendría que evocar la boca sin dientes de su compañero revolcándose por el suelo, dos hombres en mangas de camisa pateándole las costillas, y la furgoneta que de madrugada se lo llevó a la playa, dicen que los mismos civiles tuvieron que sostenerlo por los sobacos frente al pelotón: allí lo fusilaron, entre cantos rodados forrados de musgo, algas y cáscaras de mejillones pudriéndose en la arena manchada de sangre. Tenía que ser muy cerca de la orilla, pensaba siempre, porque dicen que se sentó en un charco, dicen que las piernas no le tenían, rediós qué trago, hasta me parece oír el rumor de las olas, veo la espuma rozando los pies de los caídos en el primer turno—. Yo nada, pronto saldré. Pero al Artemi ya lo enterraron, díselo al tío Juan, Trini, dile que le compre a Luisito de mi parte aquel payaso pelirrojo que vimos un día en el Paralelo, él ya sabe, ya entenderá lo que hay que hacer. Fue aquel mes tan movido, con bombas en los consulados de Brasil, Bolivia y Perú. Avanzaba sobre la ciudad desde poniente una nube como de fósforo, el sol hundiéndose detrás de Montjuich. La torre-almacén de la baronesa, en Sarria, la sala empapelada con flores de lis y las contraventanas clavadas con listones; la doncella caída de espaldas sobre unos sacos de harina, las faldas en el vientre y José María sobre ella con un fuego en las ingles. Los ojos de Menchu ven bajar el techo lentamente sobre ella, con la araña negra y sus cuatro bombillas fundidas. Aún debían resonar en aquel pavimento los culetazos de fusiles, habría un eco de chirrido de cerrojos por toda la casa y un redondel de sombras cercándoles, fantasmas de ayer mismo, figuras descarnadas y gimientes: una anciana con los pechos quemados por cigarrillos, un hombre desnudo y con gorro de miliciano paseando entre ladrillos de canto, un joven colgado a unos palmos del suelo encharcado, las manos traspasadas con garfios sujetos a la pared. —¿No te gustaría más pagar sueldos que recibirlos, negra? — el señorito José María y su ansiedad que acababa en tos—. Contesta. Retenía ella la rabia con los dientes apretados, el salivazo destinado a la cara del tísico. Reflexiona lo que le conviene más allá de su asco, cierra los ojos. —Sí. Me haces daño. —Pues entonces despídete de mi madre porque ya tengo un apartamento en la calle Casanova. Vamos a poner en marcha un negocio, nena, somos tres socios, nos vamos a forrar. —Me haces daño, me haces daño. Un automóvil gris estirado como una oruga. Soplando Palau la brasa del puro, su rostro se ilumina fugazmente en la oscuridad del asiento posterior. Al volante Navarro y el «Taylor» a su lado, parados en el Paralelo, a unos treinta metros del teatro Cómico. El retrovisor ha fijado los gigantescos muslos de cartón de Carmen de Lirio abriéndose sobre la puerta de entrada, dejando fluir riadas de gente entre las pantorrillas. El contacto era Ramón y esperaba un poco más lejos, en la puerta del cine. Ahora, dice Navarro dándole con el codo al «Taylor», que se apea del coche pensando: podían haber escogido otro momento y otro lugar más seguro, con su nuevo traje marengo muy holgado y su torcido y negligente caminar, que parecía dejarse el trasero atrás. Embestía al viento de marzo con la cabeza gacha, la mano en el sombrero gris. De pronto, a su lado, un matrimonio endomingado echa a correr empujándole, luego una muchacha que chilla y en seguida la gente huyendo en todas direcciones. Sonó el primer tiro y ve a los grises saltar de la camioneta, pero no corriendo hacia él sino en dirección a donde le esperaba el contacto. Retrocede el «Taylor» mirando por encima del hombro, ve a los inspectores refugiándose en un portal, sube al coche. —Aguarda —le dice a Navarro—. No nos han visto. Van por el grupo del Quico. —¿Llegaron hace nada y la bofia ya se enteró? —Palau chasqueando la lengua—. ¿Qué hacemos, tú? Ramón ha desaparecido. A través del cristal trasero ve a Pepe retrocediendo junto a la fila de coches con la metralleta baja, parapetándose en la esquina del cine. Otro del grupo le cubre, es Larroy. La gente que salía de la sesión de tarde se había tirado entre los coches con las manos en la cabeza, dificultando la acción de la policía, que Quico trata de distraer disparando desde la entrada de una cafetería. El agente pelirrojo y corpulento que más ha conseguido profundizar en la zona, se ve repentinamente encañonado por Pepe, que se escuda en su cuerpo y sigue tirando con la pistola, antes de descerrajarle un tiro en la cabeza y dejarlo tendido junto al bordillo. Con el Colt 42 humeando en su mano corre hacia el coche de su hermano Quico después de quitarle al muerto la placa y el carnet. Pero Larroy quedó al descubierto. En la tierra de nadie giró sobre los talones apuntando al cielo gris y ventoso con un revólver negro, buscando desesperadamente la recta más corta que lo llevara hasta la puerta abierta del coche que ya emprendía la huida. Frenó su carrera al recibir la bala como una imprevista cachetada en la frente y se dobló violentamente hacia atrás con una nube roja en las pupilas. Navarro, que lo miraba de lejos con la mano en la llave del contacto, revivió durante un segundo su flaco cuerpo desgarbado en mangas de camisa irguiéndose contra la comida infecta y los malos tratos de los senegaleses, en aquel verano interminable del 39 que sufrieron juntos agobiados de pulgas y roña y alambradas de espinos. Con la muerte ya reflejada en los ojos, Larroy dio tres pasos antes que un abanico de balas le segara las piernas; saltó y se revolvió en el aire, agarrotado, sus dedos como garfios soltaron el revólver y cayó de espaldas. Antes de morir, mientras parpadeaba apoyado en un codo, tuvo tiempo de ver asomada a la esquina a una peluquera de bonitas piernas y labios color rosa sujetándose con ambas manos la blanca falda que le alzaba el viento, indefensa y asustada y preciosa: al menos se fue de este mundo en buena compañía, pobre Larroy. Ellos a distancia y sin intervenir, Navarro poniendo el motor en marcha. —Vámonos —el «Taylor» con el sombrero sobre los ojos. —Juraría que el bofia que han picado era el nuestro —Navarro pisando el acelerador—. Ése que Ramón tenía que señalarte, ¿no? —Seguro. ¿No viste su maldito pelo de panocha? Nos han ahorrado el trabajo. Luis se alegrará cuando lo sepa, y sobre todo Artemi, desde el otro barrio. Pero lo siento por Larroy. —Pronto criará malvas —concluye Palau. 10 Antes del atardecer la farmacia ya era un nido de sombras. Tras la reja del alto ventanuco que daba a la calle, piernas enfundadas en medias blancas chapoteaban todavía en un sol rasante y desvaído, pero en torno al celador y la monja, allí dentro, la noche iba ganando minutos al día según transcurría septiembre. Al levantarse ella a dar la luz, el celador rellenó furtivamente el vasito de licor, lo vació de un trago y lo volvió a llenar. Que te veo, bromeó ella de espaldas, y cuando él pensaba puñeta, tiene ojos en el cogote, se abrió la puerta y asomó la cabeza de una enfermera: te llaman en secretaría, parece que llegaron parientes. Ñito levantándose, no puede ser, de parientes nada, murmuró al cruzarse con la monja, que le recomendó fijarse en su cara. —El lado izquierdo, ¿te acuerdas? Si es ella llevará la marca. No la reconoció. Podía ser cualquiera de las mayores que se quedarían solteras, la Rosa, la Nuri, la Isabel, cualquiera de ellas con treinta años más. Esperaba sentada en el borde delantero del banco como a punto de levantarse, la espalda muy tiesa, los amarillos cabellos recogidos en un moño detrás del sombrerito negro, las manos cruzadas en el regazo y, entre los dedos, un impreso y el carnet de identidad. Ya le habían entregado las dos maletas maltrechas y húmedas, reforzadas con cuerdas, y las tenía a su lado, a los pies de tres muchachas vestidas de oscuro, alineadas en la pared con aire desganado, los negros ojos llenos de nieblas románticas. Ñito se presentó a la mujer y cruzó por su mente una imagen que Sor Paulina le había pintado durante alguna conversación: una solterona como ésta empujando la silla de ruedas del anciano por las calles del barrio, indiferente a las mofas de la chiquillería, la mirada pantanosa oculta tras las gafas de sol y la mitad izquierda de la cara convertida en una costra negra y roja, color de vino. Pero no era ella. Había mucha afluencia de visitas, las colas de enfermos y accidentados frente a los consultorios se iban espesando. El celador se ofreció para acompañarla al depósito, pero ella dijo que estaba esperando unos trámites, qué complicación, ¿al parecer se habían perdido todos los documentos? Él no sabía, pero seguro que sí, en el mar se abrieron las maletas y claro, pero se recuperó lo que se pudo, en fin, qué importa, ya no necesitan nada de eso. Se sentó junto a ella: ¿podrá usted sola, señora directora?, señalando las maletas, ¿quiere que se las enviemos?, pesan bastante porque llevan lo que antes había en tres o cuatro, las otras las pudrió el agua. Ella le rectificó: no era la directora de la Casa, era una de las asistentas, no, ya no estaban en la calle Verdi, hace más de quince años que se mudaron gracias a la generosidad del señor Galán, que al morir su madre se convirtió en el protector de la Parroquia. Su madre había sido la madrina que había colmado los deseos de las huérfanas meritorias, y él continuaba esa gran labor. Ñito asintió en silencio, pensativo, y al cabo de un rato habló de la mujer ahogada con sus dos hijitos y su marido. De modo que ella, comentó, ¿había pertenecido a la Casa, antes de casarse? Y después también, respondió la asistenta, siempre, aunque se marchen para fundar un hogar siempre siguen siendo de la Casa, la relación se mantiene y las que han tenido suerte en el matrimonio o en el trabajo nunca se olvidan del primer hogar, por ejemplo Pilar nos ayudaba con donativos, la pobre, que si no fue feliz en su matrimonio dinero no le faltaba, eso no, es lo único que su marido supo hacer, mucho dinero… Se interrumpió para preguntarle al celador si había venido alguien más, unos señores, ¿joyeros?, sí, dijo él, pero yo no los vi, creo que han insistido mucho en hacerse cargo de los gastos del entierro, se ve que le apreciaban mucho en el trabajo, viajante de joyería, ¿no?, debía valer mucho. La mujer suspiró y se frotó los párpados enrojecidos. Seguramente, dijo, pero Dios sabe que si estoy aquí es por ella y por los niños, la hizo sufrir tanto que no movería un dedo por él, el Señor le haya perdonado. Entonces, mientras seguía esperando que la llamaran en secretaría, dejó morir intencionadamente la conversación. Se obligó a ello, porque la fatalidad de algunas personas, las desgracias del prójimo en general y los conflictos de familia en particular disparaban su natural locuacidad. Aquel celador respetuoso y atento, pero sucio, sin edad, cuya mirada decrépita parecía escudriñar detrás de las palabras, permaneció en silencio a su lado, se redujo a una presencia solidaria, pero no con ella y con su pena, sino más bien con otra oscura pesadumbre que el tiempo no había destruido ni atenuado. Y más tarde, yendo tras él, siguiendo sus abruptos andares de simio por los sofocantes corredores camino del depósito, un viento de la infancia le golpeó la cara, un olor a pólvora quemada y a madera de plumier, tal vez irrepetible en la memoria. Al avanzar por los sótanos pútridos de este vasto hospital, infinitamente se dilataba en derredor algo mucho peor que el dolor y la vejez y la muerte. Porque cómo podía este hombre vivir aquí, cómo podía nadie enterrarse en vida, resignarse a esta mugre y a esta miseria y más solo que un muerto entre los muertos. Nos conocíamos de chicos, dijo él sin volverse, caminando encorvado e inestable, diríase sin aprecio ninguno a su ocupación, como si en ella sólo hubiese buscado refugio a una lluvia de ultrajes que alguna vez lo dejó calado hasta el alma. Y cuando le vio escupir laboriosamente en el pañuelo, la mujer, como si captara la vaga presencia de una degradación sin nombre capaz de contagiarla, avivó el paso dispuesta a terminar cuanto antes. De pie ante los mellizos se santiguó meticulosamente, evocando un instante sus juegos, sus costumbres y su carácter: qué extraños eran, dijo, nunca les entendí, tan formalitos por separado, tan normales y hasta anodinos, y juntos qué malos, qué embusteros y vengativos. Y al volverse hacia la difunta, sus ojos se humedecieron de nuevo y la mano, trémula pero decidida, se fue hasta la fría mejilla a darle unos cachetes al tiempo que murmuraba Señor, Señor, pobre niña, pobre Pilar. ¿Era necesaria la autopsia?, ¿y a estas criaturas también? Es lo mandado, señora, contestó él desde atrás, arrimado a la pared y sin perder detalle. Se alegró de tenerlos limpios, vestidos y peinados, y que ella los viera así. Al salir habría jurado que ella no dirigió ni una mirada al difunto. —Dejaré las maletas. ¿Se encargarán ustedes de llevarlas al piso de Pilar? Ya se fue la criada, pero mañana me encontrarán a mí. —Yo mismo las llevaré —dijo Ñito. Al juntarse con las huérfanas en el pasillo, la mujer les pidió un lápiz para anotar la dirección, pero el celador dijo no hace falta, meneando la cabeza con aire chusco, no erraré el camino, no. ¿Pilar?, rumiaba al volver a la farmacia, ¿Pilarín? Podía ser cualquiera de aquéllas que cada domingo cruzaban el barrio emparejadas en dirección a Las Ánimas, con sus baratas mantillas blancas y sus devocionarios, una de tantas en medio de la doble serpiente de uniformes azules, corbatitas blancas y sandalias de goma, conducidas por la señorita Moix; cualquiera con trenzas y lacitos rosa y un frío maligno apretado entre los párpados, una niña que en la calle sabía sacar la lengua a la conmiseración de la gente, que formaba corro con sus compañeras en torno al simpático alfilador en la plaza del Diamante, que bromeaba cada mañana con el joven basurero, un chaval con cara de viejo y ojos de gato, o que corría a ver el panel de fotos del cine Verdi, este sábado veremos La ciudad de los muchachos y Chicago; Pili, en la tercera fila está el trapero y qué guapo es, espabila, niña, dile algo… Sí, una del montón, un rostro anónimo, arrebolado y vivaracho como el de todas; una mosquita muerta que nunca se hizo notar mucho pero cuyos ojos debieron registrarlo todo, camuflada entre las demás para espiarlo cuando iba a la Casa de Familia cada viernes a llenar el saco de papeles: hoy vendrás conmigo, chaval. —¿Nunca has estado allí, Sarnita, nunca has visto a las huerfanitas en su salsa? Hoy vendrás conmigo. —Me lo imagino, pillastre. Te veo entrar gritando: ¡Niñas, al salón! —Frena, no seas bestia —decía Java. —Entonces, ¿de pichar nada? —Nada, qué pensabas. La oscura y empinada escalera de viejos peldaños alabeados, pensaba, el primer rellano apestando a vagabundos, la puerta negra con el parche ovalado del Sagrado Corazón, regalo del alférez Conrado: Detente, bala. Las niñas espían por la mirilla antes de abrir, oyes las risas, los cuchicheos, las carreras tras la puerta. Esperas con los tebeos en la mano, el saco al hombro y la romana al cinto, siempre abre la misma renacuaja de puntillas que apenas alcanza el cerrojo, ¿traes el Guerrero del Antifaz y Monito y Fifí?, y escapa corriendo con el botín en las manos. ¡Señorita, el trapero! Una reverencia medio en broma, buenas tardes, directora, ¿algo para mí, papeles, trapos, botellas? Alrededor alborotan las huérfanas, se asoman y ríen: el novio de la Fueguiña, el Luzbel más guapo de Las Ánimas, una de ellas tenía que ser Pilar. De beatas nada, chaval, y tanto que las hacen rezar: bailan agarrao en los dormitorios, esconden novelas y cancioneros debajo de los colchones, retratos de artistas de cine y de vocalistas, se saben Bésame mucho y Perfidia de memoria. Desde el terrado, a oscuras, en las verbenas de San Juan y San Pedro, aprovechan la música de los terrados vecinos adornados con farolillos y bailan unas con otras, turnándose para vigilar que no las descubra la directora. —Son la pera. En el terrado hay un cuartito con lavaderos, allí guardan trapos viejos y montones de retales de papel fino y rizado, de colores, con el que hacen las flores artificiales y las tiras de flecos que adornan las calles del barrio en las fiestas de septiembre. Siempre te acompaña una de las huérfanas para que no hagas trampas con el peso, Virginia o la Fueguiña, y siempre hay un rato para ensayar la función. —La madre que te matriculó, legañoso, vaya lote te pegas con esta chavala… —Frena, Sarnita, frena. —Qué remanguillé tiene la niña, no digas que no. —Hay otra que también me gusta, pero se hace la estrecha. Pilarín. ¿Sabes quién digo, la ves? Una seriecita, más formal que las otras, alta, muy fina. A veces viene ella a vigilarme el peso, pero no se deja tocar ni un pelo, aunque juraría que es de ésas que el día que se dejan… Y así debió ser. Una muchacha esbelta, frágil, pero de tobillo grueso, de grandes y flojas tetas. —Pero bueno, ¿tu novia no es la Fueguiña? —Sí, sí. María es otra cosa. Esos pechitos como limones. —¿Y lo hacéis allí mismo, en el suelo del terrado? —De eso nada, hombre, tú siempre imaginas más de lo que hay. Las negras sotanas balanceándose al viento como fúnebres campanas, los roquetes y los manteles de altar goteando agua desde los alambres, la colada de Las Ánimas secándose al sol y el ronroneo del palomar en la azotea vecina. Java sentado de espaldas contra la balaustrada, a su lado la Fueguiña con el cuaderno en el regazo. —¿Aún quieres ensayar más? —dijo ella—. Jolines, si te sabes de memoria hasta mi papel. Qué aburrido. —Menudas sois, las huerfanitas —dijo Java—. Dime una cosa. ¿Cómo hacéis tú y Juanita para escaparos y venir al refugio? —Tenemos un truco —guiñando ella los ojos al sol—. Ven, levántate. ¿Ves el cestito con la cuerda que va de balcón a balcón, ahí, sobre la calle? No te arrimes tanto, listo. Es nuestro teleférico. El balcón de enfrente es de la dueña del colmado de abajo, ¿ves?, ahí viven los Dondi. Tres hermanos como la peste. Nos pasamos recados y cartas con la cesta. El mayor está tísico, ¿ves el cristal agujereado, en el balcón, donde sale el tubo de la estufa?, pues ahí está, siempre en la cama, y en la estufa hierve día y noche una olla con agua y eucaliptos, un olor más bueno… Los tebeos que tú nos traes, cuando todas los hemos leído, se los enviamos allá con el cestito, pero luego ya no los queremos porque vuelven con microbios, yo los quemo. Cuando una quería escaparse escribía su nombre en un papel, lo metía en el cestito y tiraba de la cuerda hasta hacerlo llegar al otro balcón; siempre había un Dondi haciendo compañía al enfermo; recogía el aviso y ya sabía lo que tenía que hacer: bajar al colmado, cruzar la calle y subir a la Casa para decirle a la directora: mi madre dice que si puede dejar salir a fulanita para que venga a hacer la limpieza. A veces eso era verdad, y como pagaba con comida… —¿Y cuando es mentira? —Los Dondi nos dan algo para que la señorita no sospeche, chocolate, un saquito de harina para hacer buñuelos. —¿A cambio de qué, Fueguiña? —De un beso. De prisa y corriendo, nada, a oscuras, abajo en el portal. —¿Sólo un beso? —Juanita se deja levantar la falda. —¿Y tú? —Yo hago por escaparme, tonto. ¿Celoso? —¿Yo? Atiza, ni que estuviéramos casados. Anda, ven aquí. En la trasera del terrado, abajo, había un pequeño huerto del que subían mariposas blancas que rondaban la ropa tendida: un pasillo de negras sotanas donde ellos se besaban de pie, sin que nadie pudiera verles. El vuelo de las palomas era un estruendo blanco en el azul del cielo, los pechos de la Fueguiña se ponían de punta. La rodea con los brazos, acaricia su cuerpo repentinamente redondo y lánguido, extrañamente dócil, vacío de huesos. Su uniforme azul mil veces restregado en la colada parece una piel finísima. Java pierde hasta la noción del hambre. En el cuarto de los lavaderos, ella siempre sostenía el saco mientras él lo llenaba de papeles. Volvió a abrazarla. —¿Cuándo te casarás conmigo, Fueguiña? —Marrano. Quién sabe con qué intenciones me das carrete. —Hablo en serio. —Díselo a Pilar, a mí con ésas no. —Tú me gustas más, ladrona. Me he enamorado de ti. Estáte quieta. —¿No me encuentras flaca, traperito? —Deja al inválido y escapemos juntos… ¿Cuándo se acabará eso de pasearle y limpiarle los mocos y la caquita? —Nunca —repentinamente seria, librándose de sus manos—. Nunca, por favor —no porque sintiese asco del señorito ni mucho menos por mojigata. Parecía, simplemente, un reflejo nervioso de aquella tristeza que se asomaba de golpe a su boca mellada, entreabierta, y a sus ojos entrecerrados: como si ya la estuvieran besando o dispuesta a dejarse besar en seguida. Era cuando él se desconcertaba, cuando intuía en esa chica condescendiente, aunque de reacciones imprevisibles, el mismo pavor sin fondo, el mismo destino atroz que vio un día en la piel de Ramona, morena y sucia como un estigma: también en este cuerpo desmedrado, en estos dientes picados y en estos ojos muertos se operaba la misteriosa putrefacción de la ciudad, aquella indiferencia de charco enfangado recibiendo sucesivas lluvias de humillaciones y engaños. Quizá por eso preguntó Java: —¿Todavía se la tienes que sacar para que mee? – sonriendo. Ella tenía la cara vuelta a un lado: de nuevo el inválido pilló su mano indecisa en el aire y le dobló el brazo en la espalda, atrayéndola hacia sí, jugando: ¿Y eso por qué, si sabes que tu Conrado tiene mucha fuerza en las manos, aunque esté paralítico? —Di, anda. ¿Por qué se la tienes que limpiar —insistió Java— y volvérsela a meter, y abrocharle? Qué lata tener que ir cada mañana tan temprano, ¿no?, qué lata vestirle en la cama, lavarle, darle masajes en las piernas… En un momento que ella se descuidó, aprisionó sus manos entre los muslos, riendo como un niño. —Ninguna lata, estoy acostumbrada. Eso no, ahora no, puede entrar alguien. —Puedes librarte, si quieres, niña, puedes sacar las manos por arriba. Así. Puedes hacerlo, si quieres… El alférez se lo pasa bomba, había dicho Sarnita, y Java: no creas. Procura ponerte en su piel: el dolor le despierta puntual, dice ella, nunca después de las ocho. Le gusta ser manejado sin miramientos, con energía. De un manotazo ella aparta la sábana y pone la palangana bajo sus nalgas: frotarle el pecho con la esponja empapada de jabón, las axilas, las rodillas, la entrepierna. Darle la vuelta y ahora la espalda, las nalgas, las corvas, los tobillos. Cortarle las uñas de los pies. Masajes de alcohol en las piernecitas cada día más flacas y se diría que más cortas. Cuando lo veía quejarse de fuertes dolores, lo hacía sin que él tuviera que pedírselo. Ni siquiera la miraba: los ojos cerrados y cara al techo, medio dormido aún, como en sueños y frotando las yemas de los dedos en la toalla, todo el rato, como si desmigajara la tupida mata de hilos. Al subir intentando librarse, las manos de ella temblaban un poco. —No te dé reparo, caray, ahí noto alivio. Ahí. Y tienes que ser tú, precisamente: ¿no te da vergüenza, un hombre desnudo? – dijo Java. —Pobre. Ha tenido enfermeras, señoritas de compañía, practicantes que van a pincharle, criadas de su madre de toda confianza… Pero no le duraban tres días. Yo sí. Incluso me prefiere al bueno del señor Justiniano, que para él es como un perro. —¿No bajan del piso de arriba para ayudarte? —No necesito a nadie. Arriba su madre tiene doncella y cocinera y ahora quiere volver a tener chófer. Pero él no soportaría a nadie más que a mí y a Justiniano, bien clarito se lo dijo a la señora. ¿Por qué me prefiere? Yo no lo sé, lista que es una.Ya estoy en su piel, legañoso: el muñeco roto que se deja mecer y mimar y calentar por una huérfana lela, el soldadito de plomo paticojo que ganó la guerra, caprichoso, maniático, mandón. Ella lo sienta en la cama, acomoda las almohadas en su espalda, le lleva los trastos de afeitar y vuelve a la cocina a preparar el desayuno. Luego pasará el trapo por la silla de ruedas, pondrá una gota de aceite en el eje que chirría. Y a la media hora, otro timbrazo desde el dormitorio: vestirle, calzarle las botas que ha escogido, cogerle en brazos, perfumado y peinado, y sentarle en la silla. Hace un año aún podía hacerlo solo, apoyándose en las muletas, pero el espinazo ya no le sostiene. Lo tiene podrido, niña, vaya trabajo duro el tuyo. —No se necesita fuerza, sino maña —dijo la Fueguiña—. Pesa menos que una pluma. Las manos quietas, por favor, es tarde. Si alguien nos ve. Qué pensará usted de una pobre chica como yo… No es bueno excitarse así. —Un día le encontrarás muerto en su cama, como un pajarito. Esto no puede durar. —Qué va, el señorito vivirá más que nosotros, si no al tiempo. Por caridad, hoy le he enjabonado dos veces y le he dado tres masajes, ahí no podría, no, por favor, a veces no me importa pero hoy no podría —suplicaba, pero dejaba conducir su mano, encendiéndose en la secreta combustión de él—. Por qué, por qué, qué se siente con eso… Luego empujaba la silla y salían al corredor, una sucesión de puertas de cristal tallado abiertas de par en par, repitiéndose como en un espejo. Cruzaban el salón y alcanzaban la galería, y antes de parar su mano se hacía con el periódico sobre el velador. Le dejará encarado a la gran cristalera de colores encendida por el sol, frente al desayuno: su café muy fuerte, sus tostadas, su mermelada y su mantequilla. Y ella otra vez a sus quehaceres, barrer, vaciar los ceniceros, hacer la cama, sacudir el polvo. Con los ojos bajos, decidida, sofocada, musitando una tonadilla: inexplicablemente contenta, Sarnita, como unas castañuelas. Me gusta esa casa, dijo encandilada, cómo me gusta, chico. Todo lo que hay. Los armarios llenos de ropa bien dobladita y oliendo a naftalina, las vitrinas con collares y abanicos, miniaturas, crucifijos de marfil y de nácar, y las arañas del salón y los globos de luz en las alcobas. Todo. Incluso aquella foto de Mussolini montado en una motocicleta infernal con gorra y chaqueta de cuero y dedicada de su puño y letra «Al señor Galán, con abrazo romano», que estaba en la mesa del despacho de Conrado y tenía enquistada en el ángulo del portarretratos otra foto pequeña del padre. Hasta el pisapapeles con las balas que le sacaron del espinazo le gustaba, y la bufanda amarilla que llevaba puesta su padre cuando lo mataron. Y explicaba con voz soñadora cómo era el cuarto de baño: de baldosines verdes, con una bañera rosa, con unos grifos dorados en forma de peces de anchas bocas y colas entrecruzadas. Y la gran alfombra del dormitorio, que es un cuadro famoso, me explicó riendo el señorito: no restriegues tanto con la escoba, que las manchas de sangre en la arena no son de verdad, tontita. Háblame del dormitorio, decía Java, y ella describiéndolo como un sueño: la puerta con el terciopelo claveteado, color berenjena, y la habitación larga y la cama muy baja, y las sábanas de hilo, y la colcha roja y una sola almohada. En el techo, la deslumbrante araña de cristal, una explosión de cuellos de cisne, luego el sofá con flecos y forrado con una tela verde, listada, y el biombo con querubines y nubes de nácar, la silenciosa alfombra y las oscuras sillas artesonadas, en una de las cuales colgaba siempre un cordón morado con borlas y una capa pluvial con cenefas y un misterioso escudo en la espalda. Varios pares de botas de montar lustradas y dispuestas en batería al pie del armario, las pesadas cortinas color miel y los dos balcones siempre cerrados, sin dejar pasar ni un resquicio de la luz del día. —¿Cómo puedes aguantarle, un día y otro día y otro día? —No se mueve por no molestar, el pobre. Tan serio que parece en los ensayos, ¿verdad?, tan estirado y antipático. Pues es como un niño, en casa, como un niño asustado. Tiene miedo de quedarse solo, de hacerse pipí encima o de coger un resfriado. No deja que nadie le vea el agujero de la garganta, las feas heridas de la guerra, sólo yo se las he visto al cambiarle la toalla, le gustan de colores y no es una manía, tiene alergia a las bufandas de seda, ¿no lo sabías? Otra llamada y empujar la silla de ruedas hasta la biblioteca: allí escribe cartas, telefonea al administrador, repasa las cuentas de su madre, el cobro de alquileres, archiva facturas. Dicen que casi todas las casas del barrio son de la señora, además de los terrenos de Las Ánimas y de Can Compte, fincas que le fueron requisadas cuando la guerra y que ha vuelto a recuperar. Pero Conradito tiene muchos disgustos, la gente no paga, le oigo maldecir por teléfono, chillar, amenazar: entonces parece otra persona. A media mañana la señora baja a verle. Cómo se encuentra, si necesita algo, si quiere algo especial para el almuerzo. A veces le enseña la lista de la compra. Luego se distrae en lo que le gusta, lee funciones de teatro, copia a máquina el papel de cada personaje, decide el reparto y el vestuario, a veces me llama para preguntarme si me gustaría hacer este o aquel papel, ensayar, probarme un traje. Se inventa argumentos para funciones que escribirá algún día, se inspira en poesías, en canciones. —Llevas el mantón sin gracia. Quítatelo. —Hagamos otro ensayo. Apoyada en el quicio de la mancebía miraba encenderse la noche de mayo. Una mano en la cadera, en la otra el cigarrillo y un clavel en el pelo, el vestido de lunares y volantes muy ceñido, sin mangas y escotado. Pasaban los hombres y ella sonreía, hasta que en su puerta paró el caballo. Serrana, ¿me das candela? Avanza unos pasos, deja resbalar de tus hombros el mantón verde. Paséate alrededor mío, con arrogancia, recta la espalda, así, el cigarrillo no es un lápiz, la cintura es una espiga, párate, un poco ancha de caderas, junta las piernas, así está bien. Hay que coser el dobladillo, zurcir esas medias, pintar de verde esos zapatos, asegurar el tacón, lo demás puede pasar. Lástima que no tengas los ojos verdes, niña. Ahora ven y yo fuego te daré, no temas hacerle daño a mis piernas, así, por favor. —Lo hago mejor cuando me sé el papel de memoria… Por ejemplo, Magnolia. —¿No llevas nada debajo, Magnolia? —Eso no, ahí no, que tengo miedo, traperito. —Tú eres Magnolia y yo el soldado. —Lo que usted diga. —¿Me quieres dejar un beso hasta que cobre, mujer, que sé que hoy voy a la muerte? —cantaba. —¿Y de dónde sacas la ropa? —preguntó Java. —Su madre me regala vestidos viejos. Si las piernas no le duelen mucho, está alegre. Pero ya os dijo la directora que esas canciones, dijo Java, son pecado. Bueno, y qué, a él le gustan y dice que no, que no hay que confesarse de eso. Hacia el mediodía lo lleva al ascensor. Si no hay corriente lo deja sentado en una butaca y baja la silla de ruedas por la escalera, dejándola en el portal. Sube otra vez, lo envuelve en el chal, lo coge en brazos, lo baja y lo sienta en la silla. Si hace sol van a pasear, pero con este tiempo suelen dar unas vueltas a la manzana arrimados a la pared, evitando los remolinos de hojas secas, conversando, ensayando: Salimos ya muy tarde y fuimos paseando por un París antiguo, manchado por la luna. Ella riéndose. —Magnolia, olvida esa fecha y olvida mi nombre, y búscate un hombre que puedas amar. —Despacio, despacio. —Perdona, Magnolia, si te ha ilusionado por unos momentos mi modo de ser. Recuerda tan sólo que soy un soldado y puede que nunca me vuelvas a ver. Toman una manzanilla en algún bar y al regresar lo deja con su madre en el tercer piso, allí come y pasa la tarde, a veces. Ella, después de comer en la cocina, regresa a la Casa de Familia y a la mañana siguiente vuelta a empezar. —Los días de lluvia y humedad sí que son tristes. Se le clava la barbilla en el pecho, se le dobla la espalda como un viejo, la metralla debe moverse dentro de él y desgarrarle los nervios. Afiladas esquirlas de metralla que le rondan los pulmones, que le pinchan el corazón y el estómago. Al principio creía oírla moverse, a la bala, pero son las tripas, siempre le lloran las tripas, es la falta de ejercicio. Entonces llama al señor Justiniano, se encierran en la biblioteca y juegan al ajedrez; el alcalde tiene con él una paciencia infinita y lo quiere como a un hijo, se desespera cuando lo atenaza el dolor, le ha visto llorar a escondidas con el único ojo que tiene. —¿Y qué ocurre por la tarde? ¿Nunca vas por la tarde? —A veces. A pasearle después de comer, pero en seguida a casa a esperar a sus amigos, por eso me hace comprar algo por el camino. Meriendan juntos. Java se rió, pasando el brazo por sus hombros y atrayéndola. —¿Y quiénes son sus amigos, qué hacen allí, qué has visto? —Yo nada. Ni entro. Lo dejo en la puerta… —¿Del piso de su madre o del suyo? —Del suyo. Me sonríe y dice gracias, Magnolia, ya puedes irte. —¿Te acuerdas de una tarde que te hizo comprar empanadillas de atún, te acuerdas que yo estaba en el bar? —No. —¿Tú eres tonta o lo haces ver, chavala? —Quita, me haces cosquillas. Y termina de pesar esto, se hace tarde —guardó silencio mientras le miraba prensar con ambas manos los papeles en el saco, miraba el pañuelo de colores en su nuca, su pelo negro ensortijado. Añadió—: Y no creas que siempre es así, un inválido digno de lástima, no creas que no se divierte. Tiene amigos que lo llaman por teléfono y lo visitan con sus novias o amigas, le cuentan chistes y él se ríe; ¿sabes cómo le llaman en broma? Ex futuro cadáver, hola, cadáver, lo saludan al llegar, pero no es un insulto ni mucho menos, me explicó él, en la guerra se llamaban así. A veces se lo llevan al campo en coche, y tienen una tertulia en el café El Oro del Rin, y hasta… prepárate que te vas a caer de culo: hasta una porquería de ésas encontré un día en el water, una goma. De piedra me quedé pensando no puede ser, él no, sería alguno de sus amigos, creo que algunas tardes les presta el piso. También lo visita mucho un amigo íntimo, el hijo del joyero de la señora, y el administrador. Pero sobre todo el señor Justiniano, que le hace recados y le cuenta historias divertidas de un hijo suyo que vive en los campamentos juveniles. Y con ellos se ríe, se olvida de su desgracia. Yo, cuando mejor me lo paso es los días que tenemos ensayo en Las Ánimas y vamos en taxi, como los domingos para ir a misa, con su madre. Es otra persona cuando el dolor le da un respiro, de verdad. —Mira qué buen peso os hago, para que luego digáis. —Anda que no tiene truco ni nada tu romana, trapero. ¿Crees que nos chupamos el dedo? Y tú, Sarnita, que tanto presumes de saberlo todo, de verlo todo, procura meterte en la piel de la Fueguiña y ver dónde te pica más, empuja la silla de ruedas, anda, tanto si hace frío como si hace calor, súbelo y bájalo dos pisos que en realidad son cuatro con el entresuelo y el principal, anda, verás qué gustito. Pero piensa también qué ilusión compartir con él las solemnidades de la Parroquia, la Pascua y el Corpus, cuando conduces la silla bajo palio, él con su uniforme de gala y sus botas relucientes, a su derecha el cura y a su izquierda la señora, todos pisando las alfombras de flores y serrín de colores hechas por los feligreses arrodillados en la calle toda la víspera, alumbrándose con linternas y velas, piensa qué bonito ir con él bajo palio y envuelto en el incienso y los cantos sagrados. O en el Vía Crucis del Viernes Santo, que cada año sale a recorrer las calles del barrio; incluso él lleva la pesada cruz en el hombro durante una estación, siempre la novena: Jesús cae por tercera vez, porque sabe que todos somos pecadores y así da ejemplo, el madero pesa lo suyo aunque los portantes le ayudan y la Fueguiña empuja la silla, todo el mundo le mira, vecinos asomados a los balcones y ventanas donde cuelgan colchas moradas y negras, impresionados ante su esfuerzo y viéndole cada año más débil y arrugado pero la novena estación que no se la quiten; con el uniforme y los correajes y las botas altas parece más aguerrido bajo la cruz, todo el mundo puede contemplarle a gusto al hacer la comitiva un alto en cada uno de los altares improvisados en los portales, y él los conoce a todos, todos le deben dinero y favores porque las casas donde viven son de la señora Galán, todos se arrodillan y se golpean el pecho cuando él pasa. Señor, Señor, perdónanos. Sabe él que todos están allí y que notan su poder y su fuerza pero ni les mira, pasa muy tieso de cintura para arriba, los brazos cruzados sobre el pecho condecorado y los ojos bajos, concentrado en algún íntimo furor. Y aún más cosas emocionantes debe vivir la Fueguiña cobijada a su sombra protectora, por eso no es extraño que lo aprecie, lo compadezca y lo defienda, también tú le defenderías de nuestras burlas, Sarnita, también tú llegarías quizá a encariñarte con él y te acostumbrarías a besar la mano que te ordena y te palpa y te soba y te pega, porque así es una huérfana, así son todas: unas niñas sin hogar y sin familia suspirando siempre por un hogar y una familia. 11 Me dicen el Tetas, pero es que me llamo así: Josemari Tetas, para servir a Dios y a usted. Por lo gordo será, sí señor, un fatibomba, pero no se ría que no es de comer demasiado, que es una enfermedad. Voy por el racionamiento de tabaco de Java, él no podía ir. Esta cartilla era de su hermano que se murió, pero eso la Tabacalera aún no lo sabe y a quién perjudica, camarada. Todo el mundo lo hace y además Java no fuma, lo vende al mismo precio y le da el dinero a su abuela. Tengo prisa, luego he de ir a buscar hostias para el mosén, lejos, a un convento de monjas detrás de la catedral, las monjitas tienen allí una maquinita que fabrica hostias, salen muy redondas y a veces me regalan los retales, yo se los doy a mi madre, es harina de la buena, sí señor… ¿Yo a la comisaría? ¿Por qué, si no he hecho nada malo? ¿Sentarnos a charlar un rato aquí?, pone recién pintado, pero no, está seco. Yo no he hecho nada, no me pegue, señor, o como usted mande: camarada, si lo prefiere, es que no estoy acostumbrado a llamarle así, perdone. A ella no la conozco, sólo de oídas, lo juro por mi madre. ¿Un golfo yo, un trinxa, un degenerado que molesta a las chicas del barrio? ¿Jugando a médicos, dice Susana, esa niña pánfila del chalet dice que hemos hecho cosas feas en los sótanos de Las Ánimas, eso anda diciendo esta finolis? Si llegó a su casa llorando fue por lo del gato, se le tiró encima un gato acorralado. ¿Que su madre se ha quejado, que todo el barrio habla de nosotros, que nos pasamos el día en los subterráneos de la iglesia arrastrándonos cómo gusanos, hurgando en las tripas de la ciudad desventrada y haciendo cochinadas? ¿Tormento a las niñas? ¿El Hierro Candente? Qué cosas dice usted. ¿La Hostia Envenenada? Yo no sé nada, nosotros no hemos hecho nada malo con Susana, le digo que no, camarada, ay, no me dé en el coco que desde pequeñito tengo pus en el oído. Sí que le oigo, precisamente a mí me gustaría ir a campamentos juveniles y me haría mucha ilusión tener la boina roja y el machete con su funda de cuero, es de lo más fermi, conozco a un chaval que tiene el correaje y cómo presume. ¿Que si me apunto para ser flecha? Ya me gustaría, ya, pero mi padre no me deja… Manobra. Sólo que ahora está sin faena y anda con la malauva, pero rojo no fue, palabra, si hasta lleva como usted la araña en la solapa porque dice que es mejor para encontrar faena, ahora quiere sacarse el carnet nacionalsindicalista… En la carretera del Carmelo. La barraca la ha construido mi padre, somos siete hermanos, de Cuevas, Almanzora: sí que entiendo el catalán, pero hablo el lenguaje del Imperio, camarada, como está mandado. Todavía no voy al cole, mi madre siempre me dice: un año más de monaguillo, Josemari, ¿dónde vas a estar mejor que en la Parroquia?, así que de momento a jorobarse tocan, sí señor. Es muy de misa mi madre, y de confianza, ya lo creo, en casa todos somos muy amigos del párroco, pregunte usted, pregunte… Que es de verdad, camarada, no es por decirlo, ay, no me pegue en la cabeza que tengo un tumor malo, por favor, es de nacimiento. ¿Un boniato puntiagudo? No sé nada de marranadas con chicas, usted me conoce y sabe que le diría lo que fuese pero es que no sé nada, en serio. Bueno, sí que estuvimos con Susana, a ella le gustan las funciones de teatro y a veces ensayamos y nos disfrazamos en el vestuario de la cripta, no hacemos nada malo pero ese día teníamos una barrita de pedagolsa de las gordas, bueno, regaliz, la trajo Sarnita y chupamos todos por turno, también Susana, o sea que de Hierro Candente nada y de metérsela por ahí a la niña nada, ¿se cree usted que tenemos una cheka, camarada? Era una triste pegadolsa para chupar, ¿qué tiene eso de raro? Pues si ella ha dicho que hicimos porquerías es que es una lianta y una embustera, y no me extraña porque le viene de familia: ¿sabía usted que su padre ni siquiera estaba aquí cuando entraron los nacionales, que estaba en el pueblo escondido con toda la familia?, es un detalle, camarada, y conste que a mí no me gusta denunciar a nadie. ¿Si son ricos?, hombre, ¿no se ha fijado usted en Susana?, siempre huele a mandarina y tiene el pelo rubio rubio y los ojos azules azules como los ricos, aunque la verdad, ya no son tan ricos: se ve en las basuras que tiran, cada día peor, camarada, sólo algún pellejo de butifarra que reciben del pueblo de cuando en cuando, y muchas patatas y garbanzos, nada, miseria y compañía, en fin, no sé, yo creo que dinero ahora no tienen pero de todos modos es gente educada en la cosa de tenerlo y es como si lo tuvieran: quiero decir que volverán a tenerlo, esto se ve venir, no puede ser de otro modo. Ay, que me va a salir el pus, no me atice ahí por mi madre que me duele mucho y me hace llorar, en serio que yo no sé nada de esa raspa, cosas de Java y los líos que se trae, no sé qué encargo le hizo la señora Galán en nombre de la Congregación. Sí, ese día en la cripta Java habló del asunto con Susana, pero yo no vi nada ni pude oír las preguntas que le hizo, sólo las respuestas de ella, gritaba mucho, verá: la Fueguiña nos tuvo todo el rato sentados de cara a la pared, no pudimos ver nada, ella y Sarnita dirigían la función, Java encendió la vela y Susana al principio protestaba… Sí que lloriqueaba, sí que debía estar atada al respaldo de la silla, era su papel de prisionera en la función, sí que oímos unos gemidos, pero de marcarle el brazo con el Hierro Candente nada, camarada, al contrario: el martirio de Santa Susana virgen y mártir, una aventi inventada por Sarnita. ¿Que la llevamos al refugio a la fuerza, que la raptamos al salir del cole, engañándola? Ni hablar, ella vino por su gusto, usted no conoce a esas señoritingas, camarada, muchos remilgos pero les gusta el boniato que no veas… Espere, no me hostie, todo lo que digo es verdad, ay, ay, espere y déjeme pensar. ¿Que qué dijo Susanita? Pues que no se acordaba mucho de ella, que estuvo de criada en su casa y que tenía un novio que se le murió en el frente y entonces empezó a salir con soldados, mamá la reñía y quería echarla de casa, dijo Susana, y ahora ya lo sabéis todo, que por favor la dejáramos marchar que era tarde y tenía miedo. Vino porque quiso, por ésas lo juro, señor, ¿vienes a ensayar a Las Ánimas?, le dijo la Fueguiña, ¿te gustaría trabajar en nuestra función?, y ella dijo bueno. Susana salía del colegio de las Esclavas de la Travesera y nosotros estábamos allí en la acera de casualidad, lo juro. Antes íbamos mucho a espiar a las chicas a la salida del cole, pero nunca las tocamos un pelo, nos escondíamos detrás de los árboles y las farolas para espiarlas, mirábamos cómo se despedían con besitos en el jardín cubierto de grava, cómo se colgaban del cuello de sus mamás que iban a buscarlas, sus arrumacos y sus mimos, por qué íbamos no lo sé, camarada, mirábamos sus plumiers de color rosa, sus cuadernos de espiral y sus cajas de pasteles Goya, sus sombreritos con el lazo azul y sus calcetines tan blancos, no sé por qué íbamos a espiarlas, no lo sé, una manía, no teníamos ningún plan… ¿Amarrada a un bidet lleno de pólvora, eso ha dicho? Qué embustera. ¿Se encontró un boniato peludo en su plumier rosa? Mentira y gorda, cómo se puede calumniar así a los amigos. Si aquello le gustaba, si se reía con nosotros, si hasta para hacerle pasar el miedo jugábamos a adivinar nombres de películas: un fulano que va por la calle y desde un balcón le cae una braga en la cabeza, luego otra braga y otra hasta que tantas bragas lo matan, ¿cómo se llama la peli, Susana? Bragada criminal, ja, ja. Y otro: se ve caminar a un tipo cargado de estraperlo, chorizos que se le caen, los pierde por el camino y el camino se ve cubierto de chorizos hasta el horizonte, ¿cómo se llama la peli? Chorizontes perdidos, ja, ja, éste ya lo sabía, dijo Susanita riéndose entre las lágrimas, se lo pasó pipa con nosotros aunque ahora diga lo contrario. ¿Que de dónde sacamos la pólvora?, pues fabricación propia, azufre y carbón machacado y cabezas de mistos, la hace Mingo, qué más quiere saber, camarada, es la pura verdad. Qué más, ah sí, un rompecabezas de esos que tanto le gustan a Java y a Sarnita, algo sobre el tío de esa criada que a veces la visitaba en el chalet y la reñía por seguir allí de marmota, dijo Susana, y que cuando sus papás se iban al pueblo y ellas se quedaban solas en el chalet, al volver se descubría el pastel: traían hombres a dormir, milicianos, dijo, y mamá se enfadaba mucho con Aurora y le decía es mejor que te marches de casa, qué confianzas son ésas. Pero ella lloraba y decía dónde iré, señora, si estoy sola en el mundo, y la otra raspa se ve que un día quedó embarazada, sí señor, qué follón. Dice Susana que Aurora siempre fue muy cariñosa con ella; que aquel invierno, cuando los bombardeos, su mamá las mandaba a dormir al metro Fontana, y que Aurora la abrazaba bajo la manta y le decía no llores, mi niña, nadie te hará daño y pronto vendrán tus papás, pero que era Aurora la que lloraba y temblaba, decía Susana, y llorando se dormía y sudaba mucho y tenía pesadillas, gritaba en sueños: ¡no es éste, éste es su padre, os habéis confundido, no!, y se despertaba temblando y ocultando la cara entre las manos. Entonces Java va y le pregunta, eso sí que lo oí, le dice: ¿y lo liquidaron, Susana, sabes si ella lo vio, si fue en una cuneta, de noche y a la luz de los faros de un coche, como en una peli?, y Susana: eso no lo sé, eran sus pesadillas, no me preguntes más. Ahí sí tenía algo de miedo la chavala, camarada, porque decía: no me gusta esa función, no juego más y dejadme marchar que es tarde… ¿Qué más, qué más?, ah sí, que como los bombardeos sobre Barcelona no acababan, sus papás decidieron por fin marcharse al pueblo por tiempo indefinido y cerraron el chalet, y entonces hubo que despedir a Aurora y a la otra criada. Para siempre. Y que desde ese día no volvió a saber de ellas. La pura verdad, camarada, ¿quiere que se lo jure con el brazo en alto saludando a los luceros? Ay, no tiene que pegarme por eso, que no me pitorreo, ay, en la cara no, que me sangra la nariz, mi madre dice que es de debilidad. ¿Muchas barritas de pegadolsa, eso ha dicho la finolis? Pues no señor, sólo una y chupábamos todos por turnos, también ella, pero a ratos se echaba a gimotear y a chillar, era su papel y nosotros no teníamos por qué extrañarnos. Yo no podía verlo, ya le he dicho que estábamos de espaldas y lo único que veíamos eran sombras en la pared, la Fueguiña con una vela en la mano y con la otra, la derecha, trabajándose a Susana. Ahí hubo discusión: no, chaval, es al revés, me dijo Luis a mi lado, ¿que no has visto que la Fueguiña es zurda, que no has visto su mano izquierda manchada de pegadolsa, cuando nos la trae para que chupemos?, pues fíjate bien la próxima vez. Callaros y no miréis, gritó la Fueguiña, ya os avisaré cuándo tenéis que venir a salvarla. Volvió con la pegadolsa, y entonces me fijé; siempre era después de un chillido de Susana, y nos metía la barrita en la boca igual de despacio, nos gustaba pensarlo, que en la de Susana, incluso traía calentito el olor de ella, que si por fuera es de mandarina por dentro es de polvos talco y de colonia, como los niños de pecho; y sí que era la mano izquierda, sí que es zurda esa gallega incendiaria, además de un poco chalada. No, señor, de eso nada, no sea bruto, ay [abusón de mierda, cabrón de los luceros, mamón del Imperio], fue Martín que riendo dijo: mientras no se le escape el pipí a la niña, y todos nos reímos pero no pasó nada más y al final Mingo no quería creerlo, el porqué del chiste no lo sé, camarada, Mingo preguntaba con cara de asco si era verdad y Sarnita que sí, hombre, yo lo he visto, ¿es que no tenéis paladar? Cáspita, dije yo, no había caído en eso. Entonces Java mandó soltar a Susana y se acabó el ensayo, ésa es toda la verdad y nada más que la verdad, señor… No somos tan golfos como dicen por ahí. Sí, luego ella salió con nosotros a la calle y tiró a la alcantarilla un pañuelito manchado de pegadolsa. Al hacerlo saltó sobre su cara un gato negro que después cazamos a pedradas, y cuando nos disponíamos a despellejarlo Susana se mareó y se fue corriendo a su casa, por eso la vieron llegar llorando. Y ya no sé nada más, ¿me puedo ir?, habrá cola en el estanco y Java me hostia si vuelvo sin las baquetillas… Por cierto, ¿me deja que me marche si le digo una cosa? Pues que una vez la vi, ahora me acuerdo, hasta hablé un poco con ella. Fue en un banco del Paseo de San Juan, ella tomaba el sol y yo no me había fijado, pero al decirme hola guapo, vi su cara ya de tísica, su boca de viciosa con pupas, el maquillaje corrido alrededor de sus ojos, como un antifaz, y me asusté. Y tenía razón Sarnita: era exactamente como él la había imaginado. De lejos parece muy rubia, pero de cerca no lo es tanto. Era un día como hoy, yo volvía del estanco por encargo de Java, dejé el tabaco sobre el banco y ella, por distraer las manos, cogió un librillo de papel y fue sacando varias hojas, como jugando, ¿tan pequeño y ya fumas?, me dijo. No señora, no es para mí, y ella con aire aburrido, al notar mis miradas al librillo: no te preocupes, volveré a poner las hojas y no se notará. Y era verdad que tenía maña para eso, porque me fui un momento a mear y al volver ya estaban otra vez todos los papeles plegados en el librillo y no se notaba; sí, tuve que ir al urinario que hay allí cerca porque la tía me miraba mucho y me atoré, porque de pronto empezó a llorar a la chita callando, mirándome, lloraba como si me sonriera y se le escurría la pintura de los ojos, daba grima verla así, oírla decir madre mía, madre mía, nunca había visto a una puta llorar de este modo y me fui a mear. Al volver se había calmado, aún tenía el librillo de papel de fumar en las manos, me lo devolvió diciendo anda, que te estarán esperando. Y recogí lo demás y me fui corriendo a la trapería, y no he vuelto a verla. ¿Me puedo ir ahora, camarada? ¿No me llevará a la comisaría? Prometo no llevar a más chicas al refugio, no quiero que me encierren en el Asilo Durán, eso no que allí los chicos se vuelven criminales y sifilíticos, ser flecha sí que me gustaría, pero mi madre necesita lo que me saco de monaguillo, somos pobres, camarada, regáleme una camisa azul y unas botas con clavos y no le mentiré nunca, señor, adiós [vaya tragaderas tienes, tuerto de mierda], que le vaya bien [así te pudras]. 12 —Levántese la falda, señorita. Algo así le dirían, sin acusar ella ni rubor ni vergüenza, consciente tal vez de inaugurar un ritual de miradas y deseos que había de llevarla muy lejos. —Vamos, Carmen, no seas tonta. Es lo corriente —la animaba a su lado el joven pianista con traje de dril blanco. Obedeció Menchu. El ayudante del empresario dijo vale, está bien, y entre las dioptrías de sus gafas quedaron prendidos los dos espléndidos muslos. —Venga el lunes al ensayo. Sobre la tristeza del decorado sin iluminar, fingiendo una rosada alcoba nupcial con el balcón abierto a una noche de luna, resbala de pronto la luz de las diablas, azul seguido de rojo y luego amarillo. Cantaban en ringlera y cogiéndose de las manos por detrás de la cintura, con plumas y lentejuelas y medias de red, cuando escucho tu voz melodiosa que invita a soñar, y me dices cantando muy quedo tu inmenso querer, y tus frases apasionadas llegan a mí veladas, a mi infancia arrullada en tus brazos quisiera volver. Sale en el apoteosis final con todas las coristas, comentan los maduros bien trajeados de las primeras filas, es la más alta y la más rubia, a la derecha de la vedette. Mírala, Muñoz, una estatua griega, duerme duerme mi niño querido, no tiene voz ni sabe cantar ni menearse, pero es una real hembra, una mujer de bandera, fíjate bien. En el verano del cuarenta y cinco sería, poco después que el mando francés ordenara la disolución de las unidades guerrilleras. Todas las tardes sentada en la cafetería El Oro del Rin, con las piernas cruzadas y una revista en las manos, mirando la Gran Vía con el aire de no esperar nada ni a nadie. Tras ella, una tertulia de ex futuros cadáveres y hombres de negocio arrellanados en butacas de cuero miran sus rodillas yodadas, sus zapatos blancos de suela de corcho, su cabellera platino; saben que ya no exhibe en la pasarela del teatro Victoria sus muslos de locura y algo han oído contar a los camareros acerca de su primer amante recluido en un sanatorio y del siguiente que la ha abandonado, un pianista de orquesta barata: está pasando una mala época. Una tarde calurosa de julio, un caballero con chaqueta sport color vino ribeteada de amarillo le hace llegar por medio del camarero un sobre abierto. Contiene un talón bancario en blanco con la firma Muñoz. Carmen observa desdeñosamente el talón, apaga el cigarrillo y descruza las rodillas, dejándolas irradiar quietas a la misma altura, un poco demasiado separadas. Indiferente le pide una pluma al camarero, escribe algo en el talón, introduce éste en el sobre, ensaliva, cierra y lo entrega para que sea devuelto al remitente. Traía tabaco y revistas, velas, churros, algún libro, una botella de colonia. Suplicaba no salgas ni siquiera de noche, hazme caso que un día tendrán que recogerte del suelo por esas calles, podrías caerte de debilidad, espera unos años y todo habrá pasado. Se echaba desnuda sobre el colchón, sin soplar la vela, decía es una delicadeza que tengo contigo, ¿te gusta?, con los otros lo hago a oscuras. ¿O prefieres dormir? —Duerme tú, si puedes. —¿En qué piensas, tantas horas aquí, solo? En el último atraco al banco Hispano Colonial, lloviendo, el limpiaparabrisas del Ford marcando la espera y el motor en marcha, Jaime Viñas sentado al volante con la tartamuda entre las piernas y el recuerdo caliente de alguna mujer entre ceja y ceja: hablándome siempre de ellas, de sus arrebatos con mordiscos y uñas clavadas en la espalda, en los momentos quizá de mayor peligro. Revisando el largo cargador con las 33 balas. Va de perilla: ninguna alarma, ningún tiro. Cuatro hombres con chubasqueros saliendo tranquilamente del banco, el último limpiándose la frente con un pañuelo. Trescientas cincuenta mil de recaudación y el Fusam con una brecha en la frente. Disponiendo de más armas desde que acabó la guerra, adquiridas a los maquis franceses y en subastas del ejército aliado. Manteniendo contactos irregulares con los demás grupos, intercambiándose hombres y armas y alternando períodos de inactividad para desbaratar el cerco de la policía. Se discutía la nueva orientación guerrillera de los exiliados en Francia. Las infiltraciones de pequeños grupos a través de la frontera eran ya frecuentes desde principios de año. Al volver Sendra de algún viaje a Toulouse, hablaba de sus conversaciones con el secretario de defensa de la rue Belford y de sus visitas a la Colonia Aymerich. Navarro y el Fusam le preguntaban por la mujer y los hijos. —¿Se ocupan de ellas? ¿Están bien? —La Organización prevé todo… Toma, tu mujer me dio esto, lo tenía hecho desde el invierno pasado. Era un jersey de lana. Añadió que Ramón, el contacto en Barcelona, traería más cosas para todos. Pero Ramón también trajo la confirmación de aquello que algunos temían: —¿Tu mujer? Pues… en la vendimia. La Organización pasa ahora cantidades insignificantes, la verdad. Las pobres mujeres tienen que reclamar lo que es suyo una y otra vez… Indignados pero aguantándose, tragándose las protestas delante de Sendra, sobre todo Navarro, un anarquista tan disciplinado que duerme en posición de firmes, a ver quién coño lo entiende, solía decir Palau. Ja, la Central se ocupa de todo: ja, se reía, mano, esto no pita. En cambio dicen que el Socorro Rojo funciona muy bien. Ese mismo día el carota asaltará por su cuenta una joyería de la calle Santa Ana, en Gracia, y dos días después, en compañía de Jaime y sin que el grupo tampoco se enterara, se llevó cuatrocientas mil pesetas del Banco de Bilbao de la calle Mallorca. Por medio del contacto y adjuntando una nota que decía «aquí se vive de realidades», el botín fue a engrosar los fondos de la Central en Toulouse, menos una parte que se reservaron él y Jaime y otra que destinaron a las mujeres de Navarro y el Fusam, en Montpellier, sin que se enterara ni el mismo Ramón, que fue el portador. Entra por la gatera una postal pinzada entre dos plátanos, detrás del plato de lentejas. Un mensaje escrito por el carota, aquella vieja idea suya de: qué tantos remilgos, si ves a un tío con chistera en un Haiga pues a él, clávale la Parabellum en los riñones y ten la conciencia tranquila, que si no es un facha qué otra cosa puede ser, con la chistera y el cochazo… Y si aún sales alguna noche a estirar las piernas, acércate el viernes por el Alaska y hablaremos, en la carretera de la Rabassada hay mucho que hacer. El carota siempre con sus bromas: la postal es de la colección Vencedores de la Patria y propone un experimento entretenido: Fije usted la vista durante treinta o cuarenta segundos en el retrato y, volviendo la mirada hacia el techo, verá reflejada la efigie de nuestro malogrado Fundador. ¡Presente! —¿Piensas ir? —Sí. —Una noche te caerás por ahí… Transpiraba el «Taylor» con su camisa blanca, las sobaqueras empapadas de sudor y las culatas de las pistolas tan ajustadas a las axilas que caminaba con los brazos separados del cuerpo como si tuviera ganglios. Llega a la mesa y envuelve la caja de zapatos con papel de periódico. En su bocamanga cuelga el pequeño escorpión y Sendra no le quita ojo, captando los destellos dorados, el brillante juego de la cola con su picadura venenosa. Ten mucho cuidado, le dice. Luego clava los ojos en Palau. —Carota, ¿cuándo nos enteraremos de todas tus chorizadas? ¿Es cierto que Marcos te ayuda? ¿Cómo hay que deciros que no actuéis por cuenta propia? Palau engrasa la Parabellum: —Sólo limpio a los cerdos germanófilos. Palabra. Pero qué va. La cara tapada con el pañuelo negro y el sombrero calado hasta los ojos, obliga a parar el automóvil en una revuelta de la carretera de la Rabassada. Introduce el brazo por la ventanilla y clava el cañón del arma en la sien del conductor. Un hombre gordo y lustroso, bien vestido, con canoso pelo de cepillo y ojos aterrados. Aligera, tú: la cartera y el reloj y todo lo que lleves encima, volando. Primero echa el freno de mano y pon los pies en el asiento. De prisa. El hombre obedece tembloroso. Mira al carota, después a mí. Puedo oír el viento silbando entre los pinos. Desde la otra ventana del coche le arranco la aguja de la corbata. —Tú eres un cerdo alemán —le dice Palau—. A que sí. —No… Yo soy de aquí, de Sabadell, lo juro. Arruga Palau el ceño sobre los bordes del pañuelo, se dibuja bajo la tela apretada por el viento su mueca despectiva. Para tranquilizar su propia conciencia, insistía: —Pero eres germanófilo, al menos. A que sí. —No, de verdad… —Te gustaría que los alemanes ganaran la guerra, a que sí. —Que no sé, que yo no entiendo… —¡Pues peor para ti, si no entiendes! ¡Más ligero, collons! Encogido en el asiento, los pies bajo el trasero, el hombre ha entregado la cartera con tres mil quinientas pesetas, el reloj de diez kilates y la estilográfica con capuchón de oro. Se quita los gemelos obedeciendo a mi señal. Palau ve en el asiento de atrás un paquete del tamaño de un plumier envuelto en papel seda y atado con un cordel de purpurina dorada. ¿Un regalito para la parienta?, dice el carota, y el hombre palidece. Dámelo, rápido. Ya puedes largarte. Dejaba Sendra de abroncarle y ya se enganchaba Bundó, pavoneándose, los brazos en jarras. Palau lo interrumpe en el acto. —Cállate, pinxo. Yo trabajo, por lo menos. —Sí, trabajando con el pico, acabarás tú, o sea: limpiando carteras en el metro, así acabarás tú. —Tienes órdenes de irte a tomar por el saco, Bundó. No hay que utilizar la misma base de operaciones mucho tiempo, había dicho Sendra, así que a finales del verano volvieron a la fábrica de hielo del Pueblo Nuevo. A la luz polvorienta de la bombilla, sobre el banco de trabajo, el Fusam empuja las pistolas hacia mí: andando, anem per feina, mirándome como si viera un resucitado. Por qué no te jubilas ya, no te necesitamos. Nerviosos todos menos Palau y el «Taylor». Al ponerse la americana, Bundó golpea la bombilla desnuda con la mano y las sombras se encogen en el suelo lleno de serrín y limaduras. Masticando siempre, más allá de la repentina sequedad de la boca, aquel sabor a metal dulce o a sangre, aquella cuchilla fría y delgada del peligro inminente. Se me cae la Browning y un cristal roto recostado en la pared me devuelve la imagen polvorienta de un fantasma verdoso agachándose, despechugado y flaco, mirándome tras las gafas negras. Mis nervios repercutiendo en los suyos. —Tranquilo, Marcos, puñeta. —¿Lo ves, por vivir como los murciélagos? —No pasa nada, nunca estuve mejor. Comprobando el buen funcionamiento de las armas, Meneses echa un último vistazo al contenido de la caja de zapatos, la tapa, la ata con el cordel y asegura su envoltura de hojas de periódico, sus ojos interrogándome: ¿seguro que esta vez no hará llufa? Ya puedes correr cuando lo sueltes, le digo. El «Taylor» se echa la caja al sobaco y Sendra le palmea la espalda. —¿Quieres que te acompañe? —No. Vosotros a lo vuestro. Salud. El escorpión se balancea en su muñeca. Con su traje marengo, sentado en un banco de la estación Cataluña del Ferrocarril de Sarria, el paquete y el sombrero sobre las rodillas, los negros cabellos perfectamente engomados y relucientes y el perfil petrificado olisqueando el peligro: ve al guardia civil paseando por el andén, y agacha la cabeza y se cubre. Dos mujeres jóvenes con vestidos estampados admiran al pasar su palidez de hielo bajo el ala del sombrero. Sus medias forman pliegues en las corvas, como gusanitos de seda. Mantiene el «Taylor» la cabeza gacha, pero ya el guardia se dirige a él. —¿Qué lleva usted en ese paquete? —Botellas de licor. El guardia quiere comprobarlo y rasga el papel de periódico. Quitándose los guantes, en voz baja: acompáñeme, lo veremos fuera. El «Taylor» se levanta y camina junto al guardia hacia la escalera mecánica. Su mano derecha retocando el nudo de la corbata se desliza de pronto hasta la axila y saca el revólver, dispara a quemarropa y se aparta para dejar caer el cuerpo. Velozmente gana la escalera mecánica entre los chillidos de las mujeres. Se eleva quieto con los pies juntos en el mismo escalón, como un maniquí en un escaparate, de cara al público y con el revólver en la mano. Al llegar a la Avenida de la Luz camina con paso indiferente y lento arrimado a las tiendas, abriéndose paso entre niños, criadas y soldados. Dos agentes le vienen de cara con el naranjero bajo el brazo y él se para detrás de una columna. Recostado de espaldas contra la barra de la cafetería, un niño vestido de primera comunión se hace lustrar los zapatos. El vozarrón autoritario del guardia civil alerta a la gente, que se abre en abanico. Las balas del naranjero salpican la columna haciendo saltar esquirlas de esmalte junto a su cara. Arrodillado, el limpiabotas suelta los brazos y aplasta la boca en el zapato de charol, una mancha de sangre agrandándose en su espalda. El «Taylor» suelta la caja, cambia el revólver de mano, saca el de la otra sobaquera y dispara con los dos a la vez corriendo agachado hacia la siguiente columna. Nota una rabiosa quemadura en la muñeca, oye el clic del nomeolvides chocando contra las baldosas. Resbala y cae sobre la cadera al mismo tiempo que los dos agentes, pero éstos ya no se levantan y él echa a correr a lo largo del túnel que comunica con el metro. Su imagen prisionera en una cárcel de espejos repetidos, sin escapatoria posible, mordiéndose la cola: sintiendo que todo está decidido desde siempre. Tendría en su pisito de fulana cortinas de cretona, mueble-bar y bidet, una terracita sobre el Paseo de San Juan con un toldo a listas azules y blancas y una baranda tubular de metal color naranja. Tendría en la repisa del salón muchos cisnes de cristal, un galgo de porcelana, un elefante rojo esmaltado, un portarretratos de vidrio con Tyrone Power y otro con el fulano: un caballero de pómulos de seda y sonrisa de dientes de oro. Desnuda ante el espejo se probaría el nuevo abrigo de astrakán, reviviendo en la piel la caricia lejana de otras pieles menos suaves, pues el camino fue largo y difícil y nada había sido olvidado: sus años de criada en tantas casas, el calor de hogar de su primer pisito en la calle Casanova, la rápida y enloquecedora prosperidad del trío de la bencina, su acierto al aprovechar los amigos bien relacionados de la baronesa, los Fiat 1100 y los camiones de la Campsa controlados por José María, las alegres noches del Rigat, los aperitivos en La Puñalada y en el Navarra, el primer aborto, el primer impulso irrefrenable con el camionero de ojos azules, la amistad con el directivo del club de fútbol, su primer asiento de preferencia en la tribuna de Las Corts, su negligencia o parte de culpa en la detención de José María, ya decomisado y devorado por la fiebre, arruinada su salud y su negocio, el segundo aborto, la mala época, el barrio chino y las katiuskas, el primer y único intento de cambiar de vida con el pianista y su orquesta tropical, los vieneses y las revistas del Paralelo, la pasarela del Victoria y las medias de red, los soleados mediodías dejándose desear en la terraza del Oro del Rin, el talón bancario en blanco pero firmado, su acierto al devolverlo no con una cifra y muchos ceros detrás, sino con una estrofa de «La Bien Paga», el buen año y pico viviendo en el Ritz con su nuevo pelo platino y sus pekineses, las alegres madrugadas del bar Marfil, el reencuentro con el directivo del Fútbol Club Barcelona, su bronceada sonrisa y sus camiones cargados de wolfram pasando clandestinamente a Portugal, la recuperación del palco de Las Corts y del abrigo de astrakán, la fulgurante ascensión hasta el tercer piso del Liceo con sus famosos hombros desnudos y sus joyas, el empresario de pómulos de seda siempre a su lado y las invitaciones al Tívoli, su nuevo apartamento en la Avenida Antonio María Claret 16 esquina Paseo de San Juan, frente al bar Alaska, donde algunas noches entraría a tomar la última copa, sola, dulcemente borracha, arropada en pieles sobre el alto taburete y alternando con desconocidos fantasmas de medianoche, derrotados tabernarios, sombras ya de lo que fueron y ahora mirando sus joyas con codicia. Cualquiera podía invitarla, a esa hora, no estoy acabada, todavía, y se iría con él por ahí, a pasear o a beber hasta la madrugada, quizá en el viejo Ford en cuyo asiento trasero, empuñando un mazo de madera, se sentaría el espectro derrotado de diez años de resistencia inútil y descabellada, el muñón sangriento de una ideología corrompida cavando su propia tumba en el solar ruinoso de Can Compte con una pala, al pie de cuatro palmeras que sostenían la bóveda estrellada de aquella fría noche de enero en que había de morir asesinada. Ahora, desde que era una fulana de lujo, seleccionaba las fiestas y guateques para no encontrarse con viejas amistades de la baronesa, que según decían se había refugiado en Portugal a consecuencia de la denuncia que provocó la caída de un funcionario de Hacienda, y que nunca había sido baronesa. Sí que lo era, le dijo el querido, compró la baronía por doscientos vagones de trigo entregados al gobierno civil, lo sé de buena tinta. Pensaba no asistir a ese cóctel, pero un policía que años atrás estuvo de servicio en el hotel Ritz, hoy comisario, le rogó por teléfono que no faltara, que tenía una grata sorpresa para ella. Una torre en Sarria atiborrada de muebles Luis XIV, había más de los que cabían y hasta repetidos, quizá por efecto de tantos espejos donde también se multiplicaban, junto con los avatares de su vida y los fantasmas de sus amantes, innumerables jarrones, tapices y estatuas. Dos pisos y tres terrazas iluminadas llenas de invitados. En la biblioteca, escudados en el humo azul de los habanos y en las panzudas copas de coñac, tres hombres hundidos en butacones hablan de tasas y controles y de una casa de menores disfrazada de Academia de Corte y Confección. Damascos rojos en divanes y almohadones. Un hombrecillo atildado, con botines y corbata blanca, da un respingo en su butaca. ¿Academia de qué, señores? Me lo ha dicho confidencialmente esa rubia… En el salón, una señora de rollizas piernas con varices se pasea entre los invitados con un sombrero-macedonia. Un teniente de Capitanía vestido de paisano engulle uvas de Almería conversando con la joven esposa de un vendedor de coches. La anfitriona se une al grupo de damas que comentan con un jefe de Centuria, escudado en gafas de luto, la inauguración de un Hogar de Auxilio Social para huérfanos de republicanos fusilados. Estos niños no son responsables, y queremos que un día se digan sin rencor: si la España falangista fusiló a nuestros padres, es que se lo merecían. El empresario sostiene delicadamente el codo de la joven de cabellos platino. Ella se vuelve a saludar al comisario, y los hoyuelos de sus nalgas forradas de seda hacen guiños plateados. Sonriente, el comisario tiene el gusto de comunicarle que la Brigada ha recuperado parte de las joyas robadas hace tiempo, entre ellas un escorpión de oro, y entrega a Carmen una cajita envuelta en papel seda. Junto al buffet se desploma un caballero de hirsutas cejas canosas, arrastrando en su caída una bandeja con copas y el tirante del vestido de una pelirroja madura. Ríen los comensales, dos camareros enguantados le ayudan a incorporarse, qué, dice el invitado borracho buscando a la anfitriona con ojos turbios pero riéndose, agitando un llavero en la mano, ¿repetimos el juego de intercambiar las llaves del coche con la mujer dentro…? Dos mariconas disfrazadas de gitana se persiguen por el corredor con las faldas sobre las rodillas, estolas de visón y brillantes en las orejas. El caballero de pómulos de seda abre su pitillera de oro con la firma de los jugadores de su club y ofrece un cigarrillo a su pareja. La rubia, con una mueca de asco, sugiere rematar la noche en la Parrilla del Ritz. 13 Entonces era una gordita tímida de busto hierático, acartonado, empaquetado, que ya prefiguraba éste de hoy bajo los hábitos. No olvidaría nunca la noche que descubrió casualmente el refugio y su correspondencia secreta con el teatro, un domingo que volvía a casa después de asistir a un baile particular en el piso de una amiga: aún traía en la sangre un hormigueo musical y unos inconfesables deseos de ternura que una vez más se habían frustrado. Por timidez, desde el principio pidió ocuparse del tocadiscos y las bebidas, y cuando quiso dejarlo ya no pudo. Ponte guapa y ven, Paulina, le habían dicho las amigas, anímale, seguro que hoy pillas novio. Fue su último baile, ya en la recta final de la soltería, en un comedor de maltrecho empapelado y agrios olores conyugales donde habían arrinconado la mesa y subido la lámpara de flecos, y sólo sirvió para reafirmarla en su íntima y todavía secreta vocación religiosa. Las amigas ponían copitas de anís en sus manos sudorosas y flores de trapo en su cintura deforme, conspiraban juntas para alterar la realidad de una figura sin encanto, un vestido cursi y la indiferencia burlona que despertaba en todos. Pero tampoco esta vez encontró pareja y al final tenía los pies deshechos de no moverse y unas ganas incontenibles de llorar. Un poco mareada por el anís, no esperó que nadie se ofreciera a acompañarla y se fue sola por la calle Encarnación enfangada, sorteando los charcos y zigzagueando de un farol a otro para evitar la oscuridad. No había un alma en toda la calle, hasta que apareció un mendigo. Venía por la misma acera, encorvado y sombrío, sujetándose la boina a la cabeza con la mano. Nada en él llamaba la atención ni había de qué asustarse: era simplemente un vagabundo que venía por la misma acera, sujetándose la boina. Pero veinte metros antes de cruzarse con él, vio que aflojaban el paso y tendía a dejarse caer hacia el lado del bordillo, doblándose despacio sobre el costado. No tendría más de treinta años, era alto y flaco y llevaba gafas negras de ciego, chaquetón azul y alpargatas rotas, sin calcetines. Se golpeó el pómulo en el bordillo. Paulina acudió presurosa, lo ayudó a recostarse de espaldas a la pared y con el pañuelo le limpió la sangre de la cara. El hombre respiraba como un fuelle. Sus dedos pálidos lucían cantidad de sortijas de hueso. No será nada, lo tranquilizó ella, es la debilidad. Él quería levantarse, llevaba algo asomando entre el pecho y la sucia camisa: un candelabro de plata. Paulina reconoció el candelabro, era uno de los cuatro que había en la cripta de Las Ánimas junto con otros objetos del culto, ella misma los guardó allí después de Semana Santa. —¿De dónde ha sacado eso, buen hombre? El desconocido refunfuñó, esquivó sus miradas, se encasquetó la boina y quería irse, dijo que el candelabro lo había encontrado en un refugio antiaéreo donde a veces dormía, junto a la iglesia: allí estaba pudriéndose, alumbrando la calavera de unos chicos, no era de nadie y por eso lo había cogido, a ver si le daban unas pesetas por él. Poco después, cuando el hombre seguía su camino, ella entraba en el refugio. Así pues han excavado un pasadizo hasta la cripta, se dijo asombrada, prolongando aquella excitación, ya verán cuando los pille. Ardía una vela en el recodo de la izquierda; pero no vio la llama hasta que dejó atrás el fango y el tablón; agonizaba en la hornacina, sobre la cera derritiéndose que cubría la calavera, iluminando los reducidos límites de una reciente conspiración secreta: aún se veían las piedras en semicírculo y encima las pelucas rojas de diablo, los tres candelabros, la lata con restos de pólvora. Oyó sus voces desde el pasadizo, pero al empujar el baúl no vio a nadie en el vestuario. Vaya, tan formalitos en el catecismo y mira, pues se lo contaré al mosén… Pasó por delante de un espejo, agua sucia encharcada que su propia figura cruzaba fantasmal: una mujer bajita y gorda con los zapatos en la mano y una ridícula flor de trapa en la cintura. Mañana se lo contaré al mosén, cuando vaya a confesarme. Había luz al otro lado de la arpillera, en el escenario: —Tú vas vestida de hombre, con la túnica y el cinturón de oro de San Miguel, con la capa, la espada y el casco. Pero figura que eres una chica, ¿entiendes? Quiero decir que eres una chica de verdad, pero te haces pasar por hombre. Y nosotros no lo sabemos. —Y éste lucha contigo y os caéis al suelo, y entonces pierdes el casco y se te sueltan los cabellos largos de chica, así, mira, como en La Corona de Hierro, ¿la has visto? —No. —¿Y La Prisionera Desnuda, la has visto, niña? —Tampoco. Amén dice que tus películas son mentira. —¿Cómo? —Sí. Que las películas que cuentas no existen, nadie las ha visto nunca. Que tú te inventas esas pelis, Sarnita. —Amén tiene una gotera en el coco, chavala. ¿Y Suez, la has visto? —¿Suez? —Sí. Todo el mundo la ha visto. Tú eras Anabella y éste era Tyrone Power, ¿vale? Hay un ciclón sobre el desierto y tú salvas a éste atándolo a un poste, mira, aquí tienes la cuerda. Entonces figura que el ciclón te empieza a arrastrar, él se ha desmayado y se despierta atado al poste y ve que estás perdida, y te aprieta entre sus brazos porque además está enamorado de ti, pero el viento es muy fuerte y todo es inútil, una fuerza invisible te empuja y te arranca de sus brazos, te levanta del suelo y te lleva lejos… —No —dijo María—. No me gusta el cine, casi nunca voy. —Pues lo que te hicieron los moros, Fueguiña —dijo José Mari—. Ensayamos eso, ¿quieres? —¿Otra vez? Su mirada pasmada penetraba hasta el fondo del escenario, sus ojos saltaban de un horror a otro: la silla con la cuerda colgada al respaldo, la Bota Malaya con el torniquete que rompe tobillos, la Campana Infernal con el martillo y el riel, el bidet con los regueros de pólvora… Había incluso una vieja radio en forma de capilla que, si funcionara, habría servido seguramente para ahogar las quejas de las víctimas, como en una cheka de verdad. Así que yo tenía razón, mosén, ya se lo dije, le diré: algo extraño ocurre, tienen a las chicas muertas de miedo y Dios sabe qué se traen entre manos, ya verá cuando se lo cuente mañana, no me va a creer: haciendo marranadas en el escenario, con este ojo lo vi, ellas medio desnudas y temblando de risa y de miedo, la gallega María Armesto y esa cochina de Virginia con sus trenzas rubias, los espié por uno de los agujeros de la pared, sentada a caballo en un tronco de árbol tumbado en el suelo, sin que me vieran. Hace tiempo que lo sospechaba, mosén, lo veía venir, le diré, se lo dije: hay que vigilar a esos chicos, ocurren cosas muy raras en la Parroquia, andan por ahí como los topos y el otro día una niña de la Casa tenía las muñecas marcadas por unos cordeles… Debería confesarme también del baile, no, es decir, es lo mismo, va muy junto un pecado con el otro y será como si confesara los dos a la vez: verá usted, mosén, le diré, yo volvía de la fiesta algo mareada y así llegué al refugio, en ese estado de pecado lo vi todo. Era como si ensayaran una función pero no, primero eran trozos de películas y lo demás inventado, luego aquella tortura que habrían ensayado cientos de veces con la gallega forzada a desnudarse a punta de fusil, hasta hacerla reír y llorar a la vez. Empujándola, agitándola cogida por los hombros, hacían saltar como de un árbol su risa podrida, su llanto florido y abyecto, qué vergüenza, mosén. Al ir ella vestida de Arcángel creí que ensayaban de verdad, pero en seguida me extrañó no ver al señorito Conrado. Eran cuatro moros harapientos y de cara renegrida, esgrimían cinturones forrados de monedas de cobre y tenían a Virginia amarrada a la escalera de mano, abierta de brazos y piernas como una equis. Vi su espalda desnuda y teñida de rojo, Dios sabe que no miento, mosén, parecían correazos de verdad. Entonces oí un ruido en el vestuario y me volví: una calavera cenicienta, flotando en el vacío y mirándome, ese pobre enfermo de Luisito vestido de flecha con sus ojos de fiebre en medio de dos círculos morados como un antifaz, ¿o era un antifaz de verdad?, y oí un alarido y volví a mirar por el agujero a tiempo de ver a los moros apretando el cerco, cayendo sobre ella en el fango negro del corral de la casita de labranza. Ya había perdido los zuecos y el pañuelo de la cabeza, ya los moros le subían las faldas, no sé si le habrán contado que los Regulares abusaron de ella después de fusilar a sus padres, y que a su hermanito que quiso defenderla le retorcieron las partes y le azotaron la espalda, parece ser que después se los cortaron y se los pusieron en la boca, y que a ella los falangistas le raparon la cabeza: pues eso representaban, mosén, la galleguita se interpretaba a sí misma con lágrimas de verdad y esa atrevida de Virginia hacía el papel del hermano amarrado a la escalera con la espalda despellejada, y ellos con ramajes en los turbantes y negras barbas y fusiles encañonándolas, tres regulares y un oficial cercando a María Armesto que pataleaba y chillaba, cuando su hermano se volvió a escupirles. —Tiniente, terminemos primero con su hermano —dijo un mójame—. Que no nos dejará pichar en paz. —Eso. Je, je. Y mientras, que ella nos prepare un té caliente, tiniente. —Unos pinchitos, paisa. —¡Silencio! —dijo el teniente acercándose al azotado con los brazos en jarras, provocándole—: No volverás a escupir. No tienes huevos. —¿Que no? —mirándole por encima del hombro, esa descarada —. Agárrame la bragueta y verás, fascista de mierda, toca: grandes, duros y agarraditos al culo. —Tú misiano, paisa —dijo un moro—. Pero no tener hüivos. —Prueba, moranco asqueroso. —Espera y verás —dijo el teniente, y le dio una bofetada y luego —: Tú, amárralo mejor. Con esa cuerda. Cumplió la orden el mójame que se reía. Y otro aún más negroide, retinto, con barbita de chivo, se acercó y plantó las garras en los desnudos pechitos amarillo limón, enfangados, mordidos lirios de luz. Quedó entonces la niña aún más abierta de piernas, crucificada en la escalera, dando alaridos mientras el oficial hurgaba en las ingles con su manaza. —Suai-suai —decían los moros riendo—. ¡Jaudulilá, que pronto se desmayará! Se retorcía como una serpiente, gemía y lloraba y se reía, y el oficial, con los dientes apretados, dio un paso atrás y ordenó al moro que siguiera él: aprieta, mójame, retuércelos que parecen de goma, así, apretaditos en el puño y ahora tira fuerte hacia abajo como si los ordeñaras, así, y él se puso a golpearlo con las rodillas y con los pies, mientras esa descarada hacía que se desmayaba de dolor o de risa. Entonces todos se volvieron a mirar a la gallega caída en el suelo, y en cuyos ojos había el espanto y el horror de verdad, mosén, el mismo de entonces con toda seguridad, y una ansiedad vengativa, sanguinaria. Tienes que pararles, pensaba, levántate y échalos de aquí, pero las piernas no me obedecían. Volví la cara cuando tres de ellos sujetaban sus brazos y sus piernas y el otro se sentaba sobre su vientre, busqué a Luis a mi espalda con ojos de auxilio pero ya no estaba en el vestuario, y una oleada de calor me envolvió, cuando noté algo moviéndose debajo de mí, en el tronco de cartonpiedra donde me sentaba… Pero eso nunca tendría el valor de confesarlo, cómo podría si no estaba segura de que hubiese ocurrido, si debió soñarlo: que el niño se había deslizado dentro del tronco como una serpiente, que estaba enroscado allí desde hacía rato, conteniendo la tos y ardiendo de fiebre como dicen que arden los tuberculosos junto a una mujer; soñó incluso su boca morada y su lengua quemante, su aliento envenenado que traspasaba el cartón buscándola. Sin poder reaccionar, paralizada por lo que veía en el escenario: la más sucia porquería que unos moros degenerados pueden hacerle a una chica en las afueras de un pueblo devastado por la metralla y el pillaje, le diré, eso sí, pero cómo confesar lo otro si fue una ilusión de los sentidos, un desvarío, a caballo del tronco áspero y rugoso, descalza y con los zapatos en la mano, extraviada la conciencia y el corazón en un puño… Se levantó y escapó del refugio y de aquella visión atroz y de su propia vergüenza, me fui corriendo a casa y pensaba decírselo en seguida, mosén, hay que hacer algo con esos golfos, fue el último baile de su juventud tan triste y aburrida, castigarlos o expulsarlos de la Parroquia y no volverá a ocurrir, lo están corrompiendo todo pero mi vocación es firme, mosén, que el Señor me guíe, unos niños y a mis años, qué vergüenza. Y el Tetas y Amén siempre con la torta: vestidos de monaguillo iban de acá para allá tras de entierros y misas, parando a ratos en la trapería para enterarse de todo con retraso y mal. Y Mingo ya era el colmo del despiste, sobre todo los días que se quedaba a comer en el taller de joyería. Luis iba algunas noches a un tostadero clandestino de café, allí le daba vueltas a una esfera de metal sobre unos leños encendidos, y estaba siempre en la luna, con sueño y el buen olor a café y azúcar tostado en sus ropas; pero al menos de día era libre igual que Sarnita y Martín y se iba con ellos a vender postales o al cine. Veían a Java con más frecuencia y por lo tanto estaban al corriente de todo, no tenían que andar jodiendo con preguntas como Amén: —¿La encontró por fin, Sarnita, de verdad? Que no me he enterado, hombre, que tenía un funeral, cuéntame —siguiéndole al trote, pisándole los talones camino de la plaza Rovira—. Venga, ¿qué pasó? —No seas pelma. A Java no le gusta ventilar eso. ¿Cogemos el treinta? —indicó al tranvía que iniciaba la curva frente al cine—. ¿Ya viste Sendas Siniestras, de los hermanos Dalton? ¿O vamos al Delis? —Vale. Pero oye, jolín, a mí nunca me contáis nada. ¿Es verdad que Java ha ido al barrio chino? —¡Corre! Se colgaron del enganche trasero cuando el tranvía enfilaba la recta del Torrente de las Flores. Durante un buen trecho oyeron el tintineo de la campanilla y los chispazos del trole en el cable, luego el chirrido de las ruedas en la curva frente al cine Delicias: abrazados y con los ojos cerrados recibían en la nuca y la cabeza los puñados de arena que les arrojaba el cobrador, sus insultos y sus manotazos. Salta cuando te avise, dijo Sarnita, ¡ahora! El impulso les hizo correr varios metros con el cuerpo doblado hacia atrás, los brazos como ventiladores y las suelas de las botas percutiendo en el empedrado como pistones, hasta el mismo vestíbulo del cine. Martín y Luis ya estaban allí. A ver si hay tomate, porque si es una de amor yo me las piro al Iberia, que dan Aventuras de Marco Polo. Nos colamos juntos, ¿eh?, dijo Amén, no me dejéis el último, siempre me toca a mí. Disimularon mirando los carteles. El portero leía el periódico sentado en su silla. Tras la cortina marrón ya se oía la sintonía del No-Do. Luis compró un cucurucho de altramuces y lo repartió. Vieron al vagabundo Mianet rastreando colillas entre los pies de las chicas que miraban las fotos de reclamo del programa doble. Siempre guipando, el viejo Mianet. ¿Fue aquí, Martín?, preguntó Amén. Sí, se ve que el Mianet dijo algo mirando las fotos, estaba ahí mismo igual que ahora y Mingo lo cazó al vuelo y salió pitando a avisar a Java: ya sé dónde está, legañoso, la han visto. ¿Y fue a verla llevando mucho dinero, le sacó dinero a la doña?, dijo Amén. No, pero estuvo a punto, dijo Sarnita, verás: fue Java y le dijo, doña, esta vez sí que es ella, supe que salía con un policía armada y al principio me extrañó, luego resultó que el policía es mariquita, igualito que ella y hasta tiene una cicatriz en el pecho, qué cosas, doña, hasta se hacía vestiditos con una máquina de coser que le alquiló a ella. Ya no salen juntos, no ha vuelto a verla pero sabe dónde para y por decírmelo pide dos duros. Es un pobre sarasa muerto de hambre, los días que está libre de servicio hace horas en un taller mecánico. Es pariente lejano de la mujer del dueño del taller, que era marmota y dicen que tiene un hijo de un cura. Este cura era el confesor de las huérfanas de la Casa de Familia antes de la guerra, hasta que la Aurora se enteró que hacía manitas con las niñas y se lo dijo a un tío suyo anarquista, que echó al cura a patadas de la Casa, lo vio toda la calle Verdi y todavía lo recuerdan. Lo he sabido en un bar de furcias que frecuentaba el gris vestido de andaluza, qué elemento, ya lo expulsaron del cuerpo, doña, si es que no podía ser… Bueno, dos duros me pide, doña, son muchos cuartos pero yo que usted se los daría, no debemos perder la ocasión. Sarnita se interrumpió, sus ojillos como bellotas reventonas espiando al portero: doblaba el diario, se levantaba, iba a charlar con la taquillera. ¿Y qué pasó?, dijo Amén, ¿le dio los cuartos? Nanay, no salió bien. Sarnita hundió de pronto la cabeza entre los hombros como si fuera a embestir y empujó a Martín y éste a Luis: ¡Ahora, va, que no nos guipa…! No, esperad, quietos, ordenó Sarnita. Y los clavó muertos de risa. Pues no lo entiendo, aprovechó para decir Amén, ¿por qué se inventó al poli mariquita? Tontolculo, replicó Sarnita, ¿cuándo entenderás de negocios?, el plan era volver otro día y decir nada, nos engañó, los mariquitas son traicioneros, doña, se quedó los dos duros y todo mentira, no era ella, no se puede uno fiar… ¡Ahora, adentro! Se colaron, pero antes de finalizar el No-Do hubo un apagón. Silbidos y pataleo en el gallinero. El acomodador puso dos velas encendidas al pie de la pantalla. Martín y Luis tiraban pellejos de altramuces y cerillas encendidas a la platea, barrida de vez en cuando por el cono de luz de la linterna del acomodador. Amén fumaba e incordiaba sin descanso: ¿y dónde dijo el Mianet que vio a Ramona? No lo sé, pelma. ¿Pero Mingo lo oyó decir y se fue corriendo a avisar a Java? Sí. ¿Y qué pasó? —¿Dices que la han visto? ¿Quién? —dijo Java. —El Mianet. —No hay que fiarse del viejo. ¿Dónde está? —En el Delicias —dijo Mingo—, mirando cuadros. Llevaba el sol en sus viejos zapatones de vagabundo, destellos cegadores. Rondaba los vestíbulos de los cines del barrio con su mugrienta guerrera sin color y su macuto, arrimándose a las muchachas que cogidas del brazo leían en voz alta los diálogos escritos en las fotos color sepia clavadas con chinchetas en el panel, frases de amor o de risa mecidas por el ruido de la proyectora en la cabina, que se oía incluso desde la calle. Destacaba en medio de las muchachas su cabeza de tortuga, calva, arrugada y negra, que desprendía un metálico olor a conservas, a lata vacía. Su simpática cara de viejo simio simulaba un franco interés por la tragedia de guante blanco que expresaban las fotos y leía en voz alta, porque siempre había alguna chavala que se quedaba a su lado a escucharle un rato más: la experiencia le había enseñado que no todas sabían leer. Sólo un observador muy agudo podía captar la tierna maniobra; primero su cabecita infectada de miseria oscilaba sobre el largo cuello, y había un suave y reverendo parpadeo al mirar de reojo a la presa; en seguida el lento, cauteloso desplazamiento del pie hasta rozar el de ella; bajaba entonces los ojos con humildad, ladeando un poco la cabeza, se inclinaba con cierta prevención, como si estuviera al borde de un precipicio, y el espejito semioculto entre los cordones flojos del zapato le devolvía desde el fondo de un pozo aquellos pálidos fulgores blancos, rosados o celestes, en medio de los muslos. Entonces una sonrisa beatífica endulzaba la cara de Mianet. Alternaba la fijación del difícil encuadre con la lectura susurrante y fervorosa de los diálogos en las fotos del panel, arrastrando a su joven presa de una escena a otra, de un beso de amor a una mirada de celos, de un duelo de espadas a un peligro en la jungla, sin descomponer nunca la figura de espontánea y gentil deferencia hacia la analfabeta. Y con precisos desplazamientos del pie, según exigiera el vuelo de la falda o la postura de ella, mejoraba pacientemente la perspectiva, tanteaba aquella suerte de claroscuro que alguna vez debió pararle el corazón ante el feliz hallazgo: alguna vez debió ocurrir. —Cuando Java llegó, ya lo habían pescado —dijo Sarnita—. Ya lo estaban vapuleando. El portero del cine y un espontáneo indignado, un fulano de gran papada, mandón y colérico. Lo empujaban de malos modos hacia la calle y él refunfuñaba, medio caído en el suelo, barriéndolo con la bufanda y el petate. En la pechera abierta de su guerrera asomaban hojas de periódico que le protegían del frío como una camisa. Le decían cerdo piojoso, baboso, rojo, aléjate de las niñas, lo patearon, hicieron añicos sus espejitos mágicos, tiraron lejos sus zapatos, abollaron su fiambrera y tropezó y cayó con un triste ruido de quincalla. Viejo indecente, gritaban, que lo encierren, escupiéndole mientras el portero y aquel fulano lo arrastraban hacia la calle. Java se interpuso y recibió tal bofetada del gordo que, encogiéndose en el acto como un felino, la mano se le fue como el rayo al bolsillo de la navaja. Pero no la sacó, no hizo falta: algo en sus ojos enfermos de legañas, pelones y rojos, mirando desde abajo, acojonó al tipo, que reculó y le permitió ayudar a Mianet, calzarle los zapatos, levantarlo del suelo y llevarlo a una taberna allí cerca. Lo sentó y le dijo volviste a las andadas, viejo loco, no escarmientas y un día te matarán a palos, ¿por qué no vuelves a pedir por los pueblos, qué esperas de esta cabrona ciudad de chivatos, que te trinquen? Un día se sabrá todo y acabarás con la boca llena de arena en el Campo de la Bota, viejo tonto. El Mianet sacó la fiambrera y se puso a comer, le ofreció a Java un poco de carne en conserva y masticaba ligero con sus encías sin dientes, decía ja, ¿los pueblos dices?, ahora los payeses sólo te dan almendras y avellanas, nadie tiene un real y se pasa más hambre que aquí, el que crió un cerdo lo mata de noche y a escondidas, con la radio bien alta para que nadie oiga los chillidos, son unos agarraos, hijo. Y riéndose, más tranquilo: ¿qué, qué hace tu abuela, qué hay del marinero…? Nada. ¿Dónde duermes ahora, Mianet?, le preguntó, ¿ya tiraste el saco, no quieres traernos papel?, mira que la abuela siempre te daba algo. Y él ja, eso se acabó, ya tampoco estañaba ollas ni arreglaba paraguas, ahora hacía algo mucho mejor, vendía nomeolvides en el barrio chino y le iba bastante bien, tenía una clientela de putas que le encargaban hacer grabar el nombre y la fecha… Sí, allí la había visto la semana pasada, en un bar de Escudillers, no le compró nada porque andaba en las últimas, cómo está la pobre, hijo, quien la ha visto y quien la ve, claro que tú la conoces de hace poco, habrás ido de dormida con ella, pillastre, pero está de piojos y de miseria que da pena, hecha un fideo y tan asustada, desconocida, una cara todo ojos; pero si ni fuerzas deben quedarle para aguantar a un fulano encima, si apenas habla, si ni siquiera visitaba a su tío Artemi por no acercarse a la Modelo, eso me dijo; yo sí, era un amigo y le llevaba algo de comer cuando podía, estuvimos juntos con el Chepa en la ofensiva; va listo el pobre Artemi, no saldrá ni en treinta años. ¿Y qué bar era ése, Mianet?, dijo Java. Ah, pillastre, podrían ser tantos, éste o el otro a ella le da igual, mira en Escudillers, y si no acércate por La Maña: está pasando una mala racha. Fue un sábado por la noche. El día tiene la desventaja del mucho trabajo para ellas, pero el mucho trabajo es precisamente la garantía de encontrarlas. Se pateó todo el barrio chino, todas las casas de putas, desde La Maña al Jardín y La Carola, y nada, en todas le decían lo mismo: aquí no queremos enfermas, esto no es un asilo, tuvimos que echarla porque hasta apestaba, de verdad. —¿Tan mal está, chaval, tan acabada? —decía Amén agazapado en la sombra del cine, apurando con avidez la pestilente colilla—. ¿Tuberculosa sin remedio? ¿Un vejestorio con bigotes y tetas caídas? ¿Ya no la quieren los hombres, Sarnita, ya no les da gusto? Sarnita achicaba los ojos, rumiaba: no, dijo. ¿Te acuerdas de las momias que sacaron a la puerta del convento de las Salesas, en el Paseo de San Juan, que mi padre nos llevó a verlas de niños, te acuerdas? Pues así, una momia. Atiza. Y ya muy de noche la encontró por fin en una tasca de mala muerte, y chico, qué sorpresa: un fideo, sí, un pellejo que hedía a vinagre, una momia pero muy pintada y teñida, muy puesta y ni hablar de sentirse perseguida y con miedo: timándose con dos marineros en la barra, calentándolos aunque luego nada, porque se largaron y ella se quedó con las ganas. Algo de miedo: retrocedió al verle entrar, diciendo ¿otra vez, niño? De miedo: apenas si habría hecho dos chapas en toda la noche y era sábado, se le notaba el fracaso en la cara. ¿Será por la cicatriz, Sarnita? ¿Por lo aburrida y triste, una Magdalena? Java salió a esperarla fuera. A través del cristal la vio pagar un cortadito. Él no había podido sacarle aquellos dos duros a la doña, sólo tres pelas, más dos que ya tenía… —Traigo el dinero —dijo parándola en la acera—. ¿Subimos, Ramona? —¿Dónde quieres ir, mocoso, dónde te dejarían entrar? —No tengo los dieciocho, pero se lo creen. ¿Subimos? Ella suspiró cansada, cerró los ojos. El bolso colgado al hombro, las manos en los bolsillos de la gabardina, las katiuskas donde bailaban sus piernas que se le habían quedado como palillos. Déjame tranquila, por el amor de Dios, no me busques líos y olvídame, rico, no me hagas esta faena. De pronto él cogió su mano por sorpresa y se la puso ahí, sonriendo: mira cómo estoy de malito, Ramona, mira cómo me tienes. Quita, niño. Si quieres aviso a Maruja y subes con ella, es lo único que puedo hacer. —No. Contigo. —Si estoy para el arrastre, hijo. ¿Ya me has mirado bien? Por mí no quedaría, no es por falta de ganas, te lo digo francamente —y cerró otra vez los ojos, cerró su mano en la mano que ardía, cerró las piernas temblonas y acercó la boca abierta rozando la bufanda de él—. Pero es mejor que no. No quiero tratos contigo, así de clarito. Abur. —¿Por qué? Tengo el dinero —ella se iba, pero la retuvo por el brazo—. Espera, oye una cosa… —Dile que se vaya a paseo, a ése que te envía. Díselo. —No diré nada, no diré que te he encontrado. Ramona volvió a subir a la acera, de un tirón se desprendió de su mano y lo miró fijo. Pero sólo dijo, con una voz desconocida, con la cara repentinamente de otra, una calavera pintarrajeada: — ¿Ah, sí? ¿Y por qué, rico? ¿Por qué habrías de hacer eso por mí? Java no resistió esa mirada. Pensó ¿qué pasa? Natural: no era ella, ese esqueleto no podía ser ella, Sarnita, se había equivocado de furcia; ésa no se escondía de nadie, así que no podía ser, ¿verdad? Sí que lo era, sí que tenía miedo, ahora, pero también ganas, pues acuérdate: un par de chapas solamente y tal vez con vejestorios, piensa lo que debe ser para ellas, tan acostumbradas a hacerlo cada día, un tormento, chico, iba como una perra, tú no entiendes de eso todavía pero así es la vida, Amén, así es el vicio. Y ya lo creo que era, porque en seguida añadió: —¿Y por qué iba yo a creerte? ¿Te crees que me chupo el dedo, que no sé que me denunciarías? Se lo explicó cogiéndola del brazo, caminando: no me conviene, tonta, ¿no ves que si hablo te llevan a esas monjas de Gerona para regenerarte y se acabó el negocio para mí? Es matar la gallina de los huevos de oro, y no me interesa, ¿está claro? —Entonces —dijo ella parándose— ¿qué buscas, qué quieres? —Subir contigo. Sólo eso. Lo pensó ella un momento y dijo: está bien, vamos. Pasaron dos borrachos alborotando y haciendo sonar palmas. Ya era muy tarde y cerraban los bares y los letreros luminosos se apagaban. ¿Tienes para una habitación?, nerviosa ella, dando traspiés: y cómo pasa el tiempo, chico, el mirón ni me reconoció, decía, fíjate, ¿tanto he cambiado, tan estropeada estoy? —No hay mucha luz allí, y es de gas. —No es eso. Han pasado ocho años, pero qué son ocho años… —Debías ser casi una niña —dijo él para complacerla—. Ahora eres rubia y te pintas, y tan flacucha… —Eso es, una buena birria. —A mí me gustas. —He estado enferma. Bueno, ¿tienes para la habitación, sí o no? —Sí. ¿Que qué hay, Amén? Pues una cama, un bidet, una mesita de noche con un cenicero, nada más. Espejos en el techo, sátiros y ninfas persiguiéndose en las paredes, culos al aire, tetas. Luz roja, toallas, pomadas para el pito, nada más. Yo nunca he estado pero agárrate, que viene lo bueno: Java tampoco. No me lo creo, Sarnita. Como lo oyes, chaval, a lo mejor ni siquiera tenía roto el frenillo, el legañas. Y el caso es que no pudo hacer nada, no se le empinó. ¡Atiza!, ¿tan mal está la tía, tan jodida? No, parece un fideo pero se ve que desnuda está muy buena. Lo que pasa es que ésas siempre te cuentan su vida, ya sabes, una perra vida con hijos de padre desconocido y un chulo que las pega, siempre arrastrándose por los bares y las casas de meucas más tiradas, y eso te la baja, chaval, te la baja pero hasta los pies, si te descuidas acabas llorando, yo no he ido nunca con ellas a una habitación pero es así. ¡Ondia! entonces es mejor no dejarlas hablar. Eso precisamente haré yo cuando me estrene, Amén, pero depende de la tía y de todos modos si te tapas las orejas y cierras los ojos resulta fermi, tal como habías pensado antes de ir: estás tumbado en la cama con ella, fumando un cigarrito, hablando de la vida en general, tan a gusto, imagínate, no tienes más que alargar la mano y aquí está ella, a tu lado, desnudita, calentita como un pan. —¿Te dejan quitarles las medias? —Si están enamoradas, sí. Y el sostén, y las braguitas. Pero primero las katiuskas. Tumbado cara al techo, puestos los ojos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, se volvió un instante a mirarla arrodillada en el colchón, como la primera vez en el dormitorio del piso del Ensanche, mientras sujetaba sus cabellos en la nuca con una gomita. Mirando tranquilamente su cuerpo como una estatua antigua en medio de un jardín descuidado, en medio de una memoria frondosa que no era totalmente suya, mirando sus pequeños pechos castigados de cicatrices y mordiscos y sus ásperas caderas; pensando en el curioso destino de esta carne y la suya unidas en una cama ajena no por la casualidad, sino por el hambre o la necesidad: ese sentimiento de las cosas que ya son irreversibles, como el fracaso o la muerte. Y si la tratas con dulzura te acaba cogiendo confianza, chaval, y entonces puedes preguntarle: ¿cómo te has hecho de la vida, nena? Y ella te cuenta cómo y cuándo empezó, quién fue el primero, dónde la desvirgaron, si la hicieron sangre, si le dio gusto, etcétera. Y es emocionante. —Era mecánico de motores de aviación, trabajaba en Can Elizalde. Muy guapo, un poco echao palante, revoltoso, de los amigos de Durruti igual que tío Artemi, él me lo presentó cuando era capataz. —¿Ya eras directora de la Casa, entonces? —dijo Java—. ¿Ya hacías función con las huerfanitas en Las Ánimas? —Eso fue antes, el primer año de la República. Iba a fregar y a barrer aquel ático pero dormía en la Casa. Cuando vino la guerra y la directora se las piró dejando a las niñas en la estacada, allí sólo entraban los cuatro reales que las mayores ganábamos yendo a fregar por ahí, alguien tenía que hacerse cargo y yo era la mayor. De hecho nunca fui directora de nada, tío Artemi y algunas mujeres del partido nos ayudaron mucho, aquello duró hasta que mataron a Pedro en Aragón. Se había sentado en la cama y le esperaba. Él andaba ganduleando cerca del bidet, pensativo, amohinado. La vio levantarse, déjame que te lave, niño, la vio venir con unos ojos extraviados, una sonrisa que parecía una mueca, déjame hacer a mí. —¿Y las llevabas a misa, mandando los rojos? ¿Llevabas a las huérfanas a comulgar a Las Ánimas, a rezar y a cantar con el cura, en medio de aquel follón de los rojos? – dijo Java. —A misa no, claro, no había, la capilla fue saqueada y quemada y no se abrió al culto hasta dos años después. No creas que era lo mismo que ahora, no nos pasábamos todo el santo día con el gorigori, sino jugando, aprendiendo solfeo o ensayando la función de teatro. Aquel invierno sirvió de alojamiento provisional a unos milicianos que regalaron varios pares de zapatos a las niñas, y ellas les ayudaron a instalarse en el jardín, aún me veo alrededor de las fogatas trajinando manojos de fusiles, haciendo equilibrios sobre los altos tacones… Todo fue bien hasta que perdí a Pedro. Siempre dicen lo mismo: que el novio las engañó y abusó de ellas y después las abandonó. Y si insistes, si caes simpático, te cuentan cómo fue, llorando como Magdalenas al recordarlo, desconsoladas, chico, el rimel yéndose a la mierda con las lágrimas y el carmín también y el colorete; de pronto es otra fulana, es otra cara: una cara de pobre viciosa sin remedio. —Quién tenía que decirme que me pasaría esto a mí, precisamente a mí, que ayudé a mi novio a recaudar para el Socorro Rojo y a pegar por las calles aquellos carteles que pedían a las putas que abandonaran su oficio, que era la hora de su libertad. Y mírame ahora. —¿Qué pasó? ¿Cómo fue la primera vez, dónde? —En una cama ajena y sin hacer. Antes de limpiar el piso, porque Pedro no podía esperar ni un minuto más. Sobre unas sábanas que aún guardaban el calor de él, el asqueroso. Aprovechábamos todas las ocasiones que el señorito no estaba. Pero se enteró. Un día debió descubrirnos y el cerdo no dijo nada, no hizo nada, sólo mirar: meses y meses mirando, espiándome al desnudarme y al vestirme, viéndome allí en su cama abierta de piernas, el miserable, viéndome gemir y llorar de felicidad, hoy lo sé, como sé que nunca más volveré a ser feliz en esta vida. Yo idolatraba a mi Pedro, niño, le dejaba hacer conmigo lo que quería, no es como ahora, ¿entiendes?, era un amor de los grandes. De modo que ese desgraciado se fue pudriendo por dentro, agazapado detrás de una cerradura, y así sigue, pudriéndose cada día más y no sólo por culpa de la metralla que lleva en el espinazo, pudriendo todo lo que toca, a su pobre madre y a ti y a otros que vendrán detrás de ti. —¿Y tú no te dabas cuenta? ¿Cuánto tiempo duró? —Desde un día que no pude entrar en el cuarto de baño. Estaba siempre cerrado por dentro y para fregar tenía que acarrear cubos de agua de la cocina. Qué extraño, me dije, pero tonta de mí no se me ocurrió. Y él estaba por aquellos días tan amable, por otra parte, tan atento conmigo y con las chicas de la Casa: nos regaló una mesa de ping-pong y por la noche había una muñeca en todas las camas de las huérfanas, y a mí empezó a regalarme ropa interior. ¿Entiendes?, prendas monísimas, las más caras y finas, para poner cachondo a cualquiera. ¿Te das cuenta qué cosa más rebuscada, venirme con aquellos sostenes calados, aquellas combinaciones de raso y camisones transparentes, aquellas ligas con puntilla…? ¿Y las botellas de coñac y de anís que dejaba a nuestro alcance en la mesilla de noche, para que nos emborracháramos, para que nos animáramos a hacer todo aquello que a él más debía gustarle? Hasta el día que se le olvidó echar el cerrojo. Fue poco después de irse Pedro, dijo. Ella se había puesto la bata y empezó a vaciar ceniceros, sacudir la alfombra, barrer y fregar. Siempre que pasaba con el cubo y el estropajo junto a la puerta del cuarto de baño, la mano se le iba instintivamente a la manecilla por efecto de un reflejo condicionante. Y esta vez se abrió. Sorprendida, sin terminar de abrir del todo, vio luz y oyó las patas del taburete chirriando al retroceder él, luego un frasco de cristal estrellándose contra el suelo y la resistencia temblorosa detrás de la puerta. Abrió del todo, ya con el grito en la garganta. Y allí estaba, recostado contra la pared con el albornoz echado sobre los hombros, espatarrado para no caerse del todo, en medio de un sembrado de colillas y cristales rotos y un charco oloroso hasta la náusea, el cuartito lleno de humo de tabaco y sudores irrespirables. Y estrujando, sobando con dedos de maniático la toalla amarilla… —¿Qué hizo cuando se vio descubierto? —Yo me asusté tanto. Quería irme pero él no me dejó, se empeñó en darme una explicación. Primero suplicó, se arrastró a mis pies implorando: que era como una enfermedad, dijo, que no lo podía evitar y que no hacía mal a nadie con eso, que lo perdonara, que por el amor de Dios no le dijera nada a su madre. Luego se dio cuenta que yo lloraba aún más que él, que estaba aún más asustada que él y que era casi una niña, y se calmó. Yo no sabía qué hacer. Quería irme a la Casa y meterme en la cama y llorar, recuerdo que esa noche una de las chicas me oyó y vino de puntillas a acostarse conmigo. Tenía que desahogarme con alguien y se lo conté todo. Muertas de vergüenza y de rabia, cortamos las cabezas de todas las muñecas de las huérfanas y al día siguiente se armó la gorda. —¿Se lo dijiste a tu novio? —Lo habría matado. Pensaba decírselo, pero más adelante, aquellos días había tiros por las calles y sé que Pedro habría ido a matarle, a él y a Justiniano, que era el que me traía los regalos. Justiniano era el chófer de su padre y solía venir con el Hispano a recoger a Conrado los días que comía con la familia. A veces me lo encontraba abajo en la calle y al verme me sonreía, no puedo decir que se portara mal conmigo pero era su confidente y su cómplice, y creo que sólo por eso me juré joderle algún día. También solía encontrármelo en el ático, cepillando los trajes del señorito o lustrando su colección de botas de montar, y yo no sé por qué pero la gozaba viendo aquel hombrón haciendo esas faenas, parecía un perro feliz meneando el rabo, hasta habría jurado que lamía las botas. Aunque debía saberlo todo, nunca se había metido conmigo ni siquiera en plan de broma. Pero un día que trajo bebidas al ático por orden del señorito y me encontró sola, fregando el pasillo, me propuso tomar una copa de coñac. Fue la primera vez que lo vi con la camisa azul. Yo no acepté y se puso pesado, estaba muy eufórico y bromeaba, y al disponerse a descorchar la botella me quiso abrazar y con el forcejeo, sin querer, me clavó el sacacorchos aquí y aquí, mira. Entonces ya me urgía hablar con Pedro, pero de pronto no hubo tiempo para nada, vino la guerra y Pedro se marchó al frente y yo, al ser la mayor de la Casa y quedarnos sin directora, tuve que ocuparme de las chicas. El señorito Conrado se pasó a los nacionales con su padre, que ya estaba en Pamplona, y luego se marchó también la señora, y las milicias anarquistas confiscaron su piso del Ensanche y dicen, no sé, que durante un tiempo fue una cheka, yo nunca estuve. De cualquier modo sé que tío Artemi no permitió nunca que se tocara nada, ni un cubierto se tocó de aquel piso y mira cómo me lo agradecen. A ese desgraciado nunca volví a verle, y tampoco a su madre… Aún no me has besado en la boca, ¿es que te doy asco? Y tampoco he notado tu lengua, chato mío… Y los abortos que han tenido: también eso te cuentan, chaval. Y el cuidado que ponen en no correrse, en que no les des mucho gusto, en distraerse con algo, por ejemplo contando mentalmente hasta cien. Por no gastarse. ¿No sabes que el nervio del gusto lo tienen muy fino y acaban estropeándolo de tanto darle gusto? ¿No ves que no podrían aguantar, con lo que trabajan, no ves que acabarían tísicas de tanto correrse? —Pero a su padre sí —dijo Java notando la lengua en las ingles, cogiendo su cabeza con las manos, quizá con la idea de mitigar un poco aquella fiebre, aquella ansiedad que la consumía—. Espera… Al padre sí que volviste a verle, ¿verdad? Ramona se incorporó con una tristeza en los ojos, pellizcando con dedos temblorosos un pelito pegado a la comisura de los labios. Suspirando, se recostó a su lado. —Sí —dijo—. Entonces ya otra gente se ocupaba de las niñas y yo volvía a servir, esta vez en una torre de la barriada de La Salud que los señores dejaban largas temporadas a mi cuidado. Salía cada noche y me iba emputeciendo, es la verdad, no sé cómo pudo ocurrir pero así es. Me desesperaban los bombardeos, y no lo digo como excusa, me deprimía meterme en el metro y en los refugios. Balbina y yo frecuentábamos el hotel Falcón, en las Ramblas. —¿En busca de plan? —En busca de compañía. Amigos de Pedro y de mi tío. El hotel siempre estaba lleno de milicianos con permiso y la paga aún caliente, y a veces invitábamos algunos a la torre de La Salud y se quedaban a pasar la noche. Balbina quedó embarazada y la señora la despidió. Pero yo seguí, me enamoré locamente de uno y después de otro, y no creas que estaba triste ni amargada, no, no me daba cuenta de lo que pasaba, pero mi tío se enteró y un día me dio una paliza. Entonces se lo conté todo: que me gustaba, que no podía pasarme sin eso, que nunca olvidaría a Pedro pero que necesitaba a un hombre y que la culpa la tenía el mirón. Mi tío no dijo nada, no quiso saber los detalles, sólo su nombre. Conrado Galán, le dije. Dos meses después me vinieron a buscar unos hombres de las Patrullas de Control y me llevaron al hotel Falcón en coche, recuerdo que era primavera y había tiros y barricadas en las calles, se veían ventanas protegidas con sacos terreros y aspas de papel engomado en los cristales, y los hombres de mi tío iban preocupados y callados con sus fusiles y granadas, sus pañuelos rojos y negros anudados al cuello, eran muy jóvenes. En las Ramblas no se veía un alma. En el hotel, una miliciana con el gorrito ladeado sobre los rizos fue en busca de tío Artemi. Se oían risas y canciones de soldados, en el pavimento resonaban culatazos de fusiles y había mucho trajín de chicas recaudando fondos para el Socorro Rojo. Mi tío no estaba, había ido al Comité, que estaba más arriba, junto al café Moka. Fuimos y allí nos dijeron ha ido a hablar con el inglés en la azotea del edificio de enfrente, sobre el cine Poliorama, ¿ves esa cúpula?, me dijeron, ¿ves al Paco que asoma la cabeza? Recuerdo el perfil alertado de un hombre flaco, con el fusil vertical rozándole la nariz, leyendo un libro. Mi tío apareció a su lado ofreciéndole una botella de cerveza y palmeando su espalda. Me enteré entonces del asalto a la Telefónica y me explicaron la situación: se temía un ataque a nuestros locales, había que defender el hotel. Ahora vendrá tu tío, me dijeron, pero lo esperamos en vano, ellos decidieron volver al coche y poco después corríamos por una carretera de las afueras. Tendrás que identificarlo tú sola, me dijeron. Paramos en una curva y bajamos, ya era de noche y yo tenía frío aunque estábamos en mayo. Nos esperaba otro coche y dentro unos hombres que fumaban, el chófer era jorobado, llevaban cazadoras de piel y boinas y caras de sueño. Hasta que se volvió no reconocí su cara detrás del cristal, no iba esposado y los agentes que lo custodiaban no le prestaban atención. Siempre tan bien peinado y con su bigotito recortado, me miró con pena, pero todo ocurrió tan de prisa que no me dieron tiempo a pensar. Le había visto muchas veces en Las Ánimas, en compañía de la señora, y entonces le hacía en Burgos o en cualquier otra parte con los nacionales, no sé cómo lo pescaron pero allí estaba y lo sacaron del coche a empujones; deslumbrado por los faros, nos miraba de pie al borde de la cuneta con las manos en los bolsillos de su abrigo de cuero y la bufanda amarilla colgada al hombro, tan pálido y demacrado, envejecido de pronto, tan repentinamente cargado de espaldas y hasta más bajito. Pero no le oímos suplicar. Ahí le tienes, dijo el Responsable mirándome, y sacó la pistola y otro de los faieros también, pero una voz dijo espera, cuando lo ordene Navarro, no antes. Entonces comprendí, y quise decirles que se habían equivocado pero el miedo me atenazaba la garganta, no conseguía decir no es éste, éste es el padre, aunque los muchachos de mi tío debieron notar algo porque pareció que dudaban un instante. Pero los agentes del SIM tenían prisa, acabemos, venga, dijo uno de ellos. El señor me miraba esperando quizá un milagro, no era un mal hombre, él y la señora siempre se portaron bien conmigo. No protestó, no hizo la menor resistencia. En el silencio de los preparativos se oía el viento nocturno silbando entre los pinos. Todavía hoy no sé si conseguí decir, con una vocecita, qué vais a hacer o algo así, se trata de un error, pero ellos ni me escuchaban ni parecían dispuestos a echarse atrás, todos son iguales cuando empuñan una pistola, crueles y sanguinarios, le ha llegado la hora y basta, decían, y mientras el señor me miraba seguro ya de morir y yo repetía que no, que no lo mataran y que al que había que prender era a su hijo, alguien me empujó diciendo vuelve la cara si no quieres verlo o mejor vete al coche, y allí me encerré pero lo vi todo a través del cristal. Le dieron orden de caminar y empezaba a moverse al borde de la cuneta cuando, el más decidido, alcanzándole de dos zancadas, le dio dos tiros en la nuca, tan seguidos que pareció uno. Le descargó la pistola en la cabeza, cuando ya estaba caído, y le quitaron el abrigo de cuero, el reloj y los zapatos. Con la punta del pie le movieron la cabeza agujereada. Luego pasaron sobre él con el coche, el jorobado al volante miró atrás y preguntó ¿cómo ha quedado el señor?, y otro dijo: bien, planchadito. Y lo dejaron tirado al borde de la cuneta. Y todo te lo cuentan, todo, si consigues su confianza y su afecto: como una novia, pero más triste y necesitada de cariño del verdadero, ¿entiendes?, más jodida. Son unas sentimentales, te lo digo yo. Y entonces, en plan de queridos, os veis con frecuencia como en secreto y podéis ir al cine o a bailar, ella te invita a su piso calentito y os hacéis la comida compartiendo lo que haya, si tienes suerte es como una madre para ti. ¿Sabes que desde Can Compte, subido a la tapia, casi se la puede ver en la cama? Java se levantó y fue a mirar por la ventana. Apartó los visillos rojos con lunares verdes y vio el solar ruinoso al otro lado de la calle Legalidad, una tierra embrionaria otra vez, después de haber pasado por ella a sangre y fuego. Se volvió con las manos en los bolsillos, balanceándose: no se atrevía a desnudarse ni a sentarse ni a tocar nada. Era la primera vez que ella lo invitaba a su casa, y tenía canguelo. —¿Y cómo te convenció la dueña del Continental para que fueras? —dijo Java—. ¿Cómo fuiste capaz de meterte en aquel piso, cómo no reconociste el portal…? Ramona se cogió las rodillas con las manos entrelazadas. —Yo nunca había estado en la casa de la calle Mallorca, sólo conocía su piso de soltero, el ático de la calle Cerdeña. —¿Desde cuándo vives aquí? —Hace un mes —quitándose el sostén, sentada en el camastro, con el pie arrojó la katiuska contra la máquina de coser—. Ven. —¿Y por qué no me has traído hasta hoy? —No quería que lo supiera nadie —tenía frío en los pies: dejó para el final los calcetines, las medias, la braguita negra—. Lo comparto con otra que pronto se irá, y entonces me pondré a trabajar. Corriente, Amén: un cuartito de paredes ocre con mucha humedad, dos camas turcas, una mesita con hule, tres sillas, un brasero, un palanganero y tiestos con geranios en esa ventana. Y la Singer, seguramente alquilada. Para Java mucho mejor que la mejor habitación de la calle Robadors, aquélla en que estuvieron la primera vez. Si te fijas bien, aunque la habite la fulana más pervertida y viciosa, aunque el colchón esté podrido de sifilazos, siempre rastrearás un calorcito de hogar, un detalle de hermana o de madre hacendosa. —¿Trabajar has dicho? —Sí. ¿Ves esta máquina de coser? Todavía la estoy pagando. Pero ven, rey mío, acércate. Java esquivó sonriendo su reclamo, aquella turbia urgencia en sus ojos y en sus pechos. Ella se abrazó el vientre: ven, hazme daño. —¿Y si primero comemos algo? Tienen buena pinta estas judías, y están calentitas. ¿Tienes por ahí unas gotas de aceite? —Luego. Anda, verás qué bien se está en la camita, fuera hace un frío que pela —sonriendo insegura, retorciéndose, apretando los muslos como si fuera a escapársele el pipí, el vicio es algo que pone los pelos de punta, chaval—. ¿Qué te pasa? —tumbada de espaldas, reclamándolo con los brazos y las piernas abiertas, viéndole allí de pie, todavía vestido, mirándola con las manos en los bolsillos—. ¿No tenías tantas ganas? ¿No decías que llevas meses y meses buscándome sólo para eso? No te cobraré nada, va, te regalo el polvo. Aprovéchate antes de que me arrepienta… No te pongas colorado, hombre, parece mentira. Claro, no es lo mismo que hacer cuadros para el paralítico, aquí nada de fingir gusto y ni siquiera llevarás tú la iniciativa… Eso, decía Amén, volvamos a la calle Robadors, a la primera vez. —Va, no me salgas ahora con que tienes vergüenza, no es posible, hijo. —No es eso… —Vaya —riéndose casi maravillada—. Vaya, vaya. Anda, ven que te lave. —Ya me lavé, no hace falta. —Por si acaso. —Que no —furioso de pronto—. Lávate tú, puta, que lo necesitas más que yo. —Está bien, insúltame cuanto quieras —vio que Java bajaba los ojos, se mordía los labios—. Porque te mueres de vergüenza, mírate, un niño casi y ya tan maleado. Pero yo te ayudaré, chatín, anda ven con tu Ramona, así, deja que te desnude, así… Su cabeza brillaba, sudaba en la efervescente penumbra del cine llena de puntas rojas de cigarrillos, y a su lado Amén seguía rígido y tenso como un ave de presa, escuchándole. Pero se cansaron de esperar y se fueron, tardaba demasiado en volver la luz. Salieron del cine armando follón y subieron como una guerrilla por Escorial hasta Legalidad, saltaron al solar y allí buscaron, una vez más sin resultado, las balas y las bombas de piña enterradas. Miraban de vez en cuando la ventanita con visillos rojos de lunares verdes donde dos sombras inquietas se paseaban. Tenían frío, hicieron una fogata y esperaron que oscureciera para reunirse con los demás en la trapería. Desde este mismo sitio, junto a la tapia y casi a la misma hora, dos años después, traspasando sus ojos el turbio cristal de la verdad verdadera, les pareció verla desnuda en la ventana: vestida solamente con un rayo de luna y una sonrisa enigmática, caminaba con los brazos abiertos hacia alguien que no alcanzaron a ver. En cuclillas ante el fuego, Amén seguía preguntando y asombrándose: ¿y la cicatriz? ¿No le preguntó cómo se la hizo? La marcaría algún chulo. Los ojos fijos en la lumbre, Sarnita contaba y no acababa, hasta que Martín se acercó a decirle oye, ¿no ves que es un crío, un monaguillo? Pues por eso, porque aún es pequeño, ¿qué quieres que le diga, la verdad y toda la verdad y nada más que la verdad? ¿Que no son tan finas ni cariñosas, las putas, que se burlan de uno y no tienen vergüenza ni alma, que la chupan y la rechupan, que le pidió a Java que la diera gusto por el culo una y otra vez y que llorando le pasó la lengua desde las uñas de los pies hasta la punta de los cabellos, llorando como una pobre loca y como muriéndose de pena, llorando y chupándosela con desespero para retenerle, para no quedarse sola otra vez, perdiendo el mundo de vista de tal manera que él llegó a asustarse y se le quedó como un higo en la boca, y entonces ella abandonó el intento y acurrucada al borde del lecho fue resbalando hasta dejarse caer en la alfombra, entre los pies de los que iban a ser fusilados, botas y zapatos negros y las alpargatas del catalán con barretina, el sombrero de copa y la venda ensangrentada del joven caído, ella un fardo sacudido por los sollozos sobre la arena fría al amanecer, confundida con los maniatados en ringlera, como aguardando ella también la descarga del pelotón…? ¿Qué quieres, la asquerosa verdad, que es una viciosa perdida, una degenerada y que está podrida, venérea hasta las cejas, acostumbrada a todo por delante y por detrás, un pellejo lleno de pus que ya no encuentra clientes, que apenas tiene qué comer y que Java por lástima le compra cucuruchos de judías cocidas…? Y de qué te extrañas, tú también, pues qué te creías. Has de saber que toda historia de amor, chaval, por romántica que te la quieran endilgar, no es más que un camelo para camuflar con bonitas frases algunas marranaditas tipo te besaré el coño hasta morir, vida mía, o métemela dentro hasta tocarme el corazón, hasta el fin del mundo: cosas que no pueden ser, hombre, ganas de desbarrar, y más en el caso de una furcia asustada que la han vaciado por dentro, que ya no le quedan ni sentimientos ni ovarios. ¿Y sabes qué te queda al final?, pues un regusto a bacalao y unos pelitos de recuerdo en la boca, y menos mal si son rubios. Así es la vida: amor y purgaciones, Amén. ¿Eso querías que le dijera al chico, esa sucia verdad? No me habría creído, a mí no me cree nadie y tampoco me creerá el tuerto el día que me pare en la calle y me interrogue con la excusa de apuntarme gratis a campamentos, como hizo con el Tetas. Ya verás cómo viene, ya le estoy esperando… —Te preguntará qué hacemos en el refugio —dijo Martín—. Alguien se ha chivado. —Yes, hay mar de fondo. Pero es igual. Yo tengo mi mentira verdadera y pim pam fuera, camarada, le diré, lo coge o lo deja. Yes, coño, sé cómo tratarle, que venga cuando quiera y pregunte lo que sea. 14 Ojo que se le marca la Star bajo la americana, camarada, que la gente se asusta y con razón, luego ustedes se quejan si les llaman matones, le diré. Yo, Antoñito Faneca, para servir a Dios y a usted, pero nadie me llama por el nombre, antes me decían el hijo de la «Preñada» y luego el «Aventis». No el mentiras, sino el aventis, es otra cosa, usted de eso no entiende, camarada imperial, y no se extrañe: la política no le deja tiempo para nada, siempre por esas calles gastando zapatos y tachando nombres en su lista del cobro de cuotas, ya le veo, ya, siempre sirviendo a la patria amanecida, reclutando voluntarios para campamentos juveniles y recaudando impuestos en bares y tiendas, persiguiendo a los acaparadores y a los revendedores y denunciando la prostitución ilegal, un sacrificado, un ex cautivo, sí señor, un héroe que dio un ojo por la causa, le diré, pero el parche negro qué bien le queda, parece usted el almirante Nelson en Lady Hamilton, ¿no la ha visto?, pues no se la pierda aunque sea inglesa. Que no me guaseo, en serio, ya sé que usted hubiese preferido un ojo de cristal pero son muy caros, esperemos que un día le recompensen sus muchos y callados servicios, y a lo que iba: así me llamaban pero luego empezaron con eso de Sarnita, mire mis manos y mi cabeza rapada, señor, mire qué miseria, en casa somos muy pobres: un tísico, el abuelo cojo y con el tifus, una hermana puta y un hermano seminarista. Quedó atontado de las bombas y lo mandaron al seminario, allí al menos come caliente cada día. Charnegos, sí, pero honrados, de la provincia de Córdoba pero vinimos a Cataluña antes de la guerra, a un pueblo con una giralda, mi padre se hizo alcohólico y luego aquí en Barcelona siguió mamando y así hasta que ha cascado, usted le conocía, dicen que era un soplón de la bofia pero no era más que un hombre que no tuvo suerte en la vida. Y mi madre viuda y fregando suelos, precisamente ahora iba a verla, los lunes y los viernes se hace el cine Rovira y a veces le dan entradas gratis… Pues me he parado un momento para ver cómo se quema este carro de la basura, cuánta gente en los balcones, mire las llamas qué altas y qué humo más negro, llegan al balcón del segundo piso y menos mal que esta calle Verdi es bastante ancha, mire, ya desengancharon el caballo y le echan cubos de agua, vaya incendio, señor alcalde, alguien que tiró una colilla al carro, seguro, algún gitano o un pobre de pedir, cualquiera sabe. Apártese que saltan chispas y vaya pestucio echa este humo negro, se nota que hoy la gente come mierda. Últimamente hay bastantes incendios en el barrio, aunque pequeñitos, éste es el mayor que he visto; el otro día alguien tiró un misto encendido en la tintorería de la calle Martí y a punto estuvo de haber una explosión terrible que habría arrasado toda la manzana, eso dicen, debe tratarse de un maniático… ¿Yo qué voy a saber?, le diré, yo voy al cine a ver si le han dado entradas a mi madre y de paso me hago las tabernas por si vendo alguna postalita. No son pornográficas, sólo en colores, mire, a cinco céntimos la media docena y éstas de purpurina y en relieve a diez, la docena por quince, a elegir, son bonitas para llevar en la cartera o para clavarlas con chinchetas en la pared. También tengo de la colección Los Salvadores de España, Mola, Varela, Yagüe, Queipo, todos, y vea esta del Fundador qué fermi: si la mira fijamente mucho rato y luego levanta la vista, verá la cara en el techo, lo dice aquí en las instrucciones. Y tengo un bloc de fotografías donde el Caudillo está saludando con el brazo en alto, fíjese, se hacen correr las hojas muy de prisa, así resbalando con el dedo, y se produce una película en movimiento con el brazo que sube y baja saludando, mire qué bonito como recuerdo. ¿Le interesa una Parker auténtica?, el cucurucho es de oro, una ganga, precio de amigo o mejor déme usted lo que quiera, hoy tengo un buen día, va, se la regalo, camarada, acéptela como prueba de mi amistad y mi respeto. Pregunte, le diré, pregunte si quiere, yo no tengo nada que ocultar. ¿Una chavala en el dispensario con quemaduras en las uñas y marcas de cinturón en la espalda?, yo no sé nada. ¿Torturas, la Gota de Agua, la Campana Infernal, la Bota Malaya, el Péndulo de la Muerte…? Usted ha visto Los Tambores de Fu-Manchú, camarada, esto sólo se ve en el cine y aun así es mentira, son dobles, le diré, nosotros somos de verdad y sólo vamos a Las Ánimas a estudiar catecismo y que nos den merienda, a veces a ensayar la función, pregunte al señorito Conrado que es nuestro guía y protector. ¿Que lo va pregonando esa catequista gorda, que dice que nos vio? Pero si es una retrasada mental, camarada, si de pequeñita tuvo una embolia, ¿que no sabe usted que no tiene mucho pesquis, pobrecilla, y que es una solterona amargada que anda por ahí diciendo que todo el mundo la quiere violar? ¿Trinxes, salvajes, degenerados nosotros, camarada imperial? ¿La peste del Guinardó, incontrolados, sin colegio, merecedores del Asilo Durán y del látigo, golfos sin entrañas y con navaja? Regístreme, señor, ni un cortaplumas llevo, le diré. ¿Que sembramos el terror en el barrio, que marcamos a las chavalas, las torturamos y les hacemos marranadas? Mire, si algunas vecinas se han quejado sepa usted que no es por eso, es por las guerras de piedras y el jugar con pólvora, balas y botes de carburo. Hemos roto algún cristal sin querer y hasta alguna señora puede haber recibido una pedrada que no era para ella, no lo niego, pero eso de azotar a las niñas con el cinturón, nada, y nadie puede decir que nos ha visto, eso dicen pero son calumnias inventadas por los finolis de Los Luises y los Hermanos, mariquitas que no nos pueden ver del miedo que nos tienen… ¿Que todos somos de la misma ralea, nosotros amigos de esos litris? Ni hablar, camarada, nunca podremos ser amigos, nosotros jugamos con pólvora y ellos con gusanitos de seda. ¿Pinzas de tender la ropa en los pezones de las chicas, un boniato crudo por, que las quemamos los pelitos del?, pero qué cosas, camarada, le diré, en qué país vivimos, fíjese si habrá hecho daño la guerra y el comer tantas farinetas que la gente anda con diarrea cerebral y viendo chekas en todas partes. Qué desgracia, qué vergüenza. ¿El trapero, dice usted, Java buscando a una meuca y cobrando sus buenos duros por denunciarla, y que ya sabe dónde está pero no lo dice para seguir cobrando? No es exactamente eso, señor. ¿Te marcaré, Ramona, aunque te escondas bajo tierra en el último rincón del mundo te encontraré y te marcaré, eso dicen que prometió Java solemnemente en el refugio con la mano sobre la calavera, y que esa catequista nos oyó secundarle en el juramento? Pues mentira y gorda, vaya, ni que fuéramos chulos del barrio chino. Yo no sé nada de furcias rojas ni azules, camarada, yo soy flecha. Pero en secreto, que no me gusta presumir, hoy día todo el mundo presume y hasta pintan las arañas en las esquinas los domingos a pleno sol para que todo el mundo los vea, los fanfarrones, pero a mí me gusta hacerlo de noche con los luceros porque el Fundador merece otro estilo, ¿verdad, camarada? Yo soy así, le diré, igualmente prefiero ir siempre a misa primera por no fanfarronear, y comulgo cada primer miércoles de mes, nada del viernes, te salvas lo mismo y es menos fachendoso, y además mi tío es de Abastos y portante del santocristo de Las Ánimas… ¡Palabra, no me achuche, no me pegue que soy hijo de viuda! Y ahora por qué me empuja, adonde me lleva, por qué me hostia si yo nunca toqué a esas niñas, por favor no sea abusón, que las chicas de la Casa de Familia nos están mirando, qué dirán si me pega, mire a la Fueguiña en primera fila de la terraza para no perder detalle, no se le escapa ningún incendio, ay, no me atice en la calabaza que me salta el azufre y después madre me riñe… Está bien, sí, claro que la he visto, le diré si tanto le interesa, pero solamente una vez y de lejos, no necesita venir marcando con la Star para que cante: no lo que usted se imagina, porque en realidad Java la estuvo buscando por otro motivo que nadie sabe, camarada, le diré una cosa que yo sólo sé. Nunca lo adivinaría, frío frío, no me guaseo de un ex combatiente mutilado como usted, faltaría más, caliente caliente, por ahí: no hay nadie escondido en la trapería, el hermano de Java dicen que ha muerto en Francia, Era de esos del POUM que escaparon por pelos de una escabechina durante la guerra. Y ahí va esa cosa que yo sólo sé pero agárrese bien, camarada, no se me caiga de la sorpresa: ¿sabe usted de verdad por qué Java ha estado removiendo cielo y tierra para encontrar a una furcia?, no por encargo de nadie, no, no porque la buena de la señora Galán quiera regenerar a su antigua criada o porque su hijo esté interesado en vengarse de algo en lo que ella estuvo implicada, dicen, no, todo eso no es más que la fachada del asunto, pero ¿qué hay detrás de esa fachada?, hoy todo son rumores y embustes sobre denuncias y revanchas y hasta fusilamientos cada nuevo amanecer en la playa, dicen, patrañas inventadas por los rojos que aún quedan, camarada, ya sabe, diarrea cerebral de los que rabian impotentes porque lo perdieron todo en la guerra, la dignidad, la verdad, las agallas, el entendimiento y hasta la memoria verdadera perdieron. No, le diré: la buscaba para llevársela a su hermano cuando aún estaba aquí, señor, para que ella le hiciera compañía de vez en cuando en aquel escondrijo negro, ¿entiende?, no es fácil encontrar una fulana dispuesta a trabajar en esas condiciones y de hecho a Java le daba lo mismo que fuera ésta u otra cualquiera, pero su hermano se había encaprichado de Ramona y tenía que ser Ramona, ¿vale? Y ahora escuche con atención y no me interrumpa, no soy un bocazas, tenga un poco de paciencia, le diré, ¿vale? Aquellas noticias que se iban convirtiendo en pajaritas de papel día tras día y noche tras noche, amontonadas en la trapería, fue lo primero que me extrañó. Luego, en sucesivas tardes invernales tan iguales y grises que se confundían en el recuerdo, cuando el frío invitaba a sumergirse en la montaña de papeles calientes de sucesos, cuando nuestras aventis nos hacían creer que la trapería era el ombligo del mundo, entonces, por encima del rumor de la lluvia y de la llamada lejana de la sirena de un buque, oíamos el paciente raspar de una lima, pasos sobre cáscaras de almendras, pasos repetidos e iguales, de enjaulado, una tos tabacosa y terriblemente solitaria, y, si estaba ella, susurros y jadeos y su risa nerviosa, de pronto, como un látigo. ¿Cómo pueden trabajar en esas condiciones y con alegría, cómo puede una puta acostarse con tanto cadáver? Está bien, dejemos eso. ¿Estuvo alguna vez en la trapería, usted?, le diré, y puede que diga sí, incluso es posible que tiempo atrás la hubiese registrado: porque también usted, cumpliendo órdenes, la está buscando, pero hágame el favor de atar cabos, le diré, todo el mundo anda tras ella por diversos motivos, pero usted reflexione, camarada, ate cabos y verá: parece un complot, a que sí. Aquellas paredes desconchadas por la humedad y con restos de mujeres semidesnudas y republicanas, tiras de papel rasgado y con chinchetas oxidadas y fragmentos de muslos de Margarita Carvajal o Laura Pinillos arrancados de revistas, con futbolistas y boxeadores retirados o muertos desde el techo hasta el suelo, detrás de las pilas de papeles y trapos, aquella acumulación desesperada y juvenil de ídolos en pleno esfuerzo y chicas guapas en maillot, una exuberante alegría de vivir fragmentada y dispersa en las paredes como una memoria estrellada en caótica expansión, es todo cuanto nos legó aquel hombre al desaparecer con su pecho dicen que tatuado y sus ojos al parecer azules. Y no hay forma de borrar este ayer ilusionado, los recortes se adhieren al muro como una piel. Ni subiéndose a una silla ha conseguido la abuela arañar las imágenes más altas, casi bajo el techo, ni con el cuchillo atado a la caña de la escoba, raspando el yeso hasta tocar el ladrillo: tendrían que derribar la casa y sepultar con ella los sótanos y ni aun así lograrían destruir esta pobre memoria personal que seguiría flotando entre el polvo nauseabundo del derribo, entre las ruinas, la desolación y la muerte del gato y las ratas aplastadas en su huida, los despojos de una conciencia acorralada, la injustificable masacre sobre la que se asentaría el glorioso alzamiento del futuro edificio, camarada. Y entre aquellas imágenes todavía a salvo de las uñas del miedo había una que nos obsesionaba, una foto hecha después de tomar al asalto una propiedad privada, con personajes desenfocados, amarillos, en actitudes remotas: milicianos de borrosa sonrisa famélica, con sus monos azules y sus fusiles y alpargatas, recostados en colchonetas, y él casi irreconocible, señalado con una cruz de tinta sobre la cabeza, con las cuencas de los ojos y las mejillas devoradas por una tiniebla, sin afeitar y despeinado, espatarrado como un gandul en el sofá de tela listada y con flecos, empuñando una pistola y con el gorro ladeado chulescamente. Sonriéndose burlón en medio del lujo, vengativo, una expresión como si fuera a escupir sobre algo: la gran alfombra que reproduce un cuadro famoso, la araña de cristal con cegadores cuellos de cisne o las cortinas color miel, le da lo mismo porque odia por igual todo eso que no es suyo y que no podrá serlo jamás. Un palacio, tal parece, convertido en campamento de gitanos: una sucia camisa cuelga del biombo anacarado, un par de calcetines harapientos se secan en las alas de un ángel de mármol y un pañuelo rojo en el alto respaldo historiado de una silla. Allí se ven, sobre la alfombra, en revuelto amontonamiento, los grandes cuadros al óleo y los dorados marcos y cornucopias, tallas de madera policromada y vajillas de plata, el botín que la patrulla tenía que llevarse pero que al final no se llevó, dicho por la abuela: en el último momento llegó un tal Nin, el jefe de patrulla, y dijo dejadlo todo como está, servirá de cebo para pescar a alguien que me interesa. Es una foto desdibujada, roída por la humedad, en la que las sombras ganan terreno a la luz día tras día y lanzan a las fosas nasales un olor a misterio y a ultratumba. Es el palacio del obispo saqueado, dice siempre Amén, al mirarla encaramado en lo alto de la pila de periódicos; el piso de la viuda en la calle Mallorca, dice el Tetas; no, el histórico Palacete de la Moncloa, afirma Mingo, y nunca nos ponemos de acuerdo, camarada, pero es lo mismo: una foto de compañerismo revolucionario, un recuerdo de la juventud impulsiva y libertaria, eso es todo, señor, a fin de cuentas él no era más que un pobre miliciano que cumplía órdenes. Dicho por Java con palabras o gestos de la abuela: que un día del mes de junio del treinta y siete, cuando la escabechina de los pañuelos rojos estaba en marcha, su hermano desapareció del mapa y ahí quedó la foto y esa hoja del calendario acumulando polvo, y que la abuela no ha querido arrancar. Una mañana temprano Martín y el Tetas cazaron un gato y lo ahorcaron en la portería del campo de fútbol del Martinense, yo llegué cuando lo despellejaban y propuse llevarlo a la abuela Javaloyes: le sale de bueno con cebolla y papas tostaditas, parece conejo si le pone unas hojitas de laurel, ánimo, abuela, que hoy nos vamos a chupar los dedos, le dije. La vieja nunca se ríe ni suele hacernos caso ni mucho menos oírnos, pero ese día nos dijo por señas que la comida sería mañana domingo a la una. Martín y el Tetas no pudieron ir pero yo sí, toda la mañana estuve en mi parada de tebeos de la plaza del Norte y a la una me acerqué a la trapería, no estaba Java y el gato había desaparecido; sólo quedaban los huesos muy peladitos en dos platos con restos de papas que la abuela vaciaba en el cajón de la basura. Abuela, ¿se lo han zampado usted y Java solitos, sin esperarme?, que le digo, y pareció sorprendida, no me esperaba tan pronto. Qué mala jugada, abuela, yo no me merecía esto, ni la cola me habéis dejado. Entonces me fijé en el tenedor manchado de carmín, y también en el vaso, soy muy observador, camarada, no dije nada pero de pronto se me hizo todo claro: aquellas sortijas de hueso que Java vendía y las pequeñas limas de joyero que Mingo le traía del taller, tantos crucigramas y tantas pajaritas de papel por los rincones, el crujido de la mecedora y el tararí de la radio en las puntuales horas del diario hablado… Gruñendo y con peor malauva que de costumbre, la abuela trajinaba en la cocina y al final me echó a la calle casi a patadas al tiempo que deslizaba una mandarina en mi bolsillo, la pobre. Esa tarde estuve en la Parroquia jugando al ping-pong después del catecismo y al salir ya de noche me dejé caer de nuevo por la trapería. Iba rumiando toda clase de soluciones al misterio, camarada, y recuerdo que me perdí. A mí me pasa una cosa rara, señor: conozco bien la ciudad pero en el barrio a veces me pierdo, confundo las calles. Por fin, al doblar la esquina del campo del Europa, vi el taxi parado ante la puerta y pensé que era la viuda con el alférez; pero en seguida vi a Java saltando del taxi para meterse rápido en la trapería. El taxi tenía la puerta abierta y ni siquiera paró el motor. Ella estaba preparada porque apareció en el acto y Java la ayudó a subir, fue la única vez que la vi en persona, camarada. No sabría decirle qué cara tiene, no pude fijarme; unos pelajos rubios y una boina, una gabardina gris, un bolso de larga correa colgando al hombro y una pierna con katiuska metiéndose velozmente en el coche. Java cerró la puerta y se quedó un rato allí viendo al taxi alejarse. Escondido en un portal, yo dejé pasar unos minutos y después entré a verle: Java estaba arrimando a la pared las pilas de diarios y revistas. Qué hay, dijo sorprendido al verme, y yo bromeando: ¿sabían que comían gato, legañoso, se lo ha dicho la abuela, o creían de verdad que era conejo? Pero contestó con una evasiva, el puta: cómo quieres que la abuela diga nada si es muda, animal, y yo: por señas, hombre. Y nos echamos a reír. Sabes andar solo por el mundo, Sarnita, me dijo, pero en el barrio te pierdes y en esta trapería ves visiones. Así que era por eso, le diré, por eso la persiguió hasta encontrarla, ya le había traído otras pero ésa es la que más le gustaba, ¿qué tiene de raro?, imagínese lo que debe ser meses y años encerrado a oscuras y solo, ¿cuánto tiempo puede aguantar un rojo sin chingar, camarada, y perdone la expresión? Se veían pues para eso, a veces compartían un potaje de lentejas y un plátano, y luego fornicaban, señor, fornicaban. Sus largas piernas forradas con medias negras se prolongaban más allá de las ligas, magníficas y escandalosas. En una época en la que escaseaban los grandes idilios y las pasiones devastadoras, porque lo primero era sobrevivir, él supo colocar a su puta sifilítica en el centro de sus sueños, de sus pesadillas y sus delirios de libertad: ella será su espía y su aventurera, su rubia platino, su mujer fatal, su triste marmota, su meuca barata y todo lo que podía permitirle una imaginación extraviada y resentida, insomne. No se acostaba jamás porque ya no conseguía dormir, tenía el colchón listado de rojo y blanco pero no lo usaba, se reclinaba en la mecedora y estaba horas meciéndose, golpeando el suelo con la punta herrada del bastón, reclamando la presencia de una nueva furcia siempre con la esperanza de que fuese ella o al menos se le pareciese un poco, ordenando que satisficieran sus urgentes necesidades, nuevas posturas, nuevos masajes en las piernas deformadas por la inmovilidad, etcétera. Su vida era una vida contemplada en un retrovisor que se aleja, que se hunde en la noche, despegada de él, como si no fuera la suya. Parece que se conocían de mucho antes, le diré que dicen, que él y otros milicianos ya la habían tratado cuando estaban de permiso y hasta quizá fueron novios, ésa tuvo muchos, a los quince años empezó a putear bajo la manta de un patrullero, dicen. Así que ya lo tiene usted aclarado: una vez al mes Java le traía a una furcia, no, no creo que ella le cobrara nada, ya le digo: era una cosa más bien romántica. Sí que es extraño, sí, ya no quedan putas así, tan generosas, ¡ay, por la salud de mi madre se lo juro, camarada imperial, es la pura verdad; ay, que me hace saltar las pupas de la closca! Está bien, espere, sé más cosas pero conste que le he dicho la verdad. ¿Cómo si no pueden explicarse las visitas a la trapería que hacía la dueña del bar Continental, esa zorra que trafica con meucas? Pero hay más. Por si no me cree voy a contarle otra versión del asunto, otra historia del escondido y la raspa perseguida, un rumor que circula por ahí y que coincide con mi historia verdadera en casi todo y además trae lo de la cicatriz. ¿Sabía usted que tiene una cicatriz en el pecho izquierdo, camarada, sobre el corazón? ¿Sabe usted cómo y quién se la hizo? Pues dicen que su tío, cuando aún era jefe de patrulla, le concedió un día permiso para ir al frente a visitar a su novio, y que decidió aprovechar el viaje de la chica para hacer llegar un mensaje secreto muy importante, un trocito de microfilm. Ante el temor de que ella cayera en manos del enemigo hizo que un médico le cosiera la película bajo la piel, unos dicen que en el hombro muy cerca de la nuca y otros en el pecho izquierdo, esto no ha podido saberse de seguro pero es igual, ya verá, porque ella nunca pudo entregar el mensaje a Durruti, que dicen que por eso lo asesinaron. Cuando llegó al frente, su novio había muerto y los nacionales habían reconquistado Fuendetodos, avanzaban ustedes arrolladores y salvadores y ella no pudo conectar con otra persona para entregar el documento, esta persona dicen que era el hermano de Java con el cual Ramona ya había follado en vida del novio, así que sola y asustada regresó a Barcelona pero tardó un año en ver a su tío, y cuando quisieron extraerle el trocito de película ya no lo encontraron. Le abrieron las carnes pero el celuloide había estado todo este tiempo viajando por su cuerpo bajo la piel, deslizándose sin hacer daño ni ruido hacia nadie podía saber dónde, y hasta le dijeron: quizá cerca del corazón y si es así vas lista, un día te lo pincha y adiós, al cementerio. Igual que lo del alférez Conrado, camarada, usted le conoce bien: también dentro de su cuerpo la metralla viaja, ya le ha paralizado las piernas y le ha torcido el espinazo y poco a poco le va destruyendo las células y los tejidos, pobrecillo héroe, el tiempo trabaja contra él y lo devorará en poco más de treinta años, qué tragedia para un vencedor del bolchevismo ir pudriéndose día tras día en su trono de ruedas, y bajo palio, qué putada, no somos nada. Así que por fin un día Java encontró a la criada convertida en una cualquiera. El escondido preparaba su escapada a Francia en un buque de carga y había decidido llevarse aquel documento, nunca es tarde y puede serme útil, pensó, y fue ese día que vimos a la abuela tirando a la basura algodón y gasas manchadas de sangre, toda ella oliendo a alcohol: le quitaron el celuloide del hombro o del pecho, eso no se sabe de cierto; y debió ser allí mismo, en el cuartito tapiado, al abrazarle él tocaría casualmente con los dedos el bultito bajo la piel y decidió abrir cuanto antes, así le quedó una nueva cicatriz. Eso dicen pero yo no acabo de creerme la historia, camarada, yo creo que sólo buscaba compañía y acostarse con ella y que el trocito de celuloide sigue debajo de su piel, en alguna parte de su magreado cuerpo de fulana, quizás ha corrido tanto que ya está en su pierna o en el otro pecho, vaya usted a saber, puede que esté dando vueltas en su cintura y siga así eternamente. Siempre que la imagino trabajando debajo de algún tío, veo manos y manos recorriendo su blanca piel y palpándola despacio en busca del bultito, la costura, la señal, como si todos sus folladores fuesen espías o polis o falangistas, porque vamos a ver, ¿tanta importancia tiene esta furcia que todo el mundo anda tras ella?, le diré, todo esto parece un complot remoto e incomprensible, señor, una venganza viejísima cuyos motivos todos los complotados ya olvidaron. En fin, que el marinero decidió un día abandonar su escondrijo, dicen, y embarcó para Marsella y fue a morir a Argeles en un campo de concentración, ahora se ha sabido: un atracón de garbanzos y de harina cruda, el pobre, vio unos sacos de reparto y no se pudo contener de hambre que llevaba, a puñados se lo zampó y allí mismo cayó con el estómago perforado. No, señor, no es de mentir que se me caen los dientes, ya no soy ningún crío; es por falta de cal, es de debilidad y del vino que mi padre llevaba en las venas. Pero mire, tengo un diente de plata que nunca se me caerá. Y si me hostia como al Tetas, pues espere, le diré, hombre, encima que le regalo una Parker auténtica, si averiguo algo más prometo decírselo, yo siempre estoy alerta. ¡Ay! déjeme ir con mi madre que me está esperando, juro que me portaré bien y no haré cochinadas con las niñas, lo juro, señor, adiós, le diré, vaya mierda de pluma que te llevas, desgraciado, que eres un lacayo de la cruzada y así se te pudra el ojo de cristal si es que algún día te lo conceden por los servicios prestados, que lo dudo, tuerto de mierda y en fin, camarada, sólo una cosa quería pedirle antes de irme: ¿me deja ver la Star, empuñarla un momentito? Pam pam, quién tuviera una igual. 15 Asoman el tabaco y el librillo y poco después el vino y el ranchillo, patatas con lentejas o un tazón de malta con pan migado, a veces la sorpresa de un plátano, dos si hay visita. La boca se hace agua cuando oyes apartar los papeles que tapan la gatera. Dos plátanos pinzando el periódico, por fin, a ver qué embustes lleva hoy. Leyendo cuatro elementos subversivos que habían cruzado clandestinamente la frontera muertos a tiros en las cercanías de Sant Llorenç de Munt por fuerzas de la guardia civil. Durante el tiroteo una bala perdida hirió de gravedad a un muchacho del campamento del Frente de Juventudes instalado en las proximidades. Iban seis… Y entre las páginas de información gráfica extranjera, un mensaje de Palau citándole donde siempre pasada la medianoche. —Iban seis, Marcos, y sólo dos consiguieron escapar —Palau en el bar Alaska—. Fue al día siguiente de cruzar la frontera, en un camino poco conocido que bordea el monte. Se lo dije a Sendra, se lo repetí: no lleves a tanta gente que toparás con los civiles… Y mira. Vaya panorama, ahora. Meneses con la muñeca agujereada desde hace dos meses, Navarro enfermo, Lage todavía en la Modelo, Sendra liquidado y seguimos sin noticias de Ramón. —Hostia, le dije. Hago bien en cuidarme. Tranquila, come cuando quieras pero no te hagas ilusiones, nena: conejo no es. Pásame el vino. —Y así estamos, esperando —Palau hurgando sus dientazos con el palillo, los labios floridos de cerveza—. Algunos se han dedicado exclusivamente a pasar aviadores ingleses y polacos. —¿Lo pagan bien? —Tengo buenos amigos en el consulado inglés. —¿Cuánto? —Trescientas por cabeza. Pero eso también se acaba. ¿Viste que han desembarcado en Normandía? —Pero entonces Juan Sendra aún estaba vivo, ¿no?, aún no se veía el fin de la guerra, ni siquiera te habían avisado para participar en lo del meublé, ¿de qué estás hablando? ¿De cuándo? —No recuerdo, nena, debió ser antes pero le dije: ¿Tú crees que vendrán, Palau, vale la pena resistir? —Yo no espero nada ni creo nada, yo no sé nada, dijo. Estaba el carota muy excitado y con ganas de darle al gatillo, de modo que tienes razón, debió ser antes del atraco al meublé, una de aquellas noches mías con ganas de estirar las piernas, de paseo nostálgico por el puerto o por el barrio, asustando a niños sin querer, para recalar en el bar a última hora: que no se diga que estoy enterrado, que me olvido de los amigos. Pero ya no había nadie en el Alaska, sólo una borracha encaramada al taburete con su abrigo de pieles, esa rubia que no tardaría en hacerse tan amiga de Viñas jugando a los dados, trompa perdida, tan sola y aburrida y buscando siempre conversación, sorda a las súplicas del camarero que no veía la hora de cerrar, que ya bajaba con estruendo la puerta metálica pero ella ni caso: bromeando con el tatuaje y las sortijas de hueso, te las compro todas, marinero, le hizo tanta gracia que se empeñó en invitarme a pipermints hasta pasada la madrugada, a puerta cerrada y sacándose billetes hasta de las orejas, habría organizado un escándalo si no acepto. Y estuvo contando su vida interminablemente, desde los catorce años que se la tiró un soldado debajo de una manta, dice, hasta yo qué sé, la biblia en pasta, hasta los treinta cumplidos en el lujo y el fulaneo y aún hasta más allá, hasta que habría de diñarla de aquella insospechada mala manera, una noche de invierno de principios del cuarenta y nueve: la cabeza machacada por un mazo de madera en el fondo de un automóvil y enterrada medio palmo bajo tierra en un solar ruinoso, seguramente con este mismo abrigo que resbala de sus hombros desnudos y roza las patas del taburete, con esta misma boca sensual de color violeta y estas rodillas de seda irradiando a la misma altura y un poco excesivamente separadas, quién lo hubiera dicho. Se quedó en que el Alaska era un sitio bastante seguro para cambiar impresiones jugando al dominó, o haciéndolo ver, siempre de noche. Envuelto en el chaquetón azul, la cara lívida entre las solapas alzadas y la boina y las gafas negras, cambia de silla y ponte de espaldas a la puerta, don musarañas, creí que no vendrías esta noche. —¿Qué me quieres ahora, Palau? —Tranquilo. Hoy vamos toda la plana mayor, estarás bien cubierto —Palau consulta su reloj, se levanta, apura la cerveza y se limpia los labios con el dorso de la mano—. Vámonos. —¿Adónde? —Al meublé. Es la hora de los tortolitos. En el vestíbulo alfombrado, cuatro camareros con los brazos levantados al techo y encañonados de cerca por Bundó y el Fusam. El reloj de pared en conserjería señala las cuatro y media de la madrugada. Mientras el «Taylor» se embolsa el dinero de la caja, Viñas vigila en la puerta de entrada y Palau bloquea el ascensor. El Fusam golpea los riñones de los camareros con la metralleta empujándoles hacia la salita de espera, pequeña como una bombonera, y entra con ellos. Los demás se juntan al pie de la escalera, suben corriendo y nos dividimos. A la voz de ¡policía, abran! el cliente de la 110 daría un brinco en la cama soltando las caderas de la pelirroja ajamonada. Tanteando los pantalones, la puerta abriéndose le golpea la cara y lo arroja violentamente al suelo. Navarro tendría tiempo de ver las nalgas de la fulana trotando hacia el cuarto de baño y corre tras ella mientras Bundó encañona al tipo, quieto y no te pasará nada, aparta la cortina de la ducha y la ve acurrucada, cubriéndose la cara con las manos. Arranca de su cuello la cadena y la medalla de oro, luego vuelve a la habitación para vaciar la cartera de él y se embolsa dos sortijas, un broche, los pendientes y el reloj de pulsera. El cliente está de pie junto al radiador de la calefacción, por no moverse no se ha puesto ni los pantalones y en sus hirsutas cejas canosas se acumulan las gotas de sudor. La puerta 206 entreabierta con sigilo, ¿quién?, el «Taylor» introduce el pie y empuja, mete por delante la mano y el revólver. Algo golpea sordamente la alfombra detrás de la puerta y al entrar Pepe como una tromba sus pies tropiezan con un hombre grueso y bronceado en calzoncillos, arrodillado, temblando. En la cama, cubriéndose con la sábana, hay una muchacha con pelo de caramelo y labios lívidos, casi azules, y a su lado una caja de bombones abierta. Que nadie se mueva o lo mando al otro barrio. Registrando las ropas, el «Taylor» descubre dos americanas, dos camisas, dos pantalones… Cambia una fulminante mirada con su compañero en el instante que un frasco se hace añicos en el cuarto de baño. Pepe se vuelve cambiando el revólver de mano y sacando otro de la sobaquera. En la puerta del baño asoma la cabeza arrugada y los ojos desorbitados de un viejo, luego su cuerpo totalmente enjabonado. Tiene manchas rojas en la pelambrera del sexo y unos hilos de agua rosada corren por sus flacas piernas. Apartándole de su camino, Pepe entra en el lavabo. En la bañera hay otra muchacha acurrucada, cubierta a medias por el agua levemente teñida de rojo, gimiendo asustada con los brazos cruzados sobre los ojos. Pepe clava el revólver en la espalda enjabonada del fulano y lo obliga a sentarse en el bidet con las manos en la cabeza. En el suelo hay una botella de champán y cuatro copas, y dentro del lavabo un ramo de gardenias con los tallos envueltos en papel de plata. El atracador corta una gardenia, la huele y la prende en el ojal. La puerta 333 no tiene el seguro echado y Palau sólo precisa girar la manecilla. La luz azulada cayendo como polvo del techo baña a una rubia que yace desnuda en la cama. A la altura de su sexo se agita y porfía la negra y rizada cabeza de un joven, en el lecho hay un espejo y en las paredes sátiros persiguiendo a ninfas. Las piernas de ella se cierran bruscamente, el joven endereza la espalda como sí le hubiesen pinchado y balbucea qué pasa, los brazos en alto. Su amiga tiende la mano hacia la colcha. Quieta como estás, hija mía, ordena Jaime, y con un gesto de la cabeza me indica la ropa colgada en la percha. Palau echa un vistazo al cuarto de baño, vuelve y vacía el bolso, luego los bolsillos del abrigo de astrakán. Lanza un silbido mostrando las pieles a Jaime, que dice déjalo, qué haríamos con esto. Registrando la ropa del fulano, tiro lejos unos sobados pantalones, una maltrecha gabardina y una chaqueta de camarero de la Parrilla del Ritz. Este macarra no lleva ni cartera, digo mirando al muchacho. Mientras, sentada en la cabecera de la cama, sin cubrirse y aparentando serenidad, ella no aparta los ojos de la pistola que Jaime empuñaba unos centímetros de su frente. Jaime impaciente, ansioso: rápido, marinero, estamos perdiendo el tiempo, pero su mirada recorriendo despacio los senos, el tenso vientre con el ombligo, los muslos. Arrodillado en la cama, el mozo ha bajado las manos poco a poco. Al cruzarlas pudorosamente sobre el sexo, Jaime descubre la pulsera en su muñeca. Se la arrebata de un manotazo y observa el escorpión de oro. Palau se lo quita, mira por dónde sale esto, dice y se lo embolsa. Jaime golpea al tipo con el arma, tú quieto, obligándole a levantar las manos otra vez. —¿Quién te lo ha regalado, chato? —Dile: alguien más amable que tú —dice ella. —También puedo serlo, guapa —Jaime sonríe y empuja al chico con la pistola—. Y tú no tengas miedo, ricura. —Di no tenemos miedo —ella otra vez—. Díselo. Jaime la mira hosco, fingiendo desprecio. —Pareces muy valiente. ¿Cómo te llamas? —Adivínalo. —¿Y ese camarero? —Un amigo. Palau ve la sortija en la mesita de noche, el camarero se da cuenta e intenta cogerla anticipándose a él, pero el cañón de la Parabellum le golpea la mano. Suelta, mocoso, dice Palau. El chico se duele cabizbajo y ella lo mira con pena, pasa la mano por su pelo rizado. ¿Tanto te gusta?, susurra Jaime sentándose en la cama, bajando el arma. Pero ya Palau y yo alcanzamos la puerta. Va, caliente, dice Palau abriendo, déjalo para otro día. Bajando las escaleras de cuatro en cuatro, Jaime reclama el escorpión. No, que te veo venir, dice Palau, quieres devolvérselo a la tía ésa. Y Jaime: tú quédate con el broche y reparte con Marcos. Bien, dice Palau, pero ni una palabra al «Taylor» y procura desprenderte del escorpión en seguida, trae mala suerte. Abajo en el vestíbulo, el «Taylor» y Jesús apuntando a los camareros, que ahora son cinco, y delante de la puerta el Wanderer con el motor en marcha y el Fusam al volante. El último en subir sería Pepe, y poco antes de cerrar la puerta le ciegan los faros de un coche bloqueando la salida. Conduce un hombre elegante, a su lado una mujer oculta la cara entre las solapas del abrigo. Pepe ha saltado del estribo desabrochándose la gabardina, el hombre avanza hacia él con cara de qué pasa aquí, súbitamente comprende, retrocede, corre hasta su coche y metiendo la mano por la ventanilla toca el claxon, una y otra vez. Luego se vuelve, pero sólo tiene tiempo de ver a Pepe abriendo la gabardina. Disparando a pie firme con la metralleta, parecía un epiléptico. El otro cayó como un abrigo desprendido de una percha. 16 Deslizarse Escorial abajo en los carritos de cojinetes rebosantes de ginesta, era llevar alegría a las clases de catecismo de la señorita Paulina. Caída la flor del almendro, sus ramas reverdecidas asomaban aún más por encima de la tapia. Braseros inservibles aparecían tirados en las basuras de las esquinas. Los chavalines del Carmelo hacían serpientes de agua taponando con la mano el caño de las fuentes, y ponían en los raíles del tranvía vainas de bala y chapas de botellines que las ruedas laminaban. La flor de nieve vistió de blanco los senderos del parque Güell, y en la hondonada junto al Cottolengo, en las diminutas huertas de la tierra de nadie, los domingos se veían hombres cavando con chaqueta de tranviario y un clavel en la oreja. Nunca volvió a reír la primavera como entonces, nunca. —Y dale con tu canción —bromeaban las mujeres de la limpieza, entonando—: Vamos a contar mentiras tra-la-rá. Dale, Ñito, dale. Pasó entre ellas y sus baldes de agua con el hatillo de ropas y los frascos de formol en el capazo, abrió la jaula de la perrera y entró. Los ladridos se trocaron en gemidos casi humanos, en un resollar penoso. Dejó todo en el suelo, repartió las raciones y los perros se lanzaron a comer meneando los rabos pelados. Animalitos, dijo la más joven, mejor sería que los mataran de una vez en lugar de inyectarles microbios. Pasaron dentro frotando el piso con escobas empapadas en salfumán. Cuando el celador deshizo el hatillo y vieron las prendas de vestir, palmearon admiradas. Ñito acariciaba a los perros. —Oye, a ver si te buscas un lío por hacernos un favor —dijo la mujer sobando las prendas—. ¿Lo saben las monjas, seguro? —En las maletas se estaba pudriendo. Mejor que la aprovechéis. —Pues sí. ¿Por qué no traes más? Inmóvil, los ojos entornados, como si durmiera de pie, se pasaba largos minutos observando a los perros. Sucios, flacos, callejeros, sin edad y sin raza, tensos sobre sus patas despellejadas y llenas de pupas, las fauces entreabiertas y rezumando mucosidades. Veía sus golpes de cuello al engullir, los lengüetazos, el ojo que no gira, vigilando, esperando ver caer de lo alto otra ración o quizá un golpe. Más allá de las rejas, de la vibración de alambres que repercutía en el amplio local, ya veía mañana a Sor Paulina preguntando qué pasó, celador del demonio, y por qué. Ellas, las fregonas, habrían de contestar por él: que fue por hacerles un favor, que no era tan mala pieza después de todo; que estaba tranquilamente viendo comer a los chuchos mientras ellas revolvían blusas y faldas palpando admiradas la calidad, distraídas; que habrían llegado a olvidarse de que estaba allí, un poco más bebido que de costumbre pero sin que se le notara mucho, de no ser porque en cierto momento pidió un cubo de agua clara para dar de beber a los perros; recordarían también, si querían ser imparciales, que en ese momento ya había recogido el capazo del suelo por si acaso; y que ni siquiera luego, cuando quiso cerrar la puerta con una sola mano y no consiguió ni moverla, atascada en el desnivel del piso de cemento, consintió en desprenderse de su carga, el testarudo. Y entonces los perros se lanzaron a sus pies, casi le hicieron caer, y volcaron el capazo con los frascos de formol conteniendo las disecciones. —Qué horror. Qué espanto —dijo Sor Paulina—. Hijo mío, hijo mío. —No pude evitarlo, Hermana. Pues aquella primavera que el padre de Luis Lage salió de la cárcel y corrimos a decírselo al chaval, que estaba haciendo cola en la panadería de la plaza Sanllehy y no quería creernos, que sí, Luisito, corre que ya está en casa abrazando a tu hermanita y a tu madre, ese día estaban Java y el tuerto sentados en un banco y charlando amistosamente, como haciéndose confidencias. Que se chivata, Sarnita, que nos quedamos sin pólvora y sin refugio. Que no, Java no puede hacernos eso, no es un soplón. Y salió Luis disparado de la cola, le reían los ojos corriendo loco de contento y todos le seguimos, incluso le pasamos porque el pobre a los cien metros ya estaba con la lengua fuera y tosiendo, este chico un día se nos muere. Al doblar la esquina vio a su padre fanfarroneando en medio de los vecinos que acudían a saludarle, se exhibía con los brazos en jarras, provocador y violento, la cabeza pelona, los anchos pantalones del mono azul sujetos a la cintura con una cuerda. Luis corrió hacia él con los brazos abiertos, pero cuando le faltaban unos diez metros, su padre, sin duda para impresionar a su público, para consolidar aquel prestigio de tipo con agallas que siempre tuvo, clavó de pronto la rodilla en tierra con estilo impecable, contrajo fugazmente la cara empuñando una imaginaria metralleta y vació el cargador sobre Luis haciendo tata- ta-ta-ta. Con sonrisas medrosas, los vecinos se echaron hacia atrás. Luisito se paró en seco, retrocedió y pegó la espalda contra el muro con los brazos en cruz. Quizá por seguir la broma, quizá porque las piernas realmente no le tenían, se dejó resbalar poco a poco hasta el suelo cerrando los ojitos en blanco, doblando la cabeza sobre el pecho, la cara blanca como el papel. Tan bien lo fingió, si es que lo fingió, que irritó a su padre: si es una broma, coño, dijo, caguetas, pero hablando más bien de cara a la galería, a los vecinos: ya verás cuando cambie la tortilla lo que haremos con algunos que conozco, ya verás, todos están en la lista. Luisito lo miraba fijo con sus ojos de fiebre. Riéndose, su padre lo alzó en vilo contra el cielo azul y lo besó, pero él había empezado a llorar silenciosamente y le echó los brazos al cuello diciendo no te vayas, padre, no vuelvas a irte. Ya debía estar muy enfermo. Fue este mes o el siguiente que Luisito se apuntó a la lista del delegado para ir a campamentos juveniles, juraba que ya tenía la boina roja y el machete con su funda, pero nunca nos lo enseñó. El Tetas, los domingos, bajo el roquete de monaguillo, decían que también llevaba la camisa azul con la araña bordada. Y poco a poco todo estaba cambiando. —Te ha crecido mucho el pelo, Sarnita, ya casi no se ven las costras. —El tiempo lo cura todo, hasta la sarna. —Oye, ¿tú eras de los alemanes o de los otros? —¿Lo dices porque han perdido, chaval? —Son traicioneros y cobardes. —Eso los japoneses, atacan siempre por la espalda con la bayoneta calada, ¿no habéis visto Guadalcanal? —Tengo hambre. Martín preguntó qué estarán tramando Java y Flecha Negra tan juntitos en ese banco, y el Tetas dijo ya no es el mismo, está encoñado de la Fueguiña y pasan las tardes juntos en el terrado de la Casa, haciendo manitas. Van a pasear al parque Güell y se dan el lote, añadió Amén, y también les han visto en los autos de choque de la plaza Joanich y en el Delis. Está enfigado, quién lo hubiera dicho. Habían notado que Java empezaba a aislarse, a rondar los billares con los ganapias, a tumbarse en la hierba y a mirar el cielo, solo. Habían visto su misteriosa sortija nueva, una calavera de plata con llamas azules en los ojos, y conocían sus pretensiones de colocarse de dependiente en una tienda de joyería. Entrecerrados los ojos con exagerada malignidad, apurando los últimos vestigios de una percepción que se resistía a dejar de ser infantil, Sarnita escrutaba sus movimientos a través del sol que inundaba la plaza: Java recostado en el banco con su aire perezoso y felino, sin dejar de hablar, y a su lado el alcalde con los brazos cruzados y un poco inclinado hacia él, el ojo bueno entornado, amodorrado. —Están fumando la pipa de la paz —dijo—. Las cosas que hay que ver: Flecha Negra y Caballo Loco tan amigos. —Conozco a un legionario —dijo Martín— que a esa distancia podría leer lo que dicen por el movimiento de los labios. Mejor que la abuela Javaloyes. —Yo también —dijo Sarnita—. Eso está tirado. Fíjate, me concentro en sus bocas y ya está. Silencio… Ahora se muerde el labio, se relame y dice más o menos: el túnel, camarada, el túnel largo y negro donde mi hermano se perdió un día huyendo bajo la lluvia… —¿Y eso qué quiere decir? Entonces, ¿qué año era ya?, habían mejorado mucho las basuras que la nueva criada del chalet de Susana tiraba en la esquina, ya se encontraban huesos de pollo y cabezas de pescado, latas de mermelada y hasta alguna botella de champán. Un día apareció el plumier rosa de Susana entre diminutas mandarinas podridas. De los servicios de beneficencia de Las Ánimas o de la propia viuda, Java seguía recibiendo de vez en cuando algún lote de comida y medicinas para él y la abuela, pero dinero ya no le sacaba a la doña desde hacía tiempo. La última vez que la visitó, ella le dio las gracias por todo y dijo que ya no le necesitaba, que la Congregación había resuelto no ocuparse más de esas pobres descarriadas; que otros organismos ya las controlaban y gracias a Dios la moral y la decencia volvían al país. Java se iría confundido y despechado, y seguramente decidido a contar la verdad en la próxima ocasión: comprendería que ya no eran rentables los tapujos, y que no tenía sentido mantener en secreto el domicilio de la antigua criada de la doña, suponiendo que la doña aún estuviera interesada en ello; ni siquiera estaría seguro que fuese un secreto para nadie o que lo hubiera sido alguna vez; además, tenía proyectos más urgentes, en función de los cuales sin duda pensaría que lo mejor era liquidar honradamente el asunto dejando buena impresión, diciendo la verdad verdadera. Tres días más tarde, sin haber cumplido aún aquel propósito, llegó con retraso a la cita del segundo piso de la calle Mallorca. Al igual que los desechos tirados en la esquina, las meriendas en el saloncito verde mejoraban de día en día: ya no eran resecas empanadillas y vasitos de leche fría, sino humeantes tazas de espeso chocolate y rebanadas de pan blanco, mantequilla de la buena y mermelada. Pero ese día no recaló en el saloncito para ser presentado a la que había de ser su compañera, sino que fue introducido directamente al dormitorio. Pensó que era por llegar tarde, pero ya en el pasillo, flanqueado por el sordo fragor de espadas chocando y caballos encabritados, una sospecha se apoderó de él. —Hoy no sé quién es, hijo —dijo la mastresa—. A última hora me han avisado que no viniera con la Beni. Que tenían a otra. Parece que ya está aquí. —¿Quién es? —No lo sé. Lo único que puedo decirte es que cobrarás el triple. —¿Y eso por qué, mastresa? —Tú cobra y calla, tonto. Lo primero que vio, al cerrarse tras él la puerta del dormitorio, fueron las joyas emitiendo cariñosos destellos sobre el velador: un nomeolvides de oro, una medalla de pulido bisel y una sortija con una calavera de plata y dos aguamarinas por ojos. Luego, sobre la cabeza canosa de Torrijos en la alfombra, sus zapatos color trigo, lustrosos, elegantes, con los calcetines rojo cereza al lado. En el respaldo de la butaca colgaba la camisa de seda azul, el traje marrón a rayas blancas, cruzado, y la corbata amarilla. Y al volverse le vio en la cama con la sábana hasta la cintura, brillando a la luz de gas su torso lampiño, una mano bajo la nuca y la otra en alto con el cigarrillo, mirándole con una indiferente complicidad. Era su vivo retrato: la misma piel morena y sedosa, el mismo pelo ensortijado y los mismos ojos estirados hacia las sienes como los de un gato, además de aquella otra relación felina que establecían los hombros con la nuca: cuando se inclinaba un poco hacia adelante, una cualidad de pantera al acecho. Java escrutó de reojo la cortina, que se movió un poco. No rehuyó esta nueva e imprevista situación ni lo que se esperaba de él, fuese lo que fuese. Lo único que hizo fue desnudarse detrás del biombo de querubines anacarados, y dejarle al desconocido la iniciativa. La cabeza colgando fuera de la cama, mordiéndose el labio a un palmo de la alfombra, debió entonces pensar en los kabileños del barrio y la negra distancia en que quedaban, tal vez insalvable, muchachos tan dispuestos que nunca conocerían incidentes como aquél, que nunca tendrían una oportunidad. Así, sentiría más hondamente el vértigo del despegue, la emoción anticipada del adiós a tantas cosas. Sobre la luz de gas derramada en la playa ficticia de la alfombra, intentaría concentrarse en el caprichoso poder del que dispuso la espectral escena y en el rumor expectante del mar, en la arrogante aceptación de la derrota mirando más allá de la muerte, en la crispación de los puños maniatados y de las lívidas caras donde asomaba la sequedad del hueso, una carne yerta que mucho antes de sonar la descarga ya había dejado de recibir el flujo de la sangre. Uno de los condenados parecía que no se tenía en pie. La playa se repetía en sus ojos como una desolación sin nombre. Cantos rodados forrados de musgo, cáscaras tal vez de mejillones pudriéndose y manchas de sangre desvaída en la arena. No era capaz de mantenerse en pie ni a la de tres, las piernas se le doblaban y acabaría por sentarse en un charco de agua espumosa que las olas, en su vaivén, renovaba constantemente. Viejo de años o envejecido de golpe, alelado, hablando solo, una ruina coronada por la nieve de los cabellos y el sombrero de copa del cual no quería desprenderse, quién sabe por qué. Por todos los medios tratarían los civiles de mantenerlo erguido, pero él se dejaba caer. El pelotón se puso nervioso. El oficial ordenó que lo sostuvieran por los sobacos. Pero al soltarlo, en el último momento, volvía a caer, y el oficial desistió. La primera descarga lo pilló sentado, la cabeza sobre el pecho, las manos atadas chapoteando en el charco, como un niño jugando a la orilla del mar. Una hora después, mientras el desconocido aún se vestía, Java ya estaba en el pasillo recibiendo el sobre de manos de la mastresa. El triple, en efecto. ¿Qué tal?, preguntó ella. Bien. ¿Quieres comer algo, hijo?, no tienes muy buena cara. No, estoy bien. Al comentar que el precio era justo, ella dijo que sí, pero que la otra había cobrado el doble que él: me ordenaron echarle el sobre por debajo de la puerta, dijo, pero antes de hacerlo conté el dinero. Java guardó silencio un rato, luego dijo: ¿Cómo se llama, mastresa?, y ella: ¿No se lo has preguntado? En el sobre ponía Ado, Adoración será. Tuvo una corazonada que al anochecer le llevó al café Oro del Rin, a la tertulia del alférez. Y entre aquel rumor de conversaciones y tintineo de cucharillas en gruesas copas, ahí estaba Ado, sentado ante un batido de chocolate y junto al pagano, un joven de tez pálida y cabellos planchados, leyendo el periódico. Vio también, a su derecha, al alférez inválido charlando con unos amigos. Evolucionaba entre las mesas un enjambre de camareros flacos serviles y socarrones. Le hizo una seña sin que lo vieran los demás, y el chico se levantó, llegó hasta él y lo acompañó a la barra. Que no se entere Alberto, por favor, dijo, que no nos vea. Pues vamos abajo, dijo Java, tenemos que aclarar algo. Y en los urinarios añadió, chaval, has cobrado el doble que yo y no es justo, así que a repartir ahora mismo o sales de aquí en globo. ¿El doble? ¿Y quién me asegura que es verdad?, empezó a sonreír, pero Java lo agarró por las solapas del traje cruzado alzándolo a un palmo del suelo y lo arrinconó, tenía prisa: clavó la rodilla en su bragueta, pero no vio esfumarse la sonrisa hasta que le disparó el salivazo entre ceja y ceja, certero y compacto, que yo no bromeo, sarasa, dijo, tendrás que creerme. Ado farfulló una excusa, pálido, pestañeando conmovido: no nos conviene armar follón, aquí no, si se entera Alberto verás la que se forma. Explicó que su Alberto era joyero y gran amigo de Conradito, por lo que éste no quería que se supiera lo de esta tarde en el piso de la calle Mallorca; que cuando el alférez le dijo, Ado, por qué no vienes un día a tomar una copa en casa, pero no se lo digas a Alberto, él no sabía que sería para eso; que él nunca había engañado al joyero, es la primera vez y me matará si… Te mataré yo si no repartes ahora mismo, cortó Java. Otro rodillazo y Ado se estremeció, balbuceando espera, te regalo esta sortija, ¿te gusta? Java la guardó en el bolsillo sin mirarla pero no cedió en su acoso. Oyó una tosecilla a sus espaldas: el joyero estaba de pie en el último escalón, doblando el periódico cuidadosamente. Java soltó al chico, que se acercó a su amigo con ojos mohínos. Éste ni le miró y Ado se escabulló escaleras arriba. Muy despacio, el joyero bajó el último escalón y avanzó desbotonándose. Lo que pides es justo, dijo, ven mañana por la tarde que todo se arreglará. Acércate, ¿no tienes pipí?, yo me moría de ganas. Cuando al día siguiente volvió al café, pudo comprobar que allí la vida seguía como si tal cosa; apacibles tertulias de señorones y policías, parejas de nuevos ricos y maduras fulanas calentándose al sol tras los cristales que daban a la Gran Vía. Sin embargo, mientras esperaba, tuvo ocasión de ver cómo la palmaba un respetable cliente a causa de un fulminante ataque al corazón; parecía imposible estirar la pata en aquellos divanes de cuero, una clara tarde de abril, rodeado de putas caras y de serviles camareros, en aquel mundo tan sosegado y regalado. En medio de la confusión que se originó, llegó el joyero y le hizo tomar un coñac en la barra para que se le pasara la impresión, y luego lo llevó a su tienda de las Ramblas para discutir una posibilidad de trabajo. Pues todo eso, que es tan fácil de suponer y no le cuento, porque no es para contarlo, no se supo hasta mucho después. Se volvió astuto y reservado, Hermana. No nos contaba nada, no era para contarlo. —Tendría usted que haber visto en las maletas sus camisas entalladas y sus zapatos de ante —añadió—, sus gemelos de oro, sus corbatas de seda. Seguro que no se iba a casa con menos de setenta mil al mes… —Trabajaría duro y honradamente —dijo la monja—. Se ganaría la confianza de sus superiores, ahorraría. Escogió una buena chica, se casó, y supo conservar y aumentar esos dones de Dios. Que tú hayas arruinado tu vida, no te da derecho a malpensar de los demás —y brillaron sus mejillas de marfil al ampliar una sonrisa o mueca, añadiendo—: Que el que ha querido prosperar y gozar de buena salud, lo ha hecho, en tantos años de paz y penicilina. —Sí pero no, Hermana. Usted es demasiado buena. —¿Yo buena? Si supieras. —Lo sé todo, chavales, desde aquí leo sus labios. Le dice: yo buscarte, Flecha Negra, yo fumar contigo la pipa de la paz, yo decir toda la verdad. —Cuenta, Sarnita, cuenta… 17 Que lo vieron entrar en el túnel, pero no salir; que fue la última noticia que se tuvo de él, palabra. Sin pitorreo lo digo, camarada, al contrario, con todo mi respeto por usted, yo admiro a los que triunfan en la vida. Cuando era chófer particular usted perdió un ojo, pero ha ganado una alcaldía de distrito, no está mal, si me permite opinar. Exactamente: Javaloyes, pero casi nadie me conoce por el apellido. Estoy molido, todo el día con el saco al hombro, tengo el Haiga escacharrado y la abuela con reuma. Lo veía a usted parando a los chicos por la calle y siempre me decía qué espera para preguntarme si también me gustaría ser flecha… No, no hemos vuelto a saber de mi hermano y es mejor así, la tierra o el mar se lo tragó hace años, palabra, y en cuanto a la pandilla, pregunte lo que quiera, pero sepa que no puedo apuntarme a campamentos, no puedo dejar sola a la abuela y además ahora tengo otros proyectos. ¿Ve esta sortija de plata? Es de fundición, repujada. No, ya no vendo aquellas porquerías de hueso. No señor, no estaban hechas por nadie escondido en ninguna parte, eran trabajos de artesanía que hacía el marido de la Trini cuando estaba en la Modelo, ella me pasaba el género y yo lo vendía, más que nada por hacerle un favor. Miseria, camarada, miseria y compañía. El trabajo de ahora es otra cosa, está al caer: en una joyería, pero no en plan como Mingo Palau, no jodiéndome en un sucio taller, sino a base de tienda de lujo y clientela de postín, en Las Ramblas, de momento haciendo recados pero con el tiempo seré viajante o encargado, por ésas, alcalde, lo juro. Deséeme suerte, la voy a necesitar; yo siempre he sido cumplidor pero esta vez voy a necesitar toda la suerte del mundo. Escuche esto, camarada: he de abrirme camino como sea, quiero sacudirme los piojos y la mugre de la trapería y perder de vista este saco y esta romana, olvidarme para siempre del barrio y las denuncias, las revanchas y los abusos, la intolerancia de unos y la sumisión de otros y el canguelo de todos, usted me entiende. Un día apilaré toda mi ropa harapienta en medio de la calle y le echaré alcohol y la quemaré y después tiraré las cenizas a la cloaca, para que no quede ni el recuerdo. Por la memoria de mi madre que lo haré, camarada. Y arrancaré las legañas de mis ojos enfermos y me largaré de aquí y me pondré camisas de seda y chalecos azul celeste y zapatos de gamuza y gemelos de oro. Es una promesa y que usted lo vea, señor, deséeme suerte. Ya veo que habló con Sarnita, ese bocazas. Qué quiere que le diga, camarada. Películas. ¿Qué se puede decir de una aventi de Sarnita que empieza diciendo qué se puede decir de una puta roja que empieza diciendo qué decir del hombre que amo y vive oculto varios metros bajo tierra con su mecedora y sus crucigramas y que dice no volveré a ver el sol, Aurora, mi hermano nos traicionará? ¿Qué decir de un rosario de embustes que el roce de tantos dedos y labios acaba convirtiendo en un rosario de verdades, o al revés? ¿Qué puñeta tienen esas mentiras de Sarnita que en su boca se hacen más verdaderas que la verdad verdadera? ¿Qué decir de esos cuentos de miedo que hacen reír a los mayores, y de esas historias del malo que empieza a volverse bueno y del bueno que acaba siendo malo? ¿Acaso no se podría decir lo mismo de todo el mundo en el barrio, camarada, acaso usted mismo no empezó siendo un revolucionario de los luceros y no está ahora de criado y recadero y apechugando por conveniencia, acaso no se han rendido todos a la evidencia menos esos insensatos de los maquis? Sí señor, estuvo en casa pero una noche se largó quién sabe adonde. Quitó unos cuantos ladrillos agrandando la gatera en la pared que él mismo levantó años atrás, y se echó a la calle con su boina, su chaquetón de marinero que nunca había visto el mar y aquellas gafas negras de ciego que camuflaban sus famosos ojos azules. Adiós, hermano, buen viento. Estaba allí como una rata asustada no desde que entraron ustedes, qué va, de mucho antes y por culpa de los bolcheviques y la misma República, ya conoce usted la historia: el otro, Artemi Nin, aún se estará pudriendo en la Modelo si es que no lo han fusilado ya; los que lo querían vivo sólo encontrarían un esqueleto, un hombre consumido y deambulando por la playa sin saber que va a morir, perdido el juicio, emperrado en caer con sombrero de copa; un anciano roído por la arteriosclerosis y la desmemoria que ni siquiera podría tenerse en pie frente al pelotón y que ya no valdría ni para el matadero… No tengo pelos en la lengua, no señor, y nada que ocultar, nada que no haya dicho ya. En efecto, allí estuvo: qué lata, qué rollo, camarada. De espaldas sobre el colchón días y noches enteras, los ojos en el techo, puestos en el tranquilo avanzar de una telaraña o una grieta, reconstruía las ruinas de este barrio piedra por piedra, olfateaba con la memoria el hambre y la miseria de estas calles, los sueños de los amigos que duermen bajo tierra preñados de engaños y de metralla, la esperanza de libertad todavía insepulta. Al revés que yo, él quería aún recuperar de algún modo la mugre y las barricadas, la sarna y el odio, quería nuevamente quemar los púlpitos y los altares, saquear las villas y los profundos pisos de los ricos y disponer por última vez de la pólvora y el fuego que había de salvarnos. Aquello no era mi hermano, señor, nunca pensé que podía ser mi hermano aquel sucio guiñapo: una voz hablando sola, una memoria en continua expansión, vasta y negra como la noche, retrocediendo en el recuerdo y también anticipándose a él, adelantándolo para verlo llegar desfigurado, desmentido, devorado por las musarañas del olvido y de la mentira en la medrosa memoria de la gente. Como el calendario de la abuela que repite la misma fecha día tras día, manipulaba un tiempo que no fluía desde el pasado, sino desde el futuro, un tiempo sepulcral que él veía venir y echársele encima como una losa de silencio. Quién sabe lo que será de esa voz el día de mañana, camarada, ojalá se pudra y mis hijos no tengan que oírla nunca, ojalá no quede ni rastro ni eco de ella para nunca jamás. Sí señor, la vida vista por un agujero. Imagínese un cuartucho subterráneo alumbrado con una vela, las paredes rezumando un sudor lívido y el suelo cubierto de limaduras de hueso, crucigramas a medio hacer y pajaritas de papel; un colchón apestoso y toallas, montones de revistas y periódicos, colillas, una navaja y limas. ¿Se lo imagina, lo ve usted a oscuras y solo, tosiendo por sentirse, estrellando botellas contra el suelo por oírse, es usted capaz de imaginarlo envenenándose de imágenes reales y soñadas, día tras día y noche tras noche, rumiando qué?: silbidos de metralla, gemidos de amor, deseos quemantes acariciando la toalla con dedos de fiebre y envueltos los dos en el incendio de su propia impotencia y de sus ansias de venganza, olfateando el masaje derramado del frasco que siempre, cada vez, tenía que romper contra el suelo para que en su ratonera se conjugara la mezcla de pavor y deseo de ser descubierto, y que necesitaba para vaciarse en cualquier rincón oscuro, como un perro. ¿Compasión de él, dice? ¿Mala conciencia? Sí, cuando en sus noches de insomnio debía ver tantos muertos bocabajo en el fango, tantas trincheras igual que pozos de carne corrompida en el llano del Turia y tantas mujeres y niños aplastados bajo las bombas o ametrallados en las afueras de los pueblos, tantos amaneceres de fuego y esmeralda, campesinos asesinados con los testículos en la boca, muchachas con la cabeza rapada y un tiro en la nuca, cráneos chafados de aristócratas, curas acribillados en las cunetas y columnas de hombres harapientos cruzando la frontera, arrastrándose en la nieve, corriendo entre la alta hierba hacia la bomba que estallaría muchos años después; espiando sus cuerpos desnudos abrazados sobre la playa al amanecer, entre los fusilados, o afanándose todavía en la cama, sus bocas chocando y él agazapado detrás del agujero, siempre a salvo y seguro sobre ruedas: un repugnante futuro bajo palio-refugio envuelto en los tufos del incienso y los espejismos, la mentira y el terror, el hedor de sus propios orines y de su caca que al final ya no era capaz de controlar, una vida de triste párpado y de silencioso pus en la pupila y un agujero para mirar, para acaudillar las alegrías y las penas de los demás. Cada día pareciéndose más a ese retrato suyo que le reserva la memoria por venir, cada día más y más y sin remedio viendo su imagen conformarse a esta miserable imagen de mañana: un anciano pálido y abotargado entre dos ruedas, una momia, un artrítico parpadeando como una muñeca y balbuceando, empujado por una dama enlutada, enguantada hasta los codos y con la cara quemada. Una derrota sin fin, sin remedio, porque la metralla viaja inexorablemente por su cuerpo y aunque viva cuarenta años más vivirá podrido, despreciado, maldecido por la mayoría. Llevarle una furcia de vez en cuando, cuanto más tirada mejor, yo sé los sudores que me ha costado, camarada. A veces las invitaba a comer allí dentro, a la luz de una vela, y por ganas de hablar les contaba su vida y sus pasadas proezas. ¿Que por qué esos deseos locos de volver a verla, por qué a Ramona precisamente? Nunca me lo dijo, alcalde, pero puede figurárselo: debía ser como una necesidad, porque le gustan así de tiradas y sifilíticas, por vicio, quizá para ajustar cuentas con ella, como usted por lo del ojo ciego; quizá sólo por recuperar aquella falsa libertad de movimientos del ayer, verla desnudarse otra vez para su novio al pie del lecho. No sé. Yo siempre he sido un mandao, pero creo que de eso nada: esta fulana qué iba a ser del pum ni del pam, si fue una pobre raspa que ni siquiera sabe explicar lo que le ha pasado, una infeliz que perdió a su hombre en la guerra y se emputeció y hoy se siente sola y enferma. ¿Dónde vive?, cerca de aquí, pero qué le van a hacer, no la maltraten, no se ensañen ustedes con ella. ¿Citarla para un simple interrogatorio, un examen médico y luego la doña se ocupará de ella, la ingresarán en un centro de regeneración?, eso está bien, sí señor, no tengo nada que oponer. ¿Que qué me figuraba yo?, nada, confío en usted, camarada. ¿Cómo la conocí?, déjeme que recuerde: fue en la comisaría de policía de la Travesera, el día que me llamaron a declarar por lo de mi hermano, también ella estaba allí por lo mismo pero en su cabeza él ya sólo era un recuerdo borroso, un amor de juventud o cosa así, la encontré sentada en el banco de una salita y muerta de miedo, en medio de unos tipos malcarados, soplones de la bofia capaces de vender a su propia madre. Entre ellos creí ver al padre de Sarnita, que en paz descanse. Ninguno la reconoció, se marcharon y nos quedamos solos, ella tenía las rodillas cruzadas y me miraba recelosa, le dije es para un careo, ¿se dice así?, y sonrió, entonces todavía estaba muy buena, me dijo: no creí que sería con un niño, y sacó del bolso unas ricas empanadillas de atún y me invitó. Al principio nada me hizo pensar que fuese una meuca, llevaba zapatillas con borla de color rosa y la gabardina echada sobre los hombros y parecía una vulgar ama de casa que ha bajado un momento al colmado a comprar algo. Propuso qué habláramos en voz baja porque seguro que había micrófonos ocultos en algún agujero por donde nos espiaba un mirón. Su idea era: quieren saber si nos conocemos de antes, así que disimula porque aunque tú no te acuerdes de mí yo sí me acuerdo de ti, creo, te pareces a alguien que un día amé mucho. ¿Ah, sí?, dije en un susurro, porque ella tenía los dedos en mis labios para que bajara la voz… Eso me excitó. Sus dedos olían a mandarina. Me avergüenza decirlo, señor, pero con usted quiero ser franco: nos hicieron esperar tanto, estábamos tan solos en aquella salita, con tanto miedo a que nos pegaran, y obligados a hablar en un susurro tan excitante, que nos arrimamos para oírnos mejor y ella empezó a ponerme cachondo con su faldita plisada y sus medias zurcidas, y venga a frotarnos, a sobarnos, y acabó haciéndome una cosa por simpatía, gratis, aunque luego le ofrecí una peseta porque me dio lástima. Sin chulería: creo que yo le gustaba un poco. Un día, tiempo después, me cogió la cabeza con ambas manos y me dijo: ay si pudieras irte y volver diez años antes, ay, creo que pensando no sólo en mí, sino también en el otro. Desde aquel día en comisaría, ya para siempre le quedó la impresión de que nos habían estado mirando por una cerradura, sería su manía. Pasó la primera a declarar. Ignoro si le dieron de hostias y patadas como a mí, no volví a verla. Tiempo después me la encontré una matinal en el cine Roxy, en las últimas filas y en plan de pajillera camuflada, no decidida aún, siempre con aquel miedo, aquella obsesión de la espionitis. Me pareció muy desmejorada, iba de mal en peor, no acababa de decidirse por el oficio y seguro que pasaba mucha más hambre que yo. Volvió a decirme que yo le recordaba a alguien a quien ella había amado mucho. Ese día me dio aún más lástima y quise invitarla a un vermut, pero no aceptó y volví a perderla de vista. Ya entonces la Congregación de la doña estaba interesada en saber su paradero y ella misma me había contado su historia de criada, de cuando usted era chófer de la casa y de su fidelidad a la familia Galán, que había de costarle el ojo en aquel chalet de San Gervasio convertido en cheka, cuando lo torturaron, camarada, se portó usted como un jabato: los Galán se habían pasado a la zona nacional y dejaron los pisos a su cuidado, una noche la Patrulla de Control de Artemi lo pilló a usted cargando cuadros y objetos de valor en el Hispano, seguro que intentaba usted reunirse con sus señores aunque en el barrio se dice otra cosa, que lo estaba robando, ya sabe: envidias y rencores. De cualquier forma se lo confiscaron todo y le detuvieron y luego los milicianos ocuparon el tercer piso y profanaron la capilla particular, hasta se hicieron una foto en el gran salón. Ya usted era falangista, ¿verdad?, ya era un jabato y en la cheka aguantó la tortura y hasta pudo escapar. Y en la retina del ojo que salvó de puro milagro se le quedó grabada la imagen teñida de sangre: Aurora Nin identificándolo, insultándole, escupiéndole a la cara y llamándole perro del señorito Conrado, lacayo de mierda azul, repugnante cómplice, recordándole no sé qué humillaciones, malos tratos y burlas. Pero yo sé que usted es bueno, generoso y sacrificado, y por cierto, camarada, aún no le han recompensado tantos servicios, tanta fidelidad a los luceros, con pérdida de ojo incluida, no es justo, si bien la alcaldía del barrio no está mal… Un juicio sumarísimo y cruel al que Aurora asistió junto con otros anarquistas, uno de los cuales podía muy bien ser mi hermano, ya ve usted que no lo niego. No sé; ¿por quién está usted interesado, en realidad, a quién persigue hace años, alcalde, a él o a ella? Bueno, qué más da, no me interesa el complot, aquí tiene su dirección pero no creo que sirva de nada interrogarla: está acabada, la pobre. No le hagan ningún daño, lo que necesita es que le den trabajo y confianza, deje usted que la señora Galán la ponga en manos de esas monjitas del patronato de Redención, señor, por favor, le juro que no es una roja… ¿Pena yo de denunciarla?, no es una denuncia, no se ría, es una obra de caridad, camarada. Es lo mejor para ella, podrá curarse, le quitarán el miedo, los recuerdos, podrá dormir al fin. Le extirparán esa voz maldita, esa cantinela vengativa de algo que fue suyo y perdió un día, esa voz escondida que a mí, en cambio, si no me sonríe la fortuna, me acompañará hasta que muera. Ya ve que no lo hago por dinero, no quiero recompensas, pero recuérdeselo al señorito Conrado y a su madre, son amigos del dueño de la joyería donde iré a trabajar y mi ayuda desinteresada de ahora podría ser un aval, ¿no?, debemos hacernos favores en estos tiempos que corren… No señor, no me la quito de encima porque ya no valga nada y esté podrida de sifilazos, tampoco es eso: peores pendejos me he tirado. No, es que estoy harto de lágrimas, señor, de miedo y de miseria. No soporto a la gente derrotada y apaleada, a la gente que ha perdido en la vida, que ha caído y no es capaz de levantarse, de adaptarse al paso de la paz y ocupar el puesto que todos tenemos aquí: que la paz les resulte peor que la guerra, ¿cómo puede entenderse, camarada? Así que no me recuerde más a mi hermano, no nos parecemos en nada, señor, él siempre llevaba un pañuelo rojo y negro anudado al cuello y hasta en eso soy diferente, mire el mío, señor, de muchos colores, soy la mismísima primavera que vuelve a sonreír, camarada, míreme… 18 Seguían entrando huesos de cerdo, tan pulidos después de nadar durante un mes en la olla de la abuela, pero ya para qué, si él no quería vender más sortijas: decía tener otros planes. También asomaba su voz indignada y el ojo vengativo que sólo podía ver unos pies desnudos impulsando una mecedora: hasta cuándo, rata de cloaca, decía Java, qué esperas sentado ahí, pensando en las musarañas, estorbando: quiero llevar a la abuela a un asilo, y hablaba incluso de una novia. Cuándo te decides, hermano, va, de qué tienes miedo, quién va a acordarse de ti después de tanto tiempo… Y el encerrado le veía crecer en su impaciencia, en su voz de adulto y en la furia de su ojo, veía cómo el tiempo le iba creciendo las uñas de la ambición y la traición, le adivinaba cada día un poco mejor vestido y obstinado, luciendo una macabra sortija de plata y un chaleco celeste y floreado de chulito, ilusionado con su próximo trabajo y hasta hablando de casarse y de que esto no puede durar, tiene que reventar por algún lado. En vísperas del primero de abril colgaban colchas y banderas de los balcones. Se encaramaban los golfos a las acacias de la Avenida Virgen de Montserrat, como en un ensayo general. En la plaza Sanllehy, ante las rendidas miradas de transeúntes y de viejos desocupados tomando el sol, un joven flecha remoza con pintura negra la araña estampillada en el muro mientras cuatro compañeros le guardan las espaldas en actitud centinela, dos por banda y cruzados de brazos, arrogantes, provocadores y despechugados, dando la cara a los mirones: circulen, coño, circulen. Prohibida a última hora la audición de sardanas en el parque Güell, desde la colina de las Tres Cruces se veía la plaza como un hormiguero de boinas rojas. —Yo que pensaba ir a bailar —Margarita en el patio de su casa, acariciando los cabellos de su marido—. Me había comprado unas alpargatas. —El año pasado, en la plaza del Ayuntamiento —el «Taylor» barajando las cartas—, se presentaron quince o veinte falangistas y empezaron a repartir leña, los muy… Tragándose el insulto: siempre que Margarita estaba cerca, notaba un asombro y un retroceso en la sangre y la maldición se quedaba en la garganta. Domingos soleados bajo la parra del patio de paredes rosadas, aquella casa del Torrente de las Flores donde Margarita vivía realquilada con derecho a cocina. Para llegar al patio había que cruzar el comedor donde un anciano con uniforme de sereno liaba cigarrillos de picadura con una maquinilla. Vermut con olivas y anchoas y mejillones con mahonesa bajo el fresco de la parra, la baraja en las cuidadas manos del «Taylor» y en la cocina Palau preparando la paella. ¿Palau no juró ese día que a una joven sardanista le marcaron las cuatro barras en el brazo con un machete, y que el falangista que lo hizo era un mocoso que no tendría quince años? ¿Y Guillén no habló de aquel otro loco que se paseaba por la Diagonal con la camisa azul abierta y exhibiendo en el pecho tres hileras de medallas prendidas en la piel, a lo vivo? Los chorros de sifón helado y los gruesos vasos verdes sobre el mármol de la mesa, los destellos tornasolados de la nueva corbata de Jaime, el rojo carmín de la boca de Margarita y la radio del vecino: parecían domingos de otros tiempos, cuando ellos no tenían que esconderse de nadie. Las noches de verano con baile en la calle, Navarro traía una sandía y litros y litros de horchata, el barrio entero era una orquesta que bullía de locos bailables y de olvido. Pero Margarita aconsejaba precaución: aquel año, por ejemplo, que se quemó el tablado de los músicos, no dejó que nadie saliera a verlo, ni asomarnos siquiera a la puerta de la calle. —Viniendo para acá he visto al alcalde hablando con el chico de Luis. —Parece que la antigua cheka de San Gervasio vuelve a funcionar —Palau comiéndose un arenque asado sobre una gran rebanada de pan con tomate—. En plan de consulado de no sé dónde y como intercediendo en favor de los exiliados, ya puedes figurarte el truco. —No lo puedo creer. —Habría que acabar con ese cabrón. —Conozco a una mantenida que lo ha tratado —Jaime Viñas recordando—. Podríamos prepararle una trampa. Margarita aconseja no te fíes de ella, todas son confidentes, y Jaime qué va, la pobre las pasó canutas al principio de éstos, ahora la tratan bien pero Carmen no es de las que olvidan. Además, ella confía en mí, y de lo nuestro no sabe nada. Entonces Viñas ya había traído al grupo a su cuñado el cerrajero, un hombre taciturno y de pocas luces que apenas hizo amistad con nadie, y preparaban juntos una nueva estafa. La noche que el carota pidió que lo acompañara a otra velada de boxeo y no fui, abajo en fila de ring vieron a Jaime con ella, que iba de incógnito con el turbante y las gafas negras y el abrigo de astrakán que llevaba cuando la conocimos en lo alto del taburete del bar Alaska, el mismo abrigo con que habían de enterrarla. Seguro que ya lo invita a su casa, seguro que él ya se la ha tirado pero que no se enteren los faieros, musarañas, que se aproveche ahora que puede, uno tiene derecho a divertirse y la tía está más buena que el pan, te lo dice Palau. Pavoneándose por ahí con una fulana de lujo, abandonándose poco a poco a su antigua vocación de macarra, quién lo hubiera dicho, Jaimito. Aunque nunca perdiste el sentido de la realidad, la ocasión de sacar partido de ella en favor de todos, cierto: gracias a sus amistados conseguiste que la situación de Lage en la Modelo mejorase algo, y mucho más conseguiste: —Carmen, guapa, ¿cuándo volverás a ver al cónsul de Siam? ¿Le hablaste de esa Academia que te dije? Tengo un amigo que se ganaría unos duros de comisión… —¿El sitio es de confianza? —Del todo. Niñas de trece años. —No creo que le interese. Justiniano es muy íntegro, a su modo. Camisa vieja. Al que tengo casi convencido es a don Joaquín, ése sí que corta el bacalao. En el recibidor, junto al paragüero de caoba, el nuevo cliente besaba la mano gordezuela de doña Rita, el dedo estrangulado por la sortija de brillantes. En la placa de la puerta se leía Academia de Corte y Confección. Un piso profundo y oscuro de la calle Bailén con resonancias de máquinas de coser y risas de muchachas, piar de pájaros en jaulas y un resol de púrpura de ensueño en la galería de cristales ciegos. Las trenzas de las alumnas, sus leves uniformes grises, los alfileres entre los dientes, chicas revoloteando en cuclillas alrededor de un traje de novia embutido en un maniquí, otras pedaleando en las Singer con las faldas a medio muslo o abocadas al banco de trabajo con retales y patrones. Le harían esperar en una salita, era un hombrecillo atildado con botines y corbata blanca que había oído decir, me han dado la dirección confidencialmente, me han contado que esas niñas, esta morenita con trenzas sentada en sus rodillas, ¿cómo te llamas, monina?, esta carita lívida y estos ojitos de rata, estos pechines, solos en la antesala del dormitorio. Al levantarse la niña de sus rodillas para cerrar la puerta, ya tenía el uniforme desabrochado por detrás y don Joaquín pudo ver la deliciosa hendidura de su columna vertebral penetrando entre las nalgas pequeñas y altas. Mientras volvía despacio a su lado, sonriendo, en alguna parte del piso el compinche de Viñas aguardaría la ocasión, un padre presentándose inoportunamente en busca de su hija para llevarla a casa, un obrero indignado, vociferando en la puerta qué hace este cerdo con mi hija, lo mato, qué pasa aquí, qué significa esto y lo voy a denunciar por corruptor, miserable, y la directora detrás sujetándole, pidiendo disculpas al cliente, nunca había ocurrido una cosa semejante, caballero, la niña se escabulle rápidamente mientras el cliente se abrocha el pantalón con dedos temblorosos, todo podría arreglarse sin necesidad de escándalo, y el falso padre: no, de aquí nos vamos todos a la comisaría, encolerizado y agarrando al cliente por las solapas, llamándole cerdo asqueroso te denunciaré, la directora rogando calma y veamos por favor llévese usted a su hija y déjeme hablar con este caballero, entre los dos veremos de compensarle de algún modo. Me pregunto cómo puede ser: ¿así has de verles siempre, estafando, robando, matando y al final peleándose entre ellos, destruyéndose a sí mismos? Así se mueven en esta cabeza mía, siempre, así viven y así mueren cada día conmigo y sin escapatoria posible, en un espacio aún más reducido y más negro que esta oscura ratonera. Y si supieras la de chorizadas que llegaron a inventarse. Otros camaradas eran más limpios. Luis Lage, por ejemplo: había luchado hasta el fin en Asturias, peleó como voluntario en el frente de Aragón y cayó herido en la retaguardia de Lérida, trabajó en una fábrica de material de guerra en Anglés y finalmente acabó con los huesos en la cárcel Modelo, hasta hoy que lo han soltado. —Y estoy dispuesto a empezar otra vez. Entérate, puta. —¿Para eso has vuelto, para insultarme? Su mujer sentada en la silla paticoja, gruñendo has asustado a la niña, no cambiarás nunca; su blanco pedazo de muslo y la liga negra, la radio en el aparador diciendo hoy termina el vergonzoso proceso de Nuremberg y ella llorando se levanta, echa la grasa en la sartén y pincha con el tenedor un cacho de pan, lo moja en la grasa fundiéndose y le pega dos mordiscos, los ojos en el vacío, masticando como alelada, llorando sin ninguna expresión. Lage con los puños crispados de pie en el centro de la barraca mira a la rubianca con una furia contenida, ella le dice cómo puedes hacer caso de habladurías, contradiciéndose: cómo traerles un poco de carne a tus hijos trabajando honradamente, cómo lo habrías hecho tú, dime, sollozando. Sentado a la mesa, el «Taylor» reclama la atención de Lage y señala la radio: —¿Has oído? De ésos ya no se puede esperar nada —insistió en la idea tal vez para cambiar de tema, para cortar la pelea conyugal—. Nada. No han venido al terminar su guerra ni vendrán nunca. Volviendo la espalda a su mujer, aplazando la bronca, Lage se sienta a la mesa frente al «Taylor». —Qué esperabais. Yo siempre lo dije: van a dejar que nos pudramos. A ellos qué. Pero no hay que achicarse por eso, Meneses. Os encuentro acoquinados, coño. Y qué quieres. Qué se podía hacer. Cómo extirpar aquel cáncer, aquella gangrena, cómo parar el tiempo: desde la muerte de Sendra ya no habrá quien los controle ni sujete, el Quico aún tardaría en coger las riendas y ya todos empezaban a campar por sus respetos, al margen de las consignas del grupo, dedicados a sus trapisondas: el gran Navarro y Jaime metidos en un asunto de menores, el Fusam asustando a los panaderos desaprensivos, el mismo Ramón no tardaría en distraer varios miles de sus entregas a la Central, vaya con el curita de manos blancas, y el carota de Palau recuerda, éste sí que ya había entrado en barrena, ni siquiera se tomaba la molestia de ir a esperarlos a la Rabassada: colándose en los coches cuando van a arrancar, en cualquier calle, clava la pistola en las costillas del conductor y lo obliga a meterse en algún callejón desierto, a veces ni eso. —¿Sabes que su mujer lo ha puesto de patitas en la calle? —el «Taylor» no ocultando por vez primera un cansancio vital en la mirada de terciopelo negro, una pesadez invencible en los párpados: su perfil pedroso, repelente y bello descomponiéndose tras el humo del cigarrillo, tras los vapores ya enervantes de aquella clandestinidad sin fin—. Sí. Parece que uno de sus golpes preferidos era seguir a su hijo al salir del taller, cuando iba a recados; al pobre chico le ha costado el empleo y seguramente una temporada en el correccional… Al final, el único razonable y sensato resultará ser Marcos; cada vez entiendo más el porqué de su miedo. —Por todos los que liquidó en las cunetas. —Por uno solo. Uno que se llamaba Conrado Galán. Pero no es lo mismo. Lo nuestro de ahora de verdad que es una vergüenza… Ahora el «Taylor» se paseaba inquieto en torno a la mesa con las manos hundidas en los bolsillos de su fresco traje milrayas y repitiendo de verdad que esto es el acabóse, Luis, te lo digo yo, han olvidado por qué luchan, ya nadie quiere saber nada y, en fin, cada país tiene el gobierno que se merece, empiezo a creer que es verdad. —Calma, muchacho. Todo se arreglará. ¿Qué hay de Ramón, no ha escrito, sigue en Francia? —Estará al llegar, no sé. —Pero bueno, aquí nadie sabe nada. —Para qué. —Verás cuando vuelva el Quico. ¿Y su hermano? —Tiene a los suyos. Sólo nos llama de vez en cuando, y no a todos. Natural: ¿quién va a fiarse de unos carteristas y chorizos? Si vieras qué dos nuevos elementos ha traído Viñas, su cuñado y su hijo, qué par de animales. Si los vieras a todos. Ya no parecen los mismos, endomingados y bebiendo coñac en la barra del Bolero con las furcias, el carota palmeando la espalda del Navarro muerto de la risa, o el trasero de las chicas que pasan por su lado. Si pudieras oírles hablando de los compañeros, burlándose de nosotros, llamándome rata y caguetas, no esperaba eso del carota: —Ya no vale ni para robar candelabros en las iglesias, de noche. Esa raspa lo tiene atado de pies y manos, Navarrete, en serio, el chico me ha decepcionado. Navarro clava los codos en la barra y pide otro coñac. Se pone repentinamente serio y busca los ojos de Palau. Dice: —¿Vendrás a la reunión de mañana, Palau? – Las fulanas rondan la barra meneando frenéticamente las caderas dentro de sus ajados vestidos tobilleros, y Palau esquiva la mirada de Navarro diciendo para qué, no me fío mucho del Quico, es un romántico y el horno ya no está para bollos anarquistas. Y no te enfades, ¿eh, faiero?, ya sé que lo admiras y por qué. Porque los tenía cuadrados, eso sí. Utilizaba taxis para circular por el centro de la ciudad con la mayor sangre fría, llevaba un clavel rojo en el ojal y una resolución infantil en sus ojitos de pájaro, tranquilamente se hacía llevar al Banco Central del Borne bromeando con el taxista: espérame en la puerta, compañero. —Dése usted prisa que aquí no me puedo parar. —Descuida, lo que se tarda en decir manos arriba. Lleva el impermeable colgado del brazo y una cesta con berenjenas. Entra en el Banco, saca la metralleta oculta bajo el impermeable y encañona al cajero. Media docena de clientes lanzan los brazos al techo. A una verdulera gorda le dice usted puede bajarlos, señora, tiene los sobacos sudados. Guarda los fajos de billetes en la cesta y los tapa con las berenjenas, retrocede de espaldas a la puerta, deja en el suelo un petardo inofensivo con la mecha encendida y sale a la calle. Sube al taxi y media hora después, al apearse, se encara con el taxista. —Sólo te doy cincuenta pesetas, lo que marca. Te daría más, pero una vez le di siete mil a un taxista y le faltó tiempo para ir a chivarse a la bofia. Como lo oyes, auténtico. Mira en cambio Jaime: presumiendo con su nuevo gabán y el sombrero en la nuca, cada noche bebiendo pipermint y jugando a los dados en la barra del Alaska. ¿Vienes?, le digo, ¿te espero en el coche? El Fusam está que trina y los demás en Hospitalet… —Antes toma una copa con nosotros, marinero. Hoy no tengo ganas de trabajar —dice Jaime, y a ella—: Carmen, éste es Marcos, un amigo. Tú juegas. Le conozco, dijo ella tirando los dados, una noche me hizo compañía hasta que cerraron, me contó su vida y yo le conté la mía llorando en su hombro, desde que empecé de marmota hasta llegar aquello pasando por lo otro y lo de más allá, etcétera. —Buen chico. Sólo sale de noche, como la luna —Jaime siempre bromeando, tan campante, sin oír el frenazo del coche, sin ver a los grises apostándose en portales oscuros con los naranjeros bajo el brazo y racimos de granadas lacrimógenas en el cinto, sin sospechar que la tierra ya se abría bajo sus pies. Tampoco el Fusam vería nada, jorobado por los años y por la misma joroba que le dolía con la humedad, entrando en una panadería de Gracia girando rápido con los dedos la solapa: ni siquiera es una placa de policía, sino la suya de cuando era o se hacía pasar por agente de la Generalitat. Receloso el panadero, limpiándose las manos con el mandil, y él: denuncia por estraperlar con harina, detenido y multa a menos que… Una radio dirá desde el interior que este año será el año del trigo argentino, el trigo de Evita. Y al salir para reunirse horas después con los demás, esa misma noche que Jaime no quería despegarse de la barra del Alaska, dos polis le seguirán a distancia, en la plaza del Norte el viento arrastra las páginas sueltas de un tebeo, un chaval corre tras ellas extendiendo los brazos, y el ciego arrimado a la pared de Los Luises vocea iguales para hoy como ayer y como mañana, todo sigue igual en el barrio. Todo ha concluido hace ya muchos años y hoy sigue igual de concluido. 19 Llovió durante tres días, el refugio se inundó y estuvieron una semana sin poder entrar en él. El cielo de nubes grises y panzudas colgando al fondo de la calle parecía una cueva de relámpagos, pero en realidad eran los chispazos rojos del trole del tranvía frotando el cable eléctrico. Frente a la churrería de la plaza Rovira, el Tetas juntaba calderilla para comprar una bolsita de patatas fritas y Martín recogía la parada de tebeos. Mingo bajaba corriendo por el Torrente de las Flores, se paró, jadeando, y dijo: chicos, ¿sabéis la noticia?, Luisito se ha muerto. El Tetas acabó de repartir las patatas, sopló la bolsa de papel y la explotó de un puñetazo. Hostia, dijo, hostia. El viejo Mianet también se murió un día de primavera, lo encontraron caído bocarriba delante de la covacha que habitaba en la falda de la Montaña Pelada, rodeado de mariposas y de ginesta, un mar amarillo donde centelleaban al sol los espejitos de sus zapatos. Al entierro de Luis fue mucha gente. Por una vez el Tetas y Amén se portaron como monaguillos formales, con los ojos chispeando lagrimitas. Todos entramos a verle estirado en el somier, tenía los labios prietos y sin color y los ojos disparejamente entrecerrados, la cara blanca y un rosario blanco enredado en las manos juntas. Lo habían vestido de flecha, con el machete y la boina roja, y parecía dormido. Ante él, de pie, Java tocaba casi el techo con la cabeza repeinada y untada con brillantina. La chabola olía a eucalipto hervido. Ni flores ni coronas, sólo nuestras brazadas de ginesta. Nos costaba creer que Luis estaba muerto, todavía ayer dábamos por seguro que seguía en un campamento invitado por Flecha Negra. Su madre, la rubianca guapa toda vestida de negro, lloraba sentada en la silla y enseñaba sin querer su trocito de muslo blanco como la nieve. La hermana de Luis jugaba en el portal. A su padre no le veíamos desde el año pasado, decían que se había peleado otra vez con la rubianca. Arrodillados delante del muerto y con las manos juntas, haciendo como si rezáramos al lado de la señorita Paulina, Mingo murmuró qué lástima de machete, a él ya no le servirá de nada, y Sarnita se arrastró de rodillas hasta Martín para llamarle la atención sobre las señales en el cuello de Luis, tres manchitas rojas debajo de la oreja, parecían picaduras de mosquito. Se la han chupado bien, deslizó al oído de Martín, y éste: el qué, y Sarnita con su aire de misterio: la sangre, chaval, ¿por qué crees que estaba tísico? Los tísicos vampiros. Pero no se explicó con claridad hasta que el acompañamiento se puso en marcha detrás del carro de muertos. Ya eran las diez de la mañana pero aún no tenían hambre. Vieron un instante, confundido entre los hombres a la cabeza del duelo, la negra figura del «Taylor». Porque ésa fue la última vez que vieron vivo al pistolero, no olvidarían nunca aquella borrascosa expresión de ensueños y de peligros que les dedicó al volver la cabeza: sus implacables ojos de alquitrán, sus dientes blanquísimos y sonoros, su boca delgada y antigua de cantante de tangos. Iba sin hablar con nadie y parsimonioso, los brazos sueltos y separados del cuerpo, la cabeza y el trasero algo ladeados. Decían que la rubianca aún se sacaba un sobresueldo en las sesiones de tarde de los cines de barrio, en plan de paji. Nunca creímos esa mentira asquerosa inventada por la gente y nunca le hablamos de ello a Luisito, que quería tanto a su madre; pero cuando los mamones de los Hermanos o de Los Luises querían hacer rabiar al chico contaban esta chafardería: de cuando un día Luis se sentó al lado de una pajillera en la oscuridad del cine, dicen, y le cogió la mano, y que madre e hijo se reconocieron por el tacto cuando él ya tenía la bragueta abierta. Dicen estos miserables que su madre le soltó una lluvia de tortas allí mismo, y que lo sacó a la calle a patadas y no paró de zurrarle hasta llegar a casa. Contada por Sarnita, esta aventi nos había hecho partir de risa muchas veces, pero en el entierro de Luis, cuando unos vecinos lo comentaban riéndose bajito, Sarnita los llamó embusteros, cabrones y mamones a grito pelado, y fue tal el escándalo que el empleado de la funeraria lo quería echar. Después recordamos lo bueno que era, un chaval fermi dentro de su enfermedad, cojonudo, preocupado siempre por no parecer el más débil: por eso, dijo Sarnita, se hacía el valiente cuando el viejo Mianet, al volver de sus correrías por los pueblos, contaba aquellas historias de niños que eran raptados para chuparles la sangre y dársela a los tísicos, ¿os acordáis? Los vampiros tísicos. Cuando su padre desapareció por segunda vez, al poco de salir de la cárcel, su madre recibió una citación por escrito del consulado de Siam, se la trajo en mano un mecánico de la calle Industria: debía presentarse tal día a tal hora de la noche, que le darían noticias de un hermano suyo desaparecido en la guerra. La gente decía que este consulado mantenía contactos extraoficiales con un organismo republicano en el exilio encargado de notificar el paradero o la suerte de muchos de los nuestros a sus familiares. La rubianca quería ir, pero algún amigo, seguramente el «Taylor», la advirtió que de ninguna manera, que era una burda encerrona de la policía franquista, y rompió la papeleta. Luisito recogió los trozos y los pegó, se armó de valor y se presentó en el consulado de Siam. Era noche cerrada cuando empujó la verja: un chalet en San Gervasio, con dos torres de cucurucho iluminadas y una música exótica y suave, nada hacía sospechar nada. Había unas altas sombras blanquecinas en el jardín, estatuas que parecían nevadas pero sólo eran cagadas de paloma. Abrió el secretario y Luis le entregó la citación explicando que venía en lugar de su madre, que estaba enferma. En una salita encontró hombres y mujeres que estaban allí por lo mismo; se miraban recelosos y repitiendo que no había nada que temer, que ya todo ha pasado, que los nacionales también saben perdonar y esto es un centro oficial extranjero y goza de inmunidad diplomática, podemos hablar sin miedo. Debían utilizar otra salida, porque las visitas que iban siendo introducidas al despacho del cónsul no volvían a salir por allí. Media hora después se quedó solo y entonces temió que se habían olvidado de él, creyó oír chirridos de cerrojos y gemidos, y los nervios le provocaron un ataque de tos que acabó en un vómito de sangre. Acudió presuroso el secretario, se asustó, trajo una toalla y un vaso de agua, le hizo tenderse en el diván y se fue. Poco después asomó la cabeza, comprobó que Luis estaba mejor, desapareció y volvió a aparecer con un cubo y un estropajo: ten la bondad de limpiar eso mientras tanto, muchacho, el señor cónsul te recibirá en seguida, mira, el lavabo está al final del pasillo a la derecha. Por encima del techo resonaban culatazos de fusiles, y en el lavabo, mientras vaciaba el cubo, oyó el primer alarido: no exactamente de dolor ni de terror, sino de algo que se muere de abandono o desesperanza, algo que ni siquiera parecía humano. Luego fueron creciendo los gemidos, los llantos. Él no se arredró. Salió del lavabo y abrió otra puerta: otro pasillo pero casi sin luz, con habitaciones-celda a derecha e izquierda, puertas reforzadas con tablas y listones, contraventanas clavadas y con rejas. El hedor era insoportable. El suelo estaba tan encharcado que casi se podían hacer olas con la mano. Algunos cuartos estaban tan herméticamente cerrados que no permitían ver nada; otros tenían mirilla: un anciano desnudo y con un gorro de papel en la cabeza, haciendo el saludo militar, y ante él una sombra golpeándole con vergajos; un joven cubierto de sudor y de vómitos, desmayado de pie entre cuatro paredes tan juntas que no podía tumbarse; un hombre colgado en la pared con los brazos abiertos, los pulgares traspasados por garfios; una mujer sentada sobre ladrillos clavados de canto en el pavimento y sin saber qué hacer con los pies descalzos, hinchados, sin uñas, recibiendo una bofetada que hizo brotar sangre de su nariz como de una cañería rota, salpicando la pared empapelada. Al fondo del pasillo, un cerrajero instalaba mirillas de hierro en las puertas, era el mismo individuo que fue a entregar la citación a su madre. Retrocedió y echó a correr, pero al llegar a la puerta de la calle no supo abrir. Salió el secretario y le hizo pasar al despacho: no era tal, sino una sala grande y empapelada con flores de lis, con muebles arrinconados y enfundados y las contraventanas también clavadas. Del techo pendía una lámpara de hierro, como una araña negra. La música venía de una radio en forma de capilla y sonaba fuerte para ahogar los gritos de las víctimas. Un escribiente calvo y con gafas aporreaba la negra Erika de ovaladas teclas. Y detrás de la gran mesa rectangular y encerada, no delante ni temblando como cinco años antes, sino detrás y recostado en la pared con el respaldo de la silla, el señor Justiniano mirando pensativamente a Luis como si se mirara a sí mismo a través del tiempo, porque Luis estaba de pie y temblando sobre la misma baldosa que él pisó cuando Marcos Javaloyes y Aurora Nin le escupieron el ojo sano que milagrosamente había salvado. Hoy tiene usted mejor aspecto, le había dicho Artemi, y después que su sobrina lo identificó se quedó a solas con él: sigamos, chófer, ¿de quién recibió usted la orden de incautarse de los bienes de la familia Galán? ¿O pensaba pasarlo todo a zona nacional? ¿Cómo supo usted que cuatro buques extranjeros descargaban material de guerra en el puerto de Vallcarca, aquella madrugada? —Lo vieron y lo dijeron muchos, además de yo. Sólo quise decir que en aquella ocasión los aviadores de Mallorca se habían dormido. —Ingenioso, pero no convence. Y cuando el Canarias cañoneó e incendió la Campsa de Tarragona, ¿cómo supo que las baterías de la costa habían descarrilado al intentar abrir fuego contra el barco, cayendo hasta las huertas de avellanos? —Porque fue muy comentado, incluso por los mismos milicianos. Y no era cosa de andarse con los oídos tapados. —Y el número de piezas, y su posición, fortificaciones, etcétera, ¿también lo supo por los milicianos? —También. —Y de los túneles con material de guerra, ¿quién le informó, Justiniano? —Cualquiera podía verlo. El tren nunca pasaba por ellos, y sus bocas estaban custodiadas por centinelas. —No le falta a usted valor, y lo ha demostrado. Pero qué puedo hacer. Admita que es usted jefe militar de una Centuria y que se disponía a pasar a Burgos y reunirse con su amo. Confiese que es un espía franquista y tendrá un juicio justo. De lo contrario no saldrá de aquí y puede perder el otro ojo. —El camarada Valdés me conoce. Déjeme telefonearle… —Aquí no telefonea ni Dios. Desnúdese. Flecha Negra dejó de mirarse en el pasado y se levantó, rodeó la mesa larga y encerada chasqueando la lengua, contrariado, y miró a Luis. Como entonces frente a Artemi Nin, tampoco ahora su único ojo parpadeaba; brillaba siempre en la retina una luz vidriosa, un fulgor apagado y obsesivo. Él hacía las preguntas ahora, él decidía quién se podía ir y quién se quedaba. Sus ayudantes esperaban las órdenes. Eran siete en total y todos vestidos de negro, sólo uno llevaba boina roja y machete al cinto y correaje, pero Luis ni siquiera pensó que podían ser lo que parecían, vestían así para despistar, y en seguida comprendió lo que eran: vampiros, chavales, vampiros disfrazados de falangistas y de polis, tísicos perdidos, chupadores de sangre rematados, sin remedio: o te la chupan o se mueren, no tienen escapatoria. Así que es verdad eso que cuentan, esos raptos de niños, esas desapariciones misteriosas, se los llevan para sacarles la sangre y dársela a los tuberculosos, es la pura verdad, no es un camelo. Uno de ellos parecía un caso desesperado, estaba allí echado en un diván con el capote encima y tiritaba, pálido como un muerto: para él sería la sangre que sacaran esta noche, seguro. A su lado había un brasero y encima una olla hirviendo con eucaliptos. Durante un rato nadie se ocupó de Luis. Tuvo tiempo de ver cómo interrogaban a un hombre alto y flaco en mangas de camisa que negaba haber sido sacerdote, negaba con todas sus fuerzas haber sido aquel cura rojo que ellos decían. Y pudo ver con qué astucia era desenmascarado por Flecha Negra: —Está bien —dijo Justiniano paseando su gran mandíbula erguida, y ajustándose el parche sobre el ojo vacío—. Si no es la persona que buscamos, puede usted irse. Aquí no nos comemos a nadie, todo eso es en bien de ustedes y sus familias. Pero tenga la bondad de dejar las huellas digitales, por aquí, venga. El hombre obedeció. Dejó sus huellas en el papel y ya se ponía la americana cuando el tuerto le dijo: si quiere lavarse las manos, allí, y señaló la pileta del rincón. El infeliz se remangó cuidadosamente, metió las manos en el agua y entonces lo pillaron, fijaos qué astucia, lo descubrieron por eso, por la manera tan fina que tienen los curas de lavarse las manos: tan delicadamente, las puntitas de los dedos nada más, como si temieran infectarse, y con esa humildad y recogimiento, como si nunca hubiesen roto un plato. Y el señor Justiniano, que estaba a su lado con la toalla igual que hacen Amén y el Tetas en la misa, se echó a reír y dijo ya te tengo, curita, es inútil que lo niegues. No lo negó el hombre, pero aún intentó salvarse: —Soy amigo de Luys —dijo— y colaboro en la Prensa del Movimiento, pregunte usted… —¿Qué Luys? —Luys con igriega. —Peor. Si fuese con irromana… —¿Y Ramona, dice? —se le escapó. El fulgor inquisitivo se acentuó con el único ojo del falangista. —Vaya, vaya. También esta pájara me interesa. Y mucho. Has dicho Luis y Ramona, ¿no? O sea Luis Lage… El detenido se puso pálido. —Quiero decir Marcos y Ramona… Una desgraciada. Sé que eran novios, pero yo no los conocía, palabra, no conozco a nadie. – Balbuceaba, se contradecía, liándose cada vez más hasta que lo metieron en la Campana Infernal y venga a darle a la Campana con un martillo y un trozo de raíl, y al rato enloqueció de chillar y quedó como sordo, y confesó. Ramón Ginés, dijo llamarse, y dio todos los nombres mientras se taponaba los tímpanos reventados. Pero se negó a escribir una postal de Toulouse, como ellos querían, y entonces le hicieron la Estrella de Cinco Puntas. —Desnúdese —y como no reaccionaba tironearon su camisa y sus pantalones. Lazos corredizos en el cuello, en las muñecas y en los tobillos; cinco cuerdas sujetas a unos caballetes de madera formando una estrella y el infeliz en medio, en posición horizontal y espatarrado. La soga del cuello más floja, si no dejaba caer la cabeza. Y debajo, a sólo unos centímetros de su cuerpo desnudo, rozando sus tristes nalgas, una mullida cama turca con almohadones de plumas y colcha de seda roja, un jarrón con flores en la mesilla de noche, comida y un retrato de Ginger Rogers vestida de lame y recostada en un sofá. Para que pensara: qué bien comería y dormiría aquí. Dos veces el cerrajero aflojó las cuerdas, pero al segundo de descansar el cuerpo en la cama el verdugo lo volvía a izar. Gemía. Finalmente dijo que sí, que lo soltaran por el amor de Dios, y accedió a escribir la postal de Toulouse maldiciendo, llorando. A él, en cambio, dice que lo trataron amablemente: también la memoria le vaciaron, el pobre nunca más llegó a acordarse de nada: que le invitaron a sentarse aclarando que no era con él con quien querían hablar, sino con su madre, que le acercaron un crucifijo y él pensó ahora, ahora me la chuparán, debe ser como si te vaciaran por dentro y a lo mejor no duele nada. Pero ya que estaban allí querían preguntarle algo: ¿Era el hijo mayor de Trinidad Sánchez Carmona, conocida también como la «Rubianca», natural de Málaga, de profesión taquillera del metro, con domicilio en el Carmelo…? Sí, señor. ¿Por qué no ha venido ella? ¿Estás enfermo, hijo, te encuentras mal? Yo no, señor. ¿Quieres un poco de leche? No, señor. No te asustes que aquí no nos comemos a nadie. ¿Es cierto que tu madre frecuenta ciertos cines buscando, digámoslo así, tocar a los chicos? Qué va, un camelo, señor, envidia de las vecinas porque es más guapa que todas. ¿Tiene amigas del oficio, sabes si conoce a una tal Ramona o Aurora o Carmen, has oído hablar de ella, la has visto alguna vez? No, señor. ¿Y tu padre, dónde está ahora tu padre? No lo sé, se peleó con madre por culpa de estas chafarderas y se fue de casa. Tu tío Francisco, ¿no fue comisario político en el Perchel?, ¿no se vino con vosotros a vivir aquí?, ¿no estuvo escondido en tu casa…? La barraca donde vivimos es tan pequeña que no puede esconderse en ella ni una rata, camarada vampiro, ni una hormiga. Decía que pusieron a hervir en la olla una cabeza de ajos y que sacaron agua con una pera de goma y se la metieron por el culo, pero el agua hirviendo le perforó los intestinos. Era un buen remedio contra los cucs. Y que oyó como un ruido de motor poniéndose en marcha y vio horrorizado que el techo bajaba muy despacio sobre su cabeza y que lo iba a aplastar con la araña negra iluminada, estaba cerca, cada vez más cerca y entonces lo durmieron con una inyección, dijo, creía estar en el hospital y dormido notó más picaduras, más chupadas, eran como inyecciones pero al revés: no que le entraran líquido, sino que se lo sacaban. Lo vaciaron, chavales, lo chuparon y desde entonces ya no hizo nada bueno, se ha muerto por falta de sangre, tenía que acabar así, pobre Luis, todos acabaremos así. Policías con pesados abrigos oscuros descienden de un automóvil que echa humo por el radiador. Y tan cerca, casi tropiezas con ellos: bigotes recortados y pestañas de luto, dientes sucios que trituran palillos manchados de nicotina y de café. Y tú sin ver nada, Jaime: un gris con el naranjero asomándose en aquel portal, juraría que sí, ya es la segunda vez esta noche. —Lo habrás soñado, Marcos —con el motor del Wanderer en marcha esperando a los demás frente al Banco Hispano Colonial de Hospitalet—. No se ve ni un alma. —Pues ten los ojos bien abiertos. —¡Bah! Ojalá me hubiese quedado jugando a los dados… No terminó de decirlo, cegado por la explosión luminosa de los faros y gritándome ¡salta! Las balas pulverizaban los cristales cuando abrió la puerta para escapar, pero no hizo pie y cayó, se hundió en el suelo como si el Wanderer estuviera parado realmente al borde de un precipicio, y desapareció en la oscuridad con un grito de sorpresa y de dolor. Luis Lage venía corriendo con el maletín, tras él Pepe y el Fusam agachados y detrás Bundó disparando a ciegas, diciéndose interiormente por tu culpa, jorobado asqueroso, te han seguido. Ya el «Taylor» suplía a Jaime al volante y acelerando me agarró del brazo diciendo adónde vas, déjale, no le encontrarán. Jaime había rodado por un terraplén de basuras y zarzales, le oímos gemir allá al fondo antes de irnos, se rompería un pie. Pepe fue el último en subir al coche, ya con la bala en el hombro, ayudado por Palau. Al maniobrar en redondo, dos policías cayeron de bruces sobre la acera. Después, cerca de la base, en la barriada de La Torrasa, Bundó, que había estado disparando a través del cristal trasero, resbaló silenciosamente en el asiento junto a Lage. Corre, dijo, ayúdame, y sintió como una burbuja caliente reventando en su pecho. —Se está muriendo, tú —dice Lage a Palau. Separa los dedos de Bundó uno a uno para quitarle la pistola y le susurra al oído—: Miguel, Miguel. —Qué. —No te muevas. —Da igual… Por las Ramblas subían hombres-anuncio en fila india, con paso cansino. El último vuelve la cabeza y mira con ojos de un azul apagado la fachada cenicienta de lo que fue hotel Falcón. Tres meses después de la muerte de Bundó aparece Lage en la base con una postal de Toulouse: acaba de recibirla la Trini pero es para ti, Pepe, de Ramón, por fin, pide un contacto en la parada de tranvías de la calle Trafalgar el martes a las seis. Pepe coge la postal, mira detenidamente el matasellos, la letra temblorosa del cura, la firma. Eso es que viene mi hermano, dijo, ya era hora. Pero Palau refunfuña desconfiando mientras engrasa su pistola: no vayas, me silba el oído izquierdo. —Te haces viejo, Palau —le respondió Pepe—. No hay nada que temer. Pero apenas le darían tiempo para considerar que el carota tenía razón y que la postal era efectivamente una encerrona. Aquel martes le dolía la herida del hombro y entró en la farmacia cerca de la parada de tranvías en Trafalgar. Al salir troceaba la aspirina con los dientes, dicen, y su mano guardaba el tubo en el bolsillo con un gesto que seguramente sería interpretado como el de sacar la pistola. La ráfaga de los naranjeros alcanzó primero el tronco del árbol, y luego, levantando esquirlas de la acera, avanzó como un soplo de polvo hacia sus zapatos. Cayó para atrás con la gabardina abierta y la mano todavía en el bolsillo. Y a partir de ahí, el vértigo del tiempo y la descomposición del sueño, la muerte y el silencio: cayendo en mitad de la calle una metralleta Stern y su cargador con los cartuchos a tope, rebotando despacio y sin ruido sobre el asfalto, como en sueños. El «Taylor» desangrado sobre el volante de una camioneta «rubia» con un tiro en la cabeza y otro en la espalda. El día anterior habían atracado una fábrica en las afueras: un golpe económico, aún les gustaba llamarlo así, creyendo sin duda que el grupo podría recuperar su antigua moral política gracias a la influencia del nuevo jefe, aquel hombre de ojos mongólicos y cabellos ungidos de noche que por fin llegó soñando con vengar a su hermano Pepe. Verás ahora, Jaime, todo va a cambiar, ya no volverás a escoñarte el tobillo por falta de entreno, éste es de los buenos, dicen que un día escapó del cerco de los civiles en una masía cabalgando a lomos de una vaca en medio del polvo y los tiros… ¿Qué no habrán contado de él? Al día siguiente del atraco tenían que reunirse en la plaza Molina, pero al llegar notaron algo raro en el ambiente y decidieron utilizar el siguiente punto de contacto, en la calle Arenys. Poco después llegó el Quico pero no conduciendo el Ford, sino un Renault 4-4 robado en la misma plaza Molina, donde efectivamente les habían preparado una encerrona. —Adentro todos —echándose a un lado, dejando el volante al «Taylor»—. Y largo de aquí, volando —pero detrás apenas caben, un brusco bandazo lanza a Palau y a Lage contra la puerta mal cerrada, y de todos modos ya no irán muy lejos: el Quico creía que no les seguían, quizá es el único error que se le recuerda. La primera bala rompió el cristal trasero y, antes de hacer añicos el retrovisor, peinó al «Taylor». La segunda bala le destrozó la oreja. Algo en la luz intensa que de pronto entró por sus ojos e inundó su cabeza le dijo vas a morir. Detrás venía un coche negro y pronto llegarían dos camionetas de la policía armada. Navarro y el Fusam disparan entre los vidrios rotos. El «Taylor» cabecea y suelta el volante llevándose las manos a la cabeza. El coche, alcanzado en las ruedas traseras, se estrella de morros contra el farol abriéndose de golpe todas las puertas. Una acera desierta y un muro de ladrillo interminable, una calle sin un árbol, sin una puerta. ¡Fuera!, grita Navarro. El tableteo de las metralletas le crispa los nervios y salta a la acera con un impulso irreflexivo. Siente la primera descarga a un centímetro de la frente, la segunda le da de lleno en la cara y en el pecho y lo tira de espaldas. Cargándose el «Taylor» al hombro, Jaime corre hacia la «rubia» aparcada a unos quince metros mientras Palau dispara a resguardo del coche estrellado. Nota un estremecimiento del «Taylor» al recibir éste otra bala en la espalda y lo deja caer en el asiento junto al Quico, que ya pisa el acelerador. No se veía el Fusam por ninguna parte, y Lage y Palau tenían escasas posibilidades de pillar el coche en marcha. Lage lo consiguió, aprovechando que recogían a un policía herido en la pierna, y Palau, más distanciado, les hizo seña de que no pararan. Tuvieron tiempo de ver su metralleta rebotando sobre el asfalto mientras él se lanzaba corriendo hacia la esquina, hacia no sabía dónde, lejos de aquel mal sueño, de aquella definitiva derrota. No habían de parar hasta la carretera de Cerdanyola, en pleno bosque. Luis Lage se apeó el primero y se fue sin decir palabra, no soportaba ver agonizar a un hombre así: doblado en el asiento, con la oreja izquierda llena de sangre hasta los bordes y la espalda empapada. Le pesaban los párpados, pero no tuvo tiempo de cerrar los ojos. Como si bruscamente Margarita estuviese a su lado, el «Taylor» notó un asombro y un dulce retroceso en la sangre. Cuando Jaime lo incorporó ya estaba muerto, y allí lo dejaron de bruces sobre el volante igual que si durmiera. Luego, renunciando definitivamente a salir, años sin saber de nadie. A principios del sesenta los diarios traerán la muerte del Quico, cercado por la guardia civil en un pueblo. De Luis Lage y de Palau nunca más se supo. Si aún vivían, en su día pudieron leer la detención del Fusam mientras cavaba en su mísera huerta junto a la vía del tren, un domingo por la mañana. Sospechoso por haberse fingido inspector de policía utilizando una vieja placa de agente de la Generalitat, fue detenido Andrés Soler Perarnau, alias «el Fusam», de 63 años, vecino de Hospitalet. La noche anterior provocó un altercado en un bar de camareras, donde declaró, borracho, esa falsa identidad e intimidó a dos clientes alemanes con una pistola de plástico. Al parecer tiene perturbadas sus facultades mentales… En cuanto a Jaime, acabaría refugiándose en casa de su hermano y su cuñado. Acumulando canas y arrugas, pero ganando en atractivo y autoridad sobre las mujeres. Una vida compacta y segura de barriada laboriosa, llevando las cuentas del taller del cerrajero en la calle Industria. Su único contacto con el pasado, la rubia Carmen, seguía frecuentando el bar Alaska a la medianoche, siempre que estaba libre del fulano. Bebiendo adormilada en el alto taburete, envuelta en su viejo abrigo de pieles, decía haber cumplido los treinta en las frías navidades del cuarenta y nueve, y tal vez era verdad. Los que sólo la conocían de verla allí, siempre ocupando el mismo taburete en el mismo extremo de la barra, se preguntarían cómo podía conservar las joyas con la vida que llevaba. Y sería por eso. Serían unos ojos dióptricos de perturbado fijos en las joyas, noche tras noche, los que decidieron que no podía fallar: siempre llega medio trompa y el querido nunca nos ha visto con ella. Nadie se preocupará mucho de una mantenida, pensaron, fue muy conocida pero ya no tiene veinte años, está muy cascada, qué esperamos, igual una noche la asaltan otros por ahí y la dejan desnuda con su borrachera, qué esperamos. La mar de sencillo, dirían: se la espera en el Alaska esa noche que volvía del cine Metropol con su amante, se la invita a beber cuanto quiera para celebrar su cumpleaños, luego se la propone ir por ahí en coche para seguir la juerga y más tarde, en cualquier calle oscura, dentro del Ford, quién empuñaría el mazo de madera que ya tenían preparado en el asiento de atrás, quién. Ella apoyaría la rubia cabeza en el hombro del conductor, canturreando feliz, bastante borracha, como de costumbre. Parece que aún tuvo fuerzas para revolverse y arañarles y abrir la puerta. Gritaría hasta perder la voz. Tendrían que parar el coche y consiguió salir, con la cabeza aturdida y ensangrentada, cuando ya acudía un vigilante al verla tambalearse, pero perdió el sentido y ellos la alcanzaron, la cogieron en brazos y simularon que se había golpeado en el parabrisas, que había bebido demasiado y que la llevaban al Clínico. Encogida en el asiento y desangrándose, muriéndose, cruzaría media ciudad bajo la noche para luego ser arrastrada al solar donde el otro ya les esperaba cavando un hoyo al pie de las palmeras. Sería necesario rematarla con la pala antes de enterrarla, y con las prisas se olvidarían de quitarle el brazalete con el escorpión. Dejaron el coche manchado de sangre allí mismo y se descubrió en seguida. La policía la sacó del hoyo con el abrigo puesto y el turbante. Tenía la boca y los ojos terrosos, y los pómulos inflados de furor y de pasmo. 20 Los últimos vestigios de aquella percepción intrépida que se negaba a claudicar, a limitar su campo de acción a lo estrictamente palpable, aún le sirvieron para advertir que el fuego, intencionado o no, llevaba su marca de fábrica: un fueguito de mierda y además subterráneo, en la cripta; es decir, en los pies del templo aún no edificado, en los macabros cimientos de la iglesia futura dedicada a la Expiación de las Almas. —Bueno, y qué —dijo Martín—. Tienes goteras en el coco, Sarnita. Tú siempre has visto no sé qué, en las intenciones de la Fueguiña. Para mí no es más que una lela. —De todos modos —dijo Mingo— ella no ha sido. Ha estado a punto de diñarla. ¿Cómo se iba a quemar en su propio fuego? —¿Y Java qué dice? —gruñó Sarnita—. ¿Lo habéis visto? —Casi nunca está en la trapería. Pero ya ves que estamos enterados. —¿De qué, bocazas? —Sarnita sin alzar la vista, ceñudo, sonso—. ¿Quién os ha hecho creer este camelo? —No es un camelo. —Vives con retraso, Sarnita —dijo Martín—, estás en la luna. —Ya no carburas, chaval, te la pelas demasiado. La mirada en el suelo, vagando sobre una lava negra que aún parecía hervir, oía sus voces pero esquivaba sus ojos llenos de curiosidad, sus jetas decepcionadas y sus reproches. Por vez primera no le creían, no aceptaban su versión de los hechos, no acataban su autoridad: estás ciego, Sarnita, tienes la paja en el ojo, ¿cómo puedes negarlo si lo hemos visto? Todo empezó, le explicaron, estando Martín y Mingo en la puerta del cine Rovira: Margarita subía a un taxi con un ramo de flores para el cementerio, iba toda enlutada y ellos miraban sus bonitas piernas enfundadas en medias negras, dejándose marear por aquel negro perfume de tragedia que rondaba sus rodillas bonitas desde la muerte del «Taylor», cuando repentinamente oyeron gritos de fuego, fuego en Las Ánimas. Y fueron corriendo… ¿Oyes, Sarnita? ¿O no quieres enterarte? Sentado en el bidet, los codos en las rodillas y el mentón en las manos, Sarnita parecía una araña negra escrutando fijamente los jirones chamuscados del saco y el tablado hundido, carbonizado junto con los bancos de madera que lo habían sostenido; mirando lo que quedaba del telón y de la concha del apuntador, docenas de palmas convertidas en ceniza, la bóveda ennegrecida por el humo. Entre bastidores, los decorados enrollados también eran ceniza, pero el telón de fondo desplegado, aquel esplendoroso cielo azul con nubecillas blancas durmiendo sobre lejanas montañas grises y nevadas, aquel horizonte imposible sobre la hondonada de los gorriones que sobrevuelan la niebla mañanera y el trigal, que a veces cruzaba mi madre con brazadas de espigas y que fulgía dorado siempre más allá de la memoria, las llamas no lo tocaron. En el vestuario todo seguía también intacto, pero con un palmo de agua y serrín en el suelo. Amén y el Tetas venían por la platea saltando de banco en banco con las sotanas remangadas, ¿has visto, Sarnita?, aprovechando media hora libre entre un bautizo y el rosario, ¿has visto qué catástrofe? Se sentaron junto a Mingo y Martín en los baúles y formaron corro. Lo que te has perdido, chaval. Mingo partió unos cigarrillos Ideales y sacó papel de fumar, distribuyó las raciones y dijo: el Tetas y Amén también lo vieron, que digan si miento; estaba yo regando con la manguera delante de la sacristía mientras Java y la Fueguiña paseaban por el jardín cogidos de la mano, un noviazgo formal, Sarnita, qué buena pareja, decían las beatas rodeando a la directora, pero la chavala qué jeta, qué malauva en los ojos al notar que la miraban embobadas, ya sabes, las beatas se ponen como flanes cuando una huerfanita pesca novio, echan las campanas al vuelo y cantan tedeums. Por eso a Java le permitieron volver a hacer las paces con todo el mundo, por camelarse a la gallega, sin ella no se habría atrevido a volver a Las Ánimas y aún estaría expulsado como nosotros, que hemos pagado el pato, ya verás cómo ahora dicen que el fuego ha sido culpa nuestra, que dejamos una vela encendida o que si la pólvora… Estás majara, dijo Sarnita, tienes purgaciones mentales, chaval, pero Mingo ensalivando el cigarrillo sonreía burlón bajo la nariz, seguro de intrigarle: y los festejaban, también estaban el mosén y la doña platicando junto al surtidor, comiéndose con los ojos a la parejita, qué monos, qué formalitos, él se había puesto una camisa de nylon transparente y ella un clavel en el pelo pero torcido y machacado, lo manoseaba, se veía que lo estaba pasando mal, que de novio oficial nada, que su plan no era ése, verás por qué… —Ya lo veo —dijo Sarnita, recuperando súbitamente cierta autoridad—. En el terrado de la Casa con las mariposas blancas y las sotanas colgadas, allí debió planearlo todo, quemar el teatro con el alférez Conrado dentro y luego irse lejos con su trapero, en ella siempre fue una manía… —Que no te aclaras, Sarnita —dijo Mingo. —No das una. —Estás con la torta. —Llevas tiempo sin venir por aquí —dijo Martín— y las cosas han cambiado mucho. Ya no puedes saberlo todo. —Tú calla y que hable él —protestó Amén—. Sigue, yo te escucho, Sarnita. —Que esto no es una aventi, chaval —advirtió Mingo—. Así que menos merdé. —Aquí no hay Dios que se aclare —dijo Amén desolado. Yo te esperaba para saber, yo te creo, Sarnita, yo sí. Cuenta. —Sí, te esperábamos —el Tetas palmeándole la espalda, luego volviéndose a los demás—. Dejadle hablar. Pero él siguió pensativo, los ojos bajos, soportando la risa burlona de Mingo: tienes goteras en el terrado, ya no entiendes nada de lo que pasa en la Parroquia, pero nosotros sí, les hemos visto besarse en el cine, con Juanita de carabina, y paseando solos por el parque Güell, y todo el mundo lo sabía, era un secreto a voces. —Y qué. Mingo sonrió triunfal: pues que a pesar de eso, la Fueguiña nanay, porque el que le hace tilín no es Java, ¿comprendes? Ayer se vio claro, que te cuente éste. Pues sí, dijo el Tetas, estaban paseando por el jardín de la Parroquia tan acaramelados, festejados por las beatas y las huérfanas, cuando ella va y pregunta ¿dónde está el señorito?, así empezó todo, dijo aquí falta el señorito Conrado, y parecía que iba a llorar de pena o no sé qué. Y una de las huérfanas que me ayudaba con la manguera dijo está en el escenario esperando la luz, y la Fueguiña furiosa de pronto: ¿quién lo llevó, tú, que no sabes manejar la silla y podías tirarlo, burra?, no vuelvas a hacerlo, burra. Pero con una leche. Una cosa extraña. —Y qué. —Nada, que aquí hay tomate, pensé. —Piensas tú mucho, chaval. Sarnita simulaba un cabreo y un desinterés. Amén tomó la palabra relevando al Tetas: habían estado ensayando un poco en el escenario, explicó, la Fueguiña sostenía un gran candelabro mientras los demás evolucionaban a su alrededor con palmas y ramos de laurel, pero se fue la luz y decidieron salir y esperar en el jardín. Al poco rato, y sin que hubiera vuelto la luz, el alférez pidió que lo llevaran de nuevo al escenario. Y se ve que se quedó allí traspuesto mientras leía la función junto al candelabro que ella había dejado en el suelo, demasiado cerca de las cortinas; que sí, que últimamente el inválido se duerme en cualquier sitio, no pongas esa cara de chunga, se ha vuelto una marmota, dicen que es la mala circulación y que se está pudriendo por dentro, fíjate que ya casi no mueve la mano derecha, fíjate cuando saluda a alguien, es el Parkinson, chaval, todo el mundo lo dice… Calumnias, dijo Sarnita enfurruñado, ganas de que la palme. Martín cortó la discusión y prosiguió: no venía la luz en el escenario y la Fueguiña y Java paseaban por el jardín, esperando, él en plan de novio formal bien peinado y con camisa nueva, y entonces… Sois unos mamones, dijo Sarnita, ¿no comprendéis que ella dejó el candelabro allí expresamente? Que no, Sarnita, estás meando fuera del tiesto, espera y verás, calla y escucha. —Tengo hambre —se oyó decir a Amén con la voz aflautada—. ¿Vamos a la sacristía por unas hostias, Tetas? Pero el Tetas, acuclillado sobre el baúl, déjate ahora de hostias, Amén. Escuchaba a Sarnita, todos le escuchaban: sus dedos manchados de cera, decía, ¿podéis verlo?, y aquellas mariposas blancas rondando su cuerpo desnudo en el terrado de la Casa, tomando el sol con su enamorado, Vámonos trapero mío, llévame lejos en tu carrito, le decía, lejos de las huérfanas, de Las Ánimas y del barrio, ¿no podéis entender eso, tanto os cuesta? Sí, pera ¿y él, qué pasa con Java? Pues Java con su rollo: cerraré la trapería, ingresaré a la abuela en un asilo y ya me tienes en esa joyería vendiendo anillos y pulseras, tendré un coche y seré viajante, y tú esperándome en casita con el delantal y los niños, galleguita, cocinando los canalones. El rollo, vaya, unos tortolitos. —Pues por eso —dijo Mingo—. Por eso te cuesta tanto entenderlo. —Sí, por eso —excitado ahora el Tetas, los ojos como platos—. Porque, ¿cómo puede ser, si está tan chalada por él, que le entrara aquel terror de pronto, aquellos sudores al ver el resplandor tras la ventanita de la cripta, ésa de ahí, y soltara la mano de Java para echar a correr como una loca gritando Conrado, señorito Conrado? ¿Cómo se entiende el ataque de nervios, la pataleta que le dio allí mismo en la puerta que echaba humo, cayendo al suelo y revolcándose? Todo el mundo lo vio. Lanzaba unos alaridos de animal, como si fuera ella la que se quemaba, y se ahogaba de espanto y tenía los ojos blancos y grandes como pelotas de ping-pong y las manos como garras, y fíjate qué fina de oído tratándose de su señorito: fue la única que oyó el grito de auxilio, quizás incluso oyó el chirrido de la silla de ruedas cercada por el fuego, sin poder bajar del escenario. Gritaba Conrado Conrado de un modo que helaba la sangre, el mismo Java se quedó clavado sin saber qué hacer y cuando quiso sujetarla ella se lanzó a la puerta de la cripta. Amén ya venía con la manguera de agua abriéndose paso entre las beatas asustadas. Al pararse ella ante el humo que la cegó, Java pudo sujetarla. Entonces se revolvió, sus ojos glaucos cayeron sobre él como dos rachas de viento helado, le arañó la cara, no me toques, dijo, apártate, y lo mordió y lo pateó y a las señoras también, una fiera, Sarnita, que te diga éste que lo vio: no podíamos creerlo, siguió Amén, con los ojos teñidos de sangre y la boca mellada echaba insultos y escupitajos al rostro de Java y de las beatas, hasta que se lanzó dentro y el humo se la tragó. A nosotros nos mandaron a buscar ayuda, pero aún la vimos desde la puerta saltar por encima de los bancos hasta llegar al escenario protegiéndose el pelo con los brazos, él estaba caído junto a la silla de ruedas y el humo les envolvió a los dos. Sobre los decorados con crepúsculos rojos y noches de luna se alzaban las llamas del tablado. Sí, dijo Sarnita, pero era un fueguito de mierda, típico de ella, todo eso ardió por viejo y podrido. ¿De mierda?, dijo Amén, pues la sacaron medio ahogada y abrazada al inválido y costó tanto separarla de él que le despellejaron las manos, y este lado de la cara, una llaga. Está en el hospital. Él nada, porque ella lo envolvió con ropas, fíjate que detalle, lo arropó como a un hijo, qué detalle, ¿eh? —Qué chorrada. —Dicen que era su propio vestido, que se quitó el vestido para protegerlo a él de las llamas —dijo Martín. —Mentira. —Raro —dijo Amén desilusionado— que Sarnita no lo crea, ¿no? ¿Por qué, Sarnita, qué te pasa? Y el Tetas, igualmente preocupado: haz un esfuerzo, hombre, piensa en eso: ¿por qué ponerse tan histérica, por qué ese desespero, si el fuego no la asusta, si el fuego es lo suyo? ¿Y por qué había de empelotarse por él? Ni que fuera su madre, su mujer, su… ¿Su qué, chaval, qué has dicho?, exclamó Mingo, chócala, Tetas, tú acabas de decirlo, su fulana, y si todavía no lo es lo será, no tiene otra salida. Y conste que hace tiempo que yo venía diciendo aquí hay tomate, que la Fueguiña está más buena que el pan y si no que lo digan éstos que le vieron los pechos quemados cuando la ponían en la camilla, unos pezones de punta y como uvas negras, madre mía, y no le quedó ni un palmo de combinación, sólo un trocito de braga y unos retales de la falda, explícaselo, Tetas: cómo se ha puesto la tía, sí, y pensar que cada día se la saca para que él pueda mear, y se la lava y se la vuelve a meter… Y Mingo remachando el clavo: elemental, querido Tetas, a los paralíticos también se les levanta, chócala, cuánto has aprendido en poco tiempo, niño. —Que no —dijo Sarnita, pero era la voz de la derrota y de la impotencia. Parecía una araña encogida con aquellos pantalones largos que ellos nunca le habían visto, negros y ajustados a las piernas repentinamente largas y flacas, una araña pensativa devorando el cigarrillo, echando humo y más humo en torno para protegerse, rumiando qué pasa, ya sólo hablan de follamenta y sólo ven lo buena que está, desde que van al billar con los ganapias ya sólo ven eso, todo lo simplifican y falsean, qué joderse, ya ni mis juanolas quieren: —Chaval, eso de que son buenas para la tos es un camelo. Déjame fumar tranquilo. Y hablaban de él como si ya no estuviera allí: Sarnita está en orsai. Como su madre ahora friega el Clínico, y las monjas le dan comida y ropas, lo tienen atontado. Quieren que el año que viene se quede allí dé aprendiz de enfermero. No, si éste acabará lavando traseros y mingas como la Fueguiña, seguro. Y lo que había que oír acerca de ella: que ésa ya no es virgen, Sarnita, te lo digo yo, ¿te has fijado en la venda que lleva en el tobillo?, es por la mala semana, ya es una mujer y está pirrada por él, la mosquita muerta, siempre lo estuvo, loca por su uniforme con la estrella dorada y por sus botas de montar y por su bigote negro, rendida a sus pies, dispuesta a todo, a llevarle en brazos de la silla de ruedas a la cama y a lavarle el culo y hasta a pasarle la lengua si él se lo pide… Lo hemos visto, lo hemos visto. Sarnita sonreía burlonamente por debajo de la nariz. Tiró el cigarrillo y se incorporó: —Mamones. Sólo creéis en lo que veis. —Pues de aventi, nada —dijo Mingo—. Lo que es verdad es verdad, aunque a ti no te guste. Y estás cabreado, se te nota, te jode la sorpresa que te hemos dado. Mira, la prueba —se inclinó y sacó del agua un candelabro roto y negro, casi irreconocible—. ¿Sabes qué es eso? —Pollas en vinagre. —Te revienta no haberlo visto tú —dijo Martín. —Yo he visto cosas que vosotros nunca veréis aunque viváis cien años. Tontarras. Envidia, eso tenéis, envidia de Java porque se entendía con ella. —Se abrió paso a patadas—. Dejadme pasar, esclavos. Abur. Había notado que le fallaba un poco la voz. Remangándose la sotana, Amén miraba con tristeza su espalda alejándose, el escenario hundido, el agua y las cenizas. —¿Y ahora qué hacemos, Sarnita? —se lamentó pensativo—. ¿Sabes que esto lo cierran, que no habrá más funciones? Menos mal que aún nos queda el refugio… —Pronto lo van a tapiar —dijo Sarnita desde la puerta—. Burros. Capullos. No nos queda nada. Nada. Al volver la cabeza antes de salir definitivamente del teatro, aún les vio deambulando cabizbajos entre los restos carbonizados de tablas y candilejas, de bosques pintados y encendidos crepúsculos. Removían escombros y cenizas buscando su lata de pólvora. Nunca volverían a encontrarla. Si has pasado tu infancia en el campo, toda la vida llevarás un almendro en flor en el corazón: eso quería expresar Ñito, sin conseguirlo, al defenderse de Sor Paulina, que una vez más le había llamado viejo tramposo y liante. La gente mayor, había dicho la monja, veíamos las cosas tal como eran y nos preguntábamos ¿por qué? Vosotros rumiabais cosas que nunca fueron y os decíais ¿por qué no? Ésta era la diferencia. Te gustaba aquel demonio de chiquilla, ¿verdad? Hum, hizo el celador, y sus ojos, que habían estado sonriendo burlones, se posaron en el vacío: —¡Ay Fueguiña! —dijo de pronto en un tono achacoso, falso y estudiado—. ¡Ay Fueguiña de mi alma! —¿Y por qué? —replicó Sor Paulina sin hacerle caso—. ¿Por qué tanta maldad, qué sentido tenía hacer eso? —Se le cayó el capazo de las manos. Hermana, no fue intencionadamente —salió en su defensa la fregona—. ¿Verdad, Ñito? Anda, súbete ahí, que hoy la llevas buena. —Le conozco muy bien, a éste —la monja se volvió escrutando los ojos del celador, ya encaramado en el taburete—. A ver, mírame. —Fue sin querer, nosotras lo vimos —era la tonadilla de la mujer, indiferente, echando salfumán al suelo y frotando con la escoba—. Al cerrar la puerta de la perrera. Cuidado con los pies, Hermana, siéntese aquí que en seguida terminamos. —Sí que fue un descuido —insistió la otra—, no le riña que el pobre no tiene la culpa. ¿Cómo sujetar a esos animales? En un santiamén se lo tragaron todo. —Dios mío, Dios mío —dijo Sor Paulina. Tambaleándose un poco, el celador sonrió avergonzado: —Se me fue el santo al cielo. Sor Paulina gruñó algo, colgó los pies en el travesaño de la silla y parecía un elefantito blanco haciendo equilibrios, asediada por las veloces escobas. El suelo pringoso hervía de burbujitas. —Mentira sobre mentira, un rosario de mentiras, Ñito, eso eres tú. ¿Qué dirá el doctor Malet, qué vas a hacer ahora? El resol amarillo de la mañana inundaba el sótano. El celador se sonaba con un pañuelo. Las mujeres avanzaban hacia él con sus faldones podridos de agua y su trapería en las rodillas hinchadas. Quita de ahí, cantamañanas, en voz baja y cómplice. Sor Paulina no daba por concluida la regañina, esperaba que ellas terminaran de fregar y se fueran, y de momento cambió de tema: —¿Y adónde vas tan elegante? —A llevar las maletas. El celador esquivó sus ojos. Lanzó una rápida mirada al botellón de licor rosado que traslucía como un gran caramelo al sol. Después miró el reloj de pared y los puños raídos de su camisa recién lavada. Encogió los brazos, se palpó el torcido nudo de la corbata y sacó el pañuelo limpio. El salfumán le cosquilleaba la nariz. No eran las diez y hacía mucho calor. —Ayer —dijo Sor Paulina— me fijé en todas las que vinieron al entierro y tampoco la vi. —Con los años se habrá curado, quién sabe, los tejidos se renuevan. —Qué va. Si hubieras visto su cara, cuando salió del hospital. Esta noche he vuelto a soñar en la hondonada de los gorriones que sobrevuelan la niebla mañanera, pensó, a la derecha conforme se mira desde el tren viajando hacia L’Arboç del Penedés. Pero dijo: —No la vi. Aquel verano mi madre me envió al pueblo y trabajé como un negro por vez primera. Trabajé con mi tío en las obras de derribo de la estación. Las bombas sólo habían dejado el esqueleto metálico. Había unos vagones ametrallados en vías muertas donde crecía la hierba… Gané casi quince duros en dos meses. —¿Y no añoraste a tus amigos, aquellas fieras? —Qué sé yo. Lo que tengo muy presente es el regreso a Barcelona, en pleno agosto, porque una señorita se desmayó de calor en el tren; se echó sobre mí con los ojos en blanco, sosteniendo una jaula con un periquito. De esto sí que me acuerdo y de mi vuelta aquí, con mi madre, a estos sótanos de mierda para no salir nunca más. —De todos modos ya no tenías adonde ir —suspiró Sor Paulina—. Ya os habían echado a todos de Las Ánimas. —Menos al Tetas y Amén. Porque son monaguillos y los necesitan, dijo Sarnita cruzando el jardín parroquial por última vez, hacia la calle, detrás de Mingo y Martín, remolones, cuando todavía el sacristán y las indignadas señoras les increpaban desde la puerta de la sacristía, fuera, desvergonzados, fuera de aquí. Parecía haber sonado la hora de la verdad verdadera para todos: habían descubierto el refugio y la pólvora, las torturas y los ensayos secretos con las niñas, las cochinadas que le habéis hecho a Susana, todo, sois la piel de Barrabás, marranos, fuera, volved a vuestras chabolas, no hay nada que hacer con vosotros, es perder el tiempo. Porque son del gorigori, decía Martín. Pero ¿quién se habrá chivado? La doña, seguro. —Ella no ha sido —dijo Mingo—. Ella dice que alguien nos guipó, y yo lo creo. —Sí —dijo Sarnita—. Hace mucho tiempo, alguien descubrió el refugio y nos espió desde el vestuario. Seguramente una catequista, la almeja le cantaba a incienso, la tuve sentada en mis narices. Lo habían echado atado de pies y manos bajo el tronco para que no interrumpiera más el ensayo, ¿se acordaban?: la Fueguiña y Virginia hacían el papel de hermanos pichados por los moros. Sarnita había querido impedir el tormento alegando que era peligroso, esta noche no, dijo, se ha corrido la voz y todo el mundo sabe lo de Susana, dejémoslo correr por algún tiempo. Se puso tan pesado que tuvieron que amarrarlo con una cuerda y dejarlo en el vestuario debajo de un corcho que imitaba el tronco de un árbol, y así pudieron ensayar en paz. Insistió Sarnita en los detalles: primero oyó sus pasos y en seguida vio sus pies descalzos a través de la ranura entre el tronco y el suelo, luego sus zapatos blancos de tacón alto que dejó a un lado y los bordes de la falda acampanada, olía como si viniera de un baile, y se sentó sobre el tronco a espiar el escenario a través del agujero en la pared. Él, echado boca arriba, a oscuras y sin poderse mover, sabía que ella espiaba, jadeando, lo que vosotros hacíais con las chicas, los moros dando correazos a Virginia, eso debió excitarla, eso y lo que se dejaba hacer la Fueguiña en el corral, y aunque llevaba braguitas era como si no llevara de fina que era la tela y tan pegada al conejo, que fue deslizando sobre el tronco hasta colocarlo sobre el agujero que yo tenía para respirar. No había más que sacarla: primero fue como probar el sabor de un pastel, la puntita que vuelve a la boca con unos granitos de azúcar o una pizca de crema, luego los primeros y prudentes lengüetazos, humedeciendo la gasa hasta empaparla, hasta confundirla con la piel, así se hace, chicos, entonces notas que se abre más y más y luego oyes las uñas arañando el tronco, ella no sabía lo que le pasaba, los suspiros y los gemidos, no sabía qué podía ser aquello pero se dejó, se abandonó, se derritió cuando el moro gritaba suaisuai y la Fueguiña se desmayaba brazos en cruz. —Dios mío… —Estás loco de remate, Sarnita —dijo Mingo. —Por la memoria de mi padre borracho que es verdad. —Jesús, Jesús. —Anda ya, déjate de aventis que ya eres mayorcito para eso. —No sé quién era —insistió él—, no le vi la cara, pero aquellos ojos que lo guiparon todo nos denunciaron al mosén y a las beatas, seguro. —Estás chaveta, Sarnita, estás mochales. Basta. Basta. —Jesús, Dios mío —la monja se encogió ante él como si le doliera el vientre y contrajo la cara blanca como el papel—. Jesús mío, Jesús. —Hermana —bajó precipitadamente del taburete, se le dobló la rodilla y casi cayó—. Hermana, es una broma. Lo inventé, todo es mentira… Ella blandió un instante el lívido puño entre los pliegues del hábito, con el otro se apretaba el vientre, se apretaba las entrañas. Dios nos ha castigado, dijo pálida como un muerto, humillada y casi sin voz, fuera de aquí, desgraciado, fuera. 21 Aquel verano las cigarras chirriaban enloquecidas entre los polvorientos rastrojos de Can Compte. Nunca el pestucio de basuras y charcas fue allí tan intenso. Las cuatro palmeras mordidas por las balas dejaban caer dátiles podridos y amargos. Las ruinas se poblaron de lagartijas amodorradas que se dejaban atrapar con la mano. Un sol de castigo se apoderó del barrio entero y en las calles parecía oírse un crepitar de papeles grasientos y a ratos una suave trituración de huesecillos, como si un gato deshiciera el espinazo de un pajarito. No había agua en las casas, las colas en las fuentes públicas eran interminables y no se sabía si eran humanos o de rata los ojos que desde las cloacas espiaban a los niños que jugaban descalzos en la calle. Al atardecer de uno de estos días agobiantes del mes de agosto se oyeron tres explosiones seguidas en el solar de Can Compte. Fue el mismo día que se llevaron a Mingo al Asilo Durán. Hacía una semana que el Tetas ya no era monaguillo y exigía que se le llamara José Mari, y Martín estaba a punto de irse a vivir a Sabadell con su madre. Anochecido ya, subían Escorial arriba hacia los billares, donde esperaban encontrar a Sarnita. —Tengo hambre de chavala —dijo José Mari—. ¿Cuándo iremos a La Paloma, Martín? —Bah, es un baile de raspas —dijo Amén—. Lo que yo tengo es hambre de hambre, de jalar. ¿Habrá traído Sarnita butifarra del pueblo? Tres muchachas enlutadas les rozaron al pasar, corriendo alborotadas. Despacio, sintiéndose por vez primera extrañamente pesados y torpes, derrotados de antemano, fueron tras ellas, tras el vuelo fúnebre e intocable de sus faldas, y al llegar a la calle Legalidad vieron la aglomeración de vecinos al borde del solar y oyeron comentar la desgracia, palabras sueltas: fulana muerta, cabeza destrozada, rubia platino. Las madres retenían a sus niños pegados al regazo y un guardia las empujaba hacia la acera. Había un coche de la policía y una ambulancia con los faros encendidos alumbrando el sector más ruinoso de la tapia, el que utilizaba el vecindario para tirar basuras. Vieron a Sarnita entre el corro de mirones que rodeaba al Ford, cuyos cristales y asientos estaban salpicados de sangre. Pegado al manillar se veía un mechón de rubios cabellos. En el solar, la luz de las linternas rasgaba la noche. De golpe supieron que era ella y recordaron aquel domingo que se encaramaron a la tapia y la vieron por última vez: una figura borrosa paseando inquieta tras la ventana de visillos rojos y verdes, una sombra que no permitía precisar si lo que llevaba en la cabeza era un turbante o un vendaje, si ya la habían rapado al cero después de interrogarla. Sarnita había insistido en eso: la han atrapado, les dijo, de momento le han dado una paliza y la han soltado, pero ella sabe que volverán, sabe que está perdida, acorralada, recordándoles que Java y Flecha Negra estuvieron dándose el pico en un banco de la plaza Sanllehy, y hablaron de ella. —¿Qué ha pasado? —dijo Martín. —Acabo de llegar —dijo Sarnita—. Pero lo sé todo. Venid. Se miraron entre sí cambiando muecas escépticas, pero le escucharon: se había enterado, dijo, pegando la oreja a los corros de vecinos, parece que un hombre lo ha visto todo desde el terrado, mismamente encima de la ventana de Ramona. Cuando el señor Justiniano apareció en la esquina acompañado de dos agentes, hacía escasos segundos que ella había salido del portal de la casa, corriendo con un desconocido que tiraba de su mano y con el cual saltó la tapia. Se habían internado juntos en el solar y corrían hacia el otro extremo, desapareciendo a ratos entre las matas altas cerca de la empalizada, hundiéndose en las zanjas y reapareciendo sobre montones de cascotes y ladrillos, tropezando, corriendo siempre cogidos de la mano contra el fondo de fachadas bombardeadas y arañas negras de la calle Encarnación, y que estuvieron a punto de conseguirlo; ya habían dejado atrás las alambradas y el almendro, ya llegaban a las palmeras pero entonces, de pronto, saltaron en el aire, debieron mover una piedra que hizo estallar las granadas, se levantaron varios palmos del suelo sin soltarse de la mano y pareció que seguían huyendo juntos pero en el aire, dijo, en medio de un abanico rojo y verde de llamaradas y hierba. —Hostia. —Seguidme —dijo Sarnita. Rodearon la manzana para burlar a los guardias y corrieron en la oscuridad y silenciosamente hacia el hoyo. La estaban desenterrando y pudieron verla antes de que les echaran: boca arriba y con los ojos abiertos llenos de tierra, fulminada entre círculos de polvo como ondas de agua, la cicatriz abierta en el cuello y la rodilla un poco alzada, la cara interna del muslo aún con un temblor, una carne más pálida que el resto, casi luminosa. El turbante desgarrado y manchado de sangre, los zapatos tirados a dos metros, la mano enterrada hasta la muñeca y casi también el brazalete con el escorpión de oro articulado. Había quedado igual, mientras que él no tenía literalmente ni pies ni cabeza, era el guiñapo ensangrentado de un desconocido sin documentación y nunca se sabría quién era. Quizá su querido de turno, quizá un amigo que quiso ayudarla en el último momento. Los camilleros la llevaron hasta la ambulancia. Las vecinas se persignaban y los hombres iban de un lado a otro, excitados, masticando una atmósfera calcinada, un familiar sabor a bomba. Cuando se llevaron el cuerpo del desconocido, Sarnita se acercó tanto a la camilla que el empujón del guardia casi lo tiró al suelo. Los faros amarillos de la ambulancia, al maniobrar ésta, estamparon su flaca silueta en la tapia, deformándola grotescamente mientras, cegado por la luz, explicaba a sus amigos: es él, no puede ser más que él. Debían llevar bastante tiempo sin verse y por culpa suya, que no de Ramona. Por alguna razón, tal vez porque se había cansado de ella, porque le deprimían a más no poder su miedo y su miseria, o porque a su lado el peligro aumentaba día tras día, decidió mantenerla apartada de su madriguera y de sus noches blancas; y no es que la sustituyera por otra más complaciente y más guapa, que no era nada fácil encontrar fulanas de confianza para este trabajo, y además su hermano se negaba a llevárselas; precisamente podría ser que la hubiese repudiado obligado por Java, al que ya le urgía liquidar aquel asunto y limpiar de ratas la trapería que provisionalmente habría de ser su hogar de casado. De cualquier forma, y aun sabiendo que el cerco se cerraba cada vez más en torno a ella, la puta perseguida lograría hacer llegar su beso de plata al marinero. Un día, al disponerse él a liar un pitillo después de comer a la luz de la vela, se encontró con la llamada urgente en las manos. No en el papel de fumar que sacó, sino en la mitad visible del siguiente prendido aún en el librillo, una hojita rasgada más por la impaciencia que por la punta del lápiz, una caligrafía rota por la desesperación, el terror y la soledad. Un mensaje improvisado, aprovechando quién sabe qué oportunidad. Por miedo es capaz de todo, piensa él, capaz de perderse y perderme. Sólo eran cinco palabras: si me abandonas me mataré, y firmado Aurora. Marcos echó la picadura en el papel, lió el pitillo, lo ensalivó cuidadosamente y lo prendió en la llama de la vela cuando ya sus ojos azules rebosaban de lágrimas por ella y por él, por los dos unidos en su destino de ratas acorraladas, por su amor imposible. Al día siguiente su hermano se asomó un momento con su chaleco floreado y el pelo lamido de brillantina y le dijo: tu amiguita te espera, que vayas que es muy urgente, ayer estuvo en comisaría y teme que vuelvan por ella y le obliguen a decir lo que no quiere… Entonces se decidió, tuvo pena de ella y al anochecer apartó con la mano la montaña de papeles y se echó a la calle con sus gafas de ciego, su barba de miel y su boina que no conseguía retener los rizos rubios. Ella se había encerrado en su cuarto con la Singer y los nervios rotos, temblorosa, devorada por la fiebre y los presagios; le mostró la cabeza rapada, los golpes en las costillas, las patadas en el vientre, las quemaduras de cigarrillos en los pezones y las señales de puñetazos en los ojos que el maquillaje azul como un antifaz disimulaba un poco. No puedo más, dijo, qué vamos a hacer. Él había corrido a su lado de una manera tan irreflexiva, que sólo entonces debió pararse a considerar que podían haberla soltado para juntarles y matar dos pájaros de un tiro. Estaban junto a la ventana, mirando a la calle: debes irte lejos en seguida, Aurora, dijo, a cualquier parte, menos mal que esta vez el cabrón de mi hermanito se ha portado bien pasándome tu recado… ¿Qué recado, dijo ella, si no le he visto hace dos meses?, y él: ¿cómo qué recado…? Pero demasiado tarde comprendió, desde la ventana ya les veía doblar la esquina: el tuerto y detrás dos de la Social, sin contar el otro que se apostaba al final de la calle. Decidió rápido, y cogiéndola de la mano casi la levantó del suelo al echar a correr escalones abajo. Salieron a la calle, saltaron la tapia y pasaron volando bajo el almendro en flor sin verlo siquiera, no vieron el cascarón del Ford varado entre la hierba ni la mesa de operaciones, no vieron nada. Corrieron cogidos de la mano por esta tierra devastada y sepulcral, dejaron atrás las ruinas y las cenizas y alcanzaron las palmeras, desapareciendo luego tras los altos zarzales y los terraplenes, por un momento lo lograron, trágame tierra, su sueño se hizo realidad y fue como si se fundieran en el ocaso rojo del cielo y el mundo los olvidara por fin… —Pues no sé —dijo José Mari, distraído, siguiendo con los ojos a una de las muchachas enlutadas—. Podría ser, pero… La aventi ya era solamente una verdad como cualquier otra, oída demasiadas veces. Perfectamente posible y espantosa, aburridamente cotidiana y atroz. Historia reconstruida también con desechos, aventurada por los intrépidos hijos de la memoria. —Bueno —dijo Martín chasqueando la lengua, palmeando la espalda de Sarnita con cierta conmiseración—. Vámonos, aquí ya no hay nada que ver. Se habían ido la ambulancia y la policía, la gente desfilaba y Sarnita fue a sentarse con parsimonia bajo el almendro, abrazado a sus rodillas y con aire pensativo. Amén y José Mari intentaron congraciarse con él, reanimarle clavando por sorpresa el dedopistola en su espalda y diciendo ¡manos!, pero él ni pestañeó. Marchaos, dijo, largo, si no queréis escucharme, y allí se quedó, acurrucado bajo el almendro florido, no hubo forma de sacarlo. Nunca hubo ningún almendro en flor en aquel solar inmundo, gruñó la monja con una mueca persistente y resentida: nunca, que yo sepa. Le ocurría al celador, explicó, algo así como si hubiese llovido mucho en su memoria y sufriera corrimientos de tierra: este famoso almendro que cobijó tu infancia desamparada sería de la comarca del Penedés, pero tu memoria siempre atrafagada lo ha trasplantado, y lo mismo haces con las personas y con lo que dicen. Hay más desorden en tu cabezota que en este almacén, que ya es decir. —No se enfade conmigo, Hermana. Casi tres semanas tardó Sor Paulina en hacer las paces con él, obligada no tanto por la mansedumbre de la edad o la fuerza de la costumbre como por imperativos de la curiosidad, por saber si ya cumplió el encargo de entregar las maletas y qué pasó, cómo es el piso, quién le abrió la puerta, ¿la misma asistenta que vino con las huérfanas? La misma, pero mucho más dispuesta a contar cosas; que le hizo pasar al recibidor, pero que no dejara allí las maletas, le dijo por favor sígame, las abriré en el dormitorio de los niños, perdone la molestia. —Para servirla, señora. Qué piso tan grande. —Por aquí, tenga cuidado, todo está un poco revuelto. Con una maleta en cada mano el celador sorteaba los cestos de la mudanza, siguiéndola por el pasillo de techo y paredes artesonadas, todavía con alguna cornucopia, dos espadas cruzadas, un busto de mármol y varias antiguallas, pero sin cuadros ni armaduras, sin aquel sordo fragor de batalla. La mujer iba con las mangas arremangadas y el negro sombrerito puesto, como un familiar que está de visita y aprovecha para ayudar un poco en las tareas del hogar, dispuesta a irse en seguida. —Ya estamos terminando. Venga, por aquí —pasaron por delante de la salita, donde tres muchachas envolvían la vajilla en hojas de diario, llegaron a la puerta ya no forrada de terciopelo color vino, entraron—. Todo lo tenía muy ordenado, pobre Pilar. Pase, póngalas aquí en la litera, la de abajo. —¿Éste era el cuarto de los niños? Qué bonito, ¿verdad, señora? Empapelado con caballitos blancos empenachados, rosados elefantes en equilibrio sobre pelotas multicolores, jirafas, ositos, payasos y palomas, el mundo de la inocencia cubriendo de arriba abajo unas paredes que habían visto cuánta humillación, cuánta ignominia. Colgaba del techo la lámpara de cristal abriéndose en docenas de cuellos de cisne, pero ni rastro de las cortinas, del biombo con los querubines, de la gran alfombra cuyo dibujo reproducía un cuadro famoso ni de la cama con la colcha roja. En el ambiente flotaba un desasosiego, las alas de la muerte. Ahora, el recuerdo triste de las personas que un día se afanaron en esta habitación se mezclaba con el de los niños ahogados en el mar. —¿Las cuerdas son suyas? —dijo ella—. Pues desate las maletas y lléveselas. —Estos pisos viejos, qué grandes, ¿no? —comentó Ñito—. ¿Siempre vivieron aquí? —Desde que murió la propietaria, la señora Galán. Su hijo se mudó arriba y vendió este piso a un joyero amigo suyo, que lo alquiló al marido de Pilar. El primer hogar decente que disfrutó ella, imagínese, primero la tuvo en una trapería. Era un mal hombre, y nunca la quiso. —¿Usted lo trató mucho? —Gracias a Dios, apenas le veía. La hizo muy desdichada, mucho, el Señor lo haya perdonado. Muy trabajador, muy apreciado en el trabajo, eso sí, pero una mala pieza. ¿Pero por qué, pensó Ñito, por qué se casaría con ella, una desgraciada huérfana de todo, una marmota ignorante e indefensa, por qué si él buscaba todo lo contrario, si incluso habría dejado a la Fueguiña quizá antes de que ella misma le rechazara al desfigurarse la cara, si por hacer carrera parecía dispuesto a todo, por qué si ya estaba en el camino más directo y fácil? —¿Por qué se casó con ella, si no la quería? —dijo Ñito enrollando con parsimonia las cuerdas en la palma de la mano. —Por qué iba a ser —suspiró la mujer, vaciando la primera maleta —. La embarazó. El señorito Conrado le obligó a dar la cara y él se asustó, en el fondo era un desgraciado. Debió pensar que de todos modos Pilar era buena, muy sufrida y obediente, y que una esposa así le servía, si no para otra cosa, al menos para cubrir las apariencias, no sé si me entiende… Y no quiero hablar más que diría un disparate, vaya. En el camino del buen enchufe, casado de prisa y corriendo con una pánfila que no preguntaría, que preferiría no saber. Viviendo provisionalmente en la trapería pero ya no era trapero y ni hablar de volver a serlo, ni hablar de la abuela Javaloyes que se apagaba poco a poco en el Asilo de ancianos de la calle San Salvador. Empleado en la joyería de las Ramblas y primeros tanteos como corredor, primeros viajes por la provincia y primeras ventas, primeros frutos después de cinco años de bajarse los pantalones. Fue un mariquita de medio pelo, en efecto, nunca se lanzó a fondo, nunca consintió por placer o debilidad, sino por abrirse camino. Sólo quería asegurar su porvenir y prosperar en el trabajo, porque había heredado un terror casi físico a la miseria y al hambre: en seguida empezó a lucir aparatosos trajes de anchas hombreras, una enfurecida cabeza de cabellos repeinados con brillantina y finas cadenitas de oro que se enredaban en la pelambre del pecho, y que en verano exhibía con la camisa blanca desabotonada. Los que entonces aún le trataban en el barrio le vieron convertirse en un hombre de gran atractivo y de verbo copioso, contradictorio y agitado, adiestrado alegremente en el hábito de disimular que no quería o no tenía nada que decir. Y un buen día levantó el vuelo, cerró la trapería y se marchó definitivamente sin mirar atrás; sin despedirse de los vecinos, sin acordarse de nadie, sin dirigir ni una mirada a las basuras que aún se amontonaban en la esquina ni a los vidrios rotos y negros de humo que aún quedaban en las ventanas de tantas casas. Volvió un año después conduciendo un Renault 4-4, era la noche de San Juan; abrió la trapería, que ya sólo era un nido de telarañas y de polvo, y estuvo allí dentro más de dos horas. Cuando la fogata que los chicos habían hecho en la calle se reducía a un montón de rescoldos, le vieron acercarse empujando el carrito lleno a rebosar de objetos de desecho: rimeros de amarillentos diarios y viejas revistas, un bastón de puño marfileño, una boina roja y un machete con su funda, un astillado biombo con querubines y nubecillas de nácar, un cordón morado con borlas, un somier, una mecedora, un colchón y un orinal, remendados sacos llenos de ropa piojosa y polvorientas botas de racionamiento, unas cartucheras podridas, bufandas apolilladas, un brasero, docenas de rabos de cirio, sortijas nupciales de hueso y muñecas sin cabeza, una capa pluvial con cenefas bordadas y un misterioso escudo en la espalda, una pescadora azul, una muñequera de cuero negro, un pañuelo de colores y una romana. Los gritos infantiles de «¡todo lo viejo al fuego!» se repetían como un eco al fondo de las calles como cada año mientras él se quitaba con parsimonia la americana, que dio a guardar a un chico. Y en mangas de camisa, sujetos los puños por gemelos de oro, luciendo un chaleco azul celeste y sin que se alterase ni uno solo de sus cabellos planchados con abundante fijador, procedió a descargar y a arrojarlo todo a la hoguera, incluido el carrito, y luego permaneció allí de pie, contemplando las llamas con las manos en los bolsillos. Subió hacia la noche el humo espeso y negro como un manto de estrellas furiosas, el aire se llenó de pavesas, de olor a madera de plumier y a barniz de lápiz y las llamas sobrepasaron las ramas de las acacias. Y él se mantuvo quieto delante del resplandor, los ojos trabados en el fuego, hasta que, moviendo apenas la mano, chasqueó los dedos reclamando su americana. Se la puso, sacó un peine del bolsillo, lo pasó por el pelo, dio media vuelta y se fue. Acudieron chavales de otras calles, y pasada la medianoche, cuando ya hacía rato que él se había ido para no volver y el fuego menguaba, saltaron uno tras otro por encima de las llamas lanzando gritos de guerra. A Ñito se le enredaban las cuerdas en las manos, se mostraba lento en las preguntas y como escasamente interesado en las respuestas, los ojos en el suelo: pero ¿y ella? Una santa, suspirando la mujer, sólo pensó en el hijo que iba a nacer, en que no le faltara un padre como a ella. Por eso se casó. Pero lo que son las cosas, la criatura nació muerta. Después, casi veinte años sin hijos, la pena más grande que ella podía esperar, peor que la otra. Y mira, el médico se equivocó cuando le dijo que no volvería a tener hijos. Fueron una bendición de Dios, los gemelos, y ahora que ya los tenía criados, después de tantas penalidades, mira… Señor, Señor. Seguía ordenando el contenido de las maletas en la litera, cuando se tapó los ojos con la mano. Sostenía en la otra, junto con una descolorida edición del Espíritu que Anda, la foto de los gemelos desprendida del tablié del Simca, una cartulina igualmente roída por el mar. A pesar del «No Corras Papá», pensó él acercando precipitadamente una silla a la compungida mujer, no llore por favor, seguías empeñado en correr, legañoso, no dejaste de correr y correr desde que arrojaste al fuego todo el maldito pasado, cálmese señora, siéntese un ratito, qué le vamos a hacer, pobres de nosotros, miserias de la vida… —No, no —reponiéndose ella, escogiendo unas prendas de ropa —. Con el trabajo que tengo. Perdone. ¿Sólo esto se pudo salvar, todas las maletas se abrieron? Hay que lavar esta ropa en seguida o se pudrirá. ¡Rosita! Acudió una de las muchachas, sí, señorita, escuchó atenta, cargó con la ropa y salió mirando al celador de reojo, casi con chunga. Él guardó en el bolsillo las cuerdas enrolladas. Qué traviesas son, dijo al despedirse, igual que las de antes. La mujer hurgaba en su bolso, le dijo espere buen hombre, contó una a una como una docena o más de rubias y luego: —Ah, se me olvidaba. De hoy en ocho días habrá un funeral en la Parroquia, y como usted dice que se conocían de chicos… Tenga, y gracias por ayudarme. —No hay de qué —tomando la propina—, por qué se molesta. Gracias, conozco el camino. Y que a la semana siguiente la vio por fin, saliendo del funeral, y que, en efecto, no la habría reconocido. En aquel momento ni siquiera pensaba en ella, confesó a la monja: cegado por el sol bajaba las escaleras de la iglesia, mezclado entre las muchachas de la Casa que plegaban sus mantillas blancas, y se alejó calle Escorial abajo a la sombra de las viejas acacias, secándose el sudor del cuello con el pañuelo. Se paró un momento y se quedó quieto, mirando la calle en pendiente. Podía reconstruir la calle Escorial de memoria, casa por casa, esquina por esquina. Se volvió para mirar tras él la sombría mole del templo firmemente asentado, aculado en su ayer miserable y violento. Fue como si una sombra de ese ayer, desplazándose con sigilo, pasara por su lado y le rozara, dejando prendido en alguna parte de su cuerpo un jirón sedoso, una telaraña negra. Se volvió otra vez, y, unos metros más allá, ella había dejado de empujar la silla y le miraba esperando algo. Pero el celador no entendía esa mirada. Ninguna palabra, ninguna expresión vino a sustituir aquel sentido que a él se le escapaba, hasta que su mano tropezó con la mantilla y comprendió. La mantilla se había enganchado en su hombro al pasar ella y colgaba de una crin que traspasaba la guata. Cabizbajo, con líquido en los ojos y en las palabras, devolvió la prenda disculpándose, ella murmuró gracias y siguió su camino empujando la silla de ruedas. Una señora enguantada hasta los codos a pesar del calor, alta, de una severa elegancia, con gafas oscuras y un pañuelo lila anudado bajo la barbilla. Tan pegada a la silla de ruedas, empujándola con el amplio regazo de apretadas formas aún juveniles, y sin servirse de las manos, que más que conducir al inválido parecía dejarse llevar por él, sin capacidad de maniobra ni voluntad de reacción. Confusamente unida a la parálisis orgánica que la precedía y la arrastraba, sin perder su vientre en ningún instante el contacto con el respaldo de la silla, su turbia dependencia o su inconsciente entrega, mal encubierta la cárdena ruina de su cara, la gran mancha rugosa que asomaba bajo el pañuelo lila y ponía un rictus amargo en la boca, había sin embargo en la inercia diabólica de sus manos enguantadas y atroces, yertas junto a las caderas, un resto de enfurecida sumisión, de crispada aceptación de la derrota. Ella, que fue la sal de nuestras aventuras, el tibio sol de nuestras esquinas. En cuanto a él, era un anciano calvo y lívido, con derramadas mejillas sanguíneas y un lento parpadeo de muñeca. Su mano de artrítico, al indicar la terraza del bar donde probablemente le apetecía tomar un refresco, repitió como en sueños aquel firme ademán que en su juventud ostentó la fusta y el poder, y aún levantó sobre el cuello de tortuga su rostro ultrajado por los años, los insomnios y la memoria. Qué párpado triste, qué silencioso pus en la pupila. La metralla lo había acompañado durante casi cuarenta años y por supuesto lo había corroído con más meticulosa perfección que no lo hizo con Aurora Nin en un segundo. Todo se reducía, en definitiva, a una supervivencia vejatoria de la corrupción y el dolor, a una macabra pérdida de tiempo. Inclinada sobre él, su compañera le susurró algo, nada de refrescos, le convenció que era mejor seguir paseando o irse a casa, arropó sus piernas y alisó con el guante de manopla negro sus escasos cabellos de la nuca, y él asintió rindiendo la cabeza. 22 Se reconocieron y se palmearon los hombros bajo un paraguas maltrecho, una tarde emborronada de llovizna, arrimados al muro de la iglesia de Pompeya donde los letreros raspados y la araña desdibujada por el tiempo parecían mensajes prehistóricos. Intercambiaron su júbilo y sus puños ancianos fingiendo fogosidad y golpes bajos, cuántos años, carota, te hacía muerto o en la Modelo, lo mismo te digo, ya ves, mala hierba nunca muere. Casualmente los dos iban a coger el metro y cruzaron la Diagonal, Lage mirando en profundidad la amplia avenida gris donde la doble hilera de plátanos se juntaba al final, entre una espesa neblina de monóxido de carbono, allá lejos en el tiempo: —¿Te acuerdas —dijo— cuando nos hicimos los amos de esta calle? Palau ahogó un amago de tos o de risa en la nariz, la envolvió en mocos, carraspeó y escupió al suelo. —No para de llover —dijo—, no para. Bajaron al andén. Sentados en un banco, dejaron pasar vagones que soltaban bocanadas de gente mientras intercambiaban preguntas, nombres y fechas, poniendo orden en aquel túnel de veinticinco años que dejaron atrás: no fue la niña que se les murió en el cuarenta y seis, decía Lage, fue el chico, ¿no te acuerdas?, la Trini bien, la niña ya nos hizo abuelos, ¿y sabías que Esteban Guillén murió del tifus hará unos quince años?, dejé de verle cuando volvió a su antiguo trabajo de viajante, pobre, al final estaba hecho un gorrón y un perdulario… Lage apretaba al costado una sobada cartera de piel marrón, esgrimía en la otra mano el paraguas cerrado y con la contera trazaba líneas en el suelo mojado. Cabeceaba pensativo, entornaba los ojos frente al resol de la memoria, maldiciendo como si le hubiesen robado algo: lo que más sintió entonces fue no poder asistir al entierro de su propio hijo, sólo eso. Después de la muerte del «Taylor» y de Navarro, añadió, se fue a Bilbao, donde Guillén tenía familia, estuvo un tiempo escondido y luego trabajó cinco años en los astilleros, y cuando volvió aquí la rubianca ya no le esperaba pero hicieron las paces, se empleó en las cocheras de tranvías hasta que los cambiaron por autobuses y me jubilaron, ahora cobro letras a domicilio, nada, caca de la vaca, para ir tirando, ¿y tú? —Yo, pues ya me conoces —bajo una gorra de payés le observaban unos ojos lacrimosos y amarillos—. Yo no trabajo para ésos, coño, no me da la gana. El carota no se rinde, collons. —No me digas que aún vives del cuento —riendo Lage—. Mira lo que le pasó al marinero: apuró tanto la cosa que no se enteró que la trapería fue destinada al derribo y dicen que un día encontraron un esqueleto aplastado con el gato y las ratas, quizá llevaba veinte años allí… Dejó de reír añadiendo oye, puedes creerme, hablo en serio: no es bueno vivir de recuerdos, carota. Palau parpadeó sobándose la pelambre canosa de las mejillas, respirando con dificultad, golpeándose el pechugón asmático lleno de silbidos y resonancias: ¿Marcos Javaloyes?, dijo, éste se unió al otro grupo, en el cincuenta y nueve calculo que sería, y los trincaron a todos. Que no, hombre, replicó Lage, que acabó de mala manera mucho antes, parece que iba por ahí recogiendo colillas con una ninfa, se sentaron un rato en un descampado y volaron por los aires, ni se enteró, el pobre, sería una Laffite de la guerra que quedó sin explotar. Meneó Palau la cabeza, la sonrisa renegrida y llena todavía de dientes en su cara de caballo: hace años, una pila de años, un domingo que mi chico fue a la playa con los amigos vieron a un pobre de pedir metiéndose como una rata en el túnel de Montgat. Por mi parte juraría que un día le vi haciendo de hombre-anuncio en las Ramblas, pero… Se encogió de hombros y añadió: no sé, a veces me gusta creer que aún puede estar escondido en alguna parte, pensando en las musarañas. —No sería el único, no. —Ya ves, tanto bregar y para qué. Hablarían de armas que nunca llegaron y de oscuros desalientos, de aquel desamparo y aquella obstinada soledad del escondido tejiendo laberintos en la memoria, de amigos torturados y baleados hasta los huesos; hablarían de la noble causa que acabaría sepultada bajo un sucio código de atracadores y estafadores, de un hermoso ideal cuyo origen ya casi no podían precisar, de una ilusión que los años corrompieron. Evocarían hombres como torres que se fueron desmoronando, compañeros que no regresarían nunca de su sueño, y que no quedaría de ellos ni el recuerdo, ni una imagen: ni la postura en que cayeron acribillados, quedaría. Y repasando una larga lista de fantasmas, se pararon en la rubia asesinada, salió en los diarios, quién iba a decirnos que Jaimito acabaría así: le calentaron los cascos el cuñado y su hijo, que al final también se entendía con ella a espaldas del querido y del mismo Jaime Viñas, ¿no lo leíste, Palau?, el crimen de la calle Legalidad, en aquel solar donde luego edificaron pisos de la Caja de Ahorros, hoy está muy cambiado, sólo quedan las cuatro palmeras. Y qué pronto los pescaron, a Jaime en la cama de un meublé, se envenenó con cianuro y dejó un papel que decía no se culpe a nadie de mi muerte, la vida es sueño, qué gansada, ¿tampoco leíste eso? No, dijo Palau, yo no leo los diarios que escriben ésos, collons, todo es propaganda del régimen, mentiras, cuentos de la mariasalamientos… Y sin embargo, aún veía tan vivas y cimbreantes las palmeras con nombres de muchacha escritos a punta de navaja, veía las alambradas y el chasis del automóvil pudriéndose entre la alta hierba, veía la tierra abierta y la rubia cabellera flotando, como los cabellos de una ahogada, en el torbellino de un cuarto de siglo. Nunca se sabrá lo que pasó verdaderamente, dijo, como en tantas cosas. Observaba sus viejas manos quietas sobre las rodillas, y sus ojos líquidos parpadearon lentamente: unos aficionados, añadió, unos desgraciados, gentuza pagada por alguien de arriba, ya conocemos el paño. Eso creo yo, dijo Luis Lage, un ajuste de cuentas. Porque si era por las joyas, ¿cómo se iban a olvidar del brazalete? El cerrajero resultó ser un viejo amigo del alcalde de barrio, aquel desgraciado cabrón con el parche en el ojo, y esa mujer sabía demasiado, seguro, fue una furcia de lo más tirado que llegó a fulana de postín… —Ni tanto ni tan poco —dijo Palau—. No exageremos. Ni fue tan rubia platino, ni fue una pobre meuca que no tenía donde caerse muerta. Fue una de tantas. Suspiró Lage, luego sonrió con aire nostálgico. —Y hablando de aquellas meucas, ¿sabes que a veces aún pienso en ellas? —¿Verdad, tú? —Palau cabeceando cachazudo, con una repentina luz en los ojos—. Lo mejor era cuando te la lavaban con jabón en el bidet. Aquel jabón malo de entonces, que escocía… Volvería a ir sólo por eso. Tosiendo entre la risa encoge las piernas para dejar pasar a una señora vestida de morado y, aprovechando la inercia del movimiento, se incorpora. Lage va a las Ramblas, a Palau le da lo mismo, y no me mires como si fuera un carterista, coño, al fin y al cabo ¿quién nos ha enseñado a vivir del cuento?, esos que mandan. Antes sí que movía bastante el pico en los tranvías, y si no fuera por el asma volvería a coger la vieja Parabellum, esto no puede durar, ya no saben qué hacer, pero me ahogo, Lage, me falta el aire, cualquier día reventaré en este metro y mierda para los que queden, bueno, adiós, recuerdos a la rubianca… Tosía apretándose la hernia con la mano y viendo llegar los vagones llenos hasta los topes, van como borregos, dijo, ni más ni menos lo que son. Palmeando Lage su espalda agitada por la tos, sintiendo de repente una pena de él y de sí mismo, lo acompañó hasta la puerta del vagón, oye una cosa, carota, no es por nada, y con el tiempo que ha pasado te vas a reír, pero dime, ¿tú oíste decir de la rubianca aquello de que iba al cine sola y en las últimas filas…? Y Palau carraspeando, mira éste ahora con qué sale, todavía preocupado por eso y a tus años, qué quieres, se decían tantas cosas, anda anda, adéu, salud. La puerta automática se cierra entre los dos y Lage con la mano dice adiós a la cara que se aleja pegada al cristal, que parpadea, que abre la boca como si le faltara el aire. Palau aplastado por la gente sin poder revolverse, aquel pesado corpachón rodeado de espaldas y nucas sin poderse acomodar ni imponer, quién lo hubiera dicho de él hace tiempo, cuando aún nos bullía la sangre joven y todo se había perdido menos la esperanza, entonces todos pensábamos esto no puede durar y ahí están todavía los que hoy siguen pensando todavía esto no puede durar, algún día tiene que acabarse, no aguantará, sin saber que estas palabras llegarían con la vacuidad del eco hasta los sordos oídos de sus hijos y sus nietos: estaban tan ciegos, tan irremediablemente vencidos, tan lejos de verse empuñando las armas otra vez, de hecho ya ni siquiera podían imaginarse así, ya ni arrestos mentales tenían para verse con la cara tapada por el pasamontañas y pistola en mano empujando la puerta giratoria de un Banco o colocando un explosivo. Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como niños. JUAN MARSÉ (Barcelona, 1933). Nació en Barcelona el 8 de enero de 1933, como Juan Faneca Roca. Su madre murió en el parto y fue adoptado a las pocas semanas de su nacimiento por el matrimonio Marsé. Asistió al Colegio del Divino Maestro, hasta 1946. A los trece años empezó a trabajar como aprendiz de joyero, oficio que desempeñó hasta 1959. Entre 1957 y 1959 aparecieron sus primeros relatos en la revista Ínsula, gracias a las recomendaciones de su amiga Paulina Crusat y obtuvo el premio Sésamo de cuentos en 1959. Durante el servicio militar en Ceuta, a los 22 años, comenzó a elaborar su primera novela, Encerrados con un solo juguete; que años después, en 1960, presentó al Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, y quedó finalista. Aconsejado por Gil de Biedma viajó a París este mismo año. Allí trabajó de mozo de laboratorio en el Departamento de Bioquímica Celular del Institut Pasteur. Regresó a Barcelona y en 1962 publicó Esta cara de la luna, hoy repudiada por el autor y desterrada del catálogo de sus obras completas. En 1965 apareció Últimas tardes con Teresa, su primera gran novela, que le valió finalmente el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral. Se casó en 1966 con Joaquina Hoyas, con la que tuvo dos hijos, Alejandro y Berta. En 1970, publicó la excelente novela La oscura historia de la prima Montse. Entre 1970 y 1972, respaldado ya por un gran éxito, en plena madurez creadora, escribió su novela más valorada y una de las más brillantes de toda la narrativa castellana de la posguerra: Si te dicen que caí. A través de un fabuloso recorrido por su infancia, Marsé, recrea la realidad histórica que le interesa rescatar —la etapa de la posguerra española—, con el fin de desvelar esa actitud crítica frente a la realidad sociológica, que constituye la clave interpretativa de toda su obra. Inmediatamente censurada en España, se vio obligado a publicarla en México, en 1974, donde recibió el Premio Internacional de Novela. En 1978 obtuvo el Premio Planeta con La muchacha de las bragas de oro. Su universo literario se asentó con Un día volveré (1982), Ronda del Guinardó (1984) y su volumen de cuentos Teniente Bravo (1987). La década de los noventa supone la consagración definitiva del escritor barcelonés. En 1990 recibió el Ateneo de Sevilla por El amante bilingüe; en 1994 le concedieron, por El embrujo de Shangai, el Premio de la Crítica y el Aristeion. Escritor autodidacta, se define a sí mismo como novelista catalán que escribe en castellano. Ha obtenido el Premio de la Crítica, el Premio Nacional de Narrativa y el Premio Cervantes en 2008.

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